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El tabaco como medicina
(Primera receta médica del tabaco)
Las virtudes que los habitantes de la América precolombina le atribuían al tabaco favorecieron su triunfal entrada en el continente europeo. Jean Nicot –mencionado anteriormente– se encargó de fomentar su fama. Sin embargo, también los médicos –no todos– fueron partidarios del uso medicinal de este vegetal. El médico y agrónomo Jean Liébault, publicó en París, en 1570, la obra de otro médico francés: Charles Etienne, titulada L’agriculture et maison rustique, en la cual gloria las virtudes del tabaco afirmando que cura heridas antiguas, úlceras cancerosas, sarnas intratables, chancros y toda clase de afecciones. Libro que alcanzó una gran difusión, ya que entre otras propuestas medicinales de los vegetales, da a conocer la primera receta médica donde uno de sus componentes es el tabaco: “Una libra de sus hojas frescas (es de suponer que se lo cultivaba con cierta facilidad) mezcladas con 3 onzas de cera fresca, 3 de resina y 3 de aceite común, puestas a fuego hasta la completa integración de todos sus ingredientes; luego se agregarán 3 onzas de trementina de Venecia y se filtrará con un paño”
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Este es un ungüento para tratar las heridas. En otras ocasiones, las hojas frescas del tabaco se machacaban en mortero y se colocaban directamente sobre la herida.
También en París, dos años más tarde, Jacques Gohory (1520-1576) dio a luz “Introduction sur l’herbe
Petum, ditte en France l’herbe de la Reyne on Medicèe” , donde se mencionaban espectaculares curaciones producidas por el tabaco. Gohory rietera los males que, según Etienne, curaba el tabaco, y le agrega otros atribuidos al pueblo francés: heridas, úlceras supuradas y entorsis. El mismo autor señala las formas farmacéuticas apropiadas: hojas verdes machacadas, tisanas destiladas, cocimientos con manteca de cerdo o grasa de las que se extrae un ungüento, aceite de tabaco y una sal del mismo vegetal.
No obstante, fue el español Nicolás Monardes (14931588) (1), médico y naturalista, quien cimentó la fama del tabaco y su correspondiente adicción aupando sus presuntos poderes curativos. En 1571, en Sevilla, publicó la Segunda parte del libro de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, que sirven al uso de la medicina, basamento de sus argumentos terapéuticos en lo que se refiere al uso masivo del tabaco como medicina entre los aborígenes, y la explicación del porqué todos los botánicos europeos cultivaban tabaco en sus jardines.
Se contabilizaron 36 afecciones y síntomas curados por el tabaco, entre los cuales se destacaban: la gota, el asma, las cefaleas, la tos, el dolor de estómago, los cálculos renales, el meteorismo, el reumatismo, los vómitos, el dolor de muelas, etc. Como se puede apreciar, una mezcolanza de síntomas y enfermedades diversas.
La información, cuando es manejada con tanta irresponsabilidad (o tal vez con tanta falta de rigor científico, por otra parte, común en la época), cuando ya se conocían los efectos dañinos del tabaquismo, nos acerca a uno de los precursores del charlatanismo médico. Lamentablemente, la
difusión de estas perniciosas afirmaciones –reveladas por la categoría de Monardes– cosechó múltiples adeptos.
Monardes, con una actitud prelógica, en un momento en que los charlatanes y embaucadores invadían las plazas de toda Europa con sus menjurjes, aconsejó la forma terapéutica adecuada según el caso: el jarabe de tabaco y su humo aspirado, para la bronquitis; una hoja del vegetal aplicado sobre la zona umbilical, en los dolores del parto; lavativas con su infusión en el estreñimiento...
El libro de Monardes fue rápidamente traducido a varias lenguas: latín, italiano, francés e inglés, con lo cual se aseguró una amplia difusión. También ayudaban los curanderos para que las “propiedades curativas” del tabaco lograran la acogida general.
En 1583, Gilles Everaerts publicó en Amberes su De herba Panacea, quam alii petum aut nicotianam vocant, una pequeña enciclopedia con todas las experiencias médicas que se conocían sobre el tabaco. El holandés indicaba este despropósito terapéutico: el tabaco también curaba la tuberculosis, la sífilis y la epilepsia.
Wihelm Heinrich Posselt (1806-1877)
Dos años después, el italiano Castore Durante (Roma, 1583) refrendaba estos hechos. Reflexiones similares vertían José de Acosta (Sevilla, 1590) en su Historia natural y moral de las Indias; Anthony Chute (Londres, 1595) con un libro publicado anónimamente y, finalmente, John Gerard (Londres, 1597), en su Herball, or General Histoire of Plantes.
No es ajena a la evolución de la medicina esta suerte de idealización de una terapéutica o de una doctrina filosófica, sobre las curaciones de las enfermedades humanas. Aún persisten, y son harto conocidas, ciertas doctrinas terapéuticas que nunca tuvieron sustento científico y medicaciones que jamás pudieron reproducir sus virtudes curativas, ni en el laboratorio, ni en enfermos similares. Basan su capacidad curativa en el denominado “efecto placebo”, es decir, la acción beneficiosa que sobre los síntomas ejerce una sustancia –conocida anteriormente como inerte–, con una acción exclusivamente psicosomática, como hubiéramos dicho unos años atrás. Este efecto rondaría en un 30 % del total de una cohorte estudiada y, habitualmente, no está en consonancia con la edad, sexo, ni estado social del material humano estudiado. Como contrapartida, en un 10 % de estos, la consecuencia del uso de una medicación de esas características (denominada con el neologismo nocevo), es mala.
El tabaco contó –además de sus efectos adictivos– con el beneplácito general que señalamos y así fue llamado: herba sancta, herba panacea, herba prioris, herbe du Grand-Prior (ambas por el Prior mencionado anteriormente) herbe Catherinaire, herbe Medicèe (ambas por Catalina de Médicis), hierba milagrosa.
En las boticas se la conocía como: Nicotiana maior, Tabacum maius (sus sinónimos Symphytum
indicum y Sana sanila), Tabacum petum, Nicotiana minor, Nicotiana media, herba nicotiana vera, herba tabaco, Cineres tabaco, Syrupus nicotianae, Acqua nicotinae...
Los poderes medicamentosos del tabaco se verían todavía más favorecidos en el siglo XVII. Los europeos se hallaban encantados con sus propiedades. Resulta extraño que, con el paso del tiempo, tanto las buenas experiencias repetidas, así como los fracasos, no hayan mellado la fama del nefasto tabaco. Alguien estaba haciendo un brillante negocio con este y, consciente o inconscientemente, muchos contribuyeron generosamente a acrecentarlo.
Tal es el caso de un médico de Bremen, Johann Neander quien, en 1622, editó en Leiden, Holanda, el libro más completo en cuanto a las experiencias médicas realizadas con el tabaco: Tabacología: hocest, tabaci, seu nicotinae descriptio médicocheirurgico-pharmaceutica. Neander prescindió de la adicción: el tabaco servía solamente para curar; con su colirio –por ejemplo– mejoraban todas las enfermedades oculares y los ciegos recobraban la vista. Entre las opiniones de los médicos que el texto reproduce, no podemos omitir, por su importancia, la de Guillermo Van Meer, conocido médico de Delft, quien denuesta el humo y menciona la posibilidad de que éste penetrara en el cerebro (luego se conocería que, aunque no lo hace, en forma lenta endurece las arterias cerebrales). Sin embargo, le atribuye propiedades curativas empleado en forma de rapé y en individuos de constitución vigorosa.
A mediados de ese mismo siglo, un profesor de medicina de Pavía, Jean-Chrysostome Magnen publicó Exercitationes de tabaco, donde amplió la lista de afecciones sensibles a su uso. Thomas Bartholinus,
el célebre anatomista dinamarqués –en esa misma época–, recomendaba las enemas de tabaco en su libro Historiarum anatomicarum rariorum centuria, y lo hacía apasionadamente.
Johann Neander (1596-1630)
Con el tiempo, surgirían otros pretendidos usos similares a diversas sustancias inoperantes, tales como que poseía propiedades desinfectantes (en esa época se desconocía la teoría microbiana y evidentemente que lo consignado por esos autores debió ser algo así como desodorante), sin revestir ningún peligro, y le atribuyeron esas propiedades. Guillermo Kemp, en su obra A brief Treatise of the Nature, causes, Science, Preservation from, and Cure of the Perstilence (Londres, 1665) y el médico holandés Ysbrand Van Diemerbroeck en su De peste (Arnhem, 1646); éste último relata que sus experiencias tuvieron efecto durante la epidemia de peste que asolara a Holanda en 1636.
Es posible que estos relatos inspiraran al anónimo autor que en la revista PBT (2) en la sección “Lo que dice el médico”, comentó: “Está probado que el tabaco contiene principios activos que lo hacen microbicida: experimentos de Salkemberg, Rasinari y otros, lo aseguran, con la parrticularidad de que, valiéndose de vapores o infusiones de la planta en cuestión, han logrado contener la virulencia de algunos microbios: según ellos, el bacilo en vírgula, el colerígeno, muere en cinco minutos sobre los dientes de cualquier fumador [...] Pichollier, y con este sabio muchos, han sacado partido de estos datos para aconsejar que se fume durante toda epidemia”.
BIBLIOGRAFÍA:
1. Krenger W, “La medicina en España durante el Siglo de Oro”,
Actas Ciba 12: 415-427, Buenos Aires, 1939. 2. “Lo que dice el médico”, PBT, Nº 95, Buenos Aires, julio 14 de 1946.
Del libro del Dr. Thomason: Enemigos de la humanidad
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