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Valentina Tereshkova conquista el espacio
A veces ocurre que Micha se aparece con algunos kopecs y me invita a tomar durofrío después de clases, que es cuando las niñas de sexto año (tan grandes) también van a congelarse las boquitas con sabor a naranja y tamarindo y guayaba y coco y nos sonríen de color naranja y tamarindo y guayaba y coco. Micha se desquicia y se lo gasta todo invitándolas con la única condición de que se los tomen «con nosotros por favor», para nosotros. Y ellas se siguen burlando de la cara de Micha, que parece sacada de un muñequito ruso y de mi cabeza, que parece el globo terráqueo del aula de geografía. Sin embargo lejos de acomplejarse Micha les pregunta si ya saben que dentro de poco van a manchar sus blumitos de sangre y si saben que cuando las preñen esas téticas erizadas serán globos más grandes que mi cabeza. En el acto las niñas dejan de reírse y nos tiran sus durofríos de naranja y tamarindo y guayaba y coco y yo digo «ñó, Micha, qué bofe eres» mientras nos alejamos con los uniformes bien empegostados.
Irina nos abre la puerta envuelta en ese humo azul que anestesia, metida en unos short diminutos que aprietan sus muslos muy blancos, muy anchos. Nos estampa un beso en la boca y nos quita los uniformes para lavarlos. Y así en calzoncillos nos sentamos a ver los muñequitos, a que Micha me traduzca palabritas de letras cómicas y pronunciación musical hasta que aparezca Конец, que anuncia la hora del baño. Entonces Irina, en cuclillas junto a la bañera, toda azul y suave, nos baña a los dos de una, tarareando algo tristísimo mientras nos enjabona y me
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dice «no te preocupes, marrraca hermosa, que yo le aviso a tu mami que te quedas con nosotros esta noche» y tararea y se le moja el cigarro y dice «mierrrrda» y enciende otro y nos seca como a un par de gorriones con su toalla del tamaño de una alfombra, sin dejar de tararear, ñóo, qué triste esa melodía, qué triste. Ya en la mesa se sienta con las piernas (tan blancas) cruzadas en una pose infantil que junto al cigarro le dan un aspecto de niña curiosa, sólo a vernos comer, porque su boca no es para tragar sino para el humo, porque ella mantiene la línea. Por último, y aquí reside su más grande talento maternal, se echa en la cama y con su voz rasgada de nicotina, de película de los cincuenta, nos cuenta la historia de Valentina Tereshkova, la primera mujer cosmonauta.
El cosmos según Irina:
«El espacio es como el fondo del océano, solo que sin ballenas, y Valentina siente que levita en un vientre, porque el fondo del océano es adonde pertenecen las mujeres, contrario a los hombres que son cuerpos para la tierra. Valentina viaja a solas, no lo olviden, una mujer sin machos y rodeada de estrellas es un árbol en medio del desierto. Pero el cosmos es como el fondo del océano, nunca un desierto, el macho convierte al cosmos en un desierto al pensar las estrellas, no así una mujer, que al sentirlas es como si comprendiera el lenguaje de las ballenas. Por eso, porque las anotaciones de Valentina parecían versos y no cifras, por aquello de no tropezar dos veces con la misma piedra, la segunda mujer que lanzan (Svetlana) va custodiada por los oficiales Popov y Serebrov: dos zánganos mariposeando por la nave. Pobre Sveta, que debe recluirse en su capa protectora de algún material semejante al plástico mientras ellos se caen a tortazos, rusos al fin, por
ver quién le mete la lengua hasta la garganta. Y todos aquí abajo ansiando un espectáculo tan apasionante como un documental de búfalos: pruebas irrefutables de las cien mil posiciones sexuales en gravedad cero. Pero Sveta se limita a escuchar, allá arriba donde no habitan sonidos y nada parece nacer ni morir, en esa vasta melancolía que expresan los versos de Valentina. En efecto, Sveta ya no cree que exista un centro inmóvil en ella, hasta cierto grado bien puede ser la continuación de Valentina: todo en aquel vientre oscuro es polución. Valentina y Sveta en realidad no regresaron, que se casaran o tuvieran hijos o fueran amas de casa es sólo un torpe final de cuento de hadas».
Dudo que entendiéramos que cuando Irina nos contaba de una mujer en el cosmos, en verdad describía la fragilidad de cualquier lazo ante el instinto fatal de completarnos en el aislamiento, nos preparaba para el amor. A nosotros simplemente nos inducía a un sueño sin borrones, como si nos estuviese haciendo un trémulo adiós con la mano. Pero en una ocasión los ronquidos de Micha me despertaron a medianoche. Un zumbido, una luz que venía de la sala me hizo salir del cuarto y asistir a la siguiente escena:
Irina fuma echada en el sofá frente a la televisión, aspira y exhala sin afán empañando el aire de azul con toda su paciencia siberiana. Cuando se acaba la programación y la pantalla se escarcha en llovizna gris, ella enciende otro cigarro y su boca continúa irradiando ese humo que se desenreda en la llovizna y es como si yo la estuviera observando desde algún recinto entre la realidad y la muerte. Sin mirarme me invita a acercarme dando golpecitos en el sofá. Luego de un instante de duda abandono la sombra y voy a su lado, casi podemos tocarnos.
«¿Sabes qué dijo Valentina cuándo le preguntaron qué llevaría consigo al cosmos si pudiera ir de nuevo?»
No lo supe.
«Una ramita de su árbol preferido».