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IX. Del campo bravo a la plaza

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VII. Los toros

VII. Los toros

Después de la visita a la ganadería, los niños y sus familias quedaron sorprendidos de ver y contemplar con sus propios ojos la belleza del campo bravo mexicano, lo enorme que es el terreno, ese exquisito olor a tierra y pastizales, sintieron ternura de ver a las vacas con sus becerros, el silencio que impera y que sólo el bramido de un toro rompe el viento. Impresionados del cuidado, el amor y la pasión que deposita el ganadero día a día para poder preservar al toro de lidia y su especie, preguntaban al abuelo Manuel y a Valente, el padre de Jerónimo, el día que fijarían para ir a la plaza más grande del mundo: La Plaza México.

Sin pensarlo mucho, cuando llegaron a la ciudad, antes de marcharse se pusieron de acuerdo para vivir la próxima aventura y con la ilusión de visitar la Monumental plaza de Insurgentes, como también se le conoce, Valente dijo.

–La temporada grande está por comenzar, ¿les parece ir a la corrida de inauguración?

Se voltearon a ver al mismo tiempo los padres de Sebastián, Pablo, Sofía, Valeria y Luis. Una señora preguntó ¿en qué fecha comienza?

–El último domingo de octubre– respondió Valente.

–Nosotros sí podemos.

–También nosotros.

–Y nosotros.

–¡Sí, vamos!

Valente comentó:

Entonces yo me encargo de comprar los boletos y nos veremos antes de la corrida, a las 14:00 horas, para disfrutar del ambiente, la comida y ver la llegada de los toreros. Recuerden que la corrida comienza a las 16:30 horas. A esa hora en punto suenan parches y metales y comienza el paseíllo.

–A esa hora llegaremos, ¿pero en qué sitio nos reunimos?, preguntó la madre de Sofía.

–En la puerta principal, donde está la escultura más grande de todas llamada “El encierro”– contestó Valente.

–Nosotros ya la hemos visto– exclamó Luis, – cuando íbamos a visitar el Polyforum Cultural Siqueiros y pasamos por ahí, ¿recuerdan chicos?

–¡Sí! –Contestaron niñas y niños con ímpetu.

Los mayores se despidieron entre sí, al igual que ellos. Jerónimo les recordó:

–Si quieren lleven lápiz y una libreta chica, por si gustan apuntar o dibujar algo– Después guiño un ojo en complicidad con el abuelo, la alegría lo conducía a apretar con fuerza su mano delgada y de piel suave.

La tarde esperada llegó y con ello el encuentro de los amigos en un escenario poco común hoy en día, y por lo mismo novedoso.

En la mañana de ese día tan esperado, en la casa de Jerónimo se hacían los preparativos, era preludio de corrida, había almuerzo, aroma de café, el periódico sobre la mesa con su inconfundible olor a tinta que anunciaba el cartel de la corrida para esta tarde anhelada. El abuelo se asomaba por la ventana, con el deseo de que no fuera invitado el viento que molesta tanto el capote y la muleta de los toreros, ya que los hace moverse como la tela de un velero en alta mar. Todos deseaban una tarde agradable y con sol, el almuerzo era amenizado con música de guitarra flamenca que gustaba a Laura y que ambientaba también la casa.

La familia ya había planeado lo necesario como anfitriones de la fiesta; hicieron ramitos de claveles para darles a sus amigos por si era preciso lanzarlos al ruedo a los toreros; llevaban los pañuelos blancos para pedir las orejas y el rabo, si resultaba alguna faena gloriosa.

Después del medio día se fueron a la plaza; Jerónimo exclamó.

–¡Mamá, qué guapa estás con ese sombrero!

–¿Te parece? Gracias hijo.

–¡Papá, abuelo, ya están listos!

–¡Qué inquietud Jerónimo, ya vamos, toma los boletos!

La familia se dirigió a la Monumental de Insurgentes y en el camino, planearon cómo se sentarían en la plaza de manera alternada para poder comentar la corrida y explicar un poco a los invitados.

Llegaron al lugar del encuentro y muy entusiastas, observaban la plaza y percibían ese ambiente explosivo de aromas y murmullos desde la entrada.

–¡Hola Jero! dijo Sebastián.

–Hola – ¿Ya llegó Sofía, y Luis? Preguntó Jerónimo.

Grandes y chicos se fueron saludando unos a otros. Luego decidieron ir a comer, para después, tal como lo planearon con anterioridad, llegar a ver de cerca a los toreros, y de ser posible, que los niños les dieran la mano. Así fue conforme iban llegando y entre la gente se exclamaba con ímpetu.

–¡Suerte Joselito Adame! ¡Suerte Maripaz Vega! ¡Suerte Diego Silveti!

–El sol fue un fantástico invitado. Los niños comentaban cosas espontáneas que los adultos oían y que quizá ellos también pensaban, pero no se atrevían a expresar.

–¡Cómo brillan sus trajes!

–¡Usan medias de color rosa!

–¡Traen sombrerito raro de felpa negra!

–¡Pero qué guapo ese! – dijo Sofía.

Entraron a la plaza y sintieron una gran sorpresa, especialmente los chavales, quienes gritaron al ver entrar a los toreros y sus cuadrillas.

–¡Cómo caminan, tan derechitos, qué elegantes y qué valientes!

–¡Están haciendo el paseíllo! Pero después saldrá su majestad– Manuel dejó inquietud en todos.

–¡Ya van abrir la puerta de los sustos! –Dijo Jerónimo.

–¿Qué, qué? – preguntaron varios muy inquietos.

–Bueno, pues que ya va a salir el toro, ¿están listos? –Añadió el pequeño aficionado.

La salida de aquel corpulento animal de finas astas les causó el mayor asombro. Sin darse cuenta aplaudieron igual que cuando sale a escena el primer actor en una obra de teatro importante. La bravura del toro les llamaba la atención, es una de las características que lo hace ser una majestad. El diestro ejecutó un espectacular lance a la verónica, que gustó mucho al público.

–Eso que hace el torero con el capote es algo muy bonito, que luce mucho, explicó Laura.

–El toro es color negro noche. Emitió muy poética Sofía.

–Se dice negro zaino, ¿verdad abuelo? Aclaró Jerónimo con orgullo.

–Oye, ¿pero eso es torear? ¡Sí parece que está bailando un ballet, despacito! – Apreció con asombro el papá de Sebastián. Un olé muy largo y profundo se escuchó en los tendidos. La madre de Sofía comentó:

–Mi padre era un gran aficionado, y murió amando la fiesta de los toros. Yo la verdad no había venido… ¡Ay! Pero ese hombre, señor Manuel, ¿cómo le dicen? ¡Lo va a derribar el toro!

–Ah, es el picador -respondió el abuelo– ¡caray, hasta voló su castoreño, es su sombrero!

Los niños comenzaron a comer caramelos agridulces, comentaban sobre las esbeltas banderillas, y por qué y en qué momento se dice ¡Olé! Valente explicó el significado de esa exclamación única, que reúne tanta alegría y emoción.

De pronto el matador comenzó a torear con la muleta de manera sublime. Jerónimo, que ya tenía mucha variedad en su vocabulario taurino y frases que había escuchado desde siempre, dijo:

–¡Ya salió el duende!

–¿Cómo?

–Sí, el torero tiene un duende que le conseja y por eso torea de esa manera.

–¿Ah sí? -dijo Luis– ¡Pues cuánto le ha de cobrar!

En ese momento hasta las personas que estaban en el entorno, dibujaron una espontánea y gran sonrisa.

La faena de muleta es muy importante, un ejemplo de lo profundo que es torear y este público nuevo formado por el entusiasmo de Jerónimo estaba atento a todo el acontecer en la arena y llamaba la atención a los demás aficionados, la devoción y el amor con que la familia anfitriona explicaba cada momento los conmovía mucho.

Los olés retumbaban en la plaza. Los niños por momentos dejaban de comer sus dulces y sus ojos se clavaban como un par de banderillas en un solo movimiento de capote. –Torear es de valientes– Dijo Sofía.

–Y de artistas. –Agregó Luis.

El diestro toreaba a su toro de nombre “Consentido” como si aprovechara el significado del mismo nombre, es decir, consintiéndolo; ése era el sentido de su faena, llevar al toro suavemente y transmitir una emoción, y a la vez con mucha destreza y técnica en lo que hacía.

Pablo dijo:

–¡Jerónimo, todos dicen olé! ¡Hay mucha gente!

–Y mucho ambiente –Completó mamá Laura.

Aunque nadie se los había pedido, los niños aplaudían contentos la faena. Cuando se procedió a llevar a cabo la suerte suprema, la hora de la verdad, la plaza guardó silencio. El matador con su estoque que brillaba con los rayos del sol, finalizó la faena. “Consentido” dio un paso hacia el cielo de los toros y en el silencio que la plaza guardaba, se sentía la comprensión de que la muerte es parte del ciclo de todo ser viviente.

Jerónimo dijo a sus amigos:

–¡Pidan la oreja! Es como un trofeo para el torero.

–¿Y cómo?– le preguntaron.

–¡Saquen los pañuelos blancos!

–¡Hey, parecen palomas al vuelo! -Se oyó decir a Sebastián.

La Plaza México era una fiesta, los aficionados de todas las edades aplaudían con mucha ilusión. El torero dio la vuelta al ruedo caminando y los ramitos de claveles que llevaron a la plaza, volaban como pájaros cardenales por la similitud del

color de sus pétalos rojo encendido. Él recibía la ovación y, a su paso, atrapaba algunos con su mano, mientras agradecía muy contento la calidez del público.

La tarde transcurrió y como cuando el abuelo y Jerónimo platicaban sin sentir el tiempo, cayó la noche. Salieron de la plaza entre comentarios y sensaciones diversas.

A los pies de la escultura principal que luce en lo alto de la Plaza México, en donde se habían encontrado todos, se despidieron con alegría, dando las gracias a los anfitriones por lo que hasta ese momento habían conocido por esta familia taurina.

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