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Feliz cumpleaños

Cumpleaños, otro, en posición horizontal, no semejante a un herido, sino acostado simplemente en su celda. Mirar al techo ya no provoca mareos, ha pasado aquel deseo latente de morirse, de que todo acabara en cerrar y no volver a abrir los ojos. Se siente muy lejos de sí mismo, arribando a una edad como un mar quedo. La rutina, que se propaga en los cuerpos y confunde la mente. ¿O debería decir libera? Confusión y libertad no son contrarios cuando para el alivio basta un rincón fresco donde acurrucarse en silencio. Es ahora, tan tarde, que le viene como un pálpito la idea de que en realidad el tiempo nunca ha avanzado, que no puede hacerlo por obligación de métodos ya que sería demasiado cruel que cada uno de sus cumpleaños anteriores hayan sido escalones para conducirlo hasta aquí. ¿Y toda la locura de esa certeza no lo convierte acaso en un ser infinito? Prueba reveladora de ello sería que el tío Seve ha dejado de pensar en su libertad como un final verosímil. Sólo quisiera que lo trasladaran definitivamente a una celda con más privacidad, y que de ser posible le dejaran conservar la mayor cantidad de libros. Entonces (y sonríe al imaginarlo) se dedicaría exclusivamente a leer, como Gramsci, que en lugar de hundirse creció en el encierro, sí, el lector más grande que haya leído nunca, alguien al que apenas lograron reducirle el espacio. ¿Quién dijo que necesita permiso para regresar a casa? Si sus piernas aún lo sostienen y aún le obedecen, si sus ojos aunque medio nublados todavía alcanzan para avistar horizontes. Es por eso que hoy, con firme determinación (nunca mejor

elegido pues no todos los días se cumplen sesenta y tres años) decide emprender por su cuenta la vuelta al hogar. Veamos, se trata de un viaje de trescientos kilómetros, contando con que la celda mide 4x5 metros que se convierten en 3x4 al restar el espacio de las literas, tendría (así en un cálculo rápido) que atravesarla diagonalmente unas 42600 veces para cumplir su recorrido. Trazándose un plan de cien vueltas diarias, porque tampoco es que esté apurado y los excesos no son buenos a su edad, digamos que estará tocando a la puerta de su casa en catorce meses. Nada mal, nada mal. ¿Y no sería a la vez como una forma superior de protesta? Sin dudas mejor que la fuga diaria que representa el escribir tantas cartas acusatorias que no llegan a ningún destinatario. Sería hasta más efectivo que una huelga de hambre. Nada mal, nada mal. Además caminar es sanísimo, casi igual de divertido y sedante que montar bicicleta o empinar papalote y probablemente su tos insistente, resaca de un pasado de fumador, desaparezca por arte y gracia de esa acción primaria que consiste en plantar un pie después del otro. Ganaría en calidad de vida y rompería esquemas: por costumbre quien cumple años en la celda se hunde en un silencio melancólico que suele devenir en llanto. Hace poco Furrumalla les contó a todos, sin que nadie se lo pidiera, que de niño su padre lo «sonaba» y después se ponía a llorar. La Sandinista (antes de perder la cabeza) juraba no recordar el día de su nacimiento, y aunque Mojamé se ha negado a revelar ese dato, es fácil de saber pues una vez al año, a mediados de febrero, pasa veinticuatro horas sin masturbarse. Incluso se comenta que Stiopa festeja sus cumpleaños encerrado en el cuarto de interrogatorios, días en los que así sin razón suprime el almuerzo y la comida de los

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reclusos. No, ellos no entenderían sus matemáticas. Bien podría trazar en la pared un mapa en el que una cruz marque el lugar aproximado de la prisión y un círculo exactamente donde lo espera su casa, explicar después que cada centímetro entre uno y otro equivale a un pequeño escalón. Pero mejor llevar la cuenta en la mente, sí, mientras no lo vean contando con los dedos no sabrán alcanzarlo.

Y Severo se levanta de su cama, y descalzo, da el primer paso.

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