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en el mundo civilizado
LA CONTROVERTIDA ENTRADA DEL TABACO EN EL MUNDO CIVILIZADO
Tímidamente en un comienzo, con ímpetu arrasador después, el tabaco y el tabaquismo recorrieron todo el mundo civilizado, porque los límites de la Europa conquistadora resultaron estrechos para la adicción. Luego de recalar en los países colonizadores, sobre todo España y Portugal, se extendió por Francia e Inglaterra y llegó hasta los confines de Rusia, a Turquía, al norte de África, es decir, a todos los países que mantenían relaciones comerciales en esa época.
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En Francia, en 1556, André Thevet llevó simientes de tabaco procedentes de Brasil. Pero quien lo hizo conocer por doquier, fue Jean Nicot (1530-1600), embajador francés en Portugal, cuyo apellido quedó perpetuado en las denominaciones de la planta de tabaco y en su alcaloide: la nicotina.
Jean Nicot (1530-1600)
Nicot recibió el dato de que una cataplasma de tabaco había logrado curar una úlcera necrosada. En vista de ese supuesto espectacular éxito médico, en 1560 le envió semillas a Catalina de Médicis, que se encontraba en Francia. Esas mismas laudatorias recomendaciones sobre el tabaco las hizo llegar al Cardenal Carlos de Lorena. Cuando el hermano de este último, el gran Prior Francisco de Lorena viajó a Lisboa, fue otra vez el mismo Nicot quien le describió ostentosamente sus propiedades y fue tan convincente que de Lorena puso todo su empeño en difundirlo a través de toda Francia. Esto dio pie a que durante algunas épocas se llamara al tabaco la hierba del Gran Prior. Por otra parte, la actuación que tuvo Catalina de Médicis en la propagación de las virtudes de este vegetal hizo que también recibiera la denominación de la hierba de la reina. Este mérito no fue ajeno a su introductor ya que, asimismo, se la conoció como la hierba del embajador o la hierba de Nicot.
Cuando se impuso la moda de usar rapé –lo que sucedió muy rápidamente– recibió atrayentes nombres, tales como polvo de España, perfumado a la marquesa o a la Pompadour, como se llamó posteriormente a las tabaqueras que utilizaban las damas y que, con su despliegue de oro y de brillantes, dieron trabajo y suculentos ingresos a joyeros y orfebres.
En Inglaterra, la costumbre de fumar tabaco corrió como un reguero de pólvora. Uno de los más célebres exploradores que dio esta isla, Sir Walter Raleigh, fundó en la costa oriental de América del Norte, en 1584, la colonia de Virginia. La convivencia con los indígenas fue la chispa inicial para que los europeos adquirieran el hábito de fumar en pipa.
Como resultado, trasladaron el hábito a su patria. Por su parte, Raleigh, la introdujo en el mismo meollo de la corte inglesa, siempre ávida de excentricidades.
Sir Walter Raleigh (1552-1618) Grabado de la Universidad de Basilea
Cuando culminaba el reinado de Isabel (15581603) el tabaquismo se había extendido por toda Inglaterra. El inglés elegante no podía prescindir de cargar una pipa, pitarla hasta encenderla, y exhalar bocanadas de humo, formando así anillos perfectos, a tal extremo que, muy pronto, aparecieron quienes se dedicaron a la enseñanza de estas prácticas que conllevaba el hábito malsano.
Numerosas anécdotas jalonaron las excentricidades del precursor Sir Walter Raleigh. Una de ellas, cuenta que su ama de llaves, al verlo fumar, le arrojó una jarra de cerveza que estaba a punto de servirle, mientras gritaba: “¡fuego! ¡fuego!”. La reiteración de esta situación con otros personajes conocidos, hace dudar de la veracidad de la escena.
Otro relato del ingenio de Raleigh es el siguiente: cuando la reina lo observó abstraído, fumando, y le inquirió por tal situación, le respondió que se hallaba calculando el peso del humo que emergía de su pipa. Ante la risa de la soberana le aseguró que lo averiguaría exactamente. ¿Qué hizo entonces? Pesó el contenido en tabaco de una pipa que después fumó. A continuación, hizo otro tanto con las cenizas: la diferencia entre ambos establecería el peso del humo. Apuesta de por medio, Isabel aceptó la derrota y acotó: “He oído hablar muchas veces de disipadores que convierten su dinero en humo, pero esta es la primera vez que veo convertir el humo en dinero”.
La moda del tabaquismo siguió in crescendo. Aparecieron locales especiales para la venta del tabaco en sus múltiples formas, con vendedores entrenados y toda clase de utensilios ad hoc. Se completaba un cuadro comercial que, siglos después, sería el horror. No obstante, también en esos años, existían los que vislumbraban los peligros o rechazaban las molestias que causaba el vicio. El Para Urbano VIII (1), pese a que en las iglesias se permitía fumar “publicó un edicto en contra en 1642, dando como única razón el hecho de que el ruido causado por los encendedores a pedernal molestaba durante la misa”. Asimismo, con la intención de poner límites al clero en esta práctica, amenazó con la excomunión a quien “permita abuso tan repugnante en lugares próximos a la diócesis y sus anexos”.
Uno de estos visionarios, fue Jacobo I, rey de Escocia y posteriormente de Gran Bretaña, sucesor de la reina Isabel y adversario declarado del tabaquismo. Su campaña no surtió efecto: luchaba contra una adicción. De nada sirvió el argumento de
que era España –archienemiga de Inglaterra– quien mantenía las riendas del comercio del tabaco en su reino y, decidido a combatir su uso, en 1619, prohibió el cultivo del tabaco en su reino, aun cuando declaró, teniendo en cuenta los ingentes fardos de tabaco que se introducían desde Virginia, que su comercialización era un monopolio real.
Esta proclama resultó sumamente beneficiosa para Inglaterra y, tanto es así, que Carlos I –su sucesor– la prorrogó, extendiéndola a toda Escocia y gravando el tabaco con un fuerte impuesto.
Jacobo I Rey de Inglaterra, cuadro atribuido a Pablo Van Samer
No es posible desconocer los méritos de Jacobo I en lo que respecta a su afán de poner límites al tabaquismo. En 1604, se publicó un escrito que formulaba una pregunta, simple y contundente: ¿El tabaco era beneficioso o
perjudicial para el hombre?
Se postularon diversas consideraciones y Jacobo I, interviniendo personalmente, combatió duramente el hábito del tabaquismo en un escrito que tituló “A counterblaste to tobacco”, en el cual condena el vicio de fumar y niega las propiedades farmacológicas que se le atribuían al vegetal. Mamlock (2) hace un análisis de este trabajo y transmite la opinión de Jacobo I, quien asegura que “el tabaco no posee virtud curativa alguna; es más, algunas personas habrían sucumbido por haber fumado esta hierba extranjera”.
“La costumbre de fumar procede de los bárbaros y únicamente ha podido difundirse por su novedad. Aun cuando el tabaco fuera un remedio, no debería emplearse estando sano, pues el uso de cualquier medicina sin existir enfermedad, tiene que redundar en perjuicios. Si hasta la fecha los médicos han abrigado siempre la convicción de que no existe remedio alguno que convenga a todas las partes del cuerpo, en cambio ahora los defensores del tabaco afirman que el humo penetra simultáneamente en las cavidades más anfractuosas del cerebro y que su acción se insinúa en el poder mágico de su virtud curativa hasta en los últimos dedos de los pies, que el tabaco alivia la fiebre, reconforta, tonifica, reanima al embriagado, proporciona sueño, suprime el insomnio y agudiza el espíritu”.
Jacobo I analiza finalmente todos los daños que el tabaquismo ocasiona: perjudica al cerebro y es peligroso para el pulmón, repugna al olfato y es una costumbre horrorosa para la vista del prójimo. Es categórico cuando expresa: “su negro y apestador (sic) tufo no puede compararse más quecon el horrible humo estigioso del fondo del infierno”.
Otros autores siguieron las críticas del rey. Su escrito había causado sensación pero no logró ningún efecto sobre los fumadores. De todas maneras, el monarca no abandonó el intento y en 1605, dispuso que el tema del tabaco se discutiera públicamente en la Universidad de Oxford. La pregunta era simple y contundente: ¿El tabaco era beneficioso o perjudicial para el hombre? Se postularon diversas consideraciones y Jacobo I intervino personalmente y combatió duramente el hábito del tabaquismo. De la libertad de expresión que otorgaba el monarca, habla el hecho de que un tal Dr. Cheynell subió a la tribuna con una pipa encendida en su mano y trató de convencer a la audiencia de los poderes curativos y favorables del tabaco. Tampoco logró la adhesión de los concurrentes que declararon, como corolario, que el beber agua de tabaco acortaba la vida del fumador y podía ocasionarle ceguera, sordera o debilitamiento general.
Moreno Echavarría (3) menciona una vivencia recogida de un poeta y navegante, Pierre Grignon quien dijo que: “en 1525 –mucho antes que Jean Nicot– encontró en Bretaña a un viejo marinero que llenó una pipa de tabaco, la encendió y comenzó a echar humo por la boca y la nariz; esto, a Grignon, lo dejó estupefacto. El viejo marinero le dijo que había aprendido a fumar de los marinos portugueses, asegurándole que eso aclaraba las ideas y proporcionaba pensamientos alegres”.
En el resto de los países europeos, el tabaco seguía consiguiendo adeptos. En Holanda, lo introdujeron los estudiantes, los marineros y los soldados ingleses; en Alemania, también la soldadesca incrementó su uso; en Suecia, fueron las tropas de Gustavo Augusto que permitieron su entrada, mientras que en Austria y
Hungría, se encargaron las de Tilly y Wallenstein.
Adolfo Occo (1524-1606), médico municipal de Augsburgo, fue quien en 1565 remitió unas hojas de tabaco a Conrado Gessner (1516-1565), su renombrado colega de Zurich, para que las catalogara; aparentemente ignoraba de qué vegetal se trataba.
Gessner, temerario, masticó las hojas pero tuvo que escupirlas por su desagradable sabor y por una crisis vertiginosa que le provocaron. También, a falta de animal de laboratorio, dio a probarlas a su mascota: al perro le ocasionaron vómitos. Gessner no se desanimó pero fue más cauto. A través de unas ilustraciones que le proporcionó Benedicto Martí (1505-1574), sabio residente en Berna, pudo identificar las hojas que le enviara Occo, con el vegetal que en Francia se conocía como la Nicotiana.
En las primeras décadas del siglo XVII, el tabaco fue fumado y empleado como rapé en Suiza. Años después, una orden de moralidad fustigó la costumbre de “beber” tabaco que habían adoptado ambos sexos y comenzaron las prohibiciones oficiales, que cayeron en saco roto. El tabaquismo seguía su implacable marcha allende Europa.
Por su parte, las autoridades de Rusia, Turquía y Japón, prohibieron la adicción, y más aun, persiguieron cruelmente a los fumadores. Se cuenta que en los dos países citados en primer término, se dispusieron medidas rigurosas contra el tabaquismo. Una de ellas, penaba con la sección de la nariz a quien fuera sorprendido fumando. El uso de la pipa, solo era penada con unos azotes (4).
El sultán Murad IV, que gobernó entre 1623 y 1640, ejecutó a un buen número de fumadores y, como era obvio para tal personaje, confiscó sus bienes.
Tampoco esta medida fue exitosa. Muchos adictos comenzaron a utilizar rapé, costumbre no reprimida.
En Rusia, la ulterior oposición del clero al tabaquismo se vio contrarrestada por la adicción del Zar Pedro el Grande (1682-1725), fumador del tipo que hoy llamaríamos “empedernido”.
El Shah de Persia decretó pena de muerte para todos los fumadores, tal como lo había hecho –en 1640– el último emperador de la dinastía Ming en China.
Los siglos posteriores asistirán a la consolidación del vicio de fumar y a la desaparición de las prohibiciones estatales.
En Alemania, por ejemplo, Federico el Grande (1740-1786), admirador de todo lo que proviniera de Francia, introduce el tabaquismo en la corte y obsequia costosas tabaqueras. La corte no le va en zaga: Federico I, que reina entre 1701 y 1713, fundó el Tabac Collegium, especie de club privado donde se fumaba de rigurosa etiqueta. Esta costumbre se relajaría con su sucesor, Federico Guillermo (17131740), quien le imprimió al club un carácter más mundano.
Los cambios que imponía la moda se fueron sucediendo y en el siglo XVIII, en Europa, el rapé y la pipa serían suplantados por el cigarro. Dice BühlerOppenheim (5), que en ese tiempo existían diversas variedades para placer de los adictos; habanos legítimos o fuertes, habanos suaves o enteros, cigarros Kanaster, medio habanos y ordinarios (americanos, españoles y Virginia), cigarros de Posen o de paja, provistos de una boquilla de cañón de pluma, paja o caña.
En el siglo XIX, comenzó el auge del cigarrillo –puesto de moda, se cree, en la guerra de Crimea– que aun
en el siglo XX mantendría supremacía sobre el cigarro y la pipa. Las propagandas que aparecen en las revistas de Buenos Aires a principios del Siglo XX, tales como Caras y Caretas y PBT , son casi exclusivamente referidas al cigarrillo.
Un artículo publicado en el suplemento “Futuro” del diario Página 12 (6) pone sobre el tapete una evidencia respecto de la antigüedad de la existencia de nicotina y su uso: “Se ha comprobado que los habitantes del Nilo desde el inicio de los tiempos sabían esnifar coca, liar porro y fumar largos sin filtro [...] Tales revelaciones fueron dadas a conocer por la Universidad de Munich, cuyo equipo de arqueología y científico encontró, gracias a sofisticados análisis químicos, restos de cocaína, hashish y nicotina en los cabellos, huesos y otros restos pertenecientes a nueve notables que vivieron entre los años 1070 y 395 antes de Cristo”.
En ese mismo artículo, la directora del Instituto de Historia del Mundo Antiguo, de la Universidad de Pisa, Edda Bresciani, pone en duda (actitud que compartimos dada la posible contaminación ambiental) este hallazgo y comentó: “Hacer estudios de una momia en un laboratorio cerrado –ha explicado la científica– puede llegar a ser un trabajo muy deprimente... y tal vez una esnifada o un porrito hayan ayudado un poco a hacer más placentera la labor”. En este caso los autores utilizan –casi alegremente– el neologismo “snifar” (respetamos el estilo) por la palabra adecuada, que sería aspirar.
Asimismo, se barajan hipótesis acerca de viajes de egipcios o fenicios en América Latina, que habitualmente marginan en la ciencia-ficción.
La historia de los tiempos remotos de la humanidad, aún sigue siendo fuente de especulaciones de
todo tipo pero, al margen de ello, la incógnita está planteada.
Las viejas civilizaciones emprendieron su lucha contra el tabaquismo. No obstante, en el Nuevo Mundo tuvo sus estrategias: Alexis de Tocqueville decía que el Código de Connecticut de 1650 castigaba la holazanería, la embriaguez y prohibía el uso del tabaco.
BIBLIOGRAFÍA:
1. Leoplán, Nº 94 (o.cit.). 2. Mamlock G, “El tabaco en la medicina”, Actas Ciba, Nº 3/4: 52-60, Buenos Aires, marzo-abril de 1949. 3. Moreno Echavarría José María, “Vida y aventuras del tabaco”, Historia y Vida Nº 68, pp 56-76, España, noviembre de 1973. 4. “La historia del tabaco”, Caras y Caretas, Nº 650, Buenos
Aires, 18 de marzo de 1911. 5. Bühler-Oppenheim, “Datos históricos sobre el tabaco”, Actas
Ciba (o.cit.) 6. Kupchik C, “Nilo, droga y nicotina”, Página 12, Buenos Aires, 26 de setiembre de 1992.
Interior de una “Tabalgia” holandesa del siglo XVII. Grabado en cobre de la obra de Johann van Beberwyck (1594-1647) Alle de wercken zo in the medicyne aix chirurgie, aparecida en 1660 en Ámsterdam