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Los presos también tienen derecho a la medicina gratuita
Los presos también tienen derecho a la medicina gratuita
Fue una grata sorpresa, todo un detalle, viajar en una ambulancia en lugar de uno de esos camiones para reos que parecen transportar ganado. Pasemos por alto que Severo, acostado y tieso, ve los rostros chatos de dos guardias y no las sonrisas estereotipadas de enfermeras de piel tibia. Los cristales tapiados no le impiden, tan sensible a los ruidos, disfrutar del paseo, reconocer que pasan junto a una escuela,
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Un mercado.
Un ferrocarril.
Un puente que salva un río.
Los sonidos siempre serán los mismos, incluso si muriera antes de llegar al hospital continuarían zumbando.
Los guardias no hablan, ni siquiera entre sí. Tampoco miran a Severo, que va con los ojos cerrados para soportar mejor el dolor o escuchar con más precisión.
La sirena de la ambulancia les abre paso en lo que suponen un tranque en la vía, después vuelve a apagarse. Por la velocidad moderada a la que avanzan, la gente en la calle pensará que ahí dentro nadie se está muriendo, y hacen bien: se trata simplemente de un traslado. Duele pero no mata, desea creer Severo, lo que empieza siendo un malestar intestinal rara vez termina en muerte. Demasiado exacta y táctil esa afección para ocultar un desenlace fatal. Anestesiado por esa certeza (pues nada le inyectaron) percibe que la ambulancia ha vuelto a detenerse. ¿O fue él quien se detuvo y a su alrededor todo sigue rodando? No, ese olor que los cristales tapia-
dos no pueden rechazar revela a gritos que está en un hospital. Escucha ahora palabras de rigor, saludos militares y ¿una risa? antes de quedar ciego de luz al abrirse las puertas traseras.
Mientras lo deslizan por el largo pasillo Severo nota, extrañado, una cantidad exagerada de extintores de incendios a lo largo de las paredes, rojos y bien alineados, como si buscaran más una simetría decorativa que su función de estar a mano. La sala, custodiada por guardias, es amplia y blanca, rejas en las ventanas abiertas a la cabecera de las camas. Es un pabellón (reconoce Severo) de locos peligrosos para el exterior, no entre sí mismos. Hay dos pacientes, uno dormido y el otro riendo, no hay sábana en el colchón donde lo acuestan como se tiende a un herido de gravedad en una camilla. Muy delicados los enfermeros, nada que ver con la torpeza de los guardias que se han quedado parados a mitad del pabellón.
No se les permite presentarse formalmente, las órdenes se limitan a que intercambien sus crímenes y se llamen por estos. Así, para establecer algún principio de identificación, de ahora en adelante el que descansa en la cama uno será Fratricida y en la dos Pirómano. La sala consta además de siete camas vacías, por las que (según Fratricida) lo más interesante que ha pasado fue un célebre violador que presentaba todos los síntomas de haber sido violado a su vez al menos por diez hombres, no precisa si llegó a sobrevivir. Un violador es simple: odia a las mujeres porque odiaba a su madre u odia a las mujeres porque amó demasiado a su madre. Un fratricida es más complicado, a este por ejemplo no le quedan dedos, por cada vez que lo han mandado de vuelta a la cárcel se ha cortado un dedo de las manos y juzgando su estado actual, el tío Seve calcula
que lo han llevado y traído seis veces, pues apenas conserva los índices y los pulgares. Para sostener cosas pequeñísimas, y también para exprimirse un acné tardío que ocupa todo su rostro.
La primera impresión del Tío Seve es que donde quiera que se meta estará estorbando, que romperá la estructura de los días. Algo en el aire o posado en las paredes advierte que las mañanas pertenecen exclusivamente a Fratricida, que abarca mucho espacio y muerde el del otro, pero en cuanto declina la luz se apaga en forma de ovillo abrazado a su almohada. Su función, resulta obvio, es la de provocar, quebrar a ese intruso que a falta de delito común deben llamar por su número, justo igual que los guardias. ¿Hace falta decir por qué está un pirómano en un hospital?
Al parecer, los pirómanos son también seres noctámbulos, amantes de los juegos visuales que provoca el rojo en el cielo oscuro. Lo anterior es de fácil deducción ante esa inquietud, mitad sexual mitad infantil, que domina el cuerpo de Pirómano. Digamos que la noche actúa como un llamado y durante aquellas de luna llena en particular se precisan hasta cuatro guardias para mantenerlo en posición horizontal. Y no es que grite ni voltee sospechosamente los ojos, no, no es locura, unos buenos electroshocks apenas servirían para que ansiara el fuego a partir de la electricidad en lugar de métodos más corrientes. Él simplemente brota en las noches. En sus monólogos lunares se adjudica, entre otros, famosos incendios como el de la tienda Fin de Siglo.
El cine Infanta.
La Época.
Aunque por edad y porque esos atentados y todos los demás, incluidos los que no aparecen en los li-
bros de texto, fueron orquestados por el imperialismo, es poco probable que sean obra de ese cuerpo que a simple vista sólo tiene el poder de incendiarse a sí mismo. Cuando a los guardias, al propio Fratricida o porqué no, al tío Seve, los quema ese mareo que provocan las palabras en círculo, enseguida le recuerdan la mano negra del imperio detrás de esas hazañas, como se empeña en llamarlas. Pero él sonríe y muy sereno responde que nosotros (o sea ellos) y más aun todavía, todas las cosas que componen la isla, están orquestadas por el imperio.
«Curioso hallazgo éste –se dice el tío Seve muerto de risa–, un pirómano aficionado a la historia, un pirómano con carácter».
A su entender, todos los sucesos históricos dignos de ser recordados han ocurrido de noche por la sencilla razón de que todo caos (y los sucesos históricos lo son) conduce inevitablemente al fuego. Ya después vienen las antorchas, las llamas fatuas que únicamente pertenecen a las conmemoraciones, aniversarios y otros amagues de hacer reversible al tiempo. En esos breves parpadeos en que su lógica incierta toma cuerpo, el tío Seve, que escucha mientras se obliga a dormir para rodearse de kilómetros de silencio, se pregunta si Pirómano no será en realidad un espía muy necio o un actor venido a menos. Cuando, insomne, intenta leer, Pirómano lo interrumpe asegurando que además de la clarísima evidencia de que sus días están contados y por consiguiente no podrá terminar ningún libro, debe confesarle, por experiencia propia, que los libros son peligrosos cuando se está en cautiverio. Para ello ilustra su caso: hace años, no importa cuántos, hastiado de hablar solo o de hablar con presos comunes que viene a ser lo mismo, decidió ponerse a
leer, lo que fuera, una larga novela, malos poemas, algún bodrio religioso, la idea principal era percibir ese engaño ficticio que opera la lectura sobre el correr inexorable del tiempo, como si pasara y no pasara a la vez ¿no es así? Sin embargo, empezó a confundirse y ya no sabía si daba el culo para leer o leía para dar el culo, imposible reconocer el orden correcto, ya que tanto la lectura como el sexo son un medio y también un fin. De hecho, a raíz de esto, él, un simple pirómano, había llegado a la muy bien enfocada conclusión de que los escritores únicamente escribían para aliviar su adicción al sexo y a la lectura. Sólo los escritores, entre todos los seres solitarios y encerrados del universo, tenían el poder de sustraerse por breves momentos a la orgía insana de páginas infinitas, de multitudes.
Las siguientes preguntas acosaron al tío Seve antes de dormirse: ¿Habrá otra manera de obtener buenos libros en la cárcel que no sea dar el culo? ¿Si mañana liberaban a Pirómano (buena conducta mediante) no quemaría la constitución? ¿Pueden los dedos de Fratricida sostener un lápiz y escribir?
Y sueña.
Una escena recurrente desde que enfermó en la que primero hay figuras humanoides, medio vueltos bestias, sí, sacudiendo sus orejas peludas de alegría ante un ruido pacificador. Poco a poco la atmósfera se va aclarando y puede reconocer con absoluto rigor el rostro y la sonrisa de muchos jóvenes de su generación. Están encerrados, es un hecho, y el ruido amigable nace de un altoparlante que escupe una voz que simula las maneras rígidas de un cura viejísimo. Y se ve, al igual que el resto, haciendo grandes gestos muy sincronizados, especie de rezo
que no contesta ni reclama nada, sino que apenas repite; un inmenso coro de cotorras. Entonces circula entre las filas una hoja en blanco donde cada cual, en lugar de escribir su nombre como corresponde a un pase de lista, coloca su dedo manchado en tinta de modo que las huellas digitales se suceden renglón tras renglón en una escritura sin sustantivos. Y uno es todos y no uno. Bien sabe Seve que es capaz de escribir quién es en trazos enteramente suyos, de levantar la mano y preguntar:
«¿Podemos cantar?»
Pero comunicarse con un altoparlante se antoja un largo combate en tierras de la inutilidad. En aquel encierro compartido para ser, hay que leer, lo siente con una pasmosa seguridad, leer a secas o con un poco de suerte leer y después escribir, después soñar. Como si el sueño fuera el negativo de la realidad, todo cuanto escuchó despierto ahora es exactamente lo opuesto. Aquello sobre el peligro atroz de leer en la cárcel significa lo contrario, significa: lee o estarás acabado de antemano, lee y sabrás por fin por qué ellos no leen.
Pero Severo no tiene conciencia de estar muriendo, él sólo no puede defecar bien y por eso lo han traído al médico, para destupirlo. Siendo un adolescente (y aquí ya no sabemos si sueña o recuerda) padeció una infección en los oídos que lo mantuvo escuchando como dentro de un túnel por varios días. Su madre le dejaba caer unas goticas cada ocho horas que iban regulando el sonido; mientras estuvo en aquel túnel transcurrieron sus primeras lecturas.
Más tarde, cuando ya libre y cercano a la muerte reflexione sobre su imprevista fortaleza para sobrevivir, pensará en este recuerdo preciso, en los sueños en que abría un libro y las paredes a su alrededor se venían abajo.