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Julio Fernández

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Diego Urdiales

Diego Urdiales

JULIO FERNÁN DEZ (Veterinario español especialista en el toro de lidia)

Una vez conocida la original teoría del ganadero mexicano Pancho Miguel Aguirre, desde mi experiencia de varias décadas como veterinario especializado en el toro de lidia, creo conveniente hacer algunas consideraciones que confirman la teoría. Estos breves “añadidos” que me permite el autor son también el fruto de muchos años de observación, trabajo e investigación.

Es así como creo que el actual toro bravo, además de seguir el instinto de sus ancestros genéticos, también se comporta en la plaza según le ha marcado la selección ganadera de los últimos siglos. Es evidente que cuentan sus experiencias en peleas y en actitudes defensivas anteriores a su lidia, dado su sistema de cría extensiva en semi libertad, pero no nos olvidemos que bovinos de otras razas criados en similares condiciones no embisten, o embisten muy poco, cuando se les ataca o acosa.

También es importante insistir en un aspecto muy decisivo, que ya Aguirre señala, como es la mirada del toro a la hora de embestir. En ese sentido, una de las ventajas que obtiene el torero al llevar al animal sometido por bajo es que hace que éste centre todo su campo de visión en el engaño/depredador, como lo califica el autor, y no tanto en el hombre que lo maneja.

En esto también influye sobremanera la conformación de los ojos del animal, ya sea con más o menos párpado superior o más o menos prominentes, así como su posición en el cráneo: si están en un mismo plano -como los nuestros- ven mejor de cerca, mientras si están situados de forma más lateral -como los de los conejos- pueden ver incluso bastantes grados hacia atrás, lo que da lugar al complejo comportamiento de los toros que se conocen como “tobilleros”.

En cuanto a la acción de escarbar, o rascar la arena como dicen en México, habría dos contextos donde analizarlo. En el campo es un signo desafiante de los toros para marcar su territorio o para simular que están dispuestos a enfrentarse, aunque también se echan tierra al lomo para espantar parásitos externos. En realidad, es un signo de intranquilidad o de desafío cobarde, pues cuando un toro realmente quiere pelear con otro le reta poniéndose de perfil y girando ligeramente el cuello.

En la plaza, en cambio, el hecho de escarbar es un síntoma de indecisión y de cierta cobardía. Aun así, también suelen hacerlo algunos toros muy enrazados del encaste Saltillo-Albaserrada, como también lo hacen los bravos de otras sangres si se les deja demasiado tiempo tranquilos. No olvidemos que la plaza es para ellos un ambiente hostil y desconocido, y la lidia una situación que solo se les presenta una vez en la vida.

Por otra parte, habría que advertir que durante las peleas en el campo los toros acoplan sus cabezas y empujan al unísono, en una verdadera prueba de fuerzas. En esas luchas buscan derribar al enemigo o ponerlo en posición perpendicular para herirlo en zonas vitales, como axilas -en dirección al corazón-, bragada y testículos, aunque frecuentemente también hay un tercer toro esperando atacar al perdedor. Es cierto que tienen más efectividad si lanzan las cornadas de abajo a arriba, dada la

gran potencia de los músculos que levantan su cabeza, pero la evidencia nos dice que cornean en todas direcciones e incluso sin mover el cuello, solo empujando cuando atacan a otro congénere colocado de perfil.

Pero si hay algo que me gustaría añadir al libro de Pancho Miguel es la relevancia de un mecanismo neuroendocrino que se hace determinante en el comportamiento del toro durante la lidia: la producción del propio organismo del animal de betaendorfinas que le dan una gran resistencia al dolor e incluso a los efectos de la fatiga.

Recientemente se ha descubierto que el toro bravo produce por sí mismo esta sustancia ante los estímulos punzantes, como puyazos y banderillas, bloqueando con ella los receptores de dolor allí donde éste se ocasiona y produciéndole una cierta euforia que le hace “ir a más” y seguir en la lucha. Es el mismo mecanismo observado en los gallos de pelea, cuyos niveles de endorfinas hacen que se pongan a cantar aunque estén heridos de muerte.

Dicho de otra forma, al toro le pasa lo mismo que a una persona que acaba de sufrir un accidente de tráfico o a un soldado herido en el fragor de la batalla: que “en caliente” no siente dolor gracias a la elevada cantidad de betaendorfinas que genera su cuerpo en una situación crítica. Distinto será cuando transcurra un tiempo y bajen los niveles de esas sustancias, pero, para entonces, el toro ya estará muerto.

Es esa euforia ante el dolor que manifiestan las reses de lidia la que se traduce en la bravura que podemos observar en el ruedo, y la que explica que, incluso los “abantos” de salida, mejoren y sigan embistiendo hasta la muerte al engaño/depredador. Si en las personas esas betaendorfinas se suelen producir por sugestión, es posible que en el toro también lleguen a generarse del mismo modo, además de por el dolor de puyas y arponcillos, ante ese estímulo constante que, como describe el autor de esta obra, le supone dañar al depredador que se le enfrenta en la plaza.

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