14 VISIÓN
ENERO DE 2022 EL PAPEL PERIÓDICO
Bogotá, entre 1925 y 1928 En sus ratos de ocio, la bogotana Teresa Muñoz de Reyes solía contarle por escrito a su hija, Marta Teresa Reyes, cómo era la Bogotá de su infancia. Repasar y escribir esos recuerdos le dio ilusión en los últimos días de su vida. Teresa Muñoz falleció en 2010, pero dejó muchos relatos de cómo era la vida cotidiana de la capital. Este es uno de esos interesantes testimonios, que su hija comparte con los lectores de El Papel Periódico.
Teresa Muñoz de Reyes
B
ogotá era una ciudad apacible, tranquila y alegre. Sus calles, que llegaban hasta San Diego –actual calle 26–, eran transitadas por flamantes coches pues había pocos automóviles. Años más tarde hubo tranvías que hacían sonar sus ruedas sobre los rieles. Tenían en el frente una tabla de diversos colores según la ruta. En especial recuerdo el verde que pasaba por la carrera séptima y subía por la calle 22, cerca de la casa donde yo vivía. Después llegaron unos tranvías cerrados que fueron llamados «nemesias», en recuerdo de don Nemesio Camacho, quien fuera alcalde en esa época. Luego, vinieron las «lorencitas», que eran cerradas con el techo plateado, que recordaban el cabello casi blanco de doña Lorencita Villegas de Santos, esposa del presidente de Colombia en esos años, el doctor Eduardo Santos. Había dos personas empleadas en cada tranvía: el conductor y el que pasaba a cobrar la tarifa de 5 centavos, para cualquier trayecto. Para bajarse había que halar una cuerda y el tranvía paraba en los paraderos, que estaban repartidos cada 6 cuadras. Unos iban hasta la 67 y se devolvían, y el que se llamaba «la Cucarachita» sólo subía por la Avenida de Chile y daba la vuelta, y para hacerlo y quedar en sentido contrario, el ayudante volteaba las bancas. En época de colegio, las niñas éramos tan poquitas que nos hacíamos atrás en la banca circular, y adelante iban los muchachos del Gimnasio Moderno. El colegio era el Gimnasio Femenino, que quedaba en la calle 72, arriba de la séptima. * * * No puede faltar la descripción de un «bobo» que iba uniformado de militar corriendo detrás de los tranvías, conocido como «el bobo del tranvía».
También era típico de la ciudad ver a la «loca Margarita», toda vestida de rojo, con sombrilla roja y que siempre iba gritando: «¡Viva el partido liberal!». Otro personaje era «Pomponio», que se desempeñaba más como correo que cartero; él era el encargado de llevar las invitaciones a los matrimonios y lo curioso era que al entregarlas en las casas las recitaba. Los chinos de la calle lo molestaban diciéndole: «Pomponio, ¿quiere queso?», y él los insultaba nombrándoles la madre. Otro personaje famoso y que asustaba a los niños era «el Deshollinador», vestido de negro, con una escalera al hombro y una mochila con lazo, implementos con los que hacía su trabajo. Este personaje iba de casa en casa, pues las estufas eran a base de carbón de piedra y había que limpiar el hollín que se acumulaba las chimeneas. Los recolectores de basura iban golpeando en cada casa al tiempo que gritaban «¡basura, basura!», la cual era sacada en unos grandes cajones de madera. Y como los caballos de los coches dejaban su recuerdo en las calles, había unas irrigadoras que lavaban la calle de lado a lado. * * * La plaza de Bolívar tenía el encanto de cuatro fuentes de agua luminosa. ¡Tan lindas...! Por las noches las encendían. Qué belleza, sus tonos de diferentes colores. Uno gozaba viéndolas. En esa época nunca faltaba el agua. Después de las siete de la noche, mi abuelo nos hacía poner sobretodo, boinas, bufanda y guantes para ir caminando, mirando vitrinas, hasta la Plaza de Bolívar. Los niños íbamos al parque de la Independencia a echar aro y a las once de la mañana en unos kioscos había una «retreta», que los mayores disfrutaban, pero a nosotros nos aburría. También
estaba el parque de San Diego con sus fuentes y su «Rebeca», que hoy todavía está mas o menos en el mismo sitio. Los domingos, en las tardes de toros, era especial ver el desfile de los toreros en coches sin capota y en compañía de bellas manolas, adornadas con mantón de Manila y encajes. Daban una nota muy alegre hacia las tres de la tarde. Como nuestra casa era sobre la séptima entre calles 21 y 22, podíamos salir al balcón a ver pasar los desfiles. Al finalizar las corridas, en la plaza de toros de Santa María, en la calle 26 arriba de San Diego, volvían los toreros en hombros según había sido la faena, con
el gentío detrás.Otra época inolvidable de Bogotá eran las fiestas de carnaval de los estudiantes de universidad. Durante tres días pasaban las diversas comparsas disfrazadas, en camiones adornados con las serpentinas y el confeti que se les botaba desde los balcones. Al final, a la reina la coronaban en el teatro Colón y luego hacían el entierro de Joselito Carnaval. Nuestra casa se llenaba de gente que quería mirar a los estudiantes. * * * También recuerdo un poco triste los cortejos fúnebres, el carro mortuorio con penachos negros, lo mismo el par de caballos que lo tiraban,
precedidos por el cortejo de coches con coronas. Todos andaban paso a paso hasta el cementerio central. Al tiempo del entierro las campanas de la iglesia tocaban sus dobles de difuntos, anunciando el sepelio. * * * La vida familiar era muy tranquila. Había la costumbre de mandar a la empleada con su canastico de mimbre a comprar a diario la leche, la carne y el pan; y cada ocho días, el mercado en la plaza de Las Nieves, mercado que se empacaba en costales y las mujeres del campo lo cargaban en las espaldas, cogiéndolo con una cincha que iba a la cabeza. Nada de Carulla. En la esquina de la calle 20 con carrera 7 estaba la tienda de doña Paulina Gracía, que vendía marzos y milhojas exquisitas, además de unas cajitas de chocolates especiales que recuerdo con mucho agrado. * * * Cuando llegaban las vacaciones había alboroto en la casa. Había que empacar la ropa en petacas de cuero y la ropa de cama en una bolsa grande de cuero llamada almofrej. La carga era llevada a la estación del tren, en la calle 17 con la 13 en una parigüela cargada por dos hombres. La familia madrugaba a coger el tren y había que ir en varios coches, pues no teníamos automóvil ni había taxis. Hoy, todavía queda el recuerdo de esos coches en Cartagena. Cuando he ido allá, me da nostalgia recordar esa época. Años más tarde, mi abuelo compró un coche que llamábamos «la Victoria» y tenía un par de caballos que a mí me parecían divinos. Los cocheros hacían el viaje de mi casa, en la 7 con calle 21, hasta la estación, en la calle 17 con carrera 13, por 50 centavos. Llegábamos en tren a la estación de Lenguazaque y allí nos recibía otro coche y la carga era llevada en carro de yunta de bueyes hasta la casa del Espino. Pasábamos las vacaciones más felices, montando en bicicleta, montando a caballo y haciendo paseos y cocinados con olla de barro, chorote y tres piedras de fogón.