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Bicicletas como caballos hermosos

(Lo que sigue, parte de una grabación hecha al Niño Elías poco antes de que perdiera el habla debido a una isquemia)

Cuando yo tenía quince años La Sal era lo mismo que hoy, pero un poco mejor, era, por así decir, un amague de ciudad o al menos la gente se comportaba como tal, como si faltaran apenas unos añitos para que el desarrollo terminara de llegar. No quiero malas interpretaciones, estoy orgulloso de este medio siglo que en buena medida parece no haber pasado por aquí, no te equivoques, yo soy lo que soy. Sin embargo, sería imposible obviar que ahora no hay más que silencio en este pueblo, y locura, un mar aún más virgen que aquel de mi adolescencia, pues antes cualquier hora era buena para ver aparecer un barco en el horizonte y hoy si uno se esfuerza, con suerte avista algún solitario bote de pescador. Hace poco mi nieto, sin dudas más listo de lo que fui a su edad y sospecho que más listo de lo que soy de viejo, me dijo que en La Sal hace rato que habían dejado de pasar los años y en su lugar el tiempo había tomado la forma de huracanes que arrasaban con todo lo que existe. ¿Entiendes abuelo? –dijo con esa mezcla de lástima y ternura con que nos hablan los nietos– estamos yendo hacia atrás, cada vez más cerca de los primeros días, cuando esto por aquí era pura ciénaga y mar (…)

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A veces siento pena por él, y por los hijos que tenga, le enseñé a amar tanto este rincón del mundo que lo veo incapaz de vivir en otro lugar. A su padre en cambio no pude educarlo mucho, demasiado ocupado en adoctrinar a otros. Suele pasar, sin rencores por su parte, creo, él sabe quién fui. Yo sostengo que los hombres deberían criar sólo a sus nietos, los hijos pertenecen exclusivamente a las madres, aunque tampoco ando diciéndolo por ahí, ya que hoy, incluso en este fin del mundo lo acusan a uno de machista hasta por hablar alto. Antes sí, en el

tiempo en que conocí a tu tío Severo todos nosotros hablábamos altísimo y lo peor o quizá lo mejor, quién sabe, es que siempre hubo muchos con voces más fuertes que las nuestras. ¿Me sigues? Una gran generación la mía ¿de acuerdo?, lo que pasó es que tantos gritones solo podían terminar chocando entre sí. Mi relación con Severo o con el tío Seve como te empeñas en llamarlo, que además de hablar alto lo hacía igual que en las novelas de radio, siempre fue en desventaja. Siempre que nuestros caminos se cruzaron él fue mi jefe y yo lo que sigo siendo: el Niño Elías, o Niño a secas, como le gustaba llamarme. Me decía Niño no te me despegues y las cosas van a salir bien cuando salíamos a poner un petardo en alguna esquina o a pintar algún cartel contra la tiranía. Ese tipo de cositas, que a cincuenta años de distancia causan risa, era lo que hacíamos, ni más ni menos, para sentirnos grandes. Ninguno de los dos y estoy seguro que ningún otro bajo su mando había disparado un arma jamás, por supuesto todos estábamos locos por irnos a la Sierra, donde había que andar con la cabeza gacha para que no te la volaran. Pero tu tío no, Severo me decía Niño, estudia primero y después dispara, que es el orden correcto, si te quieres divertir yo te llevo a poner unos petardos en un parquecito cerca de la policía y te quitas la picazón. Sin embargo, yo, tan cabezón a esa edad, no estudié y tampoco me alcé, para mí la revolución triunfó demasiado rápido (…)

Para evitar incomodidades prefiero no hablar del resto de sus hermanos, con los que traté poco y mal. De sobra debes saber que tu familia es como mi generación en versión doméstica: una sarta de gritones. Con haber tenido a uno cerca basta y sobra. Me imagino que debes estar pensando: coño qué clase de muela me está metiendo el Niño Elías. Pero tú aguanta ahí, que ya viene lo que esperas. Mira, en el cincuenta y nueve le perdí la pista por un rato a Severo, eso sí, me enteré que se había

casado, a saber: una rubia finísima, de raza ¿me sigues? Después, cuando pasó la euforia colectiva de esos meses, tanta bulla distrae, figúrate que lo mandaron de vuelta como administrador en una fábrica de bicicletas, única en su tipo en el país. Enseguida me pidió que fuera con él y como yo estaba en el aire porque no había estudiado, porque no me había alzado, acepté de una.

Para decirlo por arribita y sin que duela, aquello era una fábrica de globos, jamás cumplimos ningún plan si es que existió alguno. Severo andaba hecho un no sé qué, con esa cara que ponen los niños cuando levantan castillos de arena y al otro día descubren que es como si no hubieran hecho nada, que la marea es una de las formas del tiempo. –¿Niño, no te parece raro o como mínimo cómico que a nosotros, que llenamos el pueblo entero de carteles y petardos, ahora nos manden a llenarlo de bicicletas? –Es el futuro –le decía yo para animarlo–, el futuro.

Una bicicleta, dos bicicletas, tres bicicletas, cuatro bicicletas, cinco bicicletas, seis y siete bicicletas, nueve, diez (…)

A eso de fines de mes –no había un día fijo– aparecía de la nada un camión que cargaba todo y luego se perdía en una nube de polvo, y vuelta a empezar. Fue ahí mismo que Severo empezó a fumar más que Peter Lore. ¿Y yo? Chico, la verdad no me quejaba, las bicicletas son un invento hermoso, yo sentía que ensamblábamos caballos salvajes, que dábamos vida. Así de útil me creía, o así de ordinario como me llamaba Severo, que al verme pinchando con tremenda contentura me decía Niño, tú sí que eres una criatura ordinaria, tú sí tendrás un futuro feliz en este país. Obvio ¿no te parece?, si el futuro en este país eran las bicicletas. A veces tu tío decía obviedades de ese tipo como queriendo decir otra cosa, a veces se le escapaban esos gritos que llevaba atragantados aquí dentro (…)

Las guerras en la televisión parecen guerras del pasado, armas de juguete y cuerpos que simulan muertes aparatosas. De más está decir que yo me enteré que Vietnam era un país gracias a la televisión y a la guerra, en ese orden. Un vietnamita promedio es del tamaño de un adolescente, y un vietnamita mutilado prácticamente cabe en un cochecito para bebés. Fabricar un cochecito es a grandes rasgos igual o más simple que fabricar una bicicletica, pero muchos cochecitos, eso ya es otra cosa. A consecuencia de la capacidad de abstracción de esos que se explayan en ocurrencias humanitarias, nos asignaron el curioso objetivo de fabricar diez mil carros para inválidos.

Plazo: Un año.

Destino: Vietnam.

Motivo: ¡La guerra!

A uno lo juzgan demasiado generosamente y lo peor es que uno se lo cree, en el fondo a uno no le interesan los muertos de una guerra que sucede en la televisión, pero uno quiere interesarse para que los demás lo quieran a uno. Eso me lo enseñó Severo. –¿Niño, no te parece un abuso de confianza que nos manden a fabricar carritos de inválidos para otro país? –Es el futuro, Severo, las exportaciones son el futuro.

La primera medida que tomó Severo fue la de prohibir a los obreros que se refirieran a los vietnamitas como chinitos, costumbre muy arraigada por estos lados, donde todo aquel con ojos medio rasgados es chino automáticamente. Y los obreros obedecieron sin chistar, ¿quién no iba a seguir aquella voz? Las mujeres, claro, secretarias que cometían las torpezas más infantiles con tal de que «el doctor Severo» les hablara de nuevo. Una voz, unos ojos que se iban opacando día por día, un cuerpo que pronto sería del tamaño de un vietnamita y cabría cómodamente en su cochecito. Hasta yo, que nunca he sido un gran soñador, tenía pesadillas todas las noches con chi-

nitos lisiados –perdón vietnamitas– que venían a reclamarnos a tu tío y a mí por no haber cumplido el plan del año. Y a veces soñaba peor (…)

La diferencia entre ayudar a 10000 inválidos y ayudar a 7500 es de 2500 cochecitos, ni más ni menos, y la única diferencia entre un inválido en cochecito y otro a secas, es que uno rueda y otro se arrastra, ni más ni menos. Sin embargo las ocurrencias se resuelven con reuniones, y las reuniones con castigos. Hay reuniones diarias, reuniones de fin de semana y de fin de mes, reuniones secretas, reuniones femeninas, infantiles, reuniones para prever otras reuniones, reuniones extraordinarias. Cuestiones complejas: ¿qué cambia el hecho de saber por anticipado lo que sucederá en una reunión? ¿Dolerá menos, igual, más aún? ¿Son predecibles precisamente para que el culpable, Severo en este caso, ni siquiera se tome la molestia de protestar? ¿Y protestar, además de altas cantidades de saliva, nos libera de algún otro peso?

Mejor limitarse a la acepción oficial: «una reunión se efectúa para analizar algo que ha salido mal, y de ser posible, solucionarlo».

Se palpa, Severo se reencuentra al salir por la doble puerta verde del salón de reuniones, tiene un aire de quien ha caído a un claro en mitad de la selva e instintivamente se registra buscando huesos rotos, sangre. Severo se palpa, enciende un cigarro y deja actuar al humo, su cuerpo lo digiere y se va relajando como ante un masaje. –Severo ¿qué haces aquí si tú eres dentista? ¿Por qué no pediste que te mandaran a una clínica o un hospital?

Y tu tío se me queda mirando con esos ojos tan azules que uno sentía vergüenza por tenerlos de otro color y sonríe, sonríe por primera vez desde que nos pusieran al frente de aquella fábrica. –Pensé que iban a pedir que me hiciera cargo de algo más importante, mucho más grande.

Con el tiempo, a medida que iba perdiendo todos mis dientes, siempre pensaba en tu tío, que era dentista y no quería serlo, que podía ayudar a mucha gente adolorida como yo y prefería pensar en esas cosas mucho más grandes.

Severo aún vagó en pobres tardes por La Sal, vegetando, perplejo de seguir vivo, como queriendo completarse en su intimidad, en su mujer, en el silencio. Pero quien ha creído una vez ya no podrá sentirse a gusto en esa dicha doméstica de los seres llanos.

Según escuché por ahí, su hermano Gastón –que hablaba alto de verdad y sí sabía usar armas–, lo envolvió en esa nube oscura suya que ya no se alejó más de su cabeza. Por ahí también hay quién dice que en realidad Gastón le abrió los ojos a Severo, qué sé yo ¿quién soy yo para meterme entre hermanos?

La última vez que nos cruzamos, él ya desvinculado de todo y yo con tantos deberes que había olvidado el rostro de mi hijo, me contó algo que sigue dando vueltas en mi cabeza y que tal vez a ti te abra alguna puerta. Me dijo, Niño, ¿tú ves los muñequitos? Y sin esperar respuesta me soltó que unos días atrás había visto en la televisión Tío Stiopa, un animado ruso sobre un policía muy alto que salvaba a gaticos y niñitos de los peligros de la vida, un auténtico héroe si los hubiera. ¿Comprendes Niño? Es el hombre nuevo, o lo que es más exacto, la idea del hombre nuevo fue creada a imagen y semejanza del Tío Stiopa, sus pequeñas hazañas debieron ser nuestro único fin. ¿Qué haces aquí Severo? –le dije como si le hablara desde un sueño o desde el pasado, que son el mismitico lugar–, ¿por qué no vas a sacarle dientes a la gente? Tu tío me miró, y como ya usaba gafas el azul de sus ojos no te dejaba helado como antes, y muy triste, decepcionado diría yo, susurró: ¿Niño, por qué no ves muñequitos? Mírame, Severo –le pedí–, ¿en serio estás viendo a un niño? Y su mirada dejó de ser

azul y se fue nublando y no me vio ni me escuchó más, pero aún le seguí hablando, hablando con las nubes. Le conté que había estado en Moscú y que no había visto a ese tal Stiopa, pero había conocido la nieve. ¿Estás hablando de la nieve, Severo? ¿Todo esto que me contaste tiene que ver con la nieve? Su rostro se volvió una mueca ligera, burlona, de asco, y eso fue todo. Después nos alejamos y un mar de gentes y años y palabras se fue amontonando entre nosotros y yo me dije qué suerte que hay mares que no se pueden cruzar a nado, porque de volvernos a ver seguramente no íbamos a reconocernos.

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