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Fin de semana
Mi padre es El Hombre de la Cámara, cuando iba a buscarme a la escuela todos los pioneritos se paraban en las ventanas y lo veían acercarse a pedal limpio, lento, y gritaban «ahí viene el hombre de la cámara»; entonces yo sabía que venía papá. No decían «ahí viene el hombre de la bicicleta» pues cuando yo era pionerito había más hombres en bicicleta que hombres a secas. Su rasgo distintivo siempre fue una Zenit colgante que se balanceaba al compás de los pedales como una medalla.
La parrilla de su bicicleta lleva un cojín para no dejarse el culo por el camino y que se escurre hacia los lados con los baches. Cada dos o tres kilómetros se detiene para que yo reacomode el cojín, para él tomar un respiro y si se da el caso, la luz, el ánimo, para tomar alguna fotico. Y hay paisajes tan tristes por aquí que muchos dan ganas de rajarse en llanto, pero me contengo por él, El Hombre de la Cámara, que todos los viernes atraviesa estos paisajes olvidados a pedal limpio, lento, para pasar el fin de semana conmigo. Aunque después pienso ¿por qué no llorar? al final todo lo que nos rodea es culpa suya, ya que si no hubiera preñado a mamá me habría ahorrado estos safaris ciclísticos. Tan sólo campos de tiro y entrenamiento, bases militares medio abandonadas con el mar de fondo a las que el salitre y los años han vuelto remotos campos de batalla. Allá lejos se divisan, como espectros, los blancos: figuras de metal que simulan ser el enemigo o por qué no, que lo son. A veces nos cruzamos con pelotones de soldaditos corriendo, marchando hacia ninguna parte que es adonde van los soldados en tiempos de paz.
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Entonces papá me dice «ahí van a practicar, a dispararle al mar» y sigue pedaleando sin abrir la boca: en bicicleta (qué padre no lo sabe) se avanza más y mejor en silencio. Y yo pensando todo el rato ahí atrás, en la soledad incómoda del que apenas ve la espalda muy sudada del que pedalea y lucha contra el viento. Pensando, digamos, que quizá esta escena en la que un hombre con el peso de su hijo a cuestas atraviesa estepas asoladas por ensayos de guerra, encierra en sí misma la historia de mi familia.
Hay una rampa metálica para subir al ciclobús, donde los ciclistas descansan de pie mientras se cruza el túnel de la bahía. Me siento grande cuando me veo en las fotos que mi padre hace en la oscuridad intermitente y movida del túnel. Rostros que evocan reses cansadas aguantando la respiración y que luego se iluminan trágicamente con la cercanía de esa luz ciega que señala la boca o el culo del túnel, según se mire. Y ya estamos en La Habana de verdad y de verdad parece que es otro día, que viajar en el tiempo o al menos saltar del viernes al sábado consiste en no respirar y cerrar los ojos, en dejarse llevar por el vientre de un gusano mientras el flash de una cámara estalla con ese resplandor artificial que no ayuda a nadie, que no salva.
Comúnmente las fiestas de quince se celebran los sábados por la noche, aunque desde muy temprano puede verse al fotógrafo mariposeando entre muchachas desaliñadas, nerviosas, que se encorsetan vestidos aparatosos mientras repasan mentalmente los pasos del vals. Los grandes fotógrafos de quinces están de acuerdo en que de esas horas previas, de cabos sueltos, nacen las imágenes más francas y cercanas, aquellas que provocan una risa nostálgica cuando el tiempo vuelve grotescas las de la fiesta. La tarifa de los grandes fotógrafos de quinces incluye
comida y bebida, por lo que no es raro que se aparezcan con sus hijos, que tocan y mordisquean todo y caen dormidos en sitios inapropiados. Las fiestas de quince suelen durar hasta la madrugada del domingo, pero por cuestión de respeto y amor propio los grandes fotógrafos se van después de comer, beber y cobrar, justo antes del exceso de alcohol y baile: muecas simiescas que sólo engendran imágenes amateurs.
La luz de los domingos entra a lascas por las persianas, rociada de motas de polvo que rotan, parpadean, que casi puedo rozar cuando abro los ojos y todavía parece que estoy soñando. La casa de papá huele a ese cuero negro, durísimo, que se usa para guardar y proteger las cámaras fotográficas. Un amanecer sin ruidos, a papá le encanta leer en el portal hasta bien entrada la mañana para alargar el silencio y yo me sirvo café y me siento a su lado a manosear su vieja colección de revistas soviéticas. ¡Es tan rico el café cuando uno no se ha lavado la boca y hojea una Sputnik de la Perestroika! ¡Qué silencio más rico, papá! Ya sabes, inapresable, de qué serviría tomarnos una foto así, contigo en el sillón y conmigo a tus pies, ¿de qué? Si los domingos nunca terminan como empiezan, si aún debemos amoldar los rostros a esa máscara que el abuelo juzga familiar y que nos permite asentir sin vomitar, si el fin del domingo no es el lunes sino la voz del abuelo que nos espera. ¿Será que durante la semana hice algo malo que no recuerdo o que hice mientras dormía y por eso soy castigado? ¿Será que las tardes de domingo son una angustia para todos los nietos de Cuba o apenas para mí?
Mejor callo, porque la voz del abuelo ya anda reclamando su espacio, tanto que nos deja sin aire a papá y a mí.
9550 es, primero, la distancia en kilómetros de La Habana a Moscú, después es un programa de participación de la televisión cubana. Aunque quizá sea a la inversa, quizá no sea exagerado asumir que nadie en La Habana sabía ese dato hasta que salió al aire 9550. Entonces 9550 es primero un programa y después la distancia de aquí a la nieve. El abuelo, que quizá no mienta al jurar que conocía de memoria dicha cifra (en millas y kilómetros) mucho antes de verla en televisión, enseguida se postuló para concursar. Así que el abuelo es, primero, un concursante de 9550 y después mi abuelo. El premio para el ganador de cada ciclo es un viaje a Moscú, cada ciclo versa sobre un tema específico, el abuelo ganó respondiendo cada pregunta acerca de la Segunda Guerra Mundial. Cuenta papá que existen rotundas diferencias entre el abuelo anterior a 9550 y el de ahora, como si al volver de la nieve hubiera regresado de una guerra, un viaje en el tiempo que lo transportó en una pirueta hasta 1945. De las guerras se regresa un poco enloquecido, un poco con el mundo patas al aire, un poco de vuelta de todo, y de los viajes en el tiempo no se sabe cómo se regresa pues no se sabe cómo se va. Exagerando, puede encontrarse en mi abuelo un claro ejemplo de cómo la televisión, en una isla, atenaza la mente de un hombre y la deja en un ir y venir perpetuo del sol a la nieve, de la nieve al sol.
Sin embargo esas tardes de domingo tras la mediación de la fotografía, dan hoy la impresión de pequeñas semblanzas domésticas. El abuelo, que siempre aparece en mitad de un gesto, de una frase al aire, no muestra síntomas de estar perdido en el 9550, y papá y yo parecemos seres plenos que escuchan y aprenden con los ojos cerrados, parecemos
querer soñar. Viéndonos, ya tan lejos de aquel 9550, es fácil el autoengaño, el creernos que en realidad los domingos abuelo contaba fábulas inocentes de su infancia allá en La Sal, allá por 1945.