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Una cosita especial
Hace días que Micha viene hablándome con tremendo misterio de su lugar secreto, era una sorpresa por mi cumpleaños, pero no pudo aguantarse y empezó diciendo a modo de adivinanza que se trata de un hueco, un hueco en el tiempo que nos traga niños y nos devuelve hombrecitos. Luego agregó que para llegar allí hay que subir al cielo, y por último que el cielo pasa por la escuela. Una cosita especial, una cosita especial. Cumplo doce años ¿no?, lo merezco, a esa edad los niños de la Siberia cortan abedules a la par de los hombres. ¿En serio, Micha? Qué sabrá él, pero suena natural, tiene un regusto a deseo cumplido: qué mejor regalo para un niño de la Siberia que un abedul maduro. ¿Micha, en serio hay abedules en la Siberia? A lo mejor ni siquiera hay niños y deben crear muñecos de nieve bonsáis para hacerse una idea de la infancia porque nacieron ya hombrecitos. Imagina lo rico que sería no tener que pasar por la escuela para cortar un árbol, imagina lo que es perder la mirada en abedules recortados contra la nieve, en ese blanco pleno. Digo una tierra prolongada hasta el horizonte, sin interferencias del mar, donde uno pueda hacerse viejo en una larga caminata, una larga sucesión de nuevas formas.
Dicho sea francamente unos niños no serían capaces de tales palabras, sin embargo, oírme hablarnos así me sirve para ubicar una amistad que no sé dónde reencontrar. Micha, los hombres cubanos no se dan cuenta de nada.
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Sin más rodeos, la sorpresa de Micha es esta:
Subimos a la azotea, una escalera oxidada que deja manchas indisolubles en los uniformes.
Nos arrastramos, nos llenamos de ñáñaras, nos dirigimos a una escaramuza.
No olvidar: los baños del último piso pertenecen exclusivamente a las niñas de sexto, son casi baños de mujeres para nosotros, no olvidar.
Micha, que va a la cabeza, se detiene y señala hacia el suelo con un dedo como si quisiera mostrarme algún insecto de rasgos divertidos.
Pero es un hueco en el techo con vista a los baños, un hueco a través del cual las niñitas que hacen pipi pueden ver el cielo.
Esperamos, hemos tendido nuestra tela de araña y ahora sólo resta estarnos quietos, todo ojos.
Por fin entra una, cualquiera, con prisa, asustada, con las piernas bien junticas y va, como si la guiáramos con la mirada, directamente hasta nuestro secreto punto de observación y placer. Se baja el blumito y lo encuentra tinto en sangre, enchumbadito, no sabe qué hacer y la vemos llorar y sangrar a solas, en silencio, extasiados, hambrientos. Una cosita especial. Una imagen cándidamente atroz que se enquista en el cerebro para no abandonarnos jamás, como un amuleto. Y nuestras cabezas desaparecen del hueco y nos echamos boca arriba ahí en la azotea, donde se suceden las nubes alojándose unas dentro de otras. «Ahora sólo falta que nos crezca barba», comenta Micha en un alivio cómico que enseguida se torna relativamente melancólico, similar a una lenta y creciente impresión de pérdida. ¿Qué queda? Apenas eso: manosearnos la barbilla al sol, a la espera que asome esa brizna oscura y áspera que nos cubra el rostro hasta volvernos irreconocibles cuando emerja la luna.
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