El cañón
En los jardines muy verdes del Hotel Nacional, hay un gran cañón colonial que apunta al mar, al Norte, donde cada año, en ocasión de los aniversarios del Abuelo, puede verse a la familia, yo incluido, tomarse foticos de cumpleaños. Los retoños del Abuelo se componen de cinco hijos y nueve nietos, súmense además las respectivas nueras y yernos, fijos o de turno, extraños que aparecen como sombras intercambiables en las fotografías anuales. Siempre da un discurso de despedida en el cual nos recuerda su último deseo, muy simple, que consiste en que permanezcamos juntos cuando él ya no esté. En la familia corre la voz de que el Abuelo, por las mañanas, se para frente al espejo y se dice: «sólo me queda una afeitada». Para animar un poco la sesión de fotos, que por lo general dura hasta la tarde, el Abuelo crea subgrupos: sólo mujeres, sólo hombres o sólo niños. Finalmente sólo quedamos todos, que vueltos objetos le sonreímos desde su álbum personal. Que se sepa, ninguno de sus hijos, nietos y menos aún yernos y nueras guarda con tanto celo y estricto orden cronológico esas repeticiones de nosotros mismos. El Abuelo atiende su álbum como si fuera una planta o un bebé, después de afeitarse se sienta a la mesa y va sacando las fotos una por una, las acerca a su boca y las aviva con su aliento igual que hiciera con un espejito empañado. Una vez satisfecho con nuestro porte y aspecto, lo cierra y devuelve a su espacio en el librero, donde a simple vista fue del ancho de un diario, luego de una novela, 36