Bruma Lydia E. Salinas García Fernando tiene un problema: desde sus tiernos seis años —quizás desde los tres, pero también tiene problemas de memoria de vez en cuando— confunde sus propios sueños con la vida real. Suena inocente, pero le ha traído una variedad exquisita de conflictos: —Soñé que nos detenía la policía y que arrancábamos para que no nos multara. —Eso sí pasó. A Fernando no le queda ninguna otra opción más que resignarse a dudar de lo que vive. Hasta que conoce a Estela. Estela se le aparece en una tarde común, interrumpiéndolo durante una llamada telefónica. Un pequeño remolino ha arrastrado granos de sal, espuma y hojas secas y ha formado a Estela justo frente a él. Le sonríe como si lo conociera desde hace mucho. Fernando no puede continuar con la plática y cuando su amigo le pregunta qué es lo que sucede, le narra justamente lo que está pasando. El otro le responde como ya acostumbra, “no tengo tiempo para tus amigos imaginarios”, y cuelga. Fernando ni siquiera se ofende, está tan anonadado que no se ha quitado el teléfono de la oreja. Tiene la esperanza de que sea real —lo siente real— y pregunta si es un sueño. Estela se le acerca y, pegándose al teléfono como si quisiera que aquel amigo ausente la escuchara también, le asegura que todo esto es real porque ella nunca sueña. En una tarde lluviosa, Estela y Fernando están atrapados en el tráfico. Como si fuera el remedio para la situación, Fernando dice casi sin pensarlo: —Deberíamos irnos a vivir al mar. —¿Por qué el mar? ¿No quieres huir del país? —Nunca especifique qué mar. Nos ahorraríamos este tráfico. El coche avanza muy poco, se siente apenas como unos milímetros. La luz roja del semáforo les pega a ambos en el rostro, parece un retrato bien planeado. Fernando se da cuenta y se rasca la cabeza, un poco apenado, pero feliz: por primera vez está completamente seguro de que lo que está 22