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Mi cuerpo no es imbécil por Carla Elorriaga

Mi nombre es Carla y este es mi cuerpo, así: de este tamaño, ancho y alto, con estos pies y manos grandes, labios anchos y cachetotes. Ha estado más grande y también más pequeño, pero en general es así. Se me enseñó en este mundo a odiarlo y hacer lo posible por cambiarlo todo el tiempo, ir en contra de esta carne, de estos huesos, hacerme más pequeña, ocupar menos espacio y así lo hice, y así lo he hecho.

No sé cómo algo que estuvo empapando toda mi vida, pasó tan desapercibido y de repente explotó. En quinto de primaria iba caminando por la escuela cuando un niño de sexto, Mario, iba detrás de mí y quería preguntarme algo pero no sabía mi nombre y sin pensarlo gritó “¡Oye tú, la gorda!”. Y a mí se me llenó el cuerpo de vergüenza, y a él no.

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Mi primera dieta fue como a los 13, el inicio de mis citas mensuales con la báscula, que le añadió un valor enorme a un tonto número. Siempre me dió pánico cuando en la escuela hacían campañas de salud y nos pesaban a todos y los maestros decían el peso en voz alta y yo cerraba los ojos para no ver las caras de los demás porque la diferencia era grande.

Ahora que puedo ver tan claros esos momentos en que palabras y conceptos cobraron otro sentido, cargado de temor, de vergüenza, me pone triste. Porque realmente no lo entendía, estaba tan chica, y desde entonces que cargo con todo ello que se ha ido transformando hasta ocupar mi cabeza como una obsesión.

Que no suba el número, que no me lean como gorda, que no me vean comer o echar la hueva, porque todo es mi culpa, porque ese número depende de mí, porque el cuerpo no es un ente vivo que se transforma, es una máquina que si sigue una serie de pasos se encoge y si no, es culpa tuya por gorda y descuidada.

Y no sólo se trató de ver con estos ojos de juicio a mí misma, sino también a todas las personas que se veían como yo, gordas, descuidadas; como mi madre, como mi padre y la señora del metro y el maestro, y el personaje gordo de la película que nomás es chistoso pero

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no tiene vida propia. Y si esas personas aparte estaban felices, si no estaban tratando de bajar de peso, si estaban comiendo papas, ¡puta! rabia. ¿Cómo es que pueden estar a gusto y felices en ese cuerpo? ¿Cómo no pueden estar desesperados por tener otro que no es el suyo? Ese odio interiorizado que a veces se transformaba en asco y rechazo.

Qué triste, ser parte de esa marea de juicios que trae todo menos paz, y tenerla tan metida en el cerebro, que sonaba a mí misma.

Pero todo esto no fue así siempre. La obsesión llegó hace relativamente poco. De alguna manera me siento afortunada de que no haya llegado cuando era niña, ni adolescente, pero vaya que me pegó de grande.

Antes estaba en un estado automático, como de descuido, pero más como de inconsciencia, en muchas cosas, entre ellas mi propio cuerpo. Y no buscaba activamente su bienestar, pero tampoco me juzgaba, sólo vivía y si me sentía bien estaba chido. En esa inconsciencia corporal fue que regresé de mochilear por Sudamérica lo más delgada que he estado en mi vida, y yo ni me di cuenta. Fue hasta que regresé a casa y cada persona que me veía me lo hacía notar y yo realmente no lo había sentido, porque mi consciencia estaba más en otro lado.

La cosa es que ni siquiera lo intenté, no estaba traumada con mi peso, ni lo pensaba, sólo no tenía dinero y desayunar avena con agua no fue por ser fit, sino porque era estúpidamente barato y llenaba chido. Y prefería caminar por todas las ciudades antes de pedir un taxi. Y se llenó mi alma de cosas hermosas, pero lo que llamaba la atención de todos era el vacío en mi cuerpo, esa materia corporal que había desaparecido. Corazón colmado, cuerpo achicado, volví sonriendo diferente, yo veía la emoción desbordándose en mi rostro, los demás veían que ahora mi cara estaba afilada.

No estaba muy segura de cómo responder. ¿Qué se dice? ¿Gracias? ¿Por? Sólo es el cuerpo cambiando, nadie te felicita por que te creció el pelo o porque se cayó solita

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la costra de una herida, aunque eso sí es mágico. Aún así seguía en la inconsciencia y no hice nada por mantener ese peso. Sólo quería probar toda la comida que había tenido tan lejos esos meses, y entonces llegó el contraste, lo más gorda que he estado jamás. Y otra vez los demás me lo hicieron notar.

Y empecé una dieta porque pues no me quitaba nada, y tenía toda la pinta de milagrosa. Y esta vez ya estaba grande, no sólo estaba siguiendo lo que la nutrióloga, o sus amigas o el feisbuk le decía a mi mamá, ahora lo pagaba yo, y me hacía cargo yo, y hacía el súper yo, y me cocinaba yo. Empezó la consciencia. Ahora me recuerdo en ese momento exacto, el que desató todo.

Ay Carla, hay tanto que pudiera desear que fuera diferente, pero no quiero hacerlo, no quiero repetir el discurso que está por todos lados de que no está bien ser quien eres o haber vivido lo que viviste. Todo lo que fuimos, somos y seremos es lo que necesitamos ser, nada fuera de eso nos atañe. Tendrás que vivirlo, no te lo voy a contar, sólo quiero decirte que vamos a estar bien. Que te abrazo, que te entiendo. Sé que ahorita no puedes bajarte de la báscula. Ay, la báscula como riguroso ritual de autotortura, primero cada semana, luego cada tres días, luego diario y varias veces al día. Sé que no puedes sacarte el remordimiento cuando comes una tortilla, un jitomate o un limón el día que la pendeja hoja de papel no lo permite. Qué tontería, ¿no? Sentir culpa por comer algo que viene de la tierra sólo porque un señor dice que engorda.

Va a estar chido al principio, vas a bajar 15 kilos, felicidades. No por bajarlos, sino porque realmente lo disfrutaste, te entregaste a la travesía de cambiar y fue como un juego. No todo es malo, esto te va a llevar a experimentar la consciencia de tu cuerpo. Notar cómo se siente cuando comes de cierto modo, aprender a sentirte, eso estuvo bien chido, pero a la larga no lo supiste controlar y dejó de hacerte gracia, dejaste de divertirte y en nombre de la salud y la delgadez, la consciencia se convirtió en manía.

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No te voy a mentir, me da mucho dolor verte, recordarte. Aún hay algo de ti en mí. Todavía me veo impulsivamente en cuanto hay un espejo cerca para inspeccionarme, pero ya no es una psicosis. Chula, te recuerdo yendo cada 20 minutos al baño de tu trabajo a revisar si no habías engordado en ese lapso de tiempo, y tus ojos veían que sí, veías a tu cuerpo distorsionarse, crecer desmesuradamente en cuestión de segundos frente a tus ojos, en vivo, y llorar y doler, y desesperarse, sentir que no hay salida y no importe lo que hagas, ya nunca nada va cambiar el número de la báscula (ya después te enterarás del set point). Eso ya no me pasa, pero a ti te va a pasar todavía un buen rato, vívelo, yo me encargo de arreglarlo.

Podría decirte todas las cosas que he aprendido este tiempo que realmente me he dedicado a escuchar a mi cuerpo, al que tengo, y no a los especialistas en encogerlos; pero no quiero porque no los vas a entender, por más claros y obvios que sean, tienes que vivir el dolor y la obsesión para salir de ellas, como dice la abuela de Charly en Soy Tu Fan, para dejar de beber, primero hay que beber, y no te voy a dar el atajo de este proceso. Yo sé que lo que más deseas es un cuerpo delgado, ligero. Esto que estoy a punto de decirte ya lo vivirás y te dolerá: yo, años después, aún no lo tengo. Ni con todo el esfuerzo que hiciste, y eso que ahora hago ejercicio casi diario, cosa que jamás.

A cambio, Carla, te digo esto: no te encogí, no hice tu cuerpo más pequeño, no te volví invisible, no te mantuve hambrienta, no seguí confundiendo las señales corporales. Porque nadie dice “ay ¿tienes sed? igual y más bien es sueño” porque es ABSURDO, el hambre no es sed, ni ansiedad, ni ninguna otra cosa, el hambre es HAMBRE y cuando aprendas a identificarla y a nombrarla, le dejarás de tener miedo y dejarás de verla como lo más importante. El hambre es una señal del cuerpo, como las ganas de hacer pipí, el cansancio, la sed, el sueño, y no tienen por qué angustiarte de más, todas son igual de importantes. Nos enseñaron tan bien a tratar a nuestro cuerpo como si fuera una cosa idiota y no como toda la sabiduría que nos mantiene vivas. Ahora lo entiendo, ahora es diferente.

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Un día amanecí pesada, de pesar, de ansiedad, de frustración. Empezó este encierro pandémico y dije “ahora sí, no hay de otra, no hay excusa” y quise volver a empezar la misma dieta que me hizo bajar 15 kilos. Ahora sí tenía que ser la buena, ahora sí iba a llegar a lo que me dijeron que era mi peso ideal.

Ese día estaba harta, empezaba a hacerme ruido el creer ciegamente que lo que mi cuerpo necesitaba era una semana entera llena de grasas, carne, tocino, queso, todo, sin importar cantidad, lo prohibido eran las frutas, y la semana siguiente al revés. Eso y lo que estaba de moda en redes, si de repente todo el mundo estaba ayunando, satanizando absolutamente todos los azúcares, el pan, las tortillas, todo engorda, todo es malo, un sandwich, y también un coctel de frutas, cuerpo en cetosis, déficit calórico, nalgas redonditas, fitness lifestyle, claras de huevo, gymvirtual. Explosión.

El cuerpo me pesaba y no físicamente, me era imposible seguir cargándolo. ¿Y lo simple? Me preguntaba si algún día podría comer algo sin sentir que estaba traicionando a la saludable sociedad, aunque sean unos tacos de frijol, que me gustan tanto. Imaginaba a personas hace 100 años sólo comiendo, sólo viviendo, ¿qué hacía la gente cuando no existían las dietas, ni los nutriólogos, ni las superfoods, ni la culpa por alimentarse?

Y entonces dije basta. Fue la primera vez que me di cuenta que mi cuerpo hablaba, que esa pesadez, ansiedad y obsesión era yo gritándome a mí misma parar. Y lloré, y lo negué, busqué ayuda en el internet y lo entendía. Obvio, body positive, todas amen su cuerpo, no se limiten ni se depriman por estándares inalcanzables, todas son unas diosas… pero yo no. Yo sí necesito bajar de peso, yo sí escondo mi ansiedad y depresión provocada por esos estándares, yo sí dedico gran parte de mi tiempo en imaginar cómo se vería mi cuerpo si estuviera delgado, mi cuerpo no merece mi amor. No se puede amar algo que deseas que fuera diferente.

Ansiaba tan desesperadamente vaciar mi cuerpo, que terminé lográndolo, soñando que eso era plenitud. Va-

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cía de comida, de autoestima, de azúcares, de autoescucha, de mis comidas favoritas, de autoamor, de disfrute, de paz mental. Llena de inseguridades, remordimientos, culpa, odio, llena de vacío.

La restricción de alimento ya no me sonaba razonable y decidí hacerme caso. Esa fue la primera vez en toda mi vida que me planteé que mi cuerpo era ese que tenía y no el que llevaba años luchando por conseguir. Ese no existía, ese sólo me estorbaba y tenía que dejarlo ir. Cual morra recién cortada sentí un dolor inmenso en el pecho y me puse a llorar y llorar. Después de confrontar mi duelo, me hice una promesa: no volver a hacer ninguna dieta jamás.

Prometo escucharme, sentirme, mirarme de frente y sin miedo. Prometo darle a este cuerpo lo que pida, moverme como se le antoja, en sentadilla o empijamada en mi cama, helados, garbanzos, aguacates y chiles en nogada. Prometo dejar de ignorar sus señales, sus dolores y pesares, dejarlo llover, dejarlo crecer, dejarlo menstruar, estirarse, acalambrarse, flojear, temblar, dejarlo llenarse y vaciar, pero sobre todo prometo cuidarlo.

Cuidarlo de todos y todo, cuidarlo de mí. Cuidarme de pensar que el descuido es subir de peso o comer una hamburguesa, cuando realmente es despertar triste o frustrada muchos días y no percatarme de la razón. El cuidado para mí ahora significa amor absoluto, desbordante, escucha permanente, aceptación y evolución. Me escucho y me hablo, me habito y me expando.

Mi cuerpo es un cuerpo viviente, latente, que cambia, que crece y decrece a su antojo, no a la voluntad social. Mi cuerpo no es una receta, no es un “sigue estos pasos al pie de la letra y encogete” no es comer atún y claras de huevo, mi cuerpo me manda señales claras de hambre, de antojo, de saciedad, de sueño, de comodidad, de cansancio, de placer, de enojo, de amor absoluto y yo ahora las escucho porque las traté de silenciar tanto tiempo, tanta falta de respeto ante mi corporalidad, mi existencia terrenal, todo para pretender ocupar menos espacio, para ser más invisible.

Mi cuerpo no es imbécil y ocupa el tamaño que quiere y que necesita, funciona perfecto y es maravilloso. Mi cuerpo no es sólo comida, es emoción y devoción, descanso y gritos, es mil fluidos, sonidos, colores y texturas. Si me quedo en silencio lo suficiente, puedo volverlo a escuchar.

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Carla Elorriaga Siempre quiso escribir sobre ella en tercera persona. Es editora y directora audiovisual, le apasiona el helado, los libros, el café con leche, hacer documentales, escuchar las historias de la gente, observar espacios, acariciar aceras y leer en voz alta.

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