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Te vas a quedar sola por Mara Montes

1. Mi nombre es Mara, soy mujer, chilanga; tengo 43 años, dos hijas y estoy separada. Hablo hoy de mi tránsito hacia la vida sin pareja, quizá porque estoy sanando mi necesidad de sentido de pertenencia por una ruta distinta a la de mi mapa heredado, y requiero del valor de las palabras para abrirme camino.

1.1. Confieso que no sé estar sola. Crecí viendo a una mujer amorosa y fuerte forjar su vida en pareja: mi madre fue novia y esposa desde sus 16 hasta el día de la muerte de mi papá… Me atrevo a decir que incluso ahora que él ya no está, ella sigue siendo su mujer. Pienso que la figura de la madre es la más potente en la construcción de tu idea de mundo. Ella, como adulta, se fue construyendo en pareja. Ese es un ejemplo contundente cuando una niña piensa qué vida tendrá al crecer.

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Mi camino empezó de manera similar: a los 17 años, comencé una relación que duró seis años. Y pasé de esa a la siguiente, como si fueran lianas: apenas solté una, ya estaba mi mano lista y abierta para asirme de alguien más. Conforme crecía, procurarme mis espacios y vínculos propios y no fundirme en un “nosotros” me empoderaba, pero la realidad es que fui haciéndome adulta siempre con una pareja al lado. Estuve 15 años con el padre de mis hijas. Insisto, y compongo: confieso que soy una adulta que no aprendió nunca a ser sin pareja. En el mundo donde crecí, damos por hecho que vamos hacia el arca de Noé: de dos en dos. Sin embargo, los intentos de vivir en pareja, cada vez se prueban más fallidos. Y de cualquier manera, separarme en vísperas de los 40 me hizo dudar de mi capacidad de amar, de cooperar, de tejer bonito.

Hablaste del sentido de pertenencia. ¿A qué te refieres? Cuando estaba por casarme, siendo una mujer independiente de 28 años, con independencia económica, mi madre me dijo “Ya tienes que practicar tu firma de casada“. Me quedé estupefacta cuando la miré y noté que no bromeaba. Mi mamá fue la mujer de su marido incluso en el nombre. Siento que eso le daba el sentido de pertenencia que ella anhelaba, por su propia histo-

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ria. Tal vez para mí pertenecer a un grupo o familia se confundía con ser “de”, y a ella no parecía perturbarla. ¿Sientes entonces que tú no perteneces?

No, al contrario. Tengo un fuerte sentido de pertenencia pero nunca me gustó ser “la novia de”. Para mí, lo sano es permanecer una misma, a pesar de cualquier vínculo. Me gusta el concepto de compañera, de par. Un par, parejo, me gusta mucho, y siento que eso me tiene siempre con la vara alta.

¿Qué significa para ti el par? Para mí un par implica un vínculo donde la correlación de deseo, responsabilidad y vulnerabilidad sea equilibrada. El amor no me basta. Es un par también simbólico, donde haya reciprocidad y compromiso, mucho más allá de una absurda promesa de exclusividad o enamoramiento eterno.

1.2 Los domingos entristecen a mi madre. La pienso niña solitaria, tímida, triste. Quiero abrazarla, decirle que no estamos solas, que su infancia no filtró la nuestra. Que tenemos casa, cariño, trabajo, compañía, un hogar, lo que siempre soñó: que logró tejerlo todo para ella y para nosotras. Que tengo un papá, que yo no lo extraño cuando soy niña, que sí me dio lo que ella hubiera querido tener. ¡Qué miedo no poder hacer lo mismo! Si te portas bien, si eres amable, si eliges un buen hombre, si eres un poco más dócil, si no eres incómoda, Mara, no tendrás que pasar los domingos sola. La soledad, es decir, no tener una familia y un compañero, es uno de los peores monstruos construidos en mi infancia. Soy una adulta, y le hago frente. Pero aún no logro renunciar a esa herencia: los domingos en la tarde, nadie es feliz. “Te vas a quedar sola”.

Reviso y desmenuzo mi historia. Cuando nací, había una cajita preparada para mí. Mi mamá llenó la suya de cosas hermosas y las mostraba con orgullo: una familia bonita, una casa cálida, una cocina nutricia, suéteres para todos. Asumí que me tocaba ir llenando la mía de cosas bonitas. Cuando fue momento, con toda ilusión las acomodé en la mesa: material para

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bordar una casa linda, dos hijas deliciosas. Pero con el tiempo y sin atención, quitamos la casa. Y recogimos a las hijas. Yo ni me di cuenta de que el cajón se quedó en mi mano con algunas cositas al fondo: talvez no fueron importantes nunca. Lo cargo por costumbre, o quizá por no atreverme aún a dejarlo en el camino. A veces me encuentro con alguien y aprovecho a que me lo sostenga mientras me arreglo los zapatos para seguir andando. Se me olvida que una mirada al cajoncito íntimo asusta, y me veo en situaciones complicadas explicándole al acompañante en turno que era sólo para desocuparme un ratito las manos.

Me las ingenio, ahora que estoy separada del padre de mis niñas. No armo pareja, pero a ratos tengo algún compañero. Y me engaño. Engaño a la Mara que cree que está completamente sola, y engaño a la Mara que siente que tiene compañero, aunque sea temporal.

1.2 Soy madre, y mi prioridad en este momento son mis hijas, su bienestar, salud, felicidad, educación. No quiero perdérmelas. Soy mujer en mis cuarentas, aprendiendo que mi placer reconectó mi corazón y mi cuerpo cuando pensé que ya todo gozo estaba perdido. Estos dos espacios, maternidad y erotismo, a veces parecen irreconciliables cuando no tienes pareja. Después de 15 años juntos, no podía dejar de pensarlo. ¿Quién me iba a querer, quién me iba a desear jamás otra vez, si el hombre con el que elegí construir mi cuento ya no quería seguir andándolo junto a mí? La autocompasión es como una tina tibia en donde bañar el cuerpo cuando no ves fin a la tristeza. Estaba bien ahí, ocultando en el agua turbia mi dolor. Pensaba quedarme un rato más, pero llegó Raquel, que había pasado este camino antes que yo, y con una toalla pachona en la mano, me arropó y me dio un consejo: tú lo que necesitas es saber que alguien más te va a desear. Como si me parara frente al espejo, desempañándolo, abrió un catálogo y vi que todavía era deseable, y que este mundo siguió andando mientras yo jugaba a la casita. Todo un código nuevo para conocer y vincularse con otros, mucho que descifrar. Sanar el desamor por el ego es ponerle una curita a una herida mayor, pero salí del baño. Y me

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supe entretener. Aprendí y recordé mucho de mí, reconecté con mi propio deseo. Sé que necesito conexión e intimidad, que sin ello no quiero nada. Bienes escasos. Y a ratos, experimento.

Desnudo mi cuerpo de madre. ¿Cómo mostrarme ante un pasajero/futuro/imaginario nuevo compañero? Las rayas de mi vientre evidencian que fui de otra historia, mi más grande, quizá. Me di toda. Y en la cama, sola, caliente, contigo, sigo siendo “mamá”. Demasiada intimidad. Me confundo: me desnudo y mi cuerpo nada tiene que ver. Si una hija enferma, te digo “tengo miedo”. Tú: silencio. Estoy sola con mi temor, en mi desasosiego. Me desnudo y no era, no es, otra vez, frente al indicado. Escribo “el indicado”, y río. Es, como todos, pasajero, imaginario. En mi cuento, el “indicado” sabría que esta es la piel que da pudor. La fragilidad como parte privada, no la muestras a cualquiera, no se toca sin invitación. No huyes asustado, niño, o irresponsable, hombre, ante su visión. No tienes prisa ni deber por llegar a otro lugar, ni te esperan en otro lado. El indicado, ya sé, es imaginario, del futuro, del pasado, de los cuentos que conté. Y lo invoco igual, a ratos me lo invento igual, porque ya me cansé de andar desnuda y con frío en las tardes donde los amores, los miedos y los “debo” eran para dos. No hay fuerza imaginaria, ni deseo que aguante. Y lloro. Lloro frente a mi madre y mis hermanas, porque este miedo lo conocen, me ven desnuda y saben lo que es sagrado. Y vuelvo, habito esto que construí un poco sola, con planos ya no sé de quién, para dos. Me acompañan todas. Y me dejan estar.

2 2.1 El 29 de abril del 2018, tras unos días en terapia intensiva, murió mi papá. La sala de espera del hospital no dejó de ver a mi madre, mi hermana y mi familia, sino en los momentos en que podíamos entrar con él. Y a distancia, mis amigas y amigos no dejaban de mostrar cariño y solidaridad. El funeral fue un reencuentro hermoso con todos los amores de mi vida, y sin embargo, ese dolor se transitaba sola. Con cobardía consciente, fantaseaba con la idea de que, de no estar separada, el dolor por las noches sería más llevadero. Recordé la previa muerte de mi entonces suegro, y

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cómo su hijo y yo lo dolimos juntos, y lo sentí todo tan injusto. Además, ahora ya era yo madre, y me tocaba acompañar el duelo de mis hijas. Y por supuesto, tocaba acompañar a mi madre, a quien nunca imaginamos sin él. Siguieron muchos días de acompañamiento. Semanas. Sentía que yo no podía llorar mi llanto, porque sostenía a mis niñas, o acompañaba, torpemente, a mi madre. Evadir y llenarme de gente o asuntos que atender me sale bien. Entre el funeral, el día del niño, y el cumpleaños de mi hija, mi ex marido aprovechó para terminar de llevarse algunos libros suyos de mi casa. Cuando entré al estudio y vi el librero lleno de huecos, parecía una radiografía de mi pecho.

Finalmente, una noche llegué tarde y, muy a mi pesar, sola, a casa. Me quedé horas en el auto, y cuando logré juntar valor para subir, abrir la puerta y atravesar el eterno pasillo oscuro hasta mi cuarto, sentí como si fuera el canal de parto a mi verdadera adultez. Y lloré como recién nacida, y aullé, herida, sin compañía, por mi orfandad. 2.2 Martes, la casa sin las niñas; fueron a pasarlo a casa de su padre. En el departamento se siente aún su presencia: un aro en la entrada de la sala, el montón de juegos de mesa en la esquina del comedor. Cuando vives con niñas pequeñas y no están en casa, el silencio se escucha de verdad. Ha pasado suficiente tiempo ya, me siento cómoda y el silencio es una presencia deseada en las tardes libres. Cuando me hice madre, pasaba el día entero con mi bebé, sólo ella y yo. El posparto fue durísimo, y me encontré en la peor contradicción. Estaba feliz por tenerla, pero infinitamente desolada por el quiebre emocional que el embarazo había implicado con mi compañero. Los abuelos se ocuparon de llenar mis días de cariño y atención. A la vez, mi maternidad coincidió con el boom de las redes sociales, así que incluso aunque mi pareja se iba por horas, había la posibilidad de sentirme en diálogo con otras personas. Luego, una hija curiosa y preguntona, y la segunda bebé: no había silencio.

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Bueno, había uno, doloroso: el de una pareja que está sin estar. Nos tomamos de la mano, emocionados, con miedo, para lanzarnos en una cascada; contamos hasta cinco y él saltó un segundo después, y esa caída me marcó para siempre. Caí, sin él. El golpe sordo del agua, el desconcierto, así recibí a mi bebé… Quizá por ello, el silencio me pareció por esos tiempos un asunto de doloroso abandono y soledad.

Desde pequeña me ha pesado esa idea. Soy enojona e inconforme. Mi mamá decía que con este carácter, me iba a quedar sola. “Te vas a quedar sola” es una frase que viene a mis recuerdos como en voz de ultratumba. El monstruo de la infancia viene a verme, y me encuentra soltera a esta edad. Ahora me consta que la soledad a veces sí que se sufre... ¡qué risa, mi mamá tenía razón!! Y los peores momentos los sentí en situaciones que se suponen ideal y románticamente acompañadas: mis embarazos, el primer paseo con la bebé, las noches de fiebres infantiles, correr a la sala de urgencias de un hospital… En fin: que si soy honesta, la vida en pareja, en mi experiencia, no es garantía de compañía. He batallado para reconocer mi individualidad y mis límites dentro de un contexto familiar que aboga siempre por un “nosotros’’, donde la mujer se diluye. Mucho cariño y terapia me han ayudado a reconocer que siempre he tenido más compañía amorosa de la que reconocía, pero que para gozarlo tuve que romper esas creencias con las que crecí.

Hace poco, un pretendiente me preguntó si estaba emocionalmente disponible e interesada. Me gustó su pregunta. Creo que es algo complejo: no estoy interesada a priori, ni buscando una relación por ahora. Estoy bien, abierta a lo bonito que la vida me pone enfrente siempre que haya tiempo y ganas, y no me distraiga de lo bonito que ya tengo hoy. De a poquito me voy desmontando el mandato de vivir todo en compañía, conociéndome cada vez mejor, y sabiendo que ese destino/castigo no es tal. También lo gozo un montón, no le debo a nadie vivir de a dos. Y mis hijas lo ven. No es aún una decisión tomada definitivamente. Disfruto muchísimo la compañía; me gusta por momentos el mareo de sentirme enamorada, y mi ego se alimenta de

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saberme interesante y atractiva para algún compañero. Solamente no siento urgencia ni obligación. Hay un abismo entre ese goce, y concebir un estilo de vida en pareja nuevamente. No tengo ganas de compartir aspectos fundamentales de mi vida como la crianza de mis hijas, y necesito mucho sentido de autonomía para estar bien. Tengo cariños y planes, tengo poco espacio para relacionarme con gente nueva y aunque no renuncio activamente, si decido no esforzarme en este momento. Concibo finalmente mi estar sin pareja como un estado en sí, y no como un tránsito entre una relación y la siguiente. Tengo las manos llenas, pero las ganas libres.

A veces sólo me falta encontrar el silencio para acallar esas voces que todavía a ratos me vienen con un susurro de reclamo: “ya te quedaste sola“. Es verdad, no tengo compañero. No pude hacerme cómoda y no supe bajarme el volumen. No pude negociar condiciones en las que fuéramos felices. El daño está hecho: mis hijas crecen en un hogar donde los papás no están juntos. A veces, malabareando como loca, me siento sola criando, pero mucho menos sola que al estar en pareja. Tengo, para esos momentos, una tribu entera. Esta no es una historia individual: las mujeres sobrevivimos, casi siempre, en compañía de otras mujeres. Pero cuando eso falla, me siento a llorar un rato. Éste no es el cuento que yo quería. Tampoco está tan mal. No vivimos muy felices para siempre, pero casi siempre consigo hacerme bastante feliz.

3. Mara del parque:

Sé que en estos momentos te sientes la mujer más desbordada y sola del universo. No basta con el corazón y las desilusiones reventadas de tanto forzarlos a seguir: encima acabas de soltarle a tus hijas la noticia de la separación aquí, de esa manera. Las tareas que hoy parecen imposibles, todo, lo vas a resolver. Cuando puedas tomar un receso del llanto, acuérdate de todas las veces que te ha tocado hacerlo sola antes. Anda, échale una mirada. ¿Te acuerdas las noches gozando las pataditas en tu vientre sin nadie con quien compartirlo?

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Bueno, alto ahí: decir “nadie” no es muy preciso. Sin tu supuesto compañero, quise decir. A veces no es que falte compañía, es que no tienes la compañía que esperabas.

En unos años vas a lograr despedirte de esa que ya no fuiste: la esposa y compañera de toda la vida, la que soñaste ser, porque le aprendiste el sueño bonito a tu mamá. Va a tomar tiempo. Y lo vas a ofrecer al fuego. Soltar ese sueño no es traición a tu linaje. Ya lo entenderán. O no, pero eso le toca a cada parte. Mientras, si sientes que mueres, tu tribu te rescata. Todos los afectos que has tejido formarán una red para que caigas en blandito. Así que estás sola de compañero. Eso, solamente eso. El peso de la maternidad y sus tareas serán amortiguadas con el amor que has dado y has sabido recibir.

Sé también que temes pensar en el vacío de la piel compartida. Sé del hambre de atención y la inanición en la que has vivido estos últimos tiempos. Confía en esto: vas a redescubrir tu espíritu curioso, eso resultará magnético para algunos, y la vida siempre te proveerá de mucho placer. Estar con alguien que no sabe o no quiere acompañarte, esa es la soledad que desgarra. Eso es secarse. Y para ti la vida tiene mucha más humedad. No sé si un día vamos a estar apaciguadas entre las ganas de sentirte amada y deseada, y las ganas de sentirte libre de la mirada de otros. Vas a aprender a abrazar tus contradicciones, y la gente que te quiere bien, también.

¿Esa esquina del parque a la salida de la escuela donde le informaste a Merce de la separación? La vas a recuperar. En unos años, el planeta entero frenará, y tras meses guardadas en casa, las niñas conversarán sobre lo que más extrañan. Matilde nombrará a las nieves de la esquina del parque. Te darás cuenta que lo que se extraña es por las memorias que lo habitan. Aprende de las niñas y elige bien qué extrañar.

P.d. Un verano, volverás de un largo viaje, con el corazón abolladito otra vez, pinche curiosa, y la vecina te recibirá con un gato que parecía perdido, para cuidarlo

esa noche. Será tu compañero de casa y obviamente, lo llamaremos Señor. Cágate de la risa, que ya me río yo. Estamos completas.

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Mara Montes Mara Montes Margalli es maestra de inglés, mamá de dos, adicta a las risas y los recuerdos, y golosa profesional.

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