Sahagun Semana Santa 2019

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El Regreso de Licinio Mediavilla José Luis Luna Borge

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n una soleada mañana de la primavera de 1940 salían, perfectamente embaladas, dos cajas de madera de grandes proporciones de la Plaza de los Refinadores de Sevilla. La casa, de planta baja más dos y azotea, aún está en pie en pleno Barrio de Santa Cruz. Entonces era propiedad de D. Licinio Mediavilla García, natural de Sahagún, que vivía en ella con su esposa Dña. María Herrero Serrano, su cuñada Facunda, también de Sahagún, y sus cinco hijos. Con veinticinco o veintiséis años, Licinio había salido de su pueblo llevando, por todo bagaje, una carta de presentación de la madre abadesa del Monasterio de Santa Cruz, de monjas benedictinas de clausura y dirigida a la superiora del Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla, uno de los mejores y más grandes hospitales de la España de entonces, también llamado Hospital Central u Hospital de Sangre y actual Parlamento de Andalucía. Seguramente el viaje lo hiciera en tren con la tristeza de la despedida de sus familiares y de su novia María, con la angustia de no saber qué le podía esperar a su llegada a una tierra tan lejana que desconocía. Debió durar al menos tres días, días de preocupación e insomnio, miedos y dudas. Es muy probable que los padres de Licinio vivieran en la Calle de San Tirso o en sus aledaños, dado que las noticias de las personas que lo conocieron y algún familiar así lo han contado. Su padre ejercía de sacristán y campanero en San Tirso, con lo que las puertas del templo siempre estuvieron abiertas a las inquietudes y juegos del niño

Licinio y allí fue donde comenzaría a familiarizarse con las cosas de la iglesia y sus imágenes. Alguna prima, Susana García, “la Sana”, contó, y lo cuenta Isabel Bravo Linares, familiar lejano, que de vez en cuando subían los dos, siendo chavales, al campanario para ver a las monjas benedictinas del monasterio vecino que cuidaban el huerto y el jardín. Al detectar a los niños que las increpaban a gritos las monjitas, sorprendidas, salían corriendo y se refugiaban en las dependencias del monasterio, oyendo las risas y celebraciones de los chavales. Los años veinte del pasado siglo debieron ser de mucha penuria en el pueblo, de ahí que Licinio, como muchos otros, se viera obligado a salir a buscarse un porvenir. De su llegada a Sevilla nada sabemos. Licinio era hombre de pocas palabras y la familia con la que hemos contactado, una hija y dos nietos, cuentan que era de carácter retraído y hablaba poco de sí mismo y de todo lo que le concernía. Era un digno representante de la gente castellana que ríe lo justo y no presume, lo contrario al carácter sevillano que, con los años, conocería a fondo. El carácter apocado que caracteriza al castellano en general y una manera de ser y de estar sin alardes ni presunciones, que a veces se podría confundir con la abulia, es el resultado de una entereza moral hecha de trabajo y de aguante a unas duras condiciones de vida y de una humildad sufrida pero digna del que se ha visto ninguneado por otros. En Sevilla encontró acomodo; comenzó a trabajar en la administración del

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hospital y alquiló una vivienda en el barrio de la Macarena. La ciudad, por aquellos años, comenzaba a preparar la Exposición Iberoamericana de 1929 y llegó a ser, según califica algún historiador, una “ciudad inerme”, sin proyecto modernizador, sometida a las castas sociales que con el apoyo y protagonismo de la iglesia desde tiempos inmemoriales han dominado el poder y el imaginario sevillano. Eran momentos de llegada de trabajadores (como lo fuera la más cercana del 92) para las grandes empresas que diseñaban la ampliación de la ciudad por el suroeste, con grandes parques y avenidas que vertebrarían la ciudad hasta nuestros días, y con frecuentes huelgas y algaradas; El periodista Chaves Nogales escribió entonces:


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