Fin de semana
Mi padre es El Hombre de la Cámara, cuando iba a buscarme a la escuela todos los pioneritos se paraban en las ventanas y lo veían acercarse a pedal limpio, lento, y gritaban «ahí viene el hombre de la cámara»; entonces yo sabía que venía papá. No decían «ahí viene el hombre de la bicicleta» pues cuando yo era pionerito había más hombres en bicicleta que hombres a secas. Su rasgo distintivo siempre fue una Zenit colgante que se balanceaba al compás de los pedales como una medalla. La parrilla de su bicicleta lleva un cojín para no dejarse el culo por el camino y que se escurre hacia los lados con los baches. Cada dos o tres kilómetros se detiene para que yo reacomode el cojín, para él tomar un respiro y si se da el caso, la luz, el ánimo, para tomar alguna fotico. Y hay paisajes tan tristes por aquí que muchos dan ganas de rajarse en llanto, pero me contengo por él, El Hombre de la Cámara, que todos los viernes atraviesa estos paisajes olvidados a pedal limpio, lento, para pasar el fin de semana conmigo. Aunque después pienso ¿por qué no llorar? al final todo lo que nos rodea es culpa suya, ya que si no hubiera preñado a mamá me habría ahorrado estos safaris ciclísticos. Tan sólo campos de tiro y entrenamiento, bases militares medio abandonadas con el mar de fondo a las que el salitre y los años han vuelto remotos campos de batalla. Allá lejos se divisan, como espectros, los blancos: figuras de metal que simulan ser el enemigo o por qué no, que lo son. A veces nos cruzamos con pelotones de soldaditos corriendo, marchando hacia ninguna parte que es adonde van los soldados en tiempos de paz. 43