Los presos también tienen derecho a la medicina gratuita Fue una grata sorpresa, todo un detalle, viajar en una ambulancia en lugar de uno de esos camiones para reos que parecen transportar ganado. Pasemos por alto que Severo, acostado y tieso, ve los rostros chatos de dos guardias y no las sonrisas estereotipadas de enfermeras de piel tibia. Los cristales tapiados no le impiden, tan sensible a los ruidos, disfrutar del paseo, reconocer que pasan junto a una escuela, Un mercado. Un ferrocarril. Un puente que salva un río. Los sonidos siempre serán los mismos, incluso si muriera antes de llegar al hospital continuarían zumbando. Los guardias no hablan, ni siquiera entre sí. Tampoco miran a Severo, que va con los ojos cerrados para soportar mejor el dolor o escuchar con más precisión. La sirena de la ambulancia les abre paso en lo que suponen un tranque en la vía, después vuelve a apagarse. Por la velocidad moderada a la que avanzan, la gente en la calle pensará que ahí dentro nadie se está muriendo, y hacen bien: se trata simplemente de un traslado. Duele pero no mata, desea creer Severo, lo que empieza siendo un malestar intestinal rara vez termina en muerte. Demasiado exacta y táctil esa afección para ocultar un desenlace fatal. Anestesiado por esa certeza (pues nada le inyectaron) percibe que la ambulancia ha vuelto a detenerse. ¿O fue él quien se detuvo y a su alrededor todo sigue rodando? No, ese olor que los cristales tapia30