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El cañón

En los jardines muy verdes del Hotel Nacional, hay un gran cañón colonial que apunta al mar, al Norte, donde cada año, en ocasión de los aniversarios del Abuelo, puede verse a la familia, yo incluido, tomarse foticos de cumpleaños.

Los retoños del Abuelo se componen de cinco hijos y nueve nietos, súmense además las respectivas nueras y yernos, fijos o de turno, extraños que aparecen como sombras intercambiables en las fotografías anuales. Siempre da un discurso de despedida en el cual nos recuerda su último deseo, muy simple, que consiste en que permanezcamos juntos cuando él ya no esté.

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En la familia corre la voz de que el Abuelo, por las mañanas, se para frente al espejo y se dice: «sólo me queda una afeitada».

Para animar un poco la sesión de fotos, que por lo general dura hasta la tarde, el Abuelo crea subgrupos: sólo mujeres, sólo hombres o sólo niños. Finalmente sólo quedamos todos, que vueltos objetos le sonreímos desde su álbum personal. Que se sepa, ninguno de sus hijos, nietos y menos aún yernos y nueras guarda con tanto celo y estricto orden cronológico esas repeticiones de nosotros mismos. El Abuelo atiende su álbum como si fuera una planta o un bebé, después de afeitarse se sienta a la mesa y va sacando las fotos una por una, las acerca a su boca y las aviva con su aliento igual que hiciera con un espejito empañado. Una vez satisfecho con nuestro porte y aspecto, lo cierra y devuelve a su espacio en el librero, donde a simple vista fue del ancho de un diario, luego de una novela,

hace poco de una biblia y ahora tiene el grosor de una enciclopedia.

Me he visto madurar en las manos del Abuelo, tomé conciencia de haber crecido el día que al pasar una de sus páginas me vi de pronto no en la primera fila como corresponde a los niños, sino en la segunda con los adolescentes, y después al fondo de cuadro con la gente grande. Ya no soy una sonrisa con todos sus dientes, mis ojos atónitos como ante un mal augurio quieren decirte: «somos ramas menores de un tronco de rancia estirpe».

Cuando era de las futuras generaciones (se me puede ver en la esquina inferior derecha de la primera fila) quería ser médico, hoy con cada sesión de fotos aparece en mi piel un rash eritematoso que por su recurrencia y a falta de cuadro clínico, me han diagnosticado como especie de alergia a los grupos compuestos por más de dos personas. Mi timidez, creo, se debe en gran parte a que fui un niño muy enfermizo, muy débil, de esas criaturas que le hacen sitio a todo lo que pueda traer el aire de malo, niños muy inteligentes y muy delgados prematuramente inclinados hacia actividades en reposo. Tampoco es que sea inofensivo, la timidez, a medida que se crece, puede incluso llegar a ser atractiva. Tengo cara de ser alguien que sabe escuchar, me han dicho, si bien casi nunca logro responder lo que esperan de mí. En efecto, la mayoría pasa invariablemente de la fascinación a la desilusión. De poco sirve advertirles de antemano: «hey, no soy lo que ves». Se acercan convencidos de que tras un ser enfermizo habita otro misterioso, tan lejos del cuerpo. He notado que la cifra del problema es que siempre sano, y la gente desea encontrar la expresión distante de la última fila del retrato, desean encontrar un espejo de mano. Y yo emerjo

de esa breve convalecencia con un extraño impulso de hacer no sé muy bien qué, aunque en ningún caso se trata de algo heroico. Hasta ayer mismo mi mayor atrevimiento seguía siendo haber asomado la cabeza a la boca del cañón.

La oscuridad absorbe, yo quería ser médico pero la oscuridad absorbe.

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