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Vida cotidiana, costumbres, hábitos (siglos XIX y XX
El fin del siglo XIX y la iniciación del XX, preferentemente el período que transcurre entre los años 1880 y 1950, estuvo teñido por la impronta de la inmigración. La enorme cantidad de hombres, mujeres y niños desplazados que llegaron a nuestras costas en esa época, fue calificada como “aluvión inmigratorio” por quienes historiaron el arribo del nutrido contingente de extranjeros, la integración al medio no fue nada fácil.
Caricatura de una revista londinense del siglo XX, El viajero. “¡Revisor, en este departamento va una persona que no fuma!”. El hábito de fumar ya empezaba a convertirse en una obligación social.
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Ni lo ocurrentes y graciosos sainetes de Vaccarezza –donde se mezclaban en un pastiche lingüístico, el turco y el ruso con el gallego y el tano–, lograron calmar los ánimos de los habitantes autóctonos que temerosos, como les ocurre a todas las etnias, vieron en los inmigrantes a posibles competidores que podían quitarle trabajo y vivienda. A todo esto, los viajeros tenían que soportar dos penurias: el viaje en tercera clase, generalmente caracterizado por el hacinamiento, y el Hotel de Inmigrantes.
Aunque la propaganda sobre los cigarrillos estaba presente en los periódicos y en las escasas revistas que se imprimían en nuestro país, el acceso a estas estaba vedado al recién llegado. En primer lugar, por las dificultades idiomáticas; en el segundo, por las económicas. Sin embargo, esto no sería un obstáculo para las tabacaleras, que implementaron lo necesario para difundir masivamente sus productos.
La vida cotidiana estaba impregnada de un fuerte protagonismo masculino. La mujer no solamente ocupaba el recoleto ámbito familiar como madre, esposa, hermana o novia, sino que en muchos casos era desestimada. Esto se puede apreciar cabalmente en muchas letras de tangos en las que, al margen de ensalzar los afectos que hemos mencionado, (Betinotti rompe el juego con ¡Pobre mi madre querida!), nos encontramos con temas como la “lora”, la mujer adúltera y la pobre obrerita acosada por la miseria y el patrón.
La masculinidad era tan fuerte que toda referencia –aun marginal e inocente–, de la poca virilidad, era muy tenida en cuenta. El “mariquita” era discriminado y entre los inmigrantes. Por ejemplo, el padre yugoeslavo no llevaba en brazos a sus hijos, porque podía ser tachado de afeminado.
Esa masculinidad estaba firmemente diferenciada en las clases sociales. Surgieron así, en los arrabales de la ciudad, los compadritos con sus clásicos atuendos oscuros, el lengue, el pelo estirado –al principio con grasa y luego con gomina–, las polainas, los negros bigotes (casi siempre tenían este color) y lógicamente, el “pucho” en la mano. Aunque la mujer también fumó (mucho menos en esa época), siempre lo hizo a escondidas.
En una adolescencia que en esa época terminaba mucho antes que en la actualidad, el joven fumaba para reafirmar su identidad genital. Fuera de las incursiones traviesas de la zarzaparrilla en la pubertad, pronto harían irrupción los cigarrillos baratos (Barrilete, La tecla, Condal, etc.). ¿Cómo, vos no fumás? era un sonsonete al cual el hijo del “tano” verdulero o del “gallego” almacenero les costaba resistirse. El cigarrillo actuaba doblemente: como parte de la integración étnica y como medio de reforzar la identidad sexual.
Una sociedad es heterogénea por las distintas categorías sociales y culturales. La nuestra lo era doblemente por su misma heterogeneidad de conformación. Grupos caracterizados por distintos idiomas, religiones, costumbres y color de piel (1), se amalgamaron y todavía hoy (realidad no superada y expuesta a críticas) no han conformado una verdadera y única identidad.
En nuestro extenso territorio, preferentemente en el litoral –en las cercanías con Paraguay y en las provincias cercanas al Chaco Boreal–, la mujer posiblemente haya fumado sin advertir que de esa forma tergiversaba su condición genital. Se mantenía vigente la costumbre indígena heredada de sus antepasados caribeños, aquellos que Colón había conocido trasladándose “con un tizón en la mano”; hombres y mujeres fumando.
Cuando observamos en la publicidad de inicios del siglo XX, sobre todo en Caras y Caretas y PBT, niños fumando, es probable que la intención de los publicistas era estimular en la franja infantil que comprendía la clase media en ese momento, la reafirmación de la masculinidad. El “lumpen”, en el caso de Buenos Aires, ciudad donde los códigos eran más simples, visibles a la vista, en la misma calle, en la moderna agora porteña donde los compadritos bailaban el tango entre ellos, al compás del organito. Además de fumar, bailaban. El vicio del cigarrillo, la pendencia, la estampa varonil, formaban parte de una cultura exhibicionista y desafiante. ¿A quién o a quienes desafiaban? A todo aquello que pusiera en evidencia su condición de marginado social que ellos simbolizaban en quienes poseían dinero o cultura, y también desafiaban a la misma suerte que los había condenado a una vida perra. En la actualidad, con
otras formas de expresión, sucede lo mismo.
En esa época, la vida cotidiana de las clases sociales bajas se desenvolvía entre el trabajo manual, especialmente en la construcción, en pleno auge en las ciudades, y en simples diversiones amenizadas por los organitos o, con posterioridad, por la presencia de los “tanos” meridionales que tocaban “la verdulera”. Expresiones típicas de la época eran el brasero para la cocina, la fiambrera para proteger de las moscas la carne “abombada” o la barra de hielo para el verano.
El cigarrillo era infaltable en todo momento y ocasión.
En las clases pudientes el tabaco (también subsistente en forma de rapé que todavía se usaba), era el compañero fiel de las lecturas y las tertulias en las que solían escucharse comentarios políticos. Participaban de estas reuniones aquellas mujeres que se consideraban “liberadas” y que a menudo, con mayor o menor fortuna, incursionaban en la literatura o las artes plásticas; el resto de ellas se mantenía al margen e incluso repudiando esas actitudes de sus congéneres.
También en las clases altas de la sociedad el cigarrillo era una expresión de masculinidad. El padre fumador consideraba que su hijo había alcanzado la mayoría de edad cuando le permitía hacerlo en su presencia. Esto ocurría casi siempre después de haber cumplido los veinte años de edad.
Acordamos con Míguez (2) cuando dijo: “La inmigración no es un proceso independiente. Va asociada a la proliferación de centros urbanos –tanto el crecimiento de la gran urbe porteña como una red de ciudades intermedias y centros menores–, a la diversificación económica, a la movilidad social.
“Comienza a surgir así una clase media en la que se tienden a fusionar los nuevos sectores sociales en ascenso y los sectores marginales de la vieja élite que tratan, no siempre con éxito, de frenar allí su vertiginosa caída, como se refleja en la literatura de la época. Personaje típico del teatro de Florencio Sánchez y Gregorio de Laferrère, de la novela de José María Miró (conocido como Julián Martel) o de Caras y Caretas es la ‘familia bien’ criolla que trata sin éxito de preservar su situación social y su honra”.
Todos los sectores mencionados fueron atraidos por el tabaquismo.
BIBLIOGRAFÍA:
1. Ras N, “Criollismo y modernidad”, Academia Nacional de
Ciencias de Buenos Aires, Buenos Aires, 1999. 2. Míguez Eduardo J, Historia de la vida privada en la Argentina, la Argentina plural, Tomo II, Buenos Aires, Taurus, 1999.
Los italianos e Buenos Aires
El arribo de nutridos contingentes de inmigrantes italianos influyó vivamente en la personalidad del porteño quien adoptó definitivos rasgos de la cultura peninsular.
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