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Carta al nuevo Jefe de Reeducación del Penal, Capitán Chapeta

Carta al nuevo Jefe de Reeducación del Penal, Capitán Chapeta

(Gracias a la amabilidad infinita de la viuda del Capitán Chapeta, que con una gran sonrisa facilitó este y otros documentos personales de su difunto)

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¿Debo llamarle Reeducador o sencillamente Stiopa? ¿Acaso es usted una especie de maestro? ¿Tiene hijos o nos considera a todos nosotros como tales? Con su permiso lo llamaré entonces Padre del Penal. Espero que no se ofenda, espero también que sí tenga hijos propios, nadie sabe en qué momento le pueden sacar los ojos estas criaturas que conserva en sus jaulas. Aunque reconozco que gracias a su encierro educativo pude arribar a la sana resignación de saber que no hay escapatoria posible, que incluso allá afuera todo es desesperanza. Algo muy difícil de comprender mientras se vive al aire libre, donde la falsa impresión de libertad –hueca palabra–, nos conduce a gritar, a creer. ¿No deberían enseñar esto todos los padres a sus hijos? ¿No es esto la dicha? Si no lo es, se le parece.

Hace unos días mi esposa me preguntó muy seriamente si esto aquí adentro era el infierno. Curioso ¿verdad? Yo soy el que está encerrado y es ella la que enloquece, le llamo equilibrio. ¿Compartes las cosas así con tu mujer? Quiero decir si antes de dormir, ambos en pijamas y mirando al techo, sientes debilidad por librarte del peso oscurísimo de tus días contándole chismes del trabajo. Y por favor, no me vengas con la cancioncilla de que sólo manejas secretos de estado. Tú, si de veras manejas algo, es a un montón de pobres diablos como yo, hombres desdentados y vencidos. Al final todo se resume a lo que se habla después del sexo, eso diferencia a un matrimonio de un amorío. Entonces, Stiopa, dime qué le cuentas a tu mujer de mí; entre paréntesis: yo a la mía le hablo sin

parar de ti. Las piernas más largas que han sostenido a hombre alguno –le digo–, y unos brazos para alcanzar el cielo con la puntica de los dedos. ¿Y ríe mucho?, me pregunta ella. El verdadero tío Stiopa siempre tenía una sonrisa afable en los muñequitos. ¿Recuerdas al verdadero Stiopa, mi amor? Y yo le sonrío, porque noto enseguida que es lo que anda buscando mi mujer de rostro transido cuando me visita. En el fondo sólo quiere entretenerse, Stiopa, convertirse en una amante y abandonar ese rango inmutable de esposa. El ser cada día se le hace más difícil, con gusto la libraría de lo que me he convertido sin contar con ella, pero sería egoísta de mi parte darle alas a una piltrafa. En otras palabras es demasiado tarde para nosotros, únicamente yo recuerdo su belleza sosegada: mirada y gestos de pájaro asustado la primera noche de desnudez perdidos por siempre en arrugas y venitas azules a flor de piel. Aunque tras ese encanto espontáneo se ocultaba una indiferencia atroz que la mantuvo fresca hasta que mis ideas díscolas me hicieron un cargo de conciencia. Ahora la vejez, antes controlada por el sano aburrimiento de los días en paz, emergió como una erupción para enloquecerla.

¿Qué busco al escribirte? Poca cosa, ni siquiera es un deseo infantil de llamar la atención, sino simple curiosidad, poca cosa. Admita que estoy en desventaja, usted conoce absolutamente todo de mí, o eso cree, y en cambio yo apenas conozco su oficina. Mañana mismo pudiera cruzármelo en la calle –perdón por conservar esperanzas de ver calles de nuevo– y lo tomaría por un desconocido más, otro cero a la izquierda. Pero comprendo su necesidad de ser una sombra, imagino que debe serle imposible atender a tantas criaturas por igual. Sin embargo, ¿no le parece injusto que precisamente el Padre del Penal sea un fantasma? Claro, eso vendría a explicar lo malcriados que somos aquí abajo. Lo de abajo es mera suposición,

sentido común quizá, pues debe recordar que nos ha sido vedado el placer de conocer si estamos bajo tierra o en una nave espacial. Hermosa manera de que nos mordamos unos a otros.

¿Qué esconden esos archivos en sus gavetas de metal? Puedes contarme, te creeré si me dices que al abrirlos todas sus hojas mecanografiadas –evidencias como cuentos de hadas– salen despedidas igual que insectos de colores, te creeré incluso si me dices que en un incendio se escucharían gritos de niños y no el crujir del papel. Me he fijado que no hay detectores de humo por estos pasillos, soy muy observador, cuando voy escoltado por tus subordinados me detengo en las cucarachas que reptan por las paredes. Las cucarachas, estoy convencido, sobrevivirían al incendio, no así tus subordinados: estatuas bien moldeadas a las que no se les otorgó el poder de la palabra. ¿Por qué no me has invitado más a tu oficina? La extraño, lo confieso, y hasta donde sé nunca dije lo que esperabas escuchar de mí. Entonces, querido, a qué se debe tu repentino rechazo, quizá a un nuevo inquilino de mayor jerarquía que yo: un simple odontólogo perturbador del orden público, una minucia. ¿Quién puede imaginarse algo más triste? Las cucarachas –vendrás a decirme–, que salen ilesas del fuego, todas sus paticas y antenas intactas para guiarse entre los escombros y el humo.

Podrías visitarnos una vez al mes y sentarse entre nosotros, en esta celda nuestra que también es tuya, y tener una charla cálida y vivificante, simplemente humana. ¿O es que no le agradan los intercambios de ideas? Sirva esta humilde misiva como una invitación, se le espera con ansias. Y recuerde siempre que puede contar con mis manos, y mis ojos, si por azar es torturado por un dolor de muelas y la pereza o el exceso de trabajo le impiden acudir a una clínica dental. Ya que mis manos y mis ojos

no me sirven de nada, están a su disposición, ya que sin un espejo y sin instrumentos bien pudiera morirme –de ser posible– de un flemón; el conocimiento a secas nunca basta.

Cordialmente

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