La voz de octubre

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La voz de Octubre

Natalia Sierra y Alejandra Delgado Compiladoras

Direcciรณn de Vinculaciรณn con la Colectividad


La voz de octubre Natalia Sierra y Alejandra Delgado (compiladoras) © 2020 De cada texto, su autor © 2020 Pontificia Universidad Católica del Ecuador Centro de Publicaciones PUCE www.edipuce.edu.ec Quito, Av. 12 de Octubre y Robles Apartado n.º 17-01-2184 Telf.: (5932) 2991 700 e-mail: publicaciones@puce.edu.ec Dr. Fernando Ponce, S. J. Rector Dr. Fernando Barredo, S. J. Vicerrector Mtr. Paulina Barahona Directora General Académica Mtr. Diego Jiménez Director de Vinculación con la Colectividad Dra. Ruth Ruiz Decana de la Facultad de Ciencias Humanas Mtr. Santiago Vizcaíno Armijos Director del Centro de Publicaciones Portada: “Tejido” obra de Pilar Flores Diseño de portada y diagramación: Freddy Coello Corrección: Juan Romero Vinueza ISBN: 978-9978-77-503-5 Quito, octubre de 2020 Impreso en Ecuador. Prohibida la reproducción de este libro, por cualquier medio, sin la previa autorización por escrito de los propietarios del Copyright.


La voz de octubre

Natalia Sierra, Fernando Ponce León, Fernando Manosalvas, Michelle Báez Aristizábal, Jorge Salazar, Milena Bolaños, Nicolás Cevallos, Liliana Muñoz, Manuela Oña, Manuel Kingman; Génesis Carvajal, Christian Escobar Jiménez, Paulina Muñoz, Alejandra Delgado, Karla Rosero, Nicole Ron, Daniela Zurita, Deniss Trujillo, Mateo Yacelga, Esperanza Arévalo, Darío Burbano, Victoria K. Hidalgo, Nua Elizabeth Fuentes Aguirre, José Santiago Andrade Zapata, Diego A. Jiménez Bósquez.



ÍNDICE Apertura Natalia Sierra Freire Profesora Facultad de Ciencias Humanas

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La irrupción de los pobres: algunas lecciones Fernando Ponce León Rector: Pontificia Universidad Católica del Ecuador

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Esperanza Fernando Manosalvas Estudiante de Sociología

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Ternura Michelle Báez Aristizábal Profesora Ciencias Humanas

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Frustración Jorge Salazar Estudiante de Sociología

47

Angustia Milena Bolaños Estudiante de Sociología

55

Rabia Nicolás Cevallos Estudiante de Sociología

61


Impotencia Liliana Muñoz Estudiante de Sociología

69

Decepción Manuela Oña Estudiante de Sociología

77

Fragmentos de Memorias Manuel Kingman G. Profesor Facultad Arquitectura, Diseño y Artes

85

Impotencia Génesis Carvajal Estudiante de Sociología

89

Esperar la lluvia Christian Escobar-Jiménez Profesor Facultad Ciencias Humanas

93

Escalofríos Paulina Muñoz Estudiante de Sociología

103

Acogida Alejandra Delgado Profesora Facultad de Ciencias Humanas

109

Tiempo Karla Rosero Estudiante de Sociología

117

De la impotencia a una salida desesperada Nicole Ron Estudiante de Sociología

125


Impotencia Daniela Zurita Estudiante de Sociología

135

Orgullo Deniss Trujillo Estudiante de Sociología

141

Confusión Mateo Yacelga Estudiante de Sociología

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Somos una zona de paz y solidaridad Esperanza Arévalo Profesora de la Facultad de Medicina

153

Rebelión Darío Burbano Estudiante de Sociología

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Desde mi ventana Victoria K. Hidalgo Estudiante de Sociología

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Incertidumbre Nua Elizabeth Fuentes Aguirre Estudiante de Sociología

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Un despertar entre libros, mirlos y coladas José Santiago Andrade Zapata Director Identidad y Misión

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Epílogo Diego A. Jiménez Bósquez Director de Vinculación con la Colectividad

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Apertura

E

l texto que se presenta es un relato, tanto en su forma de narrar libremente un pensamiento, cuanto en su cualidad de apuesta-prueba de otra forma de procesar la experiencia y el conocimiento colectivo que de ella emerge. Los escritos que se ofrecen al lector son el resultado de dos contextos que se cruzaron por casualidad y que rompen la causalidad rígida de una línea académica tradicional. Uno es el contexto de un curso optativo que se dictó en la Escuela de Sociología, el cual trató lo que denominamos “Alternativas Epistemológicas desde el Sur”. Vale decir que este curso se propuso como parte de una investigación epistemológica que se desarrolla desde hace cinco años, y que se enmarca dentro de la búsqueda de nuevas formas de producir y socializar el conocimiento que ayuden a encontrar salidas a la crisis civilizatoria desde otra apuesta cognitiva. El curso se planteó ensayar el procedimiento de la caracola del conocimiento que se esbozó como resultado de la investigación. Es pertinente decir que este procedimiento establece la forma de la caracola como forma del conocimiento otro, la cual tiene como articulador el agujero-vacío de la caracola. Es decir, la pregunta en su dimensión fundamental como cuestionamiento por el ser arrojado en el infinito cosmos, ser indigente.


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De esta manera, el método de la ciencia instrumental, basado en la hipótesis-respuesta, es cuestionado como dominación de la forma sujeto del pensamiento sobre la sociedad y su transcurrir. Otro es el contexto que se abrió de forma sorpresiva por el paro de Octubre de 2019, convocado por varias organizaciones sociales del país y dirigido por la CONAIE, que paralizó las actividades por 12 días. Sin duda, esta ha sido la movilización social más fuerte registrada en este siglo, comparable a la ocurrida con el levantamiento indígena de 1990. Estas jornadas de movilización, que tuvieron su mayor impacto en Quito, congregaron la participación de varios sectores y actores sociales: los tradicionales, tales como las organizaciones indígenas y las de trabajadores; y nuevos, como las organizaciones de mujeres y jóvenes, organizaciones barriales, así como la sorpresiva participación de las universidades más representativas de la ciudad de Quito. El papel de las universidades fue, principalmente, el convertirse en centros de acogida para hospedaje, atención médica y acompañamiento a las comunidades indígenas que se trasladaron a la ciudad para exigir al Gobierno la derogatoria del decreto 883, que eliminaba el subsidio de los combustibles. La Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) participó como centro de acogida, lo que representó una decisión coherente con la visión y misión de la institución de estar junto a los más vulnerables y necesitados. Varios de los estudiantes de la PUCE –sobre todo, los de las Carreras de Sociología, Medicina, Enfermería y Psicología–, fueron partícipes activos de esta tarea de acogida y acompañamiento de las comunidades indígenas. Todos ellos desempeñaron tareas como organizar la recepción de donaciones, la elaboración y distribución de comida, la organización de


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los centros de descanso, atender a los heridos, acompañar social y psicológicamente a los miembros de la comunidad. Es importante señalar que fueron 12 días excesivamente difíciles, pues se registraron muchas personas, incluidos niños y bebés, agotadas física y psíquicamente, heridas, asfixiadas y muertas. Los estudiantes universitarios que estuvieron encargados del acogimiento vivieron días realmente extenuantes y desconocidos para ellos, pues, a su edad no habían conocido y menos participado activamente de este tipo de movilización social. Se puede afirmar que la generación de jóvenes entre los 14 y 22 años se bautizó en este tipo de experiencias sociales, y entraron a la vida política por medio de su participación directa o indirecta en estas jornadas de resistencia. El Paro concluyó, las comunidades retornaron a sus territorios y el tiempo para sentir lo vivido empezó para la comunidad universitaria. Los lugares vacíos que dejaron los huéspedes se convirtieron en la huella silenciosa de esta extraña experiencia, que se había atrancado en nuestras gargantas sin poder hacerse relato, sin poder ser sentido. La angustia se hizo presente obligándonos a buscar la palabra por donde empezar a desaparecer. No había conciencia, aún, de las enormes preguntas que dejaba este acontecimiento, preguntas que toparían las fibras más profundas de nuestra existencia cotidiana e histórica. De regreso a la cotidianidad de las clases, no era posible retomar ese hilo de normalidad que había sido roto por el Paro. Un paréntesis quedó abierto en espera de otorgar sentido al acontecimiento, en rigor de construir el acontecimiento mismo. Los estudiantes tenían dificultad de volver a su cotidianidad, dificultad de tapar el hueco en la garganta,


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el vacío de sentido que se había abierto en los 12 días del paro. Al parecer, no lo experimentaban como un vacío sino como una cosa incómoda que estorbaba el continuo de su vida. Debido a esta situación que observé en muchos de los y las estudiantes, que acompañaron de una u otra manera las movilizaciones sociales, decidí cruzar el contexto del paro con el contenido de la materia optativa que se estaba dictando. Intentamos ensayar el procedimiento de la caracola de conocimiento que debatíamos en el curso. Quizás así podíamos, colectivamente, enfrentar las angustias que el acontecimiento nos dejó e intentar tejer sentido comunes. En el marco de esta perspectiva, aspiramos destrabar la garganta de la cosa inexplicable que la presionaba, dejando que las preguntas nos invadan, no huyendo de ellas, no tratando de esquivarlas en una seguridad inexistente. Decidimos morar en las preguntas reconociendo nuestra indigencia significante frente a lo sucedido. Se debía empezar asumiendo que lo único que nos dejó esta vivencia fueron preguntas, inmensas preguntas que se hundían en nuestras vidas individuales y colectivas y que abrían grandes incertidumbres. Adoptamos, de esta manera, la forma de conocimiento de la caracola, porque se despliega en torno al orificio de la pregunta; de la pregunta que no anticipa respuestas, de la pregunta que no es eclipsada por el método, que no es sacrificada por la hipótesis, que no se sujeta a las disposiciones arrogantes del sujeto. Nos hicimos así la pregunta aterradora ¿Qué paso? ¿Qué nos pasó? La formulación de esta pregunta nos ubicó en lo vivido por nosotros mismos (lo vivido por uno mismo), es decir, una vivencia propia no ajena, no de otro, no inferida. Con todo el peso de algo que no es cotidiano, que no es efímero; con el peso de algo que establece una línea de ruptura


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en el relato individual y colectivo. Nadie nos contó, no lo vimos por televisión, no lo leímos en los libros de historia. No, ¡lo vivimos! Vivimos el acontecimiento político social más importante para nuestro país en estas dos décadas del nuevo siglo, del nuevo milenio. Vivimos el acontecimiento que prendió las revueltas sociales en el sub continente. Así, vivimos “[…] por una parte la inmediatez que precede a toda interpretación, elaboración o mediación, y que ofrece meramente el soporte para la interpretación y la materia para su configuración; por la otra, su efecto, su resultado permanente” (Gadamer, 1993). Estábamos en el umbral de responder a las preguntas sobre lo ocurrido desde la vida. Decidimos detenernos en la pregunta que indaga por la emoción. ¿Cuál fue la emoción que experimentamos con el suceso y qué sentimiento la describe? La pregunta por la emoción y el sentimiento que la nombra es la pregunta que surge de lo vivido que, por su fuerza, se trasforma en una vivencia cuyo significado tejido con las posibles respuestas será duradero. Nos preguntamos, entonces, ¿qué fue lo que sentimos durante lo vivido? ¿Qué produjo en nuestro espíritu esos 12 días? Nos detuvimos en la pregunta, teníamos que hospedarnos en ella, hundirnos en su vacío y quebrar ahí cualquier certeza previa, cualquier respuesta mecánica que la aniquile. Detenerse en la cadencia de la pregunta nos devuelve a nuestra circunstancia de indigencia, de seres que aparecimos en el cosmos sin respuestas. Solo desde allí es posible el surgimiento de la voluntad que imagine las respuestas que tejan el sentido de nuestra vida, de los acontecimientos que la constituyen y nos proyecten un destino común. Cada vivencia de lo ocurrido en el Paro tiene una consistencia propia, de la cual surge una pregunta que en su demorarse posibilita una respuesta, una imagen singular del


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acontecimiento. Decidimos que, en lo posible, la primera huella de respuesta tenía que ser contenida en una sola palabra, misma que exprese la emoción sentida y que, a partir de ella, se pueda tejer las respuestas que den sentido al hecho y construyan el acontecimiento de Octubre. Pensamos que demorarse en la pregunta, de alguna manera, nos garantizaba que la palabra que contenga la emoción sentida no fuera un dato inerte resultado de una proyección hipotética surgida del método científico, sino una huella de sentido, una intención significante. Cuando nos demoramos en la cadencia de la pregunta, la palabra presentada como intención de sentido-respuesta nos sale al encuentro, nos sorprende, porque no son susceptibles de análisis extraños a la vivencia. Ella misma es intención de sentido. Pronunciar la palabra que contenga el primer sentimiento vivido fue una experiencia difícil. No fue fácil responder a la pregunta: ¿qué emoción provocó en cada uno el Paro? Estamos acostumbrados a neutralizar la vivencia y más la pregunta que ella abre con una compacta armadura de conceptos analíticos, de datos calculables y controlables. Estamos acostumbrados a ponernos la armadura del método científico para que nada altere las verdades eternas sobre las que erigimos la autosuficiencia del sujeto de conocimiento. Por esta razón fue necesario hundirnos en el vació de la pregunta, reposar en su silencio, sentir su acecho, cosa compleja solo soportable cuando se está en una comunidad, no en la soledad del individuo. Compartimos así la angustia que detenerse en la pregunta provoca en el espíritu, la angustia de nuestra circunstancia, de nuestra indigencia significante. Solo viviendo la angustia de la pregunta surge la voluntad de crear sentido, tejer respuesta, tejer mundo y no repetir fórmulas gastadas sino emprender la construcción de una nueva caracola de conocimiento que sea ella misma nuestro


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refugio simbólico, donde nos recogemos y protegemos del sin sentido de los discursos petrificados y las razones envejecidas, que solo justifican la eternización de imágenes ya gastadas, corroídas por el tiempo. Empezamos así a pronunciar la palabra con la cual empezaríamos a respondernos y con ello a construir el acontecimiento de Octubre. “Imponencia”, “frustración”, “decepción”, “lucha”, “orgullo”, “esperanza”, “escalofríos”, “tiempo”, etc. Fue el comienzo. A partir de allí, nos propusimos relatar el contexto vivido donde esa palabra se hacía cuerpo sintiente. Primero el relato sin pretensión de ser una explicación de nada, solo el relato de lo vivido, el relato de la impotencia, el relato de la frustración, el reato de la decepción. Con el relato nos presentábamos en nuestra indigencia, sin explicación, sin justificación en nuestra presencia nuda, intentando no ocultar nuestra indigencia, intentando apostar por la humildad que el reconocimiento de nuestra circunstancia demanda. En el relato, creímos, se manifiesta la vivencia de la emoción sentida, la vida misma en su ser rostro y no concepto (Levinas, 1977). En el relato, lo que se mueve es la palabra que se desplaza, camina y teje sentido. Luego creímos pertinente hacer otra vuelta de sentido propio de la espiral de la caracola e interpretar nuestro propio relato a partir de una distancia que no supone la distancia del sujeto de conocimiento en relación a su objeto de estudio, sino la distancia de la interpelación por el valor de lo acontecido y vivido. Por último, la tercera vuelta del caracol de sentido fue volver a la pregunta que inicie en lo lectores un nuevo espiral de conocimiento. Esta complicidad significante, que inició en el seno de la comunidad de estudiantes del curso “Alternativas epistemológicas desde el Sur”, se abrió y hospedó las vivencias de


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otras personas de la comunidad universitaria que participaron de forma directa en las tareas de cuidado, que desplegaron en el centro de acogida. Entre estas vivencias se encuentra la relatada por el Dr. Fernando Ponce LeĂłn, Rector de la Universidad, quiĂŠn abriĂł las puertas de nuestra casa para acoger a las comunidades de los pueblos ancestrales que llegaron a la ciudad. En un intento por respetar las vivencias de los actores de estas jornadas, se muestra a los lectores el relato de cada persona con su palabra singular y directa, tal cual ellos y ellas las tejieron y con las cuales intentaron construir el acontecimiento de Octubre. Natalia Sierra Freire Quito, marzo 2020


La irrupción de los pobres: algunas lecciones Fernando Ponce León Rector: Pontificia Universidad Católica del Ecuador

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n equipo de filósofos jesuitas latinoamericanos creó la expresión “irrupción de los pobres” en los años noventa del siglo XX. Con ella querían dar cuenta “del hecho de la libertad y dignidad humanas de los pobres injustamente conculcadas, como también y sobre todo del hecho de que los pobres latinoamericanos han irrumpido como sujeto de novedad histórica a partir de su cultura sapiencial”1. La expresión resulta fecunda para la filosofía, especialmente para una que quiere “inculturarse” en el contexto latinoamericano, como solíamos decir en aquel equipo. Sin embargo, el hecho mismo desconcierta, molesta y deja sin muchas ganas de filosofar cuando nos sucede. Nada nos prepara para ello, ni los estudios ni las experiencias previas. La realidad embiste y solo queda encararla o esquivarla. La filosofía viene después. Levanta su vuelo al caer de la tarde. 1

Scannone, J.C., Perine, Marcelo (eds). Irrupción del pobre y quehacer filosófico. Hacia una nueva racionalidad. Buenos Aires: Editorial Bonum, 1993, p. 6.


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Algo así sucedió en el Ecuador en octubre 2019, con ocasión del paro nacional. La PUCE enfrentó el golpe, al punto que todavía seguimos preguntándonos qué nos pasó como país. ¿Por qué llegamos a ese punto? ¿por qué tales niveles de violencia? ¿por qué seguimos negando las causas profundas del malestar social? En aquellos días acepté que la PUCE se transformara en una zona de paz y acogida humanitaria para las comunidades indígenas que nos pidieron alojamiento. Ahora quiero relatar brevemente cómo viví los hechos de esos días y compartir algunas pocas lecciones aprendidas gracias a esta irrupción, con la esperanza de contribuir a la reconciliación profunda que necesitamos, aunque nos cueste admitirlo. El lunes 7 de octubre, a eso de las 3 pm, me llegó un pedido de alojamiento por parte de la comunidad de Zumbahua, Cotopaxi, donde realizamos proyectos de vinculación con la comunidad. Juzgué que era un deber de reciprocidad el recibirlos en nuestro campus, dado que esta comunidad ha estado siempre abierta a recibir a nuestros estudiantes y docentes para sus prácticas de vinculación social. Si ellos nos acogen, era natural que los acogiéramos también. Debo confesar que tuve muchas dudas. De hecho, estuve considerando la petición toda la tarde, hasta la hora de la misa comunitaria, que los jesuitas de la universidad celebramos todos los lunes, y donde esperaba consultar a mis hermanos sobre este pedido. Pensé en las dificultades logísticas que se vendrían, en las reacciones contrarias que este hecho produciría, en la imagen de la institución ante la sociedad quiteña y el país. Afortunadamente, la respuesta vino del evangelio de esa noche y de los comentarios de mis hermanos jesuitas.


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En aquella eucaristía se leyó Lucas 10, 25-37, la parábola del buen samaritano. En esta historia se cuenta que un caminante que va de Jerusalén a Jericó es asaltado y dejado medio muerto al borde del camino. Luego vienen estas frases que desarman a cualquiera: “Sucedió que por el mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasaba por ahí, lo vio y siguió delante”. La universidad, yo incluido, tenía y tiene muchas cosas que hacer y una imagen de respetabilidad que cuidar. Lo más prudente era limitarse a ver los acontecimientos, monitorearlo por las redes sociales, y seguir de largo con las ocupaciones. Al fin y al cabo, tenemos cronogramas que seguir y tareas que cumplir. Problemas no nos faltan, ¿para qué queríamos más? Sin embargo, el evangelio nos estaba pidiendo algo muy molesto, inusual y con alto riesgo de incomprensión y politización. Sin embargo, el llamado era claro: un pueblo asaltado, no ahora sino desde hace siglos, siempre abandonado medio muerto al borde del camino, está pidiendo un lugar de acogida. Esta universidad que se dice católica, ecuatoriana y ligada al Sumo Pontífice debía abrirle sus puertas. Así fue gracias a los 582 voluntarios –principalmente estudiantes, docentes, administrativos y exalumnos de la PUCE– que se hicieron presentes para gestionar eficazmente este albergue, prestar ayuda médica en puntos fijos y realizar brigadas médicas de avanzada en las zonas de mayor emergencia. Este grupo constituyó un “nosotros” unido y solidario que, junto con muchos ciudadanos que voluntariamente aportaron alimentos, medicinas y otros insumos, consiguieron resultados muy concretos.


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En primer lugar, brindamos alojamiento, alimentación y descanso a un grupo que fluctuó entre 400, el primer día, y 1.300 huéspedes, el 10 de octubre, aproximadamente. Atendimos enfermos, contusos y heridos (1.851 atenciones) que de otra manera hubieran quedado desprotegidos. Ofrecimos servicios de guardería a 40 niños y niñas, en colaboración con UNICEF y la asociación ARNA. Al final, terminamos acogiendo además a comuneros de Chugchilán, otra comunidad donde realizamos proyectos de vinculación con la colectividad, de otras partes de Cotopaxi, y de varias comunidades de lmbabura y Chimborazo, principalmente. En segundo lugar, conseguimos mediar en situaciones difíciles. Nuestros estudiantes, exalumnos y docentes voluntarios intervinieron en al menos dos situaciones críticas en las calles con el fin de rebajar tensiones, y lo consiguieron. En la mañana del jueves 10 de octubre, los manifestantes tomaron un patrullero en la calle Mena Caamaño, que es la continuación de la Veintimilla hacia el este. Al inicio de este incidente, nuestro personal logró devolver sano y salvo a su base al policía que lo conducía. Minutos después, algunos administrativos y trabajadores nuestros rescataron a un teniente coronel de la policía que, por querer dialogar, terminó rodeado por una turba hostil. Le dimos refugio en la Dirección de Identidad y Misión, y le ayudamos a regresar con seguridad a su base. Con esta intervención se logró evitar, además, que se quemara el patrullero ese día y el siguiente. El segundo incidente ocurrió al anochecer del 12 de octubre. En la esquina de la avenida 12 de Octubre y Mena Caamaño, se concentró un grupo de 96 policías, aproximadamente, mientras que a unos 80 metros al este, un grupo de 30 escuderos y 200 manifestantes se encontraba agrupado.


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Valientes estudiantes de carreras de salud y de otras facultades, más algunos exalumnos, crearon dos filas de contención mostrando pancartas que decían “zona de paz y acogida humanitaria” a cada grupo, mientras trabajadores y administrativos ayudaban al dialogo entre ambas partes. Al cabo de dos horas de alta tensión, los manifestantes se disolvieron, algunos ingresaron al albergue de la Universidad Politécnica Salesiana, y la policía regresó a su base sin que se hubiera producido ningún enfrentamiento violento entre pueblo y pueblo. En tercer lugar, contribuimos al acercamiento de posiciones entre el gobierno y algunas organizaciones líderes del paro nacional. La Universidad Politécnica Salesiana, la Escuela Politécnica Nacional, la Universidad Central y la PUCE mantuvimos contactos, acudimos a las reuniones a las que nos convocaron, suscitamos otras, siempre con el fin de que los argumentos de una parte fueran escuchados por la otra. En todo momento estuvimos en permanente contacto con las Naciones Unidas, cuya tarea nos propusimos complementar. Prueba de nuestra neutralidad es que tanto el gobierno como algunas organizaciones indígenas nos llamaron en ocasiones difíciles para hacer pasar mensajes a la otra parte. A la inversa, ambas partes estuvieron muy abiertas a nuestros pedidos y reclamos cuando desbordaban nuestras capacidades de resolución. Cabe insistir que los cuatro rectores, y posteriormente el rector de la Universidad Andina Simón Bolívar, mantuvimos posiciones conjuntas para el manejo de la crisis en sus frentes humanitario, comunicacional y de facilitación del dialogo. Salimos fortalecidos como universidades hermanas, tres públicas y dos particulares.


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Una primera lección es que la auténtica solidaridad es absorbente y exigente, pero es la única vía para la humanización. Al principio de la semana fuimos muy claros al definir las características de las personas que queríamos acoger. Nos propusimos aceptar mujeres, niños, niñas, ancianos y otras personas vulnerables de Zumbahua. En los hechos, sin embargo, tuvimos que abrir más la puerta del albergue. Terminamos recibiendo a varones y jóvenes también, a otras comunidades de Cotopaxi, y a comunidades de otras provincias, mucho más allá de nuestro plan inicial. Esta experiencia nos desbordó en momentos. Todavía guardo en mi memoria el portón de entrada con tanta gente queriendo entrar y nosotros buscando filtrarla mediante varios mecanismos. Pero, a la vez, fue una experiencia muy humanizante y transformadora. Terminamos recibiendo a quienes lo pedían, y no a quienes nosotros habíamos decidido recibir. La solidaridad nos desbordó, pero nos volvió más humanos. Esta experiencia de apertura de puertas y de corazones refleja lo esencial de la parábola del buen samaritano, que se encuentra en un giro narrativo que pasa muchas veces desapercibido. Cuando los fariseos quieren seguir provocando a Jesús, le preguntan: ¿y quién es mi prójimo? O sea, ¿cómo lo definimos? Jesús narra entonces la parábola, y luego les cuestiona: entonces, ¿cuál de los tres (levita, sacerdote, el caminante de Samaría) se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones? Según este evangelio, existe una diferencia entre definir al prójimo al que queremos ayudar, y hacerse prójimo del caído real, es decir, aproximarse a él y dejarse interpelar por su situación. El acercarse a personas en necesidad, el entrar


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en contacto y relación, en vez de solo brindar servicios a beneficiarios definidos de antemano, es lo que, a mi juicio, nos sucedió y nos volvió más humanos. Una segunda lección proviene desde otra perspectiva. Desde el punto de vista de la acción ciudadana, con nuestra zona de paz y acogida humanitaria contribuimos al ejercicio de la democracia en el país. En teoría, tomos los ecuatorianos somos iguales en derechos, todos tenemos igual derecho a opinar, a manifestar públicamente nuestra opinión, a participar activamente en la construcción del país, a la salud, educación, etc. En la práctica, indígenas y campesinos, por mencionar solo a ellos, no cuentan con las condiciones necesarias para ejercer estos y otros derechos. Los ecuatorianos somos iguales en derechos, pero con desiguales oportunidades y condiciones para ejercerlos. Al ofrecer albergue, promovimos la igualdad de oportunidades para este grupo de ciudadanos, por unos pocos días. En pequeña escala, hicimos lo que todo Estado debería buscar permanentemente y en relación con todos los derechos: la igualdad de oportunidades, un pilar básico de cualquier democracia moderna. Algunos critican lo que hicimos porque, dicen, alentamos la protesta. Lo que hicimos fue facilitar el derecho a manifestar de quienes han sido, por siglos, excluidos del debate público y de la construcción de un país que debería ser un proyecto republicano, un proyecto común. Condenamos la violencia y vandalismo de estos días, nos abstenemos como universidad de pronunciarnos sobre la razonabilidad de las medidas económicas decretadas por las autoridades gubernamentales, pero no podíamos seguir de largo como los dos personajes de la parábola.


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Finalmente, la tercera lección es que ha llegado el momento de cerrar un capítulo, y enseguida abrir otro del mismo libro de la vida. El país necesita caminar hacia la reconciliación nacional y la universidad puede contribuir a este objetivo. En estos días nos ha entristecido el grado de violencia que se ha abatido sobre la ciudad y nos ha indignado la intensidad del racismo y odio que se han esparcido por todo el país. Algunos creen que esta semana trágica nos ha fracturado como país, cuando la verdad es que el país arrastra fracturas e injusticias estructurales desde hace siglos, que hoy volvieron a sentirse. No es una exageración decir que el Ecuador nació mal hecho en 1830. Como universidad católica confiada a los jesuitas, estamos llamados a trabajar de acuerdo con los lineamientos globales de la Compañía de Jesús (Preferencias Apostólicas Universales, en nuestro lenguaje), el segundo de los cuales dice: “caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia”. Lo hemos hecho con la acogida humanitaria, y ahora debemos hacerlo mediante nuestro compromiso por la reconciliación nacional y según nuestra especificidad de comunidad académica. ¿Estuvieron nuestros estudiantes y la misma universidad en riesgo? Sin duda, no hay que ocultarlo. Pero de nuestros docentes, personal administrativo y estudiantes nació un liderazgo muy sensato que redujo notablemente los riesgos. Nos mantuvimos concentrados en el coliseo y áreas cercanas, con brigadas médicas protegidas, principalmente en El Arbolito y en el Ágora de la Casa de la Cultura, y solo con esas intervenciones en la calle que he narrado. Pero en todos los casos, los mejores cuidadores de los estudiantes fueron los mismos estudiantes, independientemente de sus facultades.


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La universidad corrió y corre el riesgo de afectar su imagen, es verdad. Sin embargo, debemos preguntarnos qué imagen queremos mostrar y ante quien debemos quedar bien, cuando no podamos caer bien a todos. Por nuestra propia esencia, somos una universidad que apuesta muy alto por el servicio y la solidaridad, y cuyo propósito es formar jóvenes conscientes, competentes, compasivos y comprometidos. Con seguridad, habrá incomprensiones en la misma comunidad universitaria y afuera, debido a la información escasa, la desinformación o por las diferencias de opiniones sobre las causas y razonabilidad del paro, el movimiento indígena, el gobierno y otros actores políticos, etc. Sin embargo, estoy convencido que actuamos conforme a nuestra identidad, misión y valores, y muy en consonancia con nuestra inspiración cristiana y tradición católica de servicio a los excluidos de nuestro país. Riesgos los hubo, pero evitamos el mayor de ellos: el quedar como una universidad incoherente consigo misma, en medio de una crisis nacional. Infinitas gracias a todos quienes apoyaron la universidad con sus oraciones, pensamientos, donativos y de mil otras maneras. ¡Que Dios les pague!



Esperanza Fernando Manosalvas Estudiante de Sociología

A

manecí el 3 de octubre sabiendo que habría movilizaciones en las calles de Quito. Los días anteriores en clase y en los medios se escuchaba sobre nuevas reformas económicas y laborales que el Gobierno quería imponer. “Si sube la gasolina, sube todo”, escuchaba decir preocupadxs a la gente de mi barrio. Mi día comenzó viendo los posts en redes sociales de mis compañerxs que iban a movilizarse. El día anterior habíamos quedado con mis amigos de la Facultad en vernos antes de la marcha, para ir en grupo, como solemos hacer. Llamé a mi novio y le dije que saldríamos a las 12. Él me decía que salgamos más tempano porque “dicen que va a estar denso”. En verdad, y tengo que admitirlo, no dimensioné la magnitud de lo que vendría. Sabía que el momento político era muy tenso, lo suficiente como para generar una reacción del pueblo. Pero, en mi cabeza, la posibilidad de que haya un paro como los que me contaban compañeros viejos (de días y días, de toma de iglesias y de presidentes botados) no parecía plausible. Por años de desestructuración de la protesta, las organizaciones “ya no se movían”.


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Cinco minutos en Facebook y me di cuenta de que estaba equivocado. Todo se veía mal. Había cadenas nacionales de un presidente que se veía nervioso –más de lo usual– y gente en redes denunciaba detenidos, había videos de ensangrentados y gente enfrentándose a la policía mientras estos lanzaban lacrimógenas. Y yo, preocupado, pensaba “recién son las 12”. Unos días antes, en la Asamblea, nos habían tirado gas y bombas cuando nos manifestamos porque el aborto no pasó, y ese momento venía a mi cabeza. Incluso en esa ocasión, que no fue nada en comparación con lo que sucedió en el paro, sentí el miedo de mis compañeras. Me imaginaba cómo iba a ser eso a escala nacional. Me alisté rápido. Puse una botella de agua, otra de leche, tabacos, mi cédula y una manzana en mi mochila, y salí a encontrarme con mi novio. Nos encontramos en la Avenida Napo, cerca de nuestras casas. Y al ver que los buses no pasaban, pensamos en pedir un Uber. No funcionó. Nadie quería acercarse al centro de la ciudad. Llamé a mis amigos, porque ya estaba tarde para encontrarme con ellos, y el Mateo me contestó jadeando, diciendo que no me puede decir dónde van a estar porque los chapas los tenían huyendo. Sería la primera vez, de muchas que vendrían esos días, que me preocuparía por la seguridad de mis amigos, que era absolutamente incierta. Logramos tomar una camioneta que nos llevó al Trébol y desde allí caminamos hasta llegar a la Marín, camino a San Blas. Mi novio, Runa, traía un pañuelo verde con el logo abortista, y yo uno rojo con una hoz y un martillo, para cubrirnos las caras. Pensamos que como se veían las cosas sería buena idea quitarnos cualquier insignia, “por si acaso”. Comenzamos a meternos por las calles del centro que ya tenían olor a gas lacrimógeno. A veces, nos tomábamos de la mano. Por momentos, era más seguro estar conectados con la mirada.


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Estábamos por la iglesia de San Agustín. Había calles cerradas, calles con piedras y algunas con enfrentamientos entre policías y jóvenes. Todas las calles del sector tenían el mismo panorama y decidimos tomar por la calle Flores, en dirección al norte. A lo lejos, se escuchaba un trucutú y gritos de la gente. Caminamos apresurados y mi novio dijo que sacaría su cámara, lo que me puso muy ansioso, porque compañeros en redes sociales habían denunciado que los policías estaban requisando, e incluso destruyendo, las cámaras de periodistas. Le dije que mejor cuando estemos con mis compas, que no me sentía seguro porque sentía que si los policías nos veían con las caras y con una cámara en mano, llamaríamos aún más la atención. Me hizo una mueca y la guardó. Ese fue uno de los momentos en los que sentí los efectos del terror estatal en mi cuerpo: le pedía a mi novio, un comunicador y periodista, que no comunique por nuestra seguridad: ¡que se calle! Nos acercábamos a una calle que tenía gente pasando y tiendas con ventanas tapadas. Vi los policías en la intersección de la calle y mi cuerpo sintió el terror de nuevo, pero decidimos caminar porque era la única manera de pasar para llegar a San Blas, donde estaban mis amigxs. Entre más nos acercábamos a los policías, sentía que más nos miraban. Mi cuerpo me decía que no me acercara más, que algo iba a pasar, y no me equivoqué. Ya cerca de ellos, un policía gritó, “veles a los de los pelos pintados, ¡ellos son!”. Hicieron un movimiento hacia al frente, como para correr hacia nosotros, y gritaban que alcemos las manos y que no nos movamos. El miedo me paralizó el cuerpo y, en cuestión de segundos, recordé todas las veces en las que los policías me han acusado de hacer cosas que no he hecho, tratando de manipularme para que, por el miedo, admita lo que querían. Corté el pensamiento y solo pude levantar mis


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manos y pedirle a mi novio que haga lo mismo. Tratamos de explicarles calmadamente que acabábamos de llegar, que no habíamos hecho nada, mientras uno de ellos nos gritaba que nos vio lanzando piedras y que “seamos hombrecitos” (qué fea expresión) para hacerlo en ese momento. Los vecinos de las tiendas empezaron a gritar en voz baja (como con enojo y firmeza, pero sin alzar la voz) “déjenles a los jóvenes”, mientras una señora se acercaba hacia nosotros, mirándoles a los policías y diciéndoles “ya van a ver si les cogen”. Seguido a eso solo recuerdo el brazo de mi novio jalándome para atrás y mis piernas corriendo. Corrimos una cuadra y mi cerebro se repetía “el primer día, el primer día, el primer día”. Con enojo me preguntaba qué significaba “ellos son” y me respondía “están cogiendo a cualquiera, ni ellos mismos saben qué hacer”. Recordé lo que un compa me contó sobre las manifestaciones de los 80’s y 90’s, que lxs tomaban presxs sin ver rostros, que eran criminales solo por estar parados en un lugar que no debían. En medio del susto bajamos al sector de la Marín, pero todas las calles estaban bloqueadas. La gente caminaba por el puente que sube al Mercado Central. Nosotros nos movimos con la gente, hasta que unas sirenas hicieron correr a los manifestantes que estaban frente al mercado, detrás de un retén policial. Obvio, los chapas tenían las de ganar. Cada vez me daba más cuenta de que iba a ser imposible llegar a San Blas, llamaba a mis amigxs y me decían que estaban refugiándose donde podían en San Blas, que estaban rodeados de chapas. No supimos qué más hacer y decidimos tratar de volver a casa. Era desesperante no poder hacer nada y que las redes te relaten lo que está pasando en la calle. Las llamadas no salían y mis amigos no se contactaban. Las noticias reportaban presos y me ponía en pánico pensar que alguno de ellos era amigx mío.


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Nada mejoró en los días siguientes, hasta que las organizaciones indígenas avisaron su de próxima llegada a Quito. Entonces fui a ayudar en la Casa de la Cultura, donde serían acogidos. De esta forma, vi que la gente se activaba: los colectivos de estudiantes se reunían, quienes trabajaban con derechos humanos se juntaban, los activistas de varias luchas se contactaban unos con otros para mantenerse en las calles pese al estado de excepción. Me sorprendía ver tanta gente de sectores medios altos ayudando en la recolección y clasificación de víveres en la Casa de la Cultura. La última vez que vi algo así fue en el terremoto de 2016, lo que me hizo pensar que esta era una verdadera emergencia nacional. Incluso después de días sin dormir, los voluntarios seguían preguntando “¿qué más hay qué hacer, qué más falta?”. Cuando decidíamos salir del albergue a los alrededores, veía a la gente compartiendo comida y agua, esperando a los que estaban en primera línea con avena y pan. El día de la emboscada en la Asamblea me enseñó mucho sobre la resiliencia, más que cualquier manifiesto o discurso. Llegamos temprano, en la mañana, y caminamos por el Arbolito tomando fotos y buscando testimonios para el programa. Una compañera de Las Palmas nos habló, nos repetía que no le importaba venir de tan lejos pasando hambre y cansancio porque “es la lucha de todos”. Recordar esto me hace chiquito el corazón. ¡Cuan leales a su pueblo son los indígenas, cuánta ética nos pueden enseñar, qué capacidad tan bella de ver más allá de lo individual tienen! Acabamos la entrevista y yo sonreía, no por felicidad, sino por esperanza. Nos reunimos con amigxs y salimos a la calle. Helicópteros sobrevolaban la Asamblea y la gente murmuraba que “ya, van a hablar”. Dos horas estuvimos en calma en El Arbolito, mientras el “diálogo” sucedía. Después, la calma


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se volvió pánico y pasó lo que pasó. No quiero hablar de eso, sino de lo lindo que fueron esas dos horas de calma. La gente jugaba con sus niños, se alimentaba, unos dormían y hasta tocaban la guitarra. Yo estaba muy abrumado emocionalmente por lo que pasaba: ver tanta sangre todos esos días, oír tanto llanto, y no me cabía en la cabeza cómo los compañeros indígenas podían seguir ahí, jugando con sus niños, atendiendo a sus enfermos, y parados en pie de lucha. Yo solo me decía, “lo hacen porque les toca, no les queda de otra más que resistir”. Se abrió un vacío y pensaba en que eso es lo que se tiene que sentir –un vacío– cuando te das de cara con la realidad. Cuando me detuve a pensar en la duración de estas movilizaciones no tenía ningún referente. El 30S o la rebelión de los forajidos (de lo poquitito que me acordaba) no fueron más de un par de días. Si el 30 de septiembre la gente se sorprendía de la muerte del policía que se transmitió por los noticieros en 2010, ahora teníamos videos con personas cayendo de puentes por la violencia policial. Todo se veía muy de cerca, la realidad estuvo peligrosamente más cerca de lo que estamos acostumbradxs. La mañana del 12 de octubre, las organizaciones de mujeres y las mujeres de las organizaciones sociales decidieron hacer una marcha pacífica en la avenida Naciones Unidas. Para este día, la palabra diálogo que daba vueltas en boca de todos era un grito de demanda. Ese día, como todos, las mujeres tenían cantos, bailes, y consignas. En la marcha veía lo que en todos los días: compañerxs de diferentes luchas con una misma consigna, compartiendo el espacio y apañándose unxs con otrxs. Cuando ya terminaba la toma del espacio de las mujeres, a las 15:00 el presidente Moreno decretó toque de queda en toda la ciudad, con tan solo


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30 minutos de anticipación. Se sintió tristeza alrededor. Algunas parecían enojadas, otras se cogían la cara y se preguntaban “¿a dónde vamos?”. Corrimos con desesperación con unxs compañerxs a la Casa Uvilla, donde nos refugiamos. Todo se sentía fatal. Estábamos a salvo, pero en la terraza se veía el Arbolito y los humos blancos y negros. Sabíamos que la gente estaba en peligro. No había nadie en las calles, y en redes se convocó al cacerolazo –que, no sabíamos, sería el primero en Latinoamérica–. Llegaron las 8 de la noche y ¡bam!, los ollazos empezaron a sonar. Salí de la biblioteca de la Uvilla y, en el patio, con la poca luz de la noche, se veían cuerpos saliendo de las ventanas de las casas, golpeando sus ollas de presión o sus sartenes. En la casa de al lado unos niños, criminales, se atrevieron a romper el toque de queda y empezaron a jugar con sus carritos, mientras el vecino de enfrente salió al techo a golpear su antena de televisión. ¡Yo sonreía mucho! Cada bam, que a veces se transformaba en consigna, me recordaba que la situación no se reducía a mi novio y yo, asustados, refugiándonos en una casa cultural. Era todo el pueblo acompañándose, con golpes en sus ollas, mientras se refugiaban del monstruo del Estado. No estábamos solos. Tengo que decir, aunque me moleste, que en movilizaciones de izquierda me ha ido mal. Me veo extraño, y mi novio igual, y lo amamos, pero el macho existe en todos lados. En las movilizaciones del 1 de Mayo de hace un año, fue inevitable sentirme incómodo porque compañeros me señalaban y se reían o me miraban con algo entre el asco y el “qué le pasa a este”, y comentaban entre ellos. Ese primer día de paro, aparte de preocuparme por los chapas, también estaba preocupado porque la gente de la marcha no me haga sentir incómodo por cogerle la mano a mi novio y por


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verme como me da ganas de verme. Pero la realidad fue otra, la situación de terror fue proporcional a la solidaridad de la gente. Eso fue lo que sentí. La gente estaba tan consiente del momento histórico que estaba sucediendo, que no tenían tiempo de mirar feo a nadie. A todxs nos repartían pan y avena. A todxs les lavaban los ojos con leche y les soplaban el tabaco cuando lo necesitábamos. Todxs gritaban cuando a unx le intentaban coger los chapas. Todxs éramos compañerxs. En estos momentos de lucha de clases, la gente tiene la maravillosa capacidad de ver más allá de lo particular, de lo sustantivo, de lo coyuntural, para ver la imagen en grande, y entender que la lucha es contra los de arriba, contra el hegemón, y no entre nosotrxs. Me da esperanza saber que en un paro nacional, indígenas, estudiantes, feministas, ecologistas, maricas, trans, anarcxs, comunistas, obrerxs y muchos, muchos más, nos vimos a la cara y nos (re)conocimos en nuestra complicidad y conspiración contra la bestia grande. Del paro me llevo esto, la esperanza de luchar entre cómplices, porque yo lo decido, porque es lo que no quieren que uno se lleve después de llenarte los pulmones de gas y caerte a toletazos. Me llevo la esperanza porque no hay de otra.


Ternura Michelle Báez Aristizábal Profesora Ciencias Humanas

E

s difícil pensar en octubre sin que se me haga un nudo en la garganta. Se agolpan demasiados sentimientos. El orgullo de haber vencido, porque octubre, sin duda fue una victoria. Pero también la rabia, la impotencia ante el racismo, la represión y la violencia. Miles de imágenes se me vienen a la mente. Aparecen una tras otra, como buscando un espacio para salir a la luz y ser contadas. Empiezo por cualquiera, un recuerdo al azar que se me viene a la cabeza y me provoca una ternura infinita, una fuerza interna y un amor profundo: mis estudiantes. Todos los días de la protesta, en las calles, a veces agrupados, a veces sueltitos. Alegres, como cabritas, van con energía y claridad. Unos, sabiendo por qué están allí; otros, buscando. Los más experimentados van adelante, ponen el cuerpo, pelean duro, sostienen la jornada en las barricadas construidas con lo que haya por allí, valientes, conscientes. Tomadas de la mano tres de las más jóvenes avanzan con una alegría ingenua por la Avenida América. “Es mi primera marcha, profe”, me dice una. Ella vive en el Quinche.


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La otra viene de Cayambe y la otra es de Riobamba, pero vive en Quito desde hace tiempo. Contentas, en medio de una multitud enorme, como desde hacía años no se veía en las calles de Quito, se juntan a cientos de otros jóvenes de todas partes: estudiantes de la Central, de la Salesiana, de la Católica, de la Politécnica. Unos aguerridos, con banderas, van guiando a la gente, lanzan consignas, van juntos, en bloque, algunos con el rostro pintado, otros con el rostro cubierto. Otros nuevitos, como estas tres que avanzan delante de mí y me regresan a ver. “No se perderán”, les digo. “¿Sí tienen agüita?”. “Sí, profe”, me responden. Después de esos momentos, su vida cambió para siempre. Sus rostros cambiaron como cuando algo duro te deja una experiencia grabada en la piel. Las veo grandes ahora. Me hablan como grandes. Días después de las protestas nos juntamos para hacer catarsis. “Mi mamá no me quería dejar en Quito. Me dijo que vuelva a Cayambe. No podía, no había buses. Pero, además, quería estar aquí. Me quedé donde mis primas. Fue duro. Pero tenía que protestar, no podía irme. Vi cómo le hirieron a un señor, le explotaron la pierna. Le llevaron al hospital, estaba al lado mío”. Nos sentamos en círculo y nos contamos lo vivido. “Nos golpearon, profe”; “Nos lanzaron bombas. La gente no estaba haciendo nada, estábamos tranquilas. Vino la policía. Nos lanzaron gases. Se oían disparos. Les pegaron a muchas personas. La gente estaba tranquila y la policía nos atacó”. *** Llegando por la Patria hacia el Arbolito ya empiezan las bombas. Es temprano y la gente está tranquila, pero la policía no espera. Dicen que en el centro hay vallas por todo lado. Otra vez, no dejan pasar a la Plaza Grande. Avanzo


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con un compañero hacia adelante. Hay tanta gente que estamos apretujados. Gritamos consignas. Con fuerza. Sin miedo. “Abajo el paquetazo!”, “Abajo!”, “Fuera el FMI!”, “Afuera!”. La gente, con carteles y pitos, avanza hacia el centro en medio de las callecitas estrechas. Mientras más nos acercamos a la Plaza, más numerosos nos vemos. “En las calles del centro es bacán gritar consignas, porque se oye clarito”, le dice un jovencito a su novia. Llegamos a la Plaza del Teatro y la marcha se detiene. A lo lejos, se ven las chompas fosforescentes de la policía… y las motos. Han cerrado la calle y ya no hay como avanzar. Y siguen las bombas. La gente se agolpa, se cubre el rostro, corremos, retrocedemos un poco, no se puede mucho porque somos un montón. Nos reagrupamos, alguien hace un fuego. Nos acercamos, los ojos llorosos, la piel irritada. Alguien pasa una franela cubierta con leche, “póngase esto, esto le hace bien”. Otro comparte cigarrillos. Otra reparte agua. Seguimos. Sin motivo, nuevamente, la policía vuelve a lanzar bombas. La gente se defiende, lanza piedras. Gritamos otra vez, no paramos. Horas. Hay mujeres, hay niños, hay ancianos. No importa, las bombas vuelven a caer. Hieren a un compañero en la cabeza. Acuden estudiantes de medicina, con lo poco que tienen le atienden enseguida. Un hombrecito con sombrero, ya mayor, camina medio a tientas con los ojos llorosos, alguien viene a su encuentro, le guía. “Siéntese, papito, siéntese”. Le pasan un pañuelo con vinagre “con esto respire”, “cúbrase los ojos”. La señora de las aguas le abre una botella. El hombre busca en su bolsillo, la señora dice “deje, deje” y se va. Dos heridos, tres, cuatro. En las redes anuncian que alguien perdió el ojo. Al final de las jornadas, once personas perdieron un ojo por la violencia policial. ***


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En los momentos de pausa, buscamos más información. Hay muchas noticias falsas. Que la marcha la financia Maduro. Que no somos muchos. Que somos terroristas. Que van a bombardear el Ágora. Quieren sembrar el pánico, confundirnos. Otras noticias llegan por nuestras redes, directo desde la comunidad, desde la gente. Ésta nos hiela la sangre: unos jóvenes, en San Roque, los lanzaron del puente, la policía, los perseguía, los acorraló. Llenos de estupor, de rabia, tratamos de saber más. Circulan videos, se ve a los jóvenes huyendo, luego los cuerpos en el suelo, la gente gritando pidiendo ayuda. Luego de horas de incertidumbre se conoce que el joven Marco Oto fue internado en el Hospital Andrade Marín, diagnosticado con muerte cerebral. A los pocos días el joven trabajador murió. Su familia denuncia la responsabilidad del Estado. En los chats la discusión se polariza. Desde la comodidad de su casa, alguna ex amiga de pasadas décadas habla de la “violencia de los que protestan”, de “la debilidad del gobierno que no pone orden”: dice que “qué pasa que la policía no dispara”. Otro se queja porque no puede salir en su “auto”. Otra lanza improperios e insultos racistas sin ninguna vergüenza. ¿Por qué estoy en este chat? Me salgo. En un chat hermoso, los compañeros de Intag van relatando su trayecto desde noroccidente hasta Quito. “¡Somos un montón, compañeros! Consigan un lugar donde podamos dormir. Somos como doscientos”. Vienen con música, con carteles, con pitos. ¡Abajo la minería! ¡Fuera trasnacionales del Ecuador! A su paso por Cayambe les dan comida, les lanzan frutas, mandarinas, pancito. ¡Vamos compañeros! ¡Adelante! ¡Qué viva el paro! ¡Qué viva el agua! Llegan cansadísimos y se juntan a la muchedumbre de la Casa de la Cultura. En medio del frío de la noche, miles de personas se


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apretujan como pueden y duermen sobre cartones cubiertos con unas pocas mantas. Cerca de la entrada hay cajas con donaciones por todas partes. “Ya no más avena ni pan, compas, por favor avisen! ¡Ya no más avena ni pan!”. Afuera, en el Arbolito cientos de personas acompañamos desde la mañana hasta la noche, trayendo donaciones, ubicando a la gente en los refugios de las Universidades. Hay mucha gente y no se puede entrar, pero escuchamos la voz de los dirigentes indígenas. Las cámaras y micrófonos de los compañeros de la prensa independiente Akapana, Cámara Shuar, Wambra Radio acompañan e informan. *** Llevamos horas luchando por entrar al centro. Estamos en la Diez de Agosto frente a la Caja del Seguro. A lo largo del día, avanzamos y retrocedemos con las bombas de la policía. Gritamos consignas, nos hermanamos. Tejemos resistencia en la calle. Con los que estén ese día. Como siempre, hay de todo: jóvenes, señoras, trabajadores, indígenas, vendedores, algunos en grupo, organizados, muchos sueltos, por su cuenta. Conversamos, comentamos. Un jovencito impaciente pregunta a su padre: “¿Para qué avanzamos? Si dicen que el Lenin ni está en Quito”. El hombre mayor, responde pausadamente: “No importa. Hay que tomarse el lugar que nos pertenece, la Plaza Grande, la Plaza del Teatro, Santo Domingo, la 24. Son nuestros. Hay que ocupar esos sitios. Son del pueblo. Hay que sacarles a los chapas de ahí”. Cae la tarde y la represión aumenta. Se vuelve más agresiva. Lanzan más bombas, la gente empieza a dispersarse. De pronto, asoma el trucutú. Uno, dos, son varios. El miedo nos recorre el cuerpo. Corremos, nos persiguen hasta El Ejido. Nos escondemos atrás de los árboles, como si los pobres


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raquíticos fueran a cubrir a las decenas de cuerpos agachados detrás de sus troncos. Pasan los camiones cisterna haciendo un ruido infernal: “ten, nine, eight, seven…”. La voz robótica del trucutú se escucha por todas partes. ¡Nos hiela la sangre! ¡Zero! Encima más, en inglés. Avanza a toda velocidad, arrasando lo que esta a su paso, los pequeños obstáculos que hemos puesto para hacer una barricada: pedazos de madera, bloques, basureros, tubos, cartones, botellas. De pronto, surgen de la nada dos jóvenes con el rostro cubierto, ágiles, como un resorte, saltan junto al monstruo metálico, el uno lanza una piedra, el otro lanza una molotov. ¡¡¡Le dimos!!! ¡La muchedumbre victoriosa levanta las manos!, ¡eleva gritos! ¡!Eeeso carajo!! ¡Qué emoción!! ¡¡Le dimos!! El camión se detiene y gira en 180 grados, veloz, bestia ciega busca a los muchachos y lanza chorros por todas partes. Vuelve a la carga: “ten, nine, eight…”. No importa, ¡¡le dimos!! La gente detrás de los árboles festeja agachada la pequeña vitoria. Pero vuelven a lanzar bombas. Una le llega a la cabeza a un joven. “¡Médico, aquí, médico!”. Alguien de bata blanca corre a socorrer al muchacho, le sangra la cabeza profusamente, lo sacan entre varios. Entonces vienen las motos. Son decenas y salen de todas partes. Nos persiguen dentro del parque. Dos policías en cada moto, el uno maneja, el otro va con el tolete golpeando sin piedad, en la cabeza, en las piernas. Cae un compañero, caen dos, caen tres, ¡qué angustia! En medio de los gases no alcanzo a ver dónde están los demás. Siguen lanzando bombas, la gente grita, huye, algunos nos orientan: al Arbolito, compas, ¡al Arbolito!, corremos hacia la Tarqui rumbo al Arbolito. También hay motos por allá, más motos, ¡de dónde salen tantas! Corremos, yo casi sin aliento. No puedo respirar por los gases y las lágrimas me nublan los lentes.


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Casi no veo por dónde voy. Alguien me toma de la mano. “¡Corre! ¡corre!”. Tomamos la Doce de Octubre hacia el norte, llegamos a la Patria y nos paramos ahí un momento. Distingo a varios de mis estudiantes. “¿Está bien, profe?”. “Sí, mijo. Sí, vamos, vamos”. Alguien avisa: “Dicen que le han detenido al Nico. El Nico no hay. Vamos a la Fiscalía”. Al final de las protestas, la Defensoría del Pueblo informó de 1152 detenidos. La gente sigue huyendo y la policía no da tregua. Entran con las motos debajo del puente, encima del puente. Corremos por la Patria ahora hacia la Seis de Diciembre. Un hombre indigente con muletas en medio de la calle. Dos muchachos intentan cubrirlo. “Salga señor, salga de la calle”. Llegan al parqueadero del McDonald’s y lo ponen detrás de una caseta de guardia. “Ahí quédese, no saldrá”. Seguimos corriendo, la policía por todas partes. Otra vez, el trucutú ¡Son cuatro! Vienen rápido. Corremos por la Patria hacia la Diez de Agosto y veo los caballos que vienen hacia nosotros. “¡Por aquí!”, alguien nos lleva hacia la Amazonas, pero los caballos nos acorralan. Son altos, veo el casco medio empañado y los ojos de furia del policía que levanta su tolete. “Nos van a matar a golpes”, pienso. Están furiosos. Nos empujan contra la entrada del Hilton Colon. Somos unos diez, la gente se ha desbandado en grupos pequeños. Unos siguen por la Amazonas, otros nos quedamos allí. Instintivamente levanto las manos y digo “tranquilos, tranquilos”. Son muchos, avanzan sobre los caballos que me parecen altísimos. De pronto, suena un “¡crack!” y un vidrio del Hilton se cuartea por la presión de la multitud. Uno de los policías grita “¡¡suelta eso, hijueputa!!”. Un joven a mi lado bota un palo que tenía en la mano, una bandera de la jota. No respiro. Empiezan a golpearnos.


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En menos de un segundo, aparecen de la nada unos ángeles con bata blanca, con las manos en alto se ponen entre los caballos y nosotros. ¡¡Son los médicos!! Hombres y mujeres, jovencitos, no tienen más de veinte años. Nos hacen un gesto con la mano, como diciendo “salgan, salgan”, mientras miran de frente a la policía montada. Con voz serena y firme les dicen fuerte: “No están haciendo nada. Déjenlos ir”. Salimos por la Amazonas hacia el norte, huyendo mientras la policía desconcertada obedecía la autoridad de los jóvenes médicos. Angustiada regreso a ver: los caballos se fueron. Esa noche mataron al compañero de Pujilí, Inocencio Tucumbi. Una bomba le impactó el cráneo y los caballos le pasaron por encima. Inocencio fue uno de los doce muertos que dejó la represión policial en octubre. *** Tempranito en la Bola del Arbolito esperamos a las demás. Nos dicen que un grupo ya se ha reunido para organizar la marcha. En la Seis de Diciembre los hombres desde temprano seguían en guerra. Recibiendo bombas y lanzando piedras desde la madrugada, los jóvenes indígenas no habían podido descansar. Apostados en la parte alta de un hostal, los policías dominaban el campo con una vista privilegiada. Una muralla de alambre separa a los manifestantes de la policía. Poco a poco van llegando las mujeres. Una de las portavoces de las organizaciones feministas nos explica el recorrido. “Vamos a salir por la Doce, bajamos por la Patria, recogemos a las demás en la Circasiana y avanzamos por la Amazonas. El objetivo es que el norte sienta la protesta, que no se quede en la zona de la Asamblea o en el Arbolito”. Una de las dirigentes indígenas advierte: “compañeras, por favor, no vamos a tolerar expresiones de violencia, esta es


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una marcha pacífica” y añade “a los compañeros hombres, gracias por participar, pero esta es una marcha de mujeres, por favor, ubíquense al final”. Con desgano, y sin estar muy de acuerdo, los hombres hacen caso. Toma la palabra otra compañera de una organización campesina de la Costa: “esta es una marcha de protesta con tres objetivos: en contra de la violencia del Estado, en contra de las medidas económicas y por las mujeres. No permitamos que nuestra marcha se desvirtúe. Esas son las consignas”. La marcha avanza festiva, hay cantos, música, colores. Hay niños, hay mascotas. Otra energía recorre los cuerpos. Que distinta la sensación de hoy, el aire de lucha es fresco, liviano, pero potente. Al llegar al centro financiero, frente a los Bancos, las mujeres recuerdan que el sentido de la protesta es anticapitalista, son las entidades financieras las que generan despojo y muerte. Prendemos velas y recordamos a los caídos durante el feriado bancario, a las víctimas de la deuda externa. Cada vez somos más. Tumultuosa la marcha de las mujeres recorre toda la Naciones Unidas, los carros pitan en señal de apoyo, muchos camiones cargados de gente siguen llegando desde el norte y continúan hacia el sur, vienen a la protesta. La marcha de las mujeres retorna por la Seis de Diciembre, desde los edificios altos la gente blanquita nos mira y las manifestantes gritamos: “waaaaaarmikuna! ¡Kaipimi kanchik!”. El sol pega fuerte. Culminamos la marcha en el monumento a Isabel La Católica. Bañada en pintura roja, la estatua sangrienta de la Reina recuerda la crueldad de la conquista y los siglos de resistencia indígena. *** Octubre fue una victoria porque cambiamos la historia, porque nos posicionamos otra vez desde el triunfo, porque


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retomamos la ciudad, porque fortalecimos la alianza con el campo, porque cambiamos el relato, el imaginario. Porque otra vez fuimos miles, porque los jóvenes estuvieron. A todos los caídos, a los que lucharon, a los heridos, a las mamas, a sus hijos, a las guerreras, a los dirigentes, a los amazónicos, a los estudiantes, a los que escriben, a los médicos, a las vecinas, a mis compas: Yupaichani!


Frustración Jorge Salazar Estudiante de Sociología

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odo inició con restricciones de ciertos espacios. Mis días comenzaban con un vacío en el pecho alentado con un no saber qué hacer. Esto, seguido de una pelea con mis padres por diferencias políticas e ideológicas para, finalmente, dirigirme hacia la universidad (caminando la mayoría de días) a brindar todo el apoyo posible. La realidad en las calles cambiaba de manera abrupta: mientras más se dirigía uno en dirección al centro de la ciudad, donde acontecía la confrontación más cruda, la ciudad misma comenzaba a cambiar. El transporte dejaba de funcionar hasta un punto desde donde había que caminar, se sentía a la gente desconfiada y con miedo, y mientras más se avanzaba se encontraba a personas que iban a apoyar las movilizaciones o a ayudar en los albergues. Desde un punto de la ciudad, toda la dinámica cambiaba, y me encontraba caminando incierto, pero con gente que al final de todo quería un cambio real. Las medidas económicas solo eran un clímax de una vida llena de desigualdades. Ya dentro del albergue siempre había algo en lo que ayudar. Las realidades se encontraban en ese lugar y se veía lo crudo que es sobrevivir en ciertos espacios.


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Cuando ya no se tiene nada más que perder, la gente está dispuesta a dar la vida por un mejor futuro; y eso fue lo que observé ahí. Una mezcla de tristeza con esperanza, de amor con fuerza, cuerpos conformados desde una desigualdad mucho más cruda y agresiva que la nuestra. Ver eso era una verdad que se escuchaba, pero al tenerla cerca desembocó en el desborde. Las relaciones desbordándose, perdiendo forma, asumiendo sentidos independientes y volátiles. Eran estas injusticias que ya no se podían contener lo que se vivía en esos días, cuando la desigualdad perdía su espacio relegado y venía a la ciudad a luchar. Este desborde se asimilaba de distintas formas y en distintos espacios. En mi caso, lo vivía en el albergue. En este espacio se lo evidenciaba en la incapacidad de hacer ciertas cosas. Los días se desarrollaban con cierto peso, y cada día que pasaba de las movilizaciones había más problemas en estos espacios. Los primeros días nos enterábamos que los demás puntos de ayuda eran abordados y cerrados por policías y militares, mientras que otros no tenían abastecimiento para las comunidades que albergaban. Por suerte, la gente fue generosa y pudimos hacer una red para ayudarnos entre los centros de acopio; nos manteníamos activos para poder dar la mano. En la PUCE existía una lista de comunidades que podían entrar, y una de las sensaciones más feas era tener que decir que no a personas que habían venido de muy lejos y que, habiendo el espacio, no podían alojarse en el lugar debido a que no constaban en la lista. Con el pasar del tiempo, se sentía el desgaste de todos y todas. Adultos y jóvenes salían por la puerta principal, armados con palos y preparados con cartón y plástico para aguantar lo peor. Sus caras evidenciaban valor y amor, de la mano con el apoyo de toda su comunidad, todo esto


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debajo del miedo de poder morir afuera. Cuando volvían, la imagen era totalmente distinta: heridas abiertas, gente cojeando, ojos sumamente asustados. Los voluntarios, inmediatamente, vivíamos por sus bocas lo que sucedía en las calles, pues las historias de desahogo recaían sobre cada voluntario que poníamos los hombros para ayudar con su carga. Cada que volvía un grupo era un momento de caos en el albergue, el punto médico se llenaba y todas las personas se movían para ayudarlos. Mientras esto sucedía, otro grupo los relevaba, en tanto que adultos y jóvenes de otra comunidad salían a la lucha. Esto era el pasar de todos los días. Llegada la tarde regresaba a mi casa, no porque quisiera, sino porque las cosas se volvían cada vez más tensas con relación a mis padres. Al regresar, todos los días me esperaba un regaño porque no estaban de acuerdo con lo que estaba haciendo cuando iba al albergue. La gente aclamaba por la paz, pero el racismo y la xenofobia estaban en la casa de todos los quiteños. Llegada la noche se encontraba la carga más pesada. Después de soportar los comentarios, las noticias y toda la actitud en contra de lo que sucedía, las cosas se ponían más violentas en las movilizaciones. Si bien, en esos momentos no me encontraba allí, la violencia llegaba hasta las zonas de paz, donde amigos y profesores sacrificaban su seguridad por una mejor situación. Mi carga llegaba con la logística, yo mandaba a los voluntarios que me escribían para poder organizarnos mejor en el lugar, y me sentía en gran medida responsable no solo por el espacio, sino también por las personas del lugar. Es así como la frustración se hacía mucho más fuerte al saber de los bombardeos en las zonas de paz, de los infiltrados o de los propios problemas entre las comunidades; sin poder incidir de una manera útil en todo eso.


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Es así como llegábamos, siempre, a la sensación principal de todos esos días: la frustración. Frustración por una insignificancia en lo que se hacía, en la falta de capacidad de poder incidir por los demás. La situación del país evidenciaba que las cosas ya no estaban en su lugar, todo se estaba desbordando. Y la insignificancia que se sentía la compartías con todas las personas en el albergue. Vivir desde y con el desborde fue lo que se tuvo que hacer en esos momentos. Se tenía que tomar conciencia de lo que estaba sucediendo. Asimilar que la frustración que se sentía era parte no solo de la lógica con que se manejaba todo durante el paro, sino de la vida como tal. Pero había momentos en los que asimilar todo lo que sucedía simplemente no era posible. Y la sensación se exacerbaba en todas las personas. Esto se veía mucho en la universidad. En un momento, se acercó una chica a la cual no se le dejó entrar por seguridad, debido a que muchas personas se estaban metiendo a grabar a las comunidades para desprestigiarlas. Al no poder hablar con las comunidades, la señora comenzó a gritar diciendo que les tenemos encerrados, y se plantó en la puerta de la entrada ahuyentando a las personas que se acercaban. Una profesora y alguien de una comunidad tuvieron que salir a hablar con ella para calmar la situación, una situación nacida desde la propia frustración de no poder hacer tanto como se quería. Por otro lado, había también gente que quería ser voluntario desesperadamente, que nos exigía que nos comuniquemos con algún otro centro para saber en cual se necesitan manos ya que en la Cato no se permitían más personas. La frustración era cada vez peor cuando no se asimilaba el desborde. Aprender a la carrera a vivir desde esta frustración no solo era algo necesario, sino que no había opción. Cada día


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el espacio de ayuda se volvía más pesado, las personas se encontraban más cansadas y las consecuencias de salir a marchar eran cada vez mayores. Era necesario, entonces, saber lidiar con la frustración para no quedarse estático frente a tantas injusticias. Saber que se puede hacer algo desde la insignificancia era el punto de partida, y fue el punto de partida para crear el espacio de ayuda desde un primer momento. Se requería estar saludable a nivel emocional, mental y a nivel social para generar esperanza, y nada de esto era posible sin aprender a vivir desde lo que realmente sucedía. No es posible mirar solamente hacia atrás con respecto a lo sucedido, como un vago recuerdo de algo que ya pasó. Las protestas explotaron por factores estructurales clave, los mismos que siguen presentes en las conformaciones de gobierno de toda Latinoamérica. Estos espacios de disputa presentan una continua lucha que no cesó con la apertura al diálogo, sino que continúa articulada a las demandas colectivas que siempre se han ignorado, y se expande por varios países presentando un fuerte sentimiento de inconformidad que ya no puede ser callado con chivos expiatorios. Cabe asentar la realidad de algunos nuevos protagonistas en este caso, y los abordaremos como la “gente joven”. Mi generación solo había escuchado este tipo de anécdotas por parte de padres y abuelos, personas que vivieron los levantamientos de los forajidos o el feriado bancario. Nos estrenamos con un gran evento que tendrá connotaciones en nosotros por toda nuestra vida, un evento que no se conformó de manera simple, sino que destruyó varios pisos desde los cuales se edificaba el día a día de una gran cantidad de personas. La violencia, las demandas, las acciones y también las inacciones fueron las cerezas de un periodo que estuvo tranquilo por más de 10 años.


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¿Qué tiene que ver la frustración con todo esto? Si bien gente de todos los estratos sociales se encontraba de ambos lados de las movilizaciones, me atrevería a decir que fueron en su mayoría los jóvenes quienes funcionaron como contención dentro de todo este proceso. No solo dentro de las protestas, sino en la conformación de espacios de ayuda humanitaria y en la participación activa dentro de la difusión en redes. Aquellos nuevos actores nos conformábamos como parte fundamental de todo lo sucedido. Es en este punto donde cabe la responsabilidad por lo que pasó, y donde inicia el trabajo posterior y largo de construir después del desborde evidenciado. La incapacidad como actores jóvenes al ser minusvalorados dentro del conglomerado social, desemboca en una frustración de no tener voz al respecto. De tener ideas, pero no tener colaboración. Es la frustración de encontrarse en un punto medio entre la capacidad de poseer un accionar político y social potente, y seguir invisibilizados por generaciones con mayor “experiencia”. Entonces, ¿cómo se sobrelleva esta frustración? El aprender a vivir con ella es parte sustancial para la salud y la convivencia de todos, caso contrario solo nos queda desplomarnos. Pero este saber vivir frustrado va de la mano con un poder comprender la realidad como es, mas no como queremos verla. Ver las injusticias por lo que son, tanto como los aspectos positivos de las acciones. Entender el entramado social en su complejidad, para asimilar de manera apropiada nuestra posición dentro de toda esa lógica. Mantenerse enfocados, pero a la vez inquietos. Para esto quiero retomar algo ya mencionado, esta lógica de vivir desde el “no alcanza”. Connotación asentada de


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una estructura que te obliga, desde el inicio, a vivir desde las injusticias; a vivir desde la frustración. Los jóvenes involucrados en cualquier espacio que haya tenido el peso de las movilizaciones sociales sabrán asentar, con el paso del tiempo, esta facultad en sus vidas. Pero es necesario que los espacios de desfogue sean continuos y fuertes, para que el alcance de esta realidad llegue a más personas y podamos dejar de vivir “acomodados” en el mundo. Cómo lograrlo es la travesía que se cuestionará en los años venideros, en un constante trabajo que nos permita asentar las certezas para reorientar la insignificancia de actuar.



Angustia Milena Bolaños Estudiante de Sociología

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L PARO, el paro, el paro se ve, se lee y se vive desde varias historias diferentes. Esta es la mía. Nunca he sido una persona que logra llevar rigurosamente un diario, pero me da la impresión de que escribir ciertas cosas de mi vida es importante y, hasta cierto punto, terapéutico. El poder releer lo que pensaba sobre ciertos momentos o saber que sentía en un día específico es un ejercicio cautivador, porque lo escrito está impregnado para siempre (o hasta que algo le pase a ese diario). El punto es que durante los 12 días del paro solo una vez recurrí a mi diario. Estudio Sociología y me gusta pensar que como consecuencia mi círculo tiene bastante conciencia social y, por eso, salimos a marchar con regularidad. Cuando los estudiantes se levantaron fue algo que, por lo menos, yo nunca había visto. Por mi corta edad, claro está. Pero sabía que estaba con ellos y de acuerdo con lo que reclamaban. Nunca pude salir porque mi mamá no me dejó. Eso acarreó varios conflictos en mi casa que no vienen al caso.


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Mis amigos sí salieron, ayudaron desde temprano, se reunieron con grupos de resistencia, hicieron bombas de pintura. Llevaban, obviamente, peligrosas armas de defensa también conocidas como mascarillas y tabacos para hacer frente a una represión policial desmesurada e inconsciente. Entre ellos, tengo que resaltar a dos que para mí son los cñores del grupo, (sí, cñores con c, es algo nuestro). Espero que no les moleste, pero no quiero inventarme otros nombres: Nicolás y Juanse. Podría escribir muchísimas páginas sobre mi relación con ellos, los momentos más importantes y todo se leería con alguna canción sobre la amistad de fondo, pero ese no es el punto. Durante el primer día de manifestaciones, desde mi casa los llamaba para saber dónde estaban y si podían reunirse con el resto. En cada una de las llamadas, el fondo era aterrador: gritos, ruido, bombas. No era posible saber qué estaba pasando. Una de las llamadas que me dejó ansiosa fue con Juanse. Cuando contestó apenas se lo escuchaba. En ese momento, los policías habían hecho que los trucutú hagan un sonido horrible para dispersar a las personas y aumentar el pánico. Juanse me dijo que tenía miedo. Ese sonido lo ponía ansioso y todos a los que nos ha dado un ataque de ansiedad sabemos cómo se siente, lo feo que es y lo inoportuno que hubiera sido en ese momento. Yo podía entender cómo se sentía y qué debía hacer para tranquilizarse pero es mucho más difícil si te enfrentas a un ambiente que no controlas y en el que de un segundo a otro debes correr por tu seguridad. (El simple hecho de recordar este punto de la historia me hace llorar). Odiaba que él se encontrara en esa situación y quería que no se sienta así pero no podía hacer nada para evitarlo. Yo estaba a kilómetros de distancia, en mi casa, segura y lejos de toda esa violencia.


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Pero no me importó. No quería que a mi amigo le diera un ataque de ansiedad en donde sea que haya estado. La llamada fue considerablemente larga. Él estaba solo. Momentos antes, habían logrado dispersar al conglomerado de personas y ya no estaba con el resto, con esfuerzo logró calmarse y quedamos en que lo volvería a llamar después. Gracias a la tecnología, y debido a que de un momento a otro les tocaba correr, en el grupo de whatssap (agua bendita) quedamos en que nos manden la ubicación a mí y a otra amiga que no pudimos salir, por si acaso, ¡por si acaso qué! Me pongo a pensar en esa frase que es tan común para nosotros: la cultura del “por si acaso”, como cuando llevamos cosas extra para los viajes, o cuando salimos con otra chopa aunque esté el sol. Lo importante es lo que no decimos, por miedo o porque está implícito. En mi caso: por si acaso se los lleven, los lastimen o los desaparezcan. Cada noche cuando llegaban a sus casas trataba de hablar con ellos para asegurarme que habían llegado bien y les preguntaba qué iban a hacer el día siguiente. La respuestas de ambos era la misma: “resistir”. Otro día pasaba. Y otro. El tiempo se hizo difuso. No sabía que día era solo sentía un constante malestar sobre toda la situación hasta que Nico mandó notas de voz en “agua bendita”. En general, él suele mandar notas de voz. Pero fue una, que duró 1:38, que me hizo sentir como todo lo que pasaba afuera era real. Además de la que mandó al grupo me mandó una a mí. No quiero entrar en detalles de lo que decía porque solo haber buscado la nota de voz y ponerle play hace que me dé un escalofrío en todo el cuerpo. Obviamente, hablaba sobre aquellos que no regresaban a casa después de salir a resistir. En ese momento cogí mi diario.


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06-10-2019 Es domingo de noche. El jueves 03 hubo paro de los transportistas y el gobierno se arregló con ellos. Sin embargo, el paro es nacional. Son los estudiantes los que salieron a las calles. Los medios de comunicación son basura. Entre hoy y mañana llagan las comunidades indígenas a la capital. Todos dicen que se va a poner feo. Mis amigos salieron el jueves y viernes. El presidente decretó estado de excepción y, con eso, el abuso de poder por parte de los policías está peor. Apuntan al cuerpo y no les importa nada. El Nico mandó notas de voz al grupo sad. Y, por primera vez desde que empezó todo esto, tengo miedo. Ahora solo quiero saber qué va a pasar mañana. Recuerdo llorar mientras escribía y aunque pienso en la probabilidad de que algo malo les haya podido pasar, los familiares y amigos de los 11 muertos y los 1340 heridos pensaron lo mismo. Entonces, vuelvo a pensar ¿cuál es la probabilidad? Creo que muchos podemos acordar que la vida después de paro no es igual. Por un lado, el lunes siguiente al paro fue como si nada, todos a los trabajos y escuelas. Lo que quedó del paro a penas se sentía en las zonas de mayor conflicto. Por otro lado, hasta ahora hay un sentimiento de falta, de no poder procesar todo lo que había pasado. Al hablar con mis amigos y ponernos todos sociológicos y profundos concluimos que los 12 días de paro pasaron de forma extraña porque no hubo actividad económica en el país. La paralización significó miles de dólares perdidos, pero eso solo es lo cuantitativo de la situación. Lo que no puede cuantificarse es el sentimiento durante y después del paro. A pesar de la falta de procesamiento social de esos sentimientos es increíble


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que la reactivación del movimiento económico haga como si nada hubiera pasado y las personas continúen literalmente “trabajando para sacar al país adelante”. En clase, como ejercicio, pasamos al pizarrón y escribimos una palabra que represente lo que sentimos durante el paro. Mi palabra fue “angustia”. Mi argumento sobre la palabra era simple, me angustiaba el bienestar de mis amigos, qué les podía pasar y si estaban bien a pesar de todo. En el análisis logré entender que mi sentimiento representa lo femenino en la lucha, ergo la existencia misma de la lucha. Para hacer más sencillo a este concepto de lo femenino podemos verlo en los dos momentos cruciales de mi historia: por un lado, la sostenibilidad de la lucha con la llamada y, por otro, la corresponsabilidad con el otro en las notas de voz. La lucha como tal no es posible sin lo femenino, entendiendo a lo femenino como aquellos que nos quedamos atrás, las mujeres que esperan que sus hijos y esposos regresen a casa. La violencia que promueve el Estado en este tipo de manifestaciones sociales no solo afecta a la “primera línea” de combate, sino a todo el tejido social. Sin la angustia no hay lucha porque no hay el momento de repliegue, curación emocional y el cuidado que sostiene a la misma. Si pensamos en la llamada con Juanse podemos ver el momento de repliegue, cuidado y preocupación. Para mí era importante que él se sintiera mejor, porque allá afuera nadie iba a preocuparse por su seguridad y él necesitaba estar listo para seguir luchando. La angustia que sentía por el bienestar de mis amigos, porque no les lastimen, que no los maten o peor aún los desaparezcan, nace de la corresponsabilidad de lo femenino con el otro. Saber que alguien se está preocupando genera afectos fuertes dentro del tejido social y, por ende, tras la


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lucha hay una razón para volver a casa. Cuando Nico mandó las notas de voz, el imaginario de la lucha se hizo real, las pérdidas humanas y la desesperación eran reales. El miedo por lo que les podía pasar refleja el cariño y los afectos que tenemos no solo compañeros, sino como amigos. Cuando una persona sale a luchar se refugia en lo masculino, la supuesta fuerza y poder para hacerle frente al enemigo. Pero es necesario, en algún momento, que esa persona se recoja en lo femenino, en el cuidado y los afectos para aliviar el horror de la lucha y poder salir de nuevo de ser necesario o simplemente poder curar lo que vivió, procesarlo y seguir adelante. En realidad yo no sabía todo esto. En clase entendí la importancia del cuidado y el cariño para la existencia misma de la lucha y me hizo pensar que tiene mucho sentido. Históricamente, en las guerras, lo primero en ser tomado eran las mujeres porque somos nosotras las que creamos tejido social, las que del imaginario hacemos realidad. Por eso, si se corrompen a las mujeres se corrompe el tejido social. De la misma forma, cuando volvían de las guerras necesitaban de las mujeres para recogerse y literalmente recobrar fuerzas. Dentro de todo esto, lo que quiero recalcar es aquello de lo que no nos atrevemos a hablar, de lo que no consideramos importante y, hasta cierto punto, lo pasamos por alto: el horror del costo humano del paro. Hasta para mí es difícil escribir todo en este relato. Aún siento miedo al decir muerte o desaparición. La angustia y ansiedad que provoca el escribir y recordar esos días nos muestra lo fuerte que fue y sigue siendo. Como sociedad, deberíamos trabajar no solo en recuperar los dólares perdidos, los espacios destrozados, sino que, sobre todo, enfocarnos en reparar las vidas perdidas y aquellas afectadas por todo lo que se vivió.


Rabia Nicolás Cevallos Estudiante de Sociología

C

uando desperté, sabía que aquel día tenía algo importante que hacer. Pero jamás imagine como terminaría todo.

Comencé con mi rutina diaria: despertar, levantarme, desayunar, una ducha y hacia la universidad. Durante mi recorrido, estaba repasando lo que tenía por hacer aquel día: asistir a clases hasta las 9am, salir y encontrarme con algunos compañeros con los cuales ya había conversado la noche anterior para ir a la marcha. Así que salí y nos dirigimos en un grupo pequeño hasta la Universidad Central. Allí pudimos ver como la marcha comenzaba y como se marcaba un grupo al que se unía gente con mucha rapidez. Nos unimos y comenzamos a caminar. Repetíamos las consignas, veíamos con cierto recelo a las personas a nuestro alrededor, presintiendo quizá, lo que sería el comienzo de 13 días de resistencia y miedo. No recuerdo bien cómo comenzaron los disturbios. Solo recuerdo que, en cuestión de minutos, tuvimos que


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precautelar nuestras vidas ante la acción de los chapas. Íbamos caminando tranquilos (como en anteriores manifestaciones) intentando ser claros y fuertes, y de repente el ambiente de “fiesta” en el que estábamos cambió. El aire se sentía denso, como si algo más grande estuviera al frente esperándonos para atacar. No era para menos. Según nos acercábamos a la Plaza del Teatro, se escuchaba un sonido, un ruido que no cesaba: era la sirena que utilizan los antidisturbios para confundir a la gente, incluso llegando a hacerlos vomitar. Mientras la sirena sonaba sin cesar, vi como la gente se iba quedando, se detenía mirando al frente. Otros se detenían para ponerse una máscara, una capucha, algunos sacaban botellas de agua y retomaban el paso. Después de unos momentos un estruendo dejó todo en silencio. Era la primera bomba lacrimógena, que había reventado a unos cuantos metros delante de mí. Quizá por la adrenalina, quizá por idiota o quizá solo como respuesta automática de mi cuerpo caminé más deprisa hacia al frente, quería saber qué estaba pasando, para qué debía prepararme y a qué me iba a enfrentar. En cuestión de segundos vi caos y sentí desesperación, sentí rabia, y sentí un lazo extremadamente fuerte con el compañero con el que asistí a las marchas. Al estar al frente del bloque pude ver como los policías cerraban las calles, policías resguardados de pies a cabeza por trajes, escudos, autos, motos y, encima de todo, con armas. Pude ver como sostenían en un brazo el escudo que tenía un mensaje supuestamente llamando a la conciencia de que ellos también son personas, mientras en el otro la mayoría sostenía un tolete agarrado al revés para que cuando lancen golpes estos causen más daño. Los otros chapas, en lugar de tolete, tenían escopetas, lanza granadas y bombas


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lacrimógenas, un sin número de bombas de diferentes tamaños y tipos. Incluso, algunos chapas más osados disparaban una bomba y enseguida salían con el tolete. Yo estaba “super” preparado con mi mochila, mi ropa (con la que voy a la universidad) y una botella de agua. Listo para causar caos, por supuesto. Mientras analizaba todo lo que ocurría, o al menos lo que más podía, me saqué los lentes y me puse una bufanda que llevaba por el frío de la mañana. Terminé de acomodarme la bufanda junto con la capucha y me puse los lentes. Acto seguido estaba corriendo, intentando escapar del gas, que si no fuera por el ruido extremo que produce ni siquiera lo hubiera sentido. Más atrás, un grupo comenzó a prender papeles, cartón, plástico, lo que se tenía ese rato. Ahí nos dijeron que respiremos el humo pues dejaba sin efecto al gas lacrimógeno. Estuvimos un buen rato en ese ciclo: ir hacia primera fila, intentar resistir lo más que se podía, sofocarse con el gas y regresar hacia una de las fogatas improvisadas. Después de ir y venir optamos por intentar ayudar a las personas que ya no podían más. Había personas que ya no podían ver por acción del humo del gas, otras que tenían miedo. Más miedo que yo y otras quienes estaban respondiendo con piedras a los policías. Las cosas ni siquiera tenían pinta de querer tranquilizarse. Por el contrario, cada vez que regresábamos a primera línea todo se veía peor. Ante la indignación de no poder hacer nada, tomé una piedra, sin saber muy bien lo que hacía, la sujeté fuerte y fui hasta adelante. Sabía que mi fuerza no era mucha, por lo que no debía acercarme tanto o debía utilizarla en el momento correcto. Intenté lanzarla varias veces, pero no pude. Al final, sabía que lo que estaba haciendo


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podía herir a un chapa. Como si una maldita piedra hubiera podido hacer algo contra el blindaje que tenían. Después de estar forcejeando con la policía por un tiempo, parecía que avanzábamos, que lográbamos tener el control de la Plaza del Teatro. Un grupo grande se acercó y comenzó a alzar piedras, intentar reorganizarse. Incluso, intentaron hacer una especie de barricada para detener a la policía que cada vez era más salvaje. En este pequeño “descanso” que tuvimos, la policía se reabasteció de bombas y de refuerzos. De repente, algo comenzó a sonar como explosiones seguidas. Eran los escapes de las motocicletas de los policías, los cuales hacían sonar a propósito como aviso de que ya venían y era mejor que corriéramos. En efecto, tomé el brazo a un compañero y lo jalé por una calle aledaña que conectaba con la Marín. Compañeros que ya se habían recuperado comenzaron a traer vallas desde la Marín, hasta la Plaza del Teatro. Allí armaron una especie de barricada para detener a los policías y el ciclo se repitió. Hasta ahora no me explico cómo, pero mi rabia fue tal que lance la piedra (que hasta ese momento había mantenido en la mano). Me di la vuelta y caminé hacia mis compañeros mientras las sirenas y las bombas sonaban. Escuché que las motos aceleraban y corrí pasando por un lado del cerco que minutos antes habíamos alzado. Regresé la vista para saber dónde había caído la piedra que lancé y pude ver la trayectoria. Le di a un escudo. En esos escasos segundos, yo ya sentía que debía resguardar mi vida. En esos escasos segundos, tuve fuerza para pararme firme e intentar defenderme. En esos escasos segundos, vi como una piedra era detenida como si nada contra un escudo de policías. En esos


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escasos segundos, vi como la policía nos atacaba sin miedo ni compasión alguna. Vi como los policías lanzaban sus motos contra nosotros. Vi como policías pateaban cercos, personas o lo que se pusiera al frente. Vi cuan despiadado es un ser totalmente armado que lanza una bomba contra estudiantes. Corrí, solo corrí mientras escuchaba como se acercaba la policía –hasta hoy le sigo teniendo miedo a la policía–. Intentando escapar, logramos entrar a un local de camisetas en el cual al principio me sentí aliviado. Pensé: “La policía no puede entrar aquí”. Fue un error. Después de unos segundos, varios chapas estaban en la puerta y, si no hubiera sido por los dueños del local, quizá nosotros hubiéramos sido parte de los “números” que dejó el paro. Descansamos unos minutos y tomamos la decisión de regresar un poco al norte donde se encontraban la mayoría de personas que no se acercaba al foco de la protesta. Allí nos reagrupamos entre compañeros universitarios y conversamos un poco de lo que habíamos vivido. En una charla un poco más cerrada con compañeros que nos encontrábamos en el foco de la protesta decidimos comprar leche y bicarbonato, leche para los ojos y bicarbonato para las mascarillas. Sí, claro, como si un litro de leche y bicarbonato diluido en agua pudiera hacer algo contra armas de fuego. Decidimos ir por una calle más arriba para ver si había la posibilidad de ingresar hacia el Palacio de Carondelet por allí. Y, aunque temprano si hubiera sido factible, la gente se amontonó en la Plaza del Teatro y rara vez se movió. Caída la tarde entre correteo y correteo, la persecución se puso más salvaje. Había momentos en los cuales parecía


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una especie de tregua entre los chapas y los estudiantes –para ese momento, ya no solo éramos estudiantes, sino que ya se habían unido trabajadores y otros grupos sociales–. Pero estos pequeños momentos no fueron más que trampas de la policía para hacer tiempo para que llegaran los trucutú con más bombas y con más policías. Estando al frente pudimos ver como el trucutú lanzaba mensajes: ¡¿mensajes en inglés?! Me quedé loco. Ya no solo era una fuerza armamentística mayor, sino que ahora también nos querían desmoralizar psicológicamente. La voz que daba estos anuncios era fuerte, gruesa y patriarcal. El mensaje era una cuenta regresiva, una advertencia. Era una locura, algo inédito. Cómo es posible que en manifestaciones en contra de las medidas que el FMI quería imponer en el Ecuador, salgan fuerzas del “orden y la seguridad” con mensajes en inglés, con mensajes que claramente eran advertencias en contra de los derechos humanos. Al caer la noche la cuestión no tenía fin. Junto con la obscuridad, también comenzaron a lanzar bombas desde los techos de los edificios aledaños a la concentración. Directo a nuestras cabezas, directo a nuestro cuerpo, directo a matarnos. Con un compañero decidimos regresar al sur de Quito, donde vivimos –desde donde venimos y a donde regresamos–. Hubo algo que, después de todo, me llamó la atención: la seguridad que sentí. Tuve que caminar desde el sur, hasta el norte, del norte al centro y del centro al sur, por varios días. Tuvimos que pasar por “zonas Rojas”, altas en delincuencia. Pero esa noche y las siguientes, tenía más miedo de ver a un policía, que caminar en completa obscuridad por un sector peligroso.


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Por la noche, logré llegar a mi habitación y comencé a responder mensajes a amigos y algunos familiares. Después comencé a buscar información de lo que había ocurrido en redes sociales y medios de comunicación. Era sorprendente cómo no había nada. Parecía que la jornada de lucha de aquel día nunca hubiera ocurrido. Lo poco de información que me llegaba era por grupos de compañeros que nos conocimos ese día o compañeros de la universidad. Fue alarmante. Cómo no iba a temer por mi vida, si aquel día yo pude llegar a mi casa, pero ya varios compañeros no iban a llegar nunca más. Cómo no iba a temer por mi vida e intentar defenderme, si yo podía ver como machacaban a palos a periodistas y estudiantes, a colegiales. Cómo no iba a temer por mi vida, si después de todo, la policía nos “cuida”. Qué clase de relación es aquella, en donde quien te debe cuidar termina asesinándote. Al final de aquella jornada, me quedaron estás preguntas: ¿la policía nos cuida o solo cuida los intereses de las personas en el poder? ¿El poder económico-estatal-jurídico es dictado por intereses personales? Esto ya lo tenía claro, pero es importante recalcarlo. Mucha de la seguridad y confianza que no he podido tener en toda mi vida (22 años, hasta ese momento), la obtuve con gente que conocí en las calles, a las cuales cuidaba y me cuidaban. La calle nos une. Para decirlo con Pablo Milanés: “Yo volveré a las calles, ensangrentadas”.



Impotencia Liliana Muñoz Estudiante de Sociología

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ra un jueves 3 de octubre de 2019. Habíamos salido con un grupo de amigos desde la universidad para congregarnos con compañeros de otra universidad. Agarramos la marcha y estábamos casi encabezándola. Era algo muy lindo, ver el pueblo joven levantarse frente a las medidas del Estado neoliberal. Se podían escuchar las consignas “este gobierno no es nacional, es recadero del Banco Mundial”, junto con la música de fondo la cual tocaban mis amigos con sus tambores. Al llegar a la Plaza del Teatro, nos esperaban una cantidad bastante grande de policías, motorizados, los cuales empezaron a lanzar bombas sin importarles nada. Todos nos empezamos a apartar del lugar donde caían las bombas, gritábamos para que se detuvieran. Nuestra marcha era pacífica, las únicas armas que teníamos eran la leche, el vinagre, y los cubre bocas como precaución por si algo así llegaba a pasar. Nunca me imaginé que iba a ser tan rápido. De repente, se escuchó como aceleraban un carro, cuando regresé a ver me espanté, era un famoso trucutú. Nunca lo había visto antes, casi atropella a varios de mis compañeros de lucha. Detrá de él, salieron varios


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motorizados y policías con tolete en mano. ¡CORRAN! Era lo único que alcancé a escuchar y gritar, mientras todo pasaba en cámara lenta. Mis amigos se quedaron atrás, otros se adelantaron, yo solo estaba muy preocupada por todos los que los policías lograron agarrar. Eso fue solo el inicio de lo que se venía. Ese mismo día se decretó estado de excepción. Lo oímos mientras esquivábamos las lacrimógenas. Ya estábamos cansados, era tarde y ya habíamos aspirado mucho humo de las bombas. Parecía que no nos daba la fuerza. Sin embargo, vimos a más compañeros de lucha uniéndose. Eran trabajadores, el bloque de mujeres. Eran muchísimos. Se sintió el apoyo y solo con ver eso me alegraba de que no fuéramos solo pocos los que estábamos luchando, fuimos muchísimos “zánganos” y con el pasar de los días se unirían más. ¡El movimiento indígena estaba en camino! Esos valientes inquebrantables que, sin duda, lo dan todo por todos. Fue un sentimiento bastante grande el que me invadió ese momento. Habíamos estado apagados y reprimidos durante el gobierno de Correa, pero esta vez era diferente, ya no nos callaríamos más. Ese día jueves hice un trayecto bastante grande para poder llegar a mi casa. Traté de ir en carros informales los cuales estaban prestando su servicio a $2 para que la gente pueda ir desde el Quicentro, más o menos, hasta “donde más avance”. Me pudo dejar en la entrada de La Bota. En ese momento sentía mucha calma porque toda la marcha fue un lugar perfecto para arrojar toda la ira que tenía dentro. A medida que iba caminando pude escuchar a personas gritando a la altura del Santa María del Intercambiador de Carapungo. “Vayan para allá”, gritaban unos jóvenes mientras trataban de huir de lo que al principio creía que era


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neblina. Estaban lanzando gas lacrimógeno. La lucha no solo estaba pasando en el Centro Histórico. La gente subida en el paso elevado gritaba desesperada “ya déjenlo”, “suéltalo, suéltenlo”, “no le peguen”, “ya déjenlo”. No sabía qué estaba pasando, no alcanzaba a ver. Unos chicos me supieron decir que unos “chapas agarraron a un guagüito, ahí le están dando de toletazos”. Se me puso la piel de gallina, pero aceleré el paso porque mi pa me estaba esperando a la altura de Llano Grande. Cuando crucé la Panamericana para evitar a los policías y el olor a gas lacrimógeno, empecé a correr porque vi a mucha gente huyendo. No entendía qué estaba pasando. Pude observar unos dos chicos que se lanzaron del paso elevado para tratar de huir, atrás de ellos venían varios policías motorizados con tolete en mano. Eran dos en cada moto. Solo pude ver que una moto se acercaba en dirección a mí y el policía de atrás estiró el brazo con el tolete en la mano, mi reacción al ver eso fue dejar de correr y quitarme la prenda que me cubría la cara hasta la altura de la nariz y la capucha. Después de eso solo aceleraron. Iban directo hacia estos chicos, quienes trataron de refugiarse por una puerta donde estaban algunos materiales del centro comercial. Los policías empezaron a gritar para que el guardia los sacara. Cuando salieron, ocho policías empezaron a golpear a los dos jóvenes. Me daba tanta impotencia no poder hacer nada para ayudarlos. Muy temerosa saqué mi celular y empecé a grabar lo que sucedía. Después de tantos golpes se los llevaron en las motos para que sean detenidos en la UPC. Después de ver tanta violencia me daba mucho pánico estar cerca de los policías, pero debía pasar por un tumulto cerca de la UPC, donde se encontraban casi todos ellos con algún tipo de instrumento de “defensa”.


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En todo este miedo que sentía me encontré con una chica, la cual estaba yendo en la misma dirección que yo, empezamos a caminar juntas. Me sentí más tranquila. Después de caminar y conversar con ella un tiempo le encontré a mi papi. Nunca me dio tanta paz verlo. Empezamos a caminar en dirección al carro para poder ir a casa, mientras veíamos imágenes súper caóticas de cómo se vivía todo esto en la Panamericana. La mayoría de calles estaban cerradas por las personas que moraban en el sector, mientras que otras preferían emprender su caminata para llegar a la Panamericana. Se podía ver en el regreso a casa como la gente salía en la noche con palos y cualquier tipo de cosas para quemar. El pueblo se había levantado y, en ese momento, no había fuerza policial que les importe. Salían a darlo todo. Describir el momento en el que por fin pude salir al voluntariado es algo que me trae alegría. Salir de mi casa hasta la universidad era lo que anhelaba hacer desde que todo comenzó. Cuando avanzábamos por la ciudad veía muchas partes calmadas, aunque casi no había carros ni gente afuera. A medida que nos acercábamos a la zona cero, se sentía un ambiente muy pesado y se podían observar las calles con el color negro intenso de las llantas quemadas. El olor también era diferente, olía muy fuerte. Una vez que ya llegamos con mi amiga a la afueras de la universidad, solo nos quedaba correr para que nada nos pase hasta ingresar. Al momento de cruzar la puerta, nos pidieron registrarnos con nuestros datos y nos asignaron una pulsera para determinar en qué parte íbamos a colaborar. Se sentía bien ver a tanta gente que venía a ser voluntario. Encontrabas a todas las personas reunidas en grupos desayunando y planeando como iban a manejarse afuera de la universidad para poder ayudarse en


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caso de que algo pasara. Todos los discursos inspiradores rondaban la parte de ingeniería, el Coliseo y sus parqueaderos aledaños. Llega ese punto de quiebre cuando, caminando por ahí dejando las donaciones que llegaban a cada momento, llego a escuchar que un líder en un grupo dijo: “Si es de morir, pues, moriremos”. Escuchar el compromiso que tenían con nuestra lucha, que literalmente lo daban todo por defender una vida digna para ellos y su gente. Se me parte el corazón al ver a un grupo de chicos jovencitos que estaban a un lado de todos. Uno de ellos, se paró frente a sus amigos y dijo titubeando: “Yo no me quiero morir”. En ese momento, algo dentro de mí se rompió y querían salir las lágrimas. Ver que la lucha era tan fuerte y que los compromisos eran mucho más fuertes que implicaban dejar la vida y darlo todo. No todos estaban dispuestos a morir. No todos imaginaban que la situación se iba a tornar tan violenta y que podían salir un día a luchar y nunca más regresar. La incertidumbre que se creaba al momento de que la gente salía con sus escudos y máscaras improvisadas de materiales reciclados era muy grande. Solo esperaba que todos puedan regresar a salvos al centro de acogida. Se vivían momentos desgarradores cuando venía gente con listas de personas desaparecidas, personas que buscaban niños y que tenían la esperanza de encontrarlos en alguno de los centros de acogida. Familias preguntando por algún miembro que no se encontraba con ellos y no sabían de su paradero. Otra de las cosas que causó impacto fue la manera en la que llegaban las personas en busca de ayuda médica urgente: había sangre por todas partes. Se podía ver gente indignada,


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¿y cómo no? Quién podría no indignarse con tanta represión y violencia que se vivía en las calles con los policías. Ver la frialdad que tenían al momento de lanzar gas, acelerar sus carros inmensos que podían pasar aplastando a alguna persona en cualquier momento, salir en caballos con toletes en mano para pegar a la mayor cantidad de gente. A partir de todos los momentos vividos en el Paro Nacional el mes de octubre de 2019, se puede evidenciar que las medidas tomadas por el gobierno, respondiendo a una lógica del FMI provocaron mucho descontento entre la población. Las medidas que se presentaron afectaban directamente a los grupos de estratos económicos bajos y medios. El discurso que manejaba el presidente Moreno fue que no era necesario mantener un “subsidio perverso a la gasolina”, ya que esto afectaba en gran manera a la economía del país. El pueblo trabajador, que en gran parte se veía afectado por todo lo que estaba sucediendo, tras 10 años de opresión en el tiempo de Correa, decidió decir ¡BASTA! a todas estas afectaciones que se estaban generando. Se convocó a una marcha en diferentes lugares del país, tratando de mostrar que el pueblo estaba inconforme con la decisión por parte de la Presidencia. La respuesta a la convocatoria de las movilizaciones por parte de diferentes actores fue una respuesta oportuna para tarde o temprano generar un diálogo con las autoridades. Varios grupos de estudiantes, trabajadores, transportistas, ciudadanos en general se unieron a la marcha. La opresión que se dio por parte de las fuerzas policiales fue, sin duda, desmedida. Las respuestas de los policías eran muy violentas. Todo por “tratar de recuperar la paz”. Por no dejar que unos “zánganos” irrumpan con la paz de la ciudadanía. ¿Pero en


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realidad era necesaria toda esa violencia? Si el gobierno no hubiera tenido esa idea “de no dar el brazo a torcer” por un simple hecho de mostrarse imponentes, se hubiera podido tener un diálogo abierto como se dio al final. Se pudo haber evitado todo el uso de materiales por parte de militares y policías que le cuestan tantos millones al Estado, invirtiéndolos de otra manera, apoyando a la producción. Se pudo también haber optado por otras medidas como no perdonar la deuda de 4,500 millones a los banqueros y los grupos económicos de élite. Es ahí donde uno se pregunta, ¿por qué al gobierno le duele tanto subsidiar la gasolina en pro de la mayoría de la ciudadanía que en serio lo necesita y no le duele perdonar a los deudores que representan un grupo pequeño? Toda Latinoamérica se levantará de ser necesario. Todos en pie de lucha contra las injusticias de todas las políticas neoliberales y de los actos de corrupción generados por parte de los gobiernos.



Decepción Manuela Oña Estudiante de Sociología

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os sentimientos que surgieron en la revuelta social son, de esa misma forma, revueltos. Sin embargo, cada una de las personas que lo vivió ya sea de forma directa o indirecta tiene un sentimiento que aflora con mayor fuerza. En mi caso, fue la decepción. ¿Decepción de qué?, me pregunto. Decepción de mí, de mi familia, de mis amigos, de los que no conozco, de los que reconozco aunque ellos no conocen ni mi nombre y tampoco les importa. Isabel Allende lo dijo, entonces, en su libro y yo lo siento muy cercano a mi realidad hoy: “Si las locuras se repiten en la familia, debe ser que existe una memoria genética que impide que se pierdan en el olvido”. Todos tenemos una historia. La mía comienza con la locura de una familia con ideales de la lucha por la justicia. No, únicamente, lo que es justo para uno mismo, sino la verdadera justicia, esa en la que no hablas en nombre de nadie, sino que juntos unen sus voces en un canto de orgullo por la equidad. De repente, un día me despierto y hay paro. No hago nada.


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Día dos: pienso en lo divertido de estar en casa y perder clases. Día tres: los transportistas abandonaron la causa. ¿Qué querían realmente? Asegurarse ellos, dejando atrás a los estudiantes que, en su momento, salieron a luchar por todos. Me pregunto ¿qué vuelve a los estudiantes tan impetuosos por la lucha por justicia? Isabel Allende hace tiempo ya me había respondido, aún antes de que siquiera surgieran mis dudas: “[…] en la universidad, la política era ineludible. Como todos los jóvenes que entraron ese año, descubrió el atractivo de las noches insomnes en un café, hablando de los cambios que necesitaba el mundo, y contagiándose unos a otros con la pasión de las ideas”. Supongo que eso les impulsa. Quizás sea lo que, en algún punto, me impulsa también a mí. He dormido demasiado. Día cuatro: los compañeros indígenas están en camino. Dicen venir por ellos, por sus hijos, por nosotros. Se despierta en mí un espíritu nuevo: la lucha significa algo. Necesito salir, necesito ver a mi gente, unirme a su voz. No lo hago. Día cinco: buscan voluntarios y yo puedo ser uno de ellos. Mi madre lo entenderá, mis hermanos entenderán. No, no lo hacen, yo tampoco. Me encierro en mi propia frustración. Cuando veo las noticias de la televisión nacional me imagino un caricaturesco diálogo entre ricos y gobernantes dónde se preguntan ¿cuál es la mejor inversión? Salud, educación… No. Mejor destinamos ese dinero a comprar todos los medios de comunicación, así podremos manejar a la opinión pública, que es lo que cuenta en realidad. Burlesca opinión de Allende que toma sentido en mi cabeza. Cuando por fin llega el día seis: veo noticias basura presentadas por la basura de la TV: “vándalos”, “terroristas” y


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“ladrones”. Esos son los calificativos que usan para definir a quienes yo llamo compañeros y hermanos; “al país se lo saca trabajando”, decían, gritaban, posteaban y recalcaban. La gente poco sabe del esfuerzo de los que, por culpa de este sistema, se han colocado eternamente abajo. Qué posición tan peculiar. Tuve una primera duda que golpeó mi cabeza en cuanto oí y leí estas posiciones adversas al paro. ¿Por qué alguien podría pensar así? No hay que engañarse. “[…] el imaginario latinoamericano está marcado por valores estéticos de origen colonial, que colocan a la mayoría de los indígenas en una situación deficitaria, que los rebaja y menoscaba su autoestima”. Ese es el problema con la lucha: quienes están a la cabeza son los indígenas “apreciados y defendidos por todos”, mientras no demuestran capacidades de autonomía. Finalmente, salgo al voluntariado. Me pregunto: ¿la gente está enojada? No, la gente está dolida. Dejan su vida, entregan su tiempo. ¿Y todo para qué? Para ser ignorados. No solo es el subsidio del gas, hay mucho más detrás. Ayudo y siento que soy parte del cambio. Este es mi deber y, finalmente, me decidí a cumplirlo. Entonces, ¿por qué me resulta tan difícil seguir en medio de esto, en medio del caos? ¿por qué solo pienso en volver a casa y refugiarme, alejarme de todo, alejarme de las ideas, de la violencia, de los policías, de la realidad? Otra vez, Isabel Allende me había respondido años atrás: “Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija –explicaba a Blanca–. Pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia”. Mi problema era que no sentía que había luchado por la justicia. Mi real problema era que la verdadera razón por la que había salido era en nombre de mi propia paz de conciencia. Algo que, por más idealista que sea, no traerá consigo la verdadera justicia.


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Día siete: evito todo, las noticias, las redes sociales y a cualquiera que esté dispuesto a devolverme al caos. Pienso en los policías, siento rabia. ¿Cómo pueden dar la espalda a sus hermanos, amigos, hijos y compañeros? ¿En nombre de qué? ¿Qué los guía? Dicen que es su deber, para eso les pagan. ¿En qué punto de la historia el dinero vació al hombre y lo volvió engranaje de una maquinaria sádica? Los detesto y, sin embargo, lamento su realidad. Luchan sin un ideal, tan vacía es su causa que sus propios dirigentes miran desde arriba mientras los rangos menores matan y destruyen a su propia familia. Matan, de a poco, con cada bomba y toletazo una parte de ellos mismos. Ellos también tienen un deber, pero no creen en él. Nosotros, los de afuera, solo vemos un mal banalizado, el mismo que fue descrito por Hannah Arendt al hablar sobre el juicio de Eichmann: “El problema con Eichmann fue precisamente que muchos fueron como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran y siguen siendo terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y de nuestras normas morales a la hora de emitir un juicio, esta normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas” (Arendt, 1958). El mal de los policías es aún peor que el de los enfermos sádicos, pues son gente que son como nosotros y que, pese a su normalidad, “bajo condiciones de tiranía es más fácil actuar que pensar” (Arendt, 1958). Ellos eligen no pensar. ¿Qué opción nos dejan? No nos queda más que odiarlos porque, de alguna forma, ellos eligieron sernos ajenos. Nos volvieron “los otros” a a quienes han dado la espalda. ¿Su deber con la Patria es más fuerte que su deber con la gente? Día ocho: no me atrevo a salir. Las calles son un caos y mi cabeza lo es el doble. Principal noticia del día: Bob Esponja es trending topic en Ecuador. Mi única pregunta es:


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¿para qué pasaron tantos años en la universidad para volverse periodistas y/o comunicadores? Lo mejor que pueden hacer con estas noticias de tanto interés es pasar una caricatura, la más alegre que pudieron encontrar, como si se tratara de algún tipo de burla. Tantos años, más de diez, pasaron reclamando su libertad de expresión y comunicación para terminar haciendo de su trabajo una mofa. Es entonces que, como nunca antes, se pudo evidenciar su doble cara. Es este momento tan crucial fue donde se entendió que su deber no era informar, sino que dependía de lo que solicitara el mejor postor. Para nuestra mala suerte, ese no estaba del lado de los derechos del pueblo. Es así que aparece nuevamente la imagen del deber. ¿Qué motivó sus acciones? Ya no son las órdenes seguidas por seres humanos vueltos máquinas. Ahora hay algo que desequilibra la balanza: el dinero. Día nueve: la crisis explota. Toda historia tiene un clímax. Este es el clímax de la historia del paro: violencia descontrolada disfrazada de “uso progresivo de la fuerza”, toque de queda impuesto con sólo 30 minutos de antelación para refugiarse. Entonces, lo escucho en un lugar tan distante como es la pequeña loma en medio del Valle de los Chillos, que es donde vivo: el golpe de las cacerolas empieza como algo pequeño y sin importancia y, de repente, se van uniendo más personas. Es su forma de protestar pues no todos pudieron salir a las calles a pelear. Golpean las cacerolas en su nombre, en nombre de sus hijos, en nombre de sus padres, golpean de esa forma estrepitosamente mágica que sólo se consigue cuando se permite que la frustración fluya y se exprese. Veo a los niños salir. Ellos no entienden lo que pasa pero si entienden que golpear ollas como si fueran tambores de guerra los hace formar parte de algo importante, y se emocionan, y salen. Marchan y alborotan a los vecinos que siguen dormidos, como si quisieran despertar más que los cuerpos:


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las almas. No puedo evitarlo y lloro porque he visto la decadencia del ser humano durante años, pero nunca así. Por primera vez, comprendo cuan real puede ser. Día diez: después de varias horas, con heridos e incluso muertos, empieza el diálogo y se termina el paro. No fue hasta terminar de escribir que comprendí cuan decepcionante es la fragilidad de mi propia decepción. Si soy realista, para el punto del clímax yo ya había cambiado. En el momento del cacerolazo, cambié nuevamente. Veo surgir un nuevo pensamiento, una nueva emoción de la que no me había percatado hasta que plasmé mi historia y mis vivencias en papel. La decepción de días se había vuelto ilusión de esperanza. Si bien parecía que en concreto no se había logrado nada, se alcanzó mucho. Se pudo sacar a flote problemáticas sociales que estaban ocultas tras una supuesta cortina de respeto, salió a flote el clasismo, racismo y la división ideológica de todos y cada uno de los ciudadanos. En pocas horas el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división comenzó a extenderse entre todas las familias. Pero, entre todo este caos, surgió un inexplicable brillo de esperanza, la juventud de los espíritus que están dispuestos a luchar por un nuevo mañana un poco más justo. Esa luz me la dieron esos niños que golpeaban sus cacerolas en nombre de su propia libertad. En este punto perdoné. Perdoné a los policías, a los racistas, a los clasistas, a la prensa y hasta a los políticos. Entendí que ahora es el momento para volcar a la juventud y a los espíritus jóvenes hacia la concepción de una nueva sociedad. Una sociedad en la cual los policías no dirijan sus golpes hacia su gente, donde racistas y clasistas no sean más que un cómico recuerdo del pasado, donde la prensa sea honesta y real y donde los entes políticos seamos


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todos. Así, tal vez, la lucha por la justicia sea el bien común y, sólo entonces, podré dejar mi propia decepción de lado. Será entonces que, por fin, podré dejar de hacer pequeños actos para calmar mi conciencia y podré dar grandes pasos hacia la lucha hombro a hombro, con todos los que por cientos de años han sido relegados por el sistema.



Fragmentos de Memorias Manuel Kingman G. Profesor Facultad Arquitectura, Diseño y Artes

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n lo personal, rememorar y tratar de generar una coronología a partir de las experiencias me resulta un ejercicio infructuoso; al recordar lo que hice en un solo día, la memoria me suele jugar malas pasadas: levantarse, bañarse, comer algo, salir al trabajo, escribir, preparar las clases y luego pararse al lado del pizarrón para contar sobre teorías leídas y escuchadas, pensamientos de otrxs que se cruzan con reflexiones propias y con algunas pocas anécdotas de situaciones vividas. Salir de la emoción de la clase a la sinrazón de las tareas administrativas, regresar a casa, jugar, descansar, evadirse de la rutina con series en las que se presentan espadas, castillos medievales e intrigas, mundos del siglo XI vistos desde el prisma hollywoodense del XXI. Si en esos días de normalidad y rutina a veces me es difícil recordar y dar sentido a lo acontecido, me es mucho más complicado tratar de armar en mi mente una cronología de lo vivido en el Paro Nacional. Quizás si hubiera llevado un diario de campo o habría tomado fotografías, quizás, quizás, quizás. No se me ocurrió llevar un diario de campo, y aparte de dos o tres fotografías y un pequeño video de cantos y


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zapateos en el contexto de una marcha, no lo documenté de ninguna otra manera. A pesar de que practico la fotografía, decidí no llevar cámara. Pensé que eso me iba a poner en una posición de observador y, por lo tanto, colocarme en una distancia frente a las situaciones vividas. Pero me pregunto: ¿Qué es lo que viví en el Paro, y cómo dar sentido a esas vivencias? Tomó la oportunidad de escribir este texto testimonial como una entrada para contar sobre esas experiencias concretas. Renuncio a testimoniar de manera cronológica y recurro a los pedazos, porque es de manera fragmentada como vienen esos hechos a mi memoria, y es de manera fragmentada, y cumpliendo muchos roles, como viví el Paro Nacional de octubre. Salí a las calles el viernes 4 de octubre, saqué limones, una botella de vinagre y una camiseta vieja para protegerme del gas, caminé hasta el Parque de la Alameda donde pensé que se iba a concentrar la protesta. Grupos de policías en motos fueron disgregando la manifestación, golpeaban con toletes y desalojaban a los manifestantes. En El Ejido, justo en la Avenida Diez de Agosto, se veía humo de lacrimógenas y barricadas que impedían que el trucutú avance. Go ahead, go ahead y sirenas era el sonido que transmitía un enorme parlante incorporado al camión. El vehículo aceleraba y rompía las barricadas, piedras eran arrojadas en defensa. A mi lado, cayó un herido por impacto de bomba lacrimógena en la frente. Las motos llegaron y en un momento nos vimos rodeados, corrimos hacia el parque El Arbolito, ahogados por los gases lacrimógenos. Luego escapamos hacia la Avenida La Patria, bajamos hacia la Seis de Diciembre, gritamos consignas, al rato fuimos desalojados. Como algunos manifestantes fueron perseguidos y apresados, cuándo pasaba la


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policía decidí sacarme el pañuelo y la gorra y tratar de pasar como gringo curioso. Regresé caminando a la casa. Creo que me sentí derrotado. Me da la impresión de que todavía no entendía el sentido de lo que estaba pasando. No recuerdo lo que hice el fin de semana. No salí el sábado a las calles cuando fue tomado el Centro Histórico de Quito. Me llegaron imágenes por las redes, vídeos en los que se veía a la multitud corriendo por unas escalinatas. Creo que fue el domingo cuando fui a dejar unas cobijas a La Salesiana, el día siguiente preparé sándwiches y guayusa para un grupo de comuneros que venía desde Chugchilán. No sé las motivaciones de las otras personas para involucrarse en el Paro Nacional. En lo personal, me pareció que estaba sucediendo algo importante y que era necesario estar ahí, apoyar ese proceso. Me sentí orgulloso de pertenecer a la Universidad Católica. La acción de abrir las puertas y recibir a los compañeros indígenas me pareció un acto de coherencia con los procesos educativos que la misma Universidad ha llevado a cabo en conjunto con diversas comunidades. En el Paro cumplí diversos roles. En la Universidad trabajé junto a varios estudiantes de la PUCE y otras universidades en la limpieza. Lavé tarrinas y cucharas, recogí la basura, limpié los rincones. Salí a una de las marchas, intenté llegar a la Plaza Grande, caminé al lado de un amigo que llevaba un gran tambor, nos juntamos a un grupo de mujeres que habían adaptado canciones populares con contenido relacionado con el Paro. Luego de salir del Centro Histórico, en la Plaza de San Blas, se improvisó un baile, recuerdo cánticos, zapateos, el tamborileo y el sonido de una flauta.


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En El Arbolito, fui testigo de la represión y los impactos de bombas y balas de goma en las personas. A cada rato se escuchaba el grito: doctor, doctor. Me encontré con una persona con el rostro sangrante pidiendo ayuda. También vi la rapidez con las que se activa el sentido andino de la minga: la cantidad de bombas era asfixiante, una chica propuso formar una cadena humana para transportar agua para apagar las bombas lacrimógenas, la cadena se formó instantáneamente y grandes cantidades de botellones fueron transportadas desde la Casa de la Cultura hasta las zonas de las barricadas que estaban a unos 400 metros de distancia. Mientras eso sucedía, varias personas pasaban repartiendo agua con bicarbonato y vinagre para mitigar los efectos de las bombas y algunas mujeres elaboraban escudos de cartón y tela. Mientras tanto, otras personas desgarraban pedazos de ropa para utilizar como pañuelos. Pasé una noche apoyando en la cocina de la Universidad Andina. Ahí aprendí de un chef a picar cebollas, cocinamos para 200 personas. Luego de las tareas, volví con una amiga a mi casa. En La Floresta había gente en las calles desafiando con cacerolas al toque de queda. Al día siguiente recién pude ver a mi esposa y a mi hija que se habían trasladado al Sur de Quito. Aunque mi hija Martina odió la situación del Paro, tanto por la incertidumbre, como por no poder ir a la escuela y también porque me extrañó durante esos días, en la noche disfrutó de golpear las ollas y escuchar los sonidos del cacerolazo que llegaban a esa terraza de Chimbacalle. Me pregunto si en estos tiempos “interesantes”, marcados por el capitalismo extractivista, la precarización laboral, la apatía generalizada, el racismo y la crisis climática, tiene sentido el disenso, la protesta y la presencia en las calles.


Impotencia Génesis Carvajal Estudiante de Sociología

V

er los días pasar lentos y temerosos desde el interior seguro de mi casa, no solo me dio una sensación de inutilidad o impavidez, también me hizo probar una cucharada de rechazo. No hacia la lucha que afuera se llevaba a cabo, sino a las paredes que me encerraban, que me condenaban a escuchar el discurso degradatorio y racista de ciertos miembros de mi familia. Rechazo a la desesperación de la aparente calma, de la charla vacía y los que-me-importismo por el otro. No quería estar allí. Irónicamente, me hubiera sentido más en paz conmigo misma estando afuera, entre esa gente que, con mi mismo perfil y mis mismos privilegios, luchaba por sus derechos y también por los míos. No me sentía tranquila, ni cómoda, ni superior, ni favorecida. Ni siquiera las redes sociales podían disuadir de alguna forma mi malestar. De alguna forma, busqué distraer mi mente, pero dentro de estos espacios, todo era igual a mantener una conversación burlona y vacía con mis familiares, repitiendo todo lo que decían en las noticias sesgadas de siempre.


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Comencé a eliminar y bloquear amistades cuando fue demasiado para mí soportar las agresiones verbales contra el movimiento indígena. No podía bloquear a mi familia ni sus opiniones. Me enfermó la ira y la ansiedad, sentía en mi estómago la impotencia, la veía en mi cara, en mis expresiones y en mi forma de dirigirme a todos. Llegué al punto de no querer hablar más. Simplemente, comencé a ignorar lo que acontecía, escuchando música o mirando series en Netflix. Quería distraerme de las conversaciones y los discursos de la gente cercana a mí. Varias veces les mostré que me sentía incómoda con sus bromas y su forma de tomar todo a la ligera. Aunque no quiera aceptarlo, aún existe en mi entorno el sentido del respeto hacia los mayores. Si les daba argumentos, me decían que exageraba o que estaba siendo grosera, cuando para mí era una respuesta similar a la que ellos me daban. Hubo algo que mi mamá me dijo y que no creo poder sacarlo de mi mente aún. “Si ellos estuvieran luchando por las injusticias y los derechos de todos, también yo saldría a la calle”. Unos minutos después veíamos la marcha feminista en apoyo a los indígenas y me pregunté ¿por qué ellas sí? ¿Por qué ellas sí encontraron que esos indígenas luchaban por y para todos? ¿por qué, pese a todo lo que creí lograr en mi hogar, aún existen este tipo de respuestas tan frías y antipáticas? Estoy segura que si fuera el caso de otras minorías, como luchas por el empoderamiento femenino o de la comunidad LGBT, mi mamá no hubiera tenido problemas en dejarme ir, no hubiera puesto tantas trabas e incluso me hubiera ayudado a acercarme a los centros de ayuda. Entonces, descubrí que detrás de todo ese apoyo también existían experiencias


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pasadas que hacían que a mi mamá le pareciera adecuado que yo apoye una causa e ignore otra. Ella es una mujer fuerte, que ha logrado todo y más, y por lo tanto me quiere como un reflejo de ella, pero bajo sus términos. Mientras yo no me ‘rebaje’, sino que me supere, que me vuelva más grande, está bien. Por eso, creo yo, ella no podía imaginarme igualándome a indígenas sencillos, hambrientos y de piel oscura. Estaba bien que yo quisiera luchar, siempre y cuando mis compañeros de lucha se parecieran a mí en toda regla. Eso me desilusionó incluso más. Me ahogó, porque sentía que yo necesitaba apoyo, yo, que tenía todo a mi favor. La impotencia se maximizó y se hizo culpa. Esto habla mucho acerca de la cultura racista que todavía está presente en los hogares. Un racismo oculto tras excusas, racismo que alimentaban los noticieros y los memes que circulaban en internet. Durante el diálogo que se llevaba en vivo entre los dirigentes indígenas y el Presidente, no solo no dejaban de hacer chistes de toda clase. Pero no era apoyo a los indígenas, era solamente rechazo al poder ejecutivo del país. No los estaban escuchando, vitoreaban todo lo que decían sin más, alimentando así también el odio hacia el otro lado, policías, militares, etc. Y yo parecía ser la única persona en mi casa que pensaba que realmente lo que se dio fue una serie de recriminaciones necesarias y de etiqueta innecesaria, pero sin respuestas contundentes de ningún lado. Ninguna opción, ninguna solución, porque claramente alguna alternativa tenía que haber. Consideré el derogamiento de la ley como un triunfo para el país, pero, nuevamente, quedó en mí una sensación de incertidumbre. Cuando dije en voz alta que todavía


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deberíamos esperar por la nueva ley que entre ambos grupos armarían, mi mamá me preguntó cuál sería la mejor solución. No supe que responder. De nuevo, estaba en el inicio, sintiéndome inútil, poco preparada para este tipo de situaciones. Todo este malestar se debe, creo yo, al hecho de que en mi hogar soy la única persona de mi edad. Además, soy la única persona con estudios sociológicos. Todos los demás eran adultos enfrascados en la idea de querer salir a trabajar, apegados tontamente al ciclo que para ellos han predispuesto otros y dispuestos a discutir, más no a dialogar con alguien menor. Este fenómeno generacional, según Mannheim, remite a unidades sociales que no se constituyen simplemente por su cronología, sino más bien por la incorporación de las personas en marcos socio-históricos específicos, por experiencias sociopolíticas compartidas, y formas de pensamiento similares. Cada generación, nos cuenta, se caracterizaría por tener una posición social única, basada en experiencias históricas que las identifica. Por ejemplo, para mis padres que vivieron gobiernos represivos a nivel dictatorial, el ‘toque de queda’ les causaba un terrible miedo, mientras para mí fue un impulso de rebeldía, más sed de revolución. En otro caso, los movimientos sociales e incluso las reuniones con ‘pensamientos de izquierda’ estaban totalmente vetados para ellos. Para mí, en cambio, han sido los que me han formado como persona. Cuando eres consciente de las injusticias, la desigualdad y la violencia, no puedes pretender que no existen.


Esperar la lluvia Christian Escobar Jiménez Profesor Facultad Ciencias Humanas Llueve y tú dices es como si las nubes lloraran. Luego te cubres la boca y apresuras el paso. ¿Como si esas nubes escuálidas lloraran? Imposible. Pero entonces, ¿de dónde esa rabia, esa desesperación que nos ha de llevar a todos al diablo? Roberto Bolaño

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spero por la lluvia. Desde hace algunas noches se pueden respirar las gotas sin condensar y, en esta noche en particular, la humedad forma una gasa que no termina de caer. Llover. Ése es uno de esos verbos que uno quisiera conjugarlos en presente indicativo y en primera persona: “yo lluevo”. Pero poco sentido tiene ya en este desierto. Me gusta ver las gotas que caen, guarecido bajo una visera en un lugar sin muros, porque así se siente el aire frío y lavado por el agua. Sentado en el corredor, presintiendo su llegada, no sé a quién rogar para que no suceda. En el descampado, cerca de una palmera inútil, pernoctan algunas personas, envueltas en cobijas. Prefieren la suavidad del


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pasto a la intemperie que un piso bajo techo. Solo la nariz que sobresale de entre todas las mantas advierte lo que contiene el bulto. En el corredor de la derecha, que cierra el ángulo casi recto que forma con el mío, la gente finge dormir. Si las gotas llegarían, en esta noche imposible, salpicarían el piso donde la gente se arruma como trastos, junto a las ollas de una cocina que siempre se mantiene en pie y tampoco duerme. Me levanto a fumar un cigarrillo antes de salir. No quiero hacerlo. Por la tarde, junto a dos voluntarios de fuera y tres estudiantes de medicina, tardé casi tres horas en recorrer poco más de un kilómetro de una ciudad que juega a la guerra. En el camino hasta el acopio de provisiones, a cuenta gotas, fuimos dejando las cosas que llevábamos a quienes lo necesitaban. Al llegar al punto médico en el parque, perpendicular a un edificio que arderá mañana, casi nada nos quedaba para repartir. Estoy cansado. Más de diez años de la tregua, la cooptación y el país de las carreteras me habían borrado la memoria de los efectos de agotamiento de las lacrimógenas. Después de varias noches sin sueño y cansancio, el mundo parece una masa confusa que se sostiene por una especie de ansiedad que no cede, como si esperáramos todo el tiempo por algo perentorio. ¿La lluvia? Todo se sucede, lo inútil se multiplica, se amontona en las bodegas del acopio, como ropa prestada para vestir a los muertos, zapatos que manchan las paredes, basura que se multiplica en las calles junto a las piedras de las barricadas, y contribuye a agigantar la borla de la informidad del mundo. Estoy cansado y ansioso, en ese orden. Tal vez sea miedo, pero el cuerpo no me deja distinguirlo. Desde el parque, a menos de un kilómetro, todavía se oyen los disparos y los gritos. Es casi medianoche. Desde que todo empezó, nunca


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se había combatido hasta la noche. Hasta ayer, parecía que la guerra tenía solo horario de oficina, pero hoy es viernes, y seguramente no habrá semana inglesa ni shabbath. Por lo menos no llueve, pienso. Poso mi mano sobre el césped para medir la humedad del sereno e imaginar el estado de la cobija de lana. Pienso en las gotas. Sencillamente es imposible correr con lluvia, una máscara y las lentes puestas. El mundo se empaña aún más. Sin duda, la guerra (¿la violencia física?) es una cosa de hombres, pero no de hombres ciegos. Para mí, toda pelea debe ser bajo una farola, para al menos ver lo que le digo a mi enemigo. En la puerta, una docena de chicos se agolpa y se prepara para salir. No salgan, les pido. No, profe, no podemos quedarnos aquí, dice Ariel, mientras sostiene la camilla. Lo que pasa es que no pueden irse solos, les replico. Me veré obligado a salir con ellos. Si no es por ustedes, háganlo por su querido profesor, les ruego con sorna, pero entre el suyo propio, a quién podría importarle mi cansancio. Entonces, si vamos a salir, llevemos la mayor cantidad de cosas posible. Frente a la puerta, empezamos a acumular todas las cosas que se han receptado en el acopio y que podrían necesitar en el otro recinto. Las cosas que acumulamos para llevar parecen interminables y mi cansancio me hace maldecir la tozuda generosidad de la gente. Envío un mensaje de medianoche a alguien a quien apenas he conocido en estos días, confirmando lo que se necesita. De antemano, todos sabemos la respuesta, pero no está demás. En las noches de frío (todas en este páramo en el que quiero quedarme, aunque algún alcalde no me lo hubieran aconsejado) el nombre de “El Ágora” cobra todo el sentido. Sacamos cobijas y colchas, que es lo que más se necesita. Hay heridos, dice uno de los dos


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Daniel de la noche, sosteniendo una de las camillas. Ariel carga la otra. Sí, hay heridos, confirma alguien. Debe de parecer tan razonable la aseveración que no me atrevo a preguntar quién lo vio o quién se los dijo. La corrección de las fuentes se me antoja como una especie de bien de lujo. Entonces, no podemos ir solos, digo. Los dejo esperándome en la puerta y voy hacia la carpa médica. Pido que un médico nos acompañe. A regañadientes, alguien se ofrece. Tiene miedo, se le nota en los espasmos de la cara, pero se levanta y asiente de todos modos. Los reúno frente al médico que les da unas pocas instrucciones básicas, necesarias, olvidadas. Parece que mis chicos quisieran constatar el mundo por sí mismos, darle nombre a algo que todavía no ha sido dicho, reclamarle al tiempo el ser inofensivos o ser tan útiles como ahora lo son los médicos. Alejandra llega. No se vayan, les pide. Después de todo, están por su cuenta, pero a nuestro cargo. Diles que no se vayan, me pide. Yo sonrío. Es asombroso que ella crea que alguien me va a hacer caso. Ella me abraza y llora. En este instante, parece que todo el cansancio vive en ella. ¡Ah, si yo habría contado todos los llantos que vi en el día! Fichas de dominó detenidas con unos pocos intervalos para continuar el camino. Una pieza golpea a la otra, una y otra vez, una y otra vez se contagian. El último del día había sido el de una mujer, más o menos de mi edad, con un niño pequeño en la mano, que me decía: dígales que vengan, que ya no peleen. Solo a Alejandra y a la señora se les puede ocurrir pedirle eso a mi cara inocua. ¡Qué falta de juicio! Eso hablaba más de su fatiga que de su desesperación. Así no se piensa claro. Señora, a mí no me hizo caso ni el cura cuando respondí “no” en el altar, le dije en broma. Ni mi hija me hace caso, añadí, viendo al niño. La mujer sonrió. Pienso en mi hija, dormida, plácida, ajena. Veo a mi niña, a mis niñas, a todas


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las niñas en los ojos de un niño que tose, con una camiseta tapándole la cara, tomando la mano de una mujer, gaseado y ensombrecido. El efecto dominó siempre funciona. El intervalo termina. Alejandra me va a contagiar el llanto, pero estoy tan cansado que me dejo ir. A diferencia de todos nuestros invitados, hoy en mí no hay resistencia. Buscamos mandiles, las medicinas, las colchas, las cobijas. Nos contamos en voz alta y salimos a la calle. Caminamos. ¡Cuánto odio la noble, torpe, novelera, necia y estúpida generosidad de estos chicos! Les voy repitiendo las pocas consignas que tenemos y me van contando las experiencias del día. Los disparos suenan cada vez más cerca y el cansancio empieza a ceder a la ansiedad. Frente a la puerta de El Ágora, pido tres voluntarios para llevar las cobijas y las medicinas al centro del recinto. Miro al techo. Tantas veces ha pasado algo similar allí que la repetición en el insomnio y la ansiedad parece un viejo sueño. Pellízqueme usted, que quiero levantarme, prefiero ir a la escuela que ver esto. En el camino, vamos dejando algunas cobijas. Me avergüenza el arbitrio de mi selección de a quiénes las entrego. Estoy en el sitio del acopio. De pronto, como si los otros disparos fueran la envidia del silencio, una explosión. El estruendo es tal en este lugar convexo y hueco que todos se levantan. Entonces, un miedo no desesperante le gana a la ansiedad. Apuro la entrega de las cobijas, mientras imagino un panzer y a su Rommel respectivo, disparando contra las barricadas hechas de adoquines robados a la calle. Terminamos la entrega y corro hacia la puerta. ¿Oyó, profe? Me preguntan en la puerta. ¿Brillante pregunta o inútil exclamación? No me detengo a averiguarlo. Corremos a encontrarnos con los otros. Nos volvemos a concentrar y a enumerar. ¿Quiénes faltan? Los voy a buscar. Quédense


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aquí, les pido. Permanecen allí, junto al médico que organiza con dos estudiantes de medicina el nuevo punto de atención. En la penumbra, se distingue un grupo de médicos de otra universidad. Apenas llegamos al sitio en el que están, la gente grita “ayuda, ayuda”. Las voces se multiplican y es más difícil distinguir entre todos los que la piden, quién la necesita. Irreflexivamente, Ariel y tres chicos más salen disparados. Voy tras ellos en mi papel de chaperón tardío. Alcanzamos el punto. No se necesitan camilleros, sí médicos. Se miran entre ellos ¿qué eres tú? Sociólogo, sociólogo, psicólogo, economista. Pero hay dos chicos de mandil. ¡Nuestra salvación! ¿Ustedes? Odontólogos. Bueno, después de todo, siempre hay alguna muela mala. Llegan los médicos del punto de avanzada. Se oye el ruido de una tanqueta moviéndose por los alrededores. Pero entre los disparos y los gritos es difícil distinguir de dónde proviene. Apostados en la azotea de un edificio que arderá mañana, se pueden ver a hombres de uniforme, armados. De vez en cuando, cañones de luz le roban las sombras al parque. En la oscuridad, hacia La Alameda, se oyen gritos. Un sonido indistinguible, nunca antes oído, un pitido electrónico e inquietante funciona como música de fondo de esta película a ratos sordomuda, a ratos a lo Tarantino. La banda sonora del teatro del absurdo. El ruido de las tanquetas continúa y una extraña sensación de quedar en medio de un cerco es inevitable. Los disparos no cesan. A diferencia de los paramédicos del punto de atención y de buena parte de los combatientes, nosotros no tenemos casco. No podemos estar aquí, no tenemos casco, digo. Volteo. A mis espaldas, una centena de hombres jóvenes se dispersa en el parque. La mitad están sentados ya. Ninguno es indígena. De la calle, como cereza de este


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pastel de incoherencias, un hombre avanza a zancadas con un escudo de madera, y un tronco de cuatro metros como lanza, cuya punta arde en llamas. Lanzarote al rescate. Va con pasos agigantados hacia una barricada, mientras todos tememos que caiga por un disparo. Excepto el sonido de la tanqueta que nunca aparece y sus propios gritos, todo lo demás es silencio. Ese hombre, con su espolón, sin ejército detrás ni objetivo distinguible al frente, termina por golpear su madero contra algo. Lo suelta y corre. Vámonos de aquí, les digo. Para completar la escena, una mujer rubia y maquillada, quizá de la edad de mi madre, recorre la zona con un sobretodo largo. Vámonos, les ruego. La calle parece una chistera con mil conejos improbables saliendo de ella. Vámonos, les grito. Todos asienten. Volvemos al punto en el que nuestros médicos se instalaron. Aquí todo está cubierto, digo. ¿Y en La Alameda, profe? Vamos al borde de la calle que separa ambos parques, pero los árboles son una sola sombra espesa que se esparce continua y no se interrumpe por nada de lo que ocurre alrededor. No, digo o sentencio por primera vez. Allí no hay nada, especulo. Repaso nuevamente a los muchachos del parque. Estoy seguro de que no hay indígenas. Todos los que quedan son jóvenes, muy jóvenes. Grupos dispersos, aquí y allá, agotados, taciturnos, espectadores de la aparición de ese Quijote absurdo yéndose directo contra el molino, embistiendo con su ariete a la nada. Ya en el puesto médico, un hombre se nos acerca. Se presenta. Con su brazo izquierdo, rodea el cuello de una chica de unos trece años. Se parecen. Seguramente es su hija. Hay muertos, dice, enjugándose los ojos. No me atrevo a preguntar dónde o por qué lo dice. Nos agradece muchas veces. No nos dejen, ruega. Abraza a su hija y llora un poco. Siento una fría vergüenza por nosotros. Cuando se reincorpora


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le pregunto por los que siguen peleando. Chicos de Quito, aquí no hay nadie de las comunidades. Al fondo, con excepción de los sitios bajo las farolas, todo, excepto la luz que acompaña a ese horrible sonido electrónico, es más borroso. ¿Qué explotó? Un tanque de gas o de oxígeno, responde. El hombre agradece nuevamente. Quisiera confesarnos, contarle cuán buenos camilleros somos, pero opto por despedirme. Una mujer y su hija se nos acercan. Para aumentar la vergüenza, también agradecen y preguntan si queremos avena. Mientras tomamos avena y comemos pan, el médico da las últimas instrucciones a los chicos a su cargo. Dos médicos y dos voluntarios más se quedan en el punto. Nos despedimos de ellos y recorremos el camino de vuelta. En el patio, Alejandra nos recibe. ¿Qué pasó? pregunta. Salvamos algunas vidas, dice Ariel. ¿Cuáles? Las nuestras, responde. No solo basta querer, les había dicho el médico. Pero qué más se les puede decir si estos chicos lo han querido todo, han hecho de todo. Nos sentamos a fumar. Se ríen de sí mismos, de su trabajo de improvisados camilleros, visitadores médicos, apaga bombas, zapadores, porteros, cargadores, cocineros. Cuentas sus historias. No cuento la mía, porque no la recuerdo del todo. A ratos, toco piedras con la punta de mis pies, repaso un casquillo que recogí un día o hurgo cualquier otra cosa en mis bolsillos como constatación de que algo ha sucedido. Me despido de ellos. Quiero evitar la cursilería de darles un abrazo. Mientras veo la noche que transcurre, recibo una llamada. Son los médicos que me preguntan si pueden terminar la guardia dentro del recinto porque la gente también se ha dispersado. Me cuentan el número de atendidos. Por alguna razón, sé que el edificio de las barricadas volverá a arder más tarde, en la mañana, como otra forma de constatación,


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como si alguien tambiĂŠn hurgara en su consciencia o sus bolsillos. El edificio arderĂĄ por el simple hecho de ver arder el mundo. OjalĂĄ venga la lluvia.



Escalofríos Paulina Muñoz Estudiante de Sociología

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l 02 de octubre de 2019, el presidente Lenin Moreno firmó el decreto 883 que ponía fin al subsidio del combustible. Leí esto como una noticia en el diario y en las redes sociales. En principio, estoy de acuerdo con que el combustible no tenga subsidio, desde un punto de vista de uso de energía y el costo ecológico que tiene. Pero en Ecuador este subsidio es otra cosa. Existe hace décadas y es parte de los esquemas de gastos de todos los núcleos productivos. Por lo tanto, su derogación tenía una influencia decisiva en el modo de producción de muchos. Especialmente de quienes trabajan en el transporte y en la agricultura. Estas dos últimas ramas de la economía son desarrolladas por grupos muy heterogéneos. Los transportistas están organizados en gremios muy poderosos. Lo he podido constatar con el solo hecho de vivir en Quito, ciudad que me acoge desde hace 4 años. Yo no soy ecuatoriana, soy una mujer chilena entrando en la década de los 40 y mi modo de ver estos procesos tiene origen en mi propia experiencia vital. Los primeros en reaccionar una vez firmado el famoso decreto fueron los transportistas, que sus medidas


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paralizaron a la ciudad. No era posible salir de la ciudad, tenían cerrado el paso al aeropuerto, no podían venir las mercancías de la costa. Esos días no pudimos ir a la Universidad y suspendieron las clases de los niños en los colegios. Como chilena de edad media, esto me parecía extraño. Sobre todo, en el tratamiento que el Estado le estaba dando a esta manifestación. Me acordaba bien de un paro de transporte que le hicieron al Presidente Lagos el año 2002. Estaba en pleno proceso el cambio del sistema de transporte de pasajeros en Santiago que termino con el fisco del Transantiago. Pero, en ese momento, Lagos y su ministro de transporte estaban diseñando nuevos recorridos para las micros. Entonces los gremios organizados paralizaron su actividad y se fueron a las entradas norte y sur para bloquear la ciudad. La respuesta del Estado fue rápida. Los Carabineros retiraron todas esas micros con grúas y metieron preso a medio mundo. Lagos usó una ley muy cuestionada en esa época que era la de seguridad interior del Estado que contempla altas penas de cárcel para los que atenten contra el normal funcionamiento del país. Sin embargo, aquí en Quito del 2019, yo no veía a la policía meter presos a los dirigentes, ni sacar buses o autos con grúas. Los transportistas estaban discutiendo con Moreno un trato especial. De algún modo el Estado seguiría subsidiando el combustible para ellos. El resultado de esta negociación fue que se bajaron de la movilización popular que estaba empezando. El segundo grupo más afectado eran los agricultores, que en Ecuador son pequeños y medianos. Además esta actividad, generalmente, está desarrollada por las comunidades indígenas de la sierra. Estas comunidades tienen un nivel bajo de tecnificación. Sin embargo, requieren de combustible para sus labores. En el discurso del Presidente Moreno la idea


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principal era que había que terminar el subsidio porque con los recursos de todos se apoyaba a los traficantes de combustible y a los dueños de autos de 40 mil dólares o más. No hicieron política antes del anuncio y el resultado fue a Quito en uno o dos días llegaron miles de hombres, mujeres y niños de las comunidades. Moreno decretó rápidamente estado de excepción y la noticia salió al mundo. Ese día nos llamaban de Chile nuestros familiares y amigos para preguntarnos qué pasaba y desearnos que estuviéramos en un sitio seguro. Para los chilenos de mi generación y mayores hablar de estado de excepción tiene una connotación especial. Inmediatamente vienen imágenes de violencia, de abuso policial, y de desabastecimiento. Los consejos urgentes, a los que atendí los primeros días, estaban todos relacionados con comida y agua. Mi mamá me decía todos los días: compra granos secos, no te pueden faltar porotos, lentejas, garbanzos, arroz y agua. ¡Junta agua, hija!, me decía preocupada. Sin más memoria histórica que la de una niñez en dictadura no tenía más herramientas para enfrentar esta crisis como madre de dos hijos y sin ninguna posibilidad de irnos a Santiago. Entonces partí al mercado a abastecerme de granos secos. Se me contagió el miedo de todos los compradores que llenaban sus carros de muchas cosas. Pensé que íbamos a tener que enfrentar un largo periodo de escasez. En el supermercado, rápidamente, se acabaron las cosas básicas. El escalofrío que se siente cuando calculas la comida que tienes y para cuántos días te alcanza, me recorrió el cuerpo. Volví a la casa y empezamos a vivir el toque de queda. Creo que esos fueron los momentos más estresantes de esos 10 días. Porque el domingo que amanecimos con prohibición de salir, yo miraba a la calle y veía mamás con guaguas paseando, parejas en tenida de deportes trotando


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hacia La Carolina, veía que pasaban autos por la Av. 6 de diciembre. Era un escenario extraño si todo lo que tengo de recuerdo es que los militares a cargo de una ciudad no preguntan nada. Tengo recuerdos de detenciones, de disparos, esas son las cosas que recuerdo cuando dicen toque de queda. No a mamás con guaguas o vecinos paseando con sus perritos. Las horas y los días que siguieron la protesta callejera recrudeció. Todavía eran mayoritariamente los indígenas de las comunidades los que estaban en la calle luchando por la revocatoria del decreto. Los enfrentamientos con la policía se hacían cada día más violentos. Había denuncias de uso desmedido de la fuerza, de lacrimógenas vencidas que hacían vomitar a la gente que estaba en la calle. Mientras tanto las Universidades del barrio universitario al que acudo cada día por mis clases de sociología (soy estudiante) fue escenario de momentos que creo que fueron fundamentales para mis compañeros. Ellos no habían tenido la experiencia de participar en una protesta. El rector de la Universidad Católica abrió un espacio de refugio para todos los que estaban en la calle. Esto también es totalmente nuevo para mí. Yo soy santiaguina y normalmente cuando hay marchas (todo esto antes del estallido social de 19 de octubre de 2019), la gente que participa es mayoritariamente adulta y de la propia ciudad. En el caso de las protestas de Quito, los protestantes son familias ampliadas de las comunidades. En la calle las madres caminan con sus hijos y llevan a sus guaguas amarradas en la espalda. Es por esto que en La Católica se abrieron albergues para que las familias pudieran pasar las noches, descansar, alimentarse. Es la primera oportunidad en que me tengo que enfrentar a una manifestación de esta envergadura como mamá. Qué difícil explicar lo que pasa a mis hijos para que


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entiendan porque no pueden ir a su colegio, porque no pueden salir al parque a jugar. Porque tienen que tener cuidado de la policía. Qué significa que las comunidades estén peleando en la ciudad si ellos son gente de campo. Porque hay que racionar la comida. La verdad, me dio tristeza. Siento que son muy chiquitos para entender la profundidad del problema de la pobreza y las incapacidades de los Estados para incluir a más nacionales en los proyectos colectivos. Cuando nos acercábamos al fin de semana del diálogo, seguíamos siendo testigos de los transportes que no dejaban de pasar por las calles llenas de gente gritando en dirección al centro. Una o dos veces, también, pasaron marchas de personas caminando. A esas alturas, Moreno se había retirado con el gobierno a Guayaquil y se estaba formando un ambiente de violencia cada vez más duro. Había rumores que iban a cortar el agua, y la policía parecía descontrolada en su tarea de mantener el orden. Tengo la sensación que, tanto en Ecuador como en Chile, las policías no tienen ninguna capacidad para cumplir con su deber de mantener el orden público. Quedan totalmente sobrepasados por la contingencia. Tanto en su capacidad como cuerpo, así como en el uso de la tecnología que tienen para controlar la protesta. La crisis de octubre fue larga y desgastante. Hubo un gasto de energía que todos sufrimos que no estaba pensado. El final de año llegó como regalo. Sentí mucho alivio cuando supe del diálogo. Me pareció impresentable que ese domingo recién Moreno hiciera política para quedar exactamente igual que antes de todo, pero con miles de detenidos, con muertos, con heridos, con todo el gasto social que significó la jornada de protestas. Esta experiencia tiene que dejarnos muchos aprendizajes y cosas para reflexionar.


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En el plano familiar, es importante como padres no tener a los hijos tan alejados en la burbuja de la casa. Me costó mucho encontrar la forma de explicarles lo que estaba pasando sin asustarlos tanto, ni generar en ellos condicionamientos que serán sus futuros prejuicios a la hora de analizar algo. Me parece que les traspasé sentimientos de desconfianza hacia la policía, pero es que las imágenes de las noticias hablaban solas. En el plano personal, me queda la tarea de seguir reflexionando sobre la importancia de la idea de nación. En mis estudios de sociología política hemos trabajado mucho sobre los análisis de construcción del proyecto nacional. Y vemos el déficit de Latinoamérica en todas partes. Esta política de Moreno de seguir los 10 mandamientos del FMI sin consultas previas, sin discusión en serio con los afectados, claramente, terminaría en conflicto. No es que tengamos problemas con el conflicto, porque la política es eso, pero hay que usar las herramientas democráticas, el diálogo. Desde el punto de vista institucional las preguntas pertinentes que nos quedan están todas ligadas a la idea de sumar a este otro excluido del diálogo. Esta experiencia que vivimos en Ecuador es un ejemplo de lo que pasa cuando los que hacen políticas públicas no hacen su trabajo. Entonces tenemos que preguntarnos: ¿hasta cuándo este modelo de hacer política pública puede seguir funcionando? ¿Cómo incorpora al diálogo democrático a los históricamente excluidos pero afectados directamente por estas decisiones? Es más, ¿hasta dónde podemos hacernos cargo de los deseos de instituciones como el FMI? ¿Por qué esas medidas que toman personas que no son elegidas por nadie, terminan siendo obligatorias para todos?


Acogida Alejandra Delgado Profesora de Sociología

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arece que una de las tareas más difíciles es desprenderse de todo aquello que nos hace mirar el mundo con el filtro de la formación profesional. Mirar los acontecimientos a través del análisis académico y tratar de encontrar “los hechos”, sus explicaciones, sus consecuencias, sus relaciones, resultaría la labor más adecuada para una persona que se desenvuelve en el ambiente académico. Sin embargo, el volver los ojos atrás, para pensar en los eventos de octubre, me remite sobre todo a sensaciones y sentimientos que no pueden ser atrapados por la racionalidad de las palabras. No puedo contarlo con datos, desconozco las estadísticas al respecto. Por ello, voy a contarlo a través de mi experiencia, de lo que recuerdo, o de lo que decidí guardar en mi memoria con profundo cariño y agradecimiento a quienes estuvieron conmigo durante esos 8 días en el centro de acogida. Recuerdo ese octubre como una suerte de paréntesis que me traslada a un lugar lleno de sensaciones. Las instalaciones de la PUCE se habían convertido en centro de acogida humanitaria con brigadas funcionando las 24 horas del día.


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Las aulas se convirtieron en centros de acopio: ropa, medicinas, útiles de aseo, cobijas, colchones, cartones que hacían las veces de colchones, pañales y alimentos. Las donaciones empezaron a llegar desde la noche del 6 de octubre, y su llegada no se detuvo hasta que el centro de acogida se levantó el 14 de octubre. La cocina, de inicio, improvisada en uno de los pasillos con una mesa de plástico de la coordinación de deportes, en la que, con un cuchillo de mesa, sobre una tapa de metal, los primeros voluntarios picaban cebolla para preparar una olla de arroz, se equipó de a poco con la generosidad de la gente que traía cocinas industriales, ollas, cucharones y todo lo que consideraban que podía ser de utilidad. Traían lo que creían que era necesario para alimentar con dignidad a más de mil personas con tres comidas diarias. Nadie, o al menos así lo percibí yo, traía lo que le sobraba. Las buenas intenciones de la gente lograron instalar dos estaciones de alimentación, cada una con dos cocinas industriales, ollas, vajilla, y equipos permanentes organizados con sistema de relevos. ¿Los cocineros? Voluntarios auto convocados que venían a apoyar. Estudiantes, ex estudiantes, personas que tenían negocios de comida y que pensaron que sus manos y su sazón serían útiles. Esas estaciones prendieron sus hornillas y solo interrumpieron su funcionamiento para cambiar los tanques de gas y claro, cuando las cocinas debieron ser guardadas y los tanques de gas embodegados para evitar que, por accidente, una bomba lacrimógena caiga en el lugar. Los días transcurrían de una forma particular. Se habían organizado brigadas con un sistema de relevos para que el sitio no deje de funcionar ni un solo instante. Las 9 brigadas estaban organizadas en tres turnos. El primero de 7h00 a 14h00, el segundo de 14h00 a 19h00 y el tercero


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de 19h00 a 7h00 del día siguiente. Se habilitaron aulas para que descansen los voluntarios, unos dormían en sus asociaciones de escuela, otros optaban por dormir en el centro de acopio, del cual eran responsables, improvisando camas sobre la ropa donada, los pañales e incluso sobre los costales de arroz. Los voluntarios que decidíamos no regresar a nuestras casas, también debimos solicitar una mudada de las donaciones de ropa que, valga la pena señalar, salvo poquísimas excepciones, estaba limpia y en buen estado. Los médicos, enfermeras y fisioterapistas, instalaron puntos de atención en perfecta coordinación con otros centros de atención. Los psicólogos instalaron un área de intervención en crisis y áreas de cuidado infantil. Y bueno, los profesionales de otras áreas, hacían lo que se necesitaba para que la cotidianidad no sea tan violenta para la gente que había llegado a este sitio buscando descanso. Artistas recogiendo basura, geógrafos recibiendo donaciones, arquitectos lavando los platos o armando camillas para trasladar a los heridos, economistas repartiendo ropa, sociólogos cocinando, comunicadores llevando alimentos a otros centros de acogida, biólogos trasladando heridos. Se estableció un código de convivencia, poner las manos donde las necesiten. Las necesidades de insumos variaban a cada hora. Se necesita proteína animal y verduras; se necesitan gasas, bicarbonato de sodio, vinagre, talco, cepillos de dientes, analgésicos parentales, guantes quirúrgicos, equipos de venoclisis; se necesitan zapatos cómodos, gorras y cobijas. Una hora más tarde, ya no se necesitaba. La generosidad había abastecido el centro de acogida. Lo único que no se logró conseguir con la velocidad deseada, fueron medias. La gente alojada necesitaba medias. Sus pies estaban quemados, llenos de ampollas y, necesitaban medias. Antes de octubre,


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no se me hubiera ocurrido pensar en lo importantes que son las medias. Habíamos logrado, con relativa eficiencia para utilizar los términos actuales, armar la logística para la acogida humanitaria de aproximadamente 1000 personas que, de manera itinerante, pernoctaba en el espacio habilitado. Sin embargo, y aunque la logística estaba organizada, para lo que vivimos durante esos días, nadie podía haber estado preparado. Cada vez que llegaba un herido, a veces caminando, otras veces inconsciente. Cada vez que se escuchaban los llantos de un niño o una niña extraviados. Cada vez que se oían los desgarradores gritos de una madre, cuyo bebé ya no respiraba después de haber corrido más de seis cuadras para huir de los gases lacrimógenos. Cada vez que las mujeres lloraban en las noches porque no llegaban sus maridos. Cada vez que los maridos llegaban para que los médicos curen las heridas de sus mujeres. Cada vez que los comuneros se limpiaban la sangre y, con un cartón sobre la cabeza, salían a buscar a sus compañeros que quedaron atrás. Cada vez que los voluntarios salían a llevar medicamentos o a traer heridos y transcurrían horas hasta verlos llegar, uno a uno, con los ojos rojos y la mirada vencida. Cada vez que llegaban fotos o videos de nuevos incidentes. Cada vez que eso ocurría, la angustia se apoderaba del ambiente y eso se reflejaba en el rostro de cada uno de los voluntarios que, sin perder la fortaleza, respiraban profundo y con la sensación de tragar agujas seguía cada uno en su tarea. No había espacio para decaer, al menos, no emocionalmente. Los que en ocasiones no podíamos esconder las lágrimas, buscábamos un sitio oscuro y el hombro de alguna compañera o algún compañero voluntario. Las mamas


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de las comunidades, siempre estuvieron atentas para acoger a quien aparecía con mirada triste, rostro afligido o temblor en las manos. Para situaciones más complejas estaban los psicólogos, que también hacían rotaciones de 24 horas. Ahí aprendí, sintiéndolo en la piel, el significado del término “contención”. Probablemente, una de las tardes y noches más complejas, fue la del 12 de octubre. Sentada sobre un costal de arroz en la sala de acopio, abrió la puerta uno de los voluntario y dijo: “aquí les dejo vinagre y bicarbonato, mascarillas no hay”. La coyuntura política de ese día no viene al caso en este relato, lo cierto es que se escuchaban motos, explosión de bombas y, por supuesto, gritos. Ahí sentados en la sala de acopio, los voluntarios convirtieron unas telas en mascarillas y salieron a ver en qué condiciones estaban las personas que ya habían regresado a descansar en el coliseo. Los voluntarios habían pedido a todos que ingresen al coliseo y, con cadena de manos, impedían la salida para que no haya provocaciones con las motociclistas que rodeaban el campus. Otros voluntarios repartían las telas con bicarbonato para cubrirse la cara, otros preparaban la ruta de evacuación, otros desmontaban la cocina porque los tanques de gas estaban expuestos, cubriendo con mucho cuidado las ollas que contenían alimentos. Si perdíamos eso, nos quedábamos sin comida para la cena de 1000 personas. La gente que se refugiaba de los gases seguía entrando al campus y los voluntarios, preocupados por la integridad de los albergados, les pedían que entren al coliseo. Había cinco personas en el patio que cubrían sus cabezas con cartones y protegían su rostro con un envase de galón de agua partido por la mitad, que simulaba una mascarilla. En la tapa


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del envase, habían colocado un trapo con bicarbonato para menguar los efectos de los gases. Se acercaron dos voluntarias y les pidieron que, por su seguridad, entren al coliseo a lo que ellos respondieron, “tenemos que quedarnos aquí para sacar las bombas, ustedes no saben patear bombas y tenemos que protegerles”. Creo que hasta ese momento, no había entendido bien, al menos no en la piel, el significado de la palabra “reciprocidad”. Contado, quizás puede no tener mucha emotividad, pero esas palabras me conmovieron hasta las lágrimas. Con todos resguardados, mientras la cadena humana estaba en las afueras del campus exigiendo que se respete la zona de paz, volvimos a sentarnos en la sala de acopio. Había seis voluntarios además de mí. En ese momento, mientras las bombas seguían sonando afuera, les pregunté ¿por qué creen ustedes que estamos aquí? Uno de ellos respondió: no podríamos estar en ningún otro lugar. Todos estábamos ahí porque quisimos, nadie nos obligó. Estábamos ahí más de seis días y a pesar de que no era el mejor de los momentos, nadie quería salir de ahí. Para ser honestos, nadie podía salir de ahí. El toque de queda y los acontecimientos de la noche, aumentaron significativamente el número de personas que durmieron esa noche en el campus. No solo las personas de las distintas comunidades que no alcanzaron a llegar a los otros centros de acogida, los niños, niñas y sus madres que fueron evacuados del ágora de la Casa de Cultura, sino también 200 voluntarios que ya no pudieron regresar a sus casas, sobretodo médicos y paramédicos que debieron abandonar los centros de atención cercanos al parque El Arbolito. Esa noche, el sonido de las bombas nos acompañó en el desvelo. Tal como estaban las cosas, las personas, sobre


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su trozo de cartón, no podían hacer otra cosa que tratar de descansar y esperar con ansias que amanezca para salir a buscar a los que no llegaron en el transcurso de la tarde. A cada momento se requería contactos de abogados. En medio de la preocupación, el dolor de las decenas de heridos, y las llamadas a otros centros de acogida para ubicar extraviados, a lo lejos empezó a escucharse el agudo sonido del metal. Eran los vecinos, que con olla en mano llegaron hasta la esquina de la Veintimilla y 12 de Octubre. Personas de los edificios aledaños también salieron con sus ollas, sartenes y cucharas de palo a los balcones y ventanas. Exclamaban fervorosamente y al unísono: ¡no están solos, no están solos, no están solos! Esa no fue solo una manifestación de solidaridad, era el equivalente al abrazo cariñoso que una necesita para volver a conciliar el sueño después de que ha despertado perturbada por una pesadilla. Ese gesto nos permitió recuperar la calma y, más aún, recuperar la esperanza. No vi ninguno de los rostros, pero fueron las voces más melodiosas que jamás había escuchado. Durante la noche, los quemadores de la cocina no dejaron de hervir agüita de canela o café que era acompañado con pan o tortillas de maíz. En la fila para recibir café con pan, pregunté a unas cuantas personas que llegaron desde el primer día: ¿hasta cuándo se van a quedar ustedes?, ellos y ellas respondieron todos en coro, ¡hasta el último! Desde ese momento, no dejo de pensar cuándo fue la última vez que estuve tan comprometida con algo en lo que me quedaría hasta el último.



Tiempo Karla Rosero Estudiante de Sociología

Día 2

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l paro nacional había sido anunciado hacia dos días y no pensé que fuera a ser tan dramático. En mis 19 años de vida no había escuchado de uno o, al menos, no lo recuerdo. En el segundo día de las manifestaciones las cosas parecen estar bastante calmadas en Esmeraldas (mi casa). En las ciudades grandes como Quito, se nota el caos. No hay facilidad de movilización, no hay buses ni taxis, solo ubers. Las noticias no transmiten mucho de lo que acontece, pero yo estoy un poco alarmada, porque el presidente ha salido en cadena nacional decretando estado de excepción. Hace poco empezamos a ver de qué se trata dentro de la Constitución, así que aun no entiendo lo que significa del todo. Por suerte, hablé con mi mami. Dijo que esté tranquila, que los transportistas siempre hacen huelgas por la subida de la gasolina y cuando se reúnan los dirigentes con el gobierno y hagan acuerdos medios turbios para que todo cese, pasará el problema, pero que subirán de seguro el pasaje del transporte público.


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Las protestas aún no parecen salirse tanto de control, pero se nota que se reprime al que es y al que no es. Aún no sé mucho de leyes, pero tenía entendido que la libertad de expresión es un derecho. Solo noto hipocresía en este gobierno. No lo aborrezco ni estoy a favor de ningún otro dirigente, pero soy consciente de que ha pasado dos años de su mandato diciendo que está abierto al diálogo. Estoy muy segura de que las manifestaciones del primer día no fueron violentas. Al menos, no era la intención de gran parte de los que salieron a marchar. Mis compañeros de clase parecían bastante felices por ir a marchar, como para que dicha marcha fuese realmente un ataque hacia el Gobierno o algo parecido. Día 3 Los indígenas han anunciado su arribo a la capital para el día lunes. He visto algunas publicaciones en Facebook. Es muchísima gente y me llena de sentimientos saber que son personas tan unidas y que, si algo no les parec,e todos vienen en comunidad a exigir ser escuchados. Es viernes, se oyen rumores sobre la importancia de abastecerse de agua, comida y todos los insumos indispensables porque el paro va para largo. Dicen que si los indígenas han anunciado su llegada es claro que las cosas van a empeorar, que ellos son gente con temperamento fuerte. Muchos de ellos no han de venir a querer escuchar explicaciones. Y muchos otros comentarios. No tengo idea de si sea cierto todo lo que dicen, pero la forma en que los describen es bastante grotesca. Me empiezo a atemorizar. Hoy hubo saqueos en muchísimos locales en Guayaquil. Se supone que hay gente que viene a luchar porque no le parecen las medidas, porque considera que su voz tiene que ser oída y es el Gobierno


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quien debe escuchar, pero como siempre hay personas que se aprovechan de la vulnerabilidad de lo demás. Me imagino todo el trabajo que debe haber implicado para todas estas personas poder conseguir un local donde ponerse un negocio. No es fácil tener un negocio, levantarte cada día de tu vida temprano y en ocasiones cerrar tarde solo para poder conseguir un sustento para sus hijos, padres, familias. Nadie sabe el sacrificio que ha hecho cada quien para llegar donde está y por eso mi indignación es tan grande. Considero que hay personas pobres y que uno puede ser pobre pero que eso no justifica, por ninguna razón, que seamos deshonrados y arrebatadores del esfuerzo de los otros. Cómo es posible que no les duela llevarse una nevera, un plasma y tantos otros electrodomésticos con ese nivel de descaro, dañar puertas lanfor de supermercados, farmacias, y otros locales. Me parece algo más que vil. Le están quitando las ganas de levantarse a trabajar a alguien que quizá ha tenido que sacrificar tiempo con su familia para generar lo suficiente para comer. A las 4 pm ha vuelto a llamar mi mamá. Por la situación, llama más veces de lo habitual. Le he dicho como me siento y que quiero irme a mi casa, que me da miedo estar en Quito. Me ha sugerido llamar a mi tío y pedirle que me lleve al terminal en su carro. Cuando hemos llegado al terminal resulta que no hay buses para ir a ningún sitio, y un señor de una buseta se está ofreciendo llevarme, pero no me inspira mucha confianza. Minutos después, le pregunto cuántas y cuáles son las otras personas que va a llevar a Esmeraldas. Me acerco a estas personas y, al escucharlas hablar, de inmediato me siento más tranquila. Supongo que saber que hay más gente como yo, que intenta regresar a Esmeraldas y que habla de la forma a la que estoy acostumbrada a escuchar,


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me da un respiro de alivio. Emprendí un viaje de 6 largas e incómodas horas para volver a casa. He pasado un fin de semana muy tranquilo. Pero ya ha dicho mi mami que el domingo temprano debo regresar a Quito poque puede que, a pesar de las manifestaciones, las clases no sean postergadas. Día 4 Los buses empiezan a circular en Quito según veo en las noticias. Sin embargo, es solo por las sanciones mencionadas si se niega a dar el servicio de transporte público. Veo que han subido el precio de los pasajes entre 0,05 y 0,10 centavos, dependiendo del bus al que te subas. Definitivamente, tendré que aprender a andar en bici. Para muchos, 10 centavos es nada, pero ese incremento del pasaje representan mucho en la economía de mi familia. Ya tengo bastantes limitaciones en situaciones hasta de alimentación, no necesito más. Día 5 Ya es domingo. No quiero viajar, pero como la universidad no se ha pronunciado acerca de que las clases se postergan, no tengo más opciones. Tras horas y muchas publicaciones de los estudiantes exigiendo que se vele por la seguridad de ellos, la universidad se ha pronunciado sobre el aplazamiento del retorno a clases. Son las 20h00. Es de noche y estoy tan molesta que no creo que se los pueda expresar del todo. Han tenido todo el día para decir que no habría clases y han esperado hasta el último momento. Pude haberme quedado en la tranquilidad de mi casa en Esmeraldas, pero no, ellos me han arrebatado esa oportunidad. Ahora debo vivir la angustia de estar en esta ciudad con miedo y sin poder salir de las cuatro paredes de mi departamento. Mañana ya es lunes, ¿llegarán los indígenas?


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Día 6 Mi hermano, finalmente, ha llamado. Se supone que vive en el mismo departamento que yo, pero no es cierto, rara vez viene a dormir. Me han invitado a pasar el resto de los días del paro en su casa, y he aceptado. Por si no lo había mencionado, ya no tenía comida y como todo está cerrado no hay muchas opciones como para negarme. Por otro lado, he escuchado que ya llegaron una parte de los indígenas. Creo que no lo dije antes pero el viernes los transportistas ya anunciaron el cese del paro por su parte. Los indígenas llegaron en buses, en camionetas en las que traen vacas o mulas. Fue impresionante para mí saber que se han echado un viaje bastante largo. Al llegar, hubo una organización increíble por parte de muchas organizaciones, incluso de las universidades. He visto miles de imágenes de estudiantes de medicina de la Central que curan y acompañan a los heridos, porque aunque se niegan a aceptarlo hay muchos. Los estudiantes de la Salesiana y la Católica (que es donde estudio) shan formado centros de acopio, han pedido voluntarios e implementos de todo tipo. Van saliendo adelante. Día 7 La llegada de los indígenas continúa. Hay muchísimas personas detenidas. Yo no salgo ni a comprar agua porque estoy desconcertada. Nunca en mi vida había vivido una situación de tanta tensión, aun sin estar involucrada de manera activa. Las clases llevan más de cuatro días suspendidas. Muchos se deben haber alegrado, pero conforme van pasando los días empieza a sembrarse una incertidumbre tal, que es inevitable pelear con quienes están en casa. El Presidente parecería haber pensado, “bueno como vienen


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los indígenas, me retiro a Guayaquil”, porque ha decidido trasladar la sede de Gobierno a dicha ciudad y restringir la entrada de cualquier ciudadano. En mi opinión, está huyendo. Parecía muy firme sobre su decisión en cuanto a las medidas económicas y esto me hace pensar que ha perdido la seguridad. Por otro lado, una de las cosas que más me causa gracia de todo esto, por no decir que repugnancia, es saber que hoy se convocó una marcha por la paz por parte de la alcaldesa y ex alcalde Guayaquil. Dicen que los indígenas son unos ladrones, que vienen a usurpar la Patria. Si mal no recuerdo, los únicos que salían en videos robando a supermercados, locales, farmacias, eran las mismas personas de esa ciudad, Guayaquil, específicamente el Guasmo. Día 9, 10, 11, El presidente ha basado su discurso de las manifestaciones en que todo se trata de un golpe de estado. Desde su perspectiva, todo lo que hay detrás del paro es una red organizacional dirigida por el expresidente Rafael Correa y ejecutada por medio de los indígenas y quienes fueron sus seguidores en el correísmo. Día 12 La represión hacia los manifestantes es tan atroz que me da pena por la gente que continua en la lucha. El día de hoy faltando 30 minutos para las 15h00, el Presidente ha decretado toque de queda. Así, de la nada. Toda la gente que estuviera en la calle podía ser detenida, apaleada o, incluso, asesinada. Dependía de lo quisieran los policías. Es todo tan chocante para mí. Se imaginan la desesperación de todas esas personas que viven a una hora del centro ¿cómo habrán tenido que hacer para llegar para no correr peligro? Asumo que muchos pidieron alojamiento, al menos, hasta


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que todo pase. Increíble ser tan inconsciente con el otro. ¿Era su única opción para reestablecer el orden? Han pasado doce días y la gente sigue en las manifestaciones. Esto es una señal de que realmente no habrá forma de que los calmen. A pesar de todo eso, la gente se organizó e hizo el cacerolazo desde sus casas, como muestra de que no los van a callar, que aún queda mucho por decir. Se tiene previsto realizar otro mañana a la misma hora. Día 13 Se dice que hoy habrá diálogo por parte de los representantes indígenas y el gobierno. No se ha revelado el lugar por el riesgo de que haya gente que intervenga. El diálogo ha sido transmitido por televisión nacional. Me siento muy orgullosa de saber que han podido decir todo lo que tenían por decir. Hay dos frases que no puedo olvidar del dialogo. La una es: “Señor Presidente, tiene un montón de ministros vagos, que lo hacen quedar mal. Cuando los llamo nunca contestan pero hoy mi celular no para de sonar”, dijo Jaime Vargas. Y la otra, que no recuerdo quien emitió decía: “Somos los dueños del petróleo. Está en nuestros territorios y no tenemos una sola carretera con cuatro carriles, pero vaya mire las grandes ciudades como Quito y Guayaquil”. Me llegaron tanto esas dos frases porque a pesar de no pertenecer a su cultura estoy más que consciente de que tienen razón. Sobre todo en la segunda. Solo he ido una vez al Oriente y no pude tener un viaje tranquilo, de tantos baches en las calles. Incluso, había una vía que estaba por la mitad y que los carros tenían que turnarse para cruzar. Espero y esto no sea solo novelería por parte del Gobierno de que están dispuestos al diálogo y que no tomen decisiones que solo causarán este tipo de situaciones. Tras el diálogo se ha


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decidido revocar el decreto 883, que es el paquete de las medidas económicas. Me siento tan aliviada de que por fin se acabó. El nivel de encierro que estaba viviendo era impresionante. No creo que sea posible que desee estar un día más en este departamento. Quiero ir a un sitio donde vendan almuerzos y poder probar comida que no sea reciclando lo poco que queda en una nevera. Quiero salir de aquí. No tengo idea de cómo hará la gente que está encerrada para no sentir que el mundo se acaba dentro de esas cuatro paredes. El día de mañana se reanudan oficialmente las clases, pero todo lo que ha dejado estos 13 largos días ha sido tan intenso que creo que lo único que no me hará derramar lágrimas al contar mi experiencia de encierro sería poder ir a casa. Después de esto días de encierro me pregunto ¿quiénes son los ladrones del pueblo? ¿El Gobierno continuará culpando por todos sus males y desgracias al ex presidente Rafael Correa o será que, finalmente, empezará a apoderarse de la situación en la que se encuentra para solucionarla desde allí? ¿Si no se sube el precio de la gasolina, qué precios subirá el Gobierno para recompensar dicha pérdida? ¿Fue suficiente con la derogación del decreto 883 para los manifestantes? ¿Se respetarán los acuerdos estipulados en la reunión emitida por televisión nacional? ¿Qué otras opciones propondrá el Gobierno para salvar la economía nacional? ¿Es, realmente, el final del paro la calma tras la tormenta o solo se buscó calmar las aguas un tiempo?


De la impotencia a una salida desesperada Nicole Ron Estudiante de Sociología

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ómo entenderías tú tener que levantarte un día y simplemente no tener tu rutina normal. Creo que son cosas que nos abren los ojos y nos empujan, de manera violenta, a la realidad. No a la realidad común que nosotros mismos formamos día a día, sino esa realidad que tratamos de difuminar, esconder, perder. Creo que nadie sigue siendo igual que antes, sea de un lado o del otro nos hicimos conscientes donde estamos, con quien vivimos, que clase formamos y a donde están dirigidos los intereses del país. ¿Fue necesaria una revuelta así? Completamente. Porque entre todos los lujos, los cuales no agradecemos ni valoramos día a día, esa fue la luz para decirme “tienes tantas cosas alrededor, pero nada de eso te sirve”. La incomodidad fue lo que me hizo sentir impotente, de qué nos sirve tener tanto o tener más que otros cuando esos otros luchan por nosotros a cambio de lo justo, no de privilegios. La desesperación me permitió alejarme de todo lo que me hace sentir a salvo, quiero sentirme incómoda, quiero sentir miedo. Es nuestra gente, son nuestros hermanos y hermanas que defienden lo que ha sido suyo desde mucho antes, y que nosotros les quitamos.


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Impotencia. Es el punto de partida en el cual muchos nos encontrábamos y el cual nos unió. Ser parte de algo así, definitivamente, no era casualidad, había algo detrás que nos llamaba. No queríamos sentirnos impotentes, inútiles, privilegiados, cómodos; puedo afirmar que un sentimiento negativo te puede impulsar a realizar cambios positivos en tu vida, en la conciencia. Sobre todo, te puede dar un empujón a enfrentar el miedo o la costumbre que tanto no adormita. Sé que como yo muchos de nosotros habremos sentido esto, vernos al espejo, ver nuestras casas y no querer eso nunca más. Cuando llegó el día de salir y romper muchas cosas, no solo en mí sino en mi círculo familiar, supe que mi papá, que con orgullo disimulado me miraba y me aconsejaba, sintió dentro de él lo mismo que yo: impotencia. ¡Papá, somos indígenas también! Mi abuelo hablaba quechua, aunque mi abuela tenía riquezas. Papá, tus amigos son ellos, los que están viniendo con plumas coloridas desde la selva más profunda, y están ahí por quienes me has enseñado a agradecer cada cosa, a respetar cada vida y a respirar la naturaleza. Mi impotencia, que se convirtió en llanto, no solo me hizo sentir incómoda, también me liberó de cadenas muy fuertes, también devolvió, al menos a mi padre, la memoria de dónde venimos y desde ella a donde debo ir. Así, la impotencia dejó de ser impotencia y se convirtió en fortaleza, en razón. Desde ese día me he preguntado si alguien además de papá sintió una conexión con lo que debía hacer, pero no he tenido una respuesta positiva. Mamá se sentía impotente por no lograr que me quedara en casa como mis hermanos, viendo películas, series, comiendo y durmiendo. Mis hermanos solo se informaban por medio de las noticias convencionales que distorsionaban la información. Cada día, al llegar a casa, quería contar las injusticias que observé.


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Al principio fue difícil de decirlas, pero después se hizo más fácil. Sin embargo, no lograba llegar a sus conciencias y poder despertar en ellos alguna curiosidad por saber lo que yo veía en aquellos días, menos aún empatía con lo que estaba pasando. No me arrepiento, y no me arrepentiré nunca haber participado, a pesar de la familia que no siempre es nuestra aliada; a pesar de los comentarios, de la falta de apoyo y de los inconvenientes que todos los días me encontraba en el camino. Al final, lo mío no era nada comparado con lo que estaban viviendo las comunidades que luchaban, lo dura que se había vuelto su situación lejos de sus hogares, sus pertenencias y su familia. Desesperación. Ese fue el segundo sentimiento en este camino. Superada la incomodidad de tenerlo todo y no querer nada, llegamos a lo verdaderamente fuerte. La desesperación no era por salir ni por tratar de explicar a otros la lucha de la gente, era desesperación producto del miedo tan fuerte que sentí cuando estuve, ahí, en la primera línea con ellos. Pude observar que la injusticia no solo es social por efecto de la inequidad en el disfrute del progreso, es material, tangible, es milenaria. Es la injusticia de los muertos y heridos que, atendidos por jóvenes estudiantes como yo, veía pasar frente a mis ojos. Nunca pude curar la desesperación. Ver las atrocidades que se estaban cometiendo y el llamado de ayuda constante hacia las brigadas médicas, no se ha borrado de mi memoria. Ahí te das cuenta que el poder que día a día lo creemos legítimo puede convertirse en el arma de destrucción de nosotros mismos. La desesperación solo me ayudaba a actuar más rápido sin medir el peligro. Para las comunidades indígenas la desesperación era porque los estaban hiriendo y matando. Para mí, se hacía más difícil sacarlos de la primera línea del conflicto, pues los del otro lado, es decir, los “defensores del orden”, atacaban


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más fuerte. Al recordar este episodio puedo dar fe que los grupos indígenas y, realmente, todos aquellos que se habían unido a su lucha no querían ser violentos. Su grito era por la justicia y la paz. ¿Quién soy yo y con qué privilegio divino he nacido para tener lo que tengo, para vivir la vida que disfruto, para contar con dinero que satisface no solo los precios de los gastos básicos, sino de lujos innecesarios? ¿Quién soy yo? Me pregunto qué habría pasado, cómo mi familia habría reaccionado si uno de aquellos días, entre la confusión, algo me habría pasado por culpa de la policía. ¿Se habrían enfurecido aún más con la lucha indígena, aludiendo que se me impulsó a ayudar a su gente mientras pude haber estado en mi casa tranquila y a salvo? O se habrían dado cuenta de lo que esas personas sufrieron aquellos días y habrían salido para ser parte de la misma lucha y recibir justicia por lo que me hubiese sucedido? No tengo respuesta, pero creo que no debería ser necesario llegar a esos niveles para darse cuenta que muchas de las cosas que nos impone el Gobierno están mal, que vivimos en una sociedad sumamente sumisa y temerosa que no quiere arriesgar el presente por el futuro de otros. Deberíamos responder de manera sincera, ¿qué sentirías si por más de una siglo te han tratado como el pobre e ignorante, si romantizan tu cultura en revistas y comerciales, si toman tus prendas y las convierten en ropa cara de una tienda multinacional? ¿Qué harías si tus hijos no pueden acceder a la educación a la que todos los demás niños tienen acceso? ¿Qué harías si tus saberes no son consideradas fuentes de conocimiento? ¿Qué harías si eres burlado y no te dan el trabajo que esperas, aunque sea para entrar en la mentira del progreso y el desarrollo? ¿Qué harías si un día vives con lo mínimo, y aunque quisieras vivir sin estar atada al dinero,


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la sociedad te obliga a ello, y, de repente, por unas cuantas reformas sin fundamentos, te quitan incluso ese mínimo? ¿Qué harías si tu trabajo se ve afectado de manera directa y ya no te alcanzan las cuentas y se te cambia el panorama y tus productos no se venden? ¿Aceptarías la recomendación de “adaptarte””porque es la competencia, así es el sistema, “al país se lo saca trabajando”? ¿o te levantarías a pesar de que te acusen y te repudien por detener el trabajo del país? No entenderás el odio, porque no es correcto, y tampoco entenderás la imagen que te han puesto de violento. Aún así saldrás a las calles, llevarás a tu familia, tomarás pocas cosas contigo y soportarás hambre y frío. Todo lo que sea por reclamar tu presente y tu futuro, parar defender el respeto que se te ha arrebatado, por ser quien eres. Han salido los hijos propios de la tierra, de todo lado y se han unido, y agradecidos a su madre vienen a enfrentarse al sistema. ¿Qué haces tú? Los niegas, niegas tu sangre, haces contra marchas, publicas odio, insultos y alientas a policías y militares violentos. Gracias a ellos y ellas que vinieron y nos levantaron, que nos golpearon la memoria, la conciencia y la vida; gracias a ellos y ellas que no se dieron por vencidos como otros grupos que solo vieron por sus intereses. Gracias porque mi impotencia, ahora que la veo de lejos, fue lo que me ayudó a darme cuenta de que tengo un cuarto donde dormir y comida segura; pero más que nada tengo derechos que se han conseguido gracias a la lucha de ellos y ellas. Impotencia que me ayudó a salir de mi casa, desesperación que me llamó a despertar el sentimiento más angustiante de la vida, con el que puede ser valiente y tener fuerzas para enfrentar a mi familia y hacer lo que creía justo. No es noticia que muchos hayamos tenido confrontaciones con nuestras familias. Es parte de comprender que


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vivimos adormitados por nuestro entorno. El amor esta vez no podía estar por sobre la indiferencia y la injusticia. Puede ser que muchos quiteños se hayan sentido impotentes como yo, pero a diferencia de los que estuvimos en la movilización no movieron un dedo, se contentaron con ver lo que pasaba en la televisión y en redes sociales mal informadas. Nosotros ayudamos a romper esto, pelear frente a la indiferencia por más lazos que nos unan y decirles: esta vez no. Mil veces no, saldremos y haremos lo que se pueda, pero no me quedaré en casa y no voy a compartir su pensamiento, porque algo que me ha enseñado la sociología y esta universidad es que hay que incomodarse para abrir los ojos. Hay que enfrentar los comentarios externos y no dejar que las cosas pasen frente a nuestros ojos y sigamos cegados por mentiras. Está claro, más que el agua, que con estos acontecimientos podemos ver el verdadero rostro de las personas. Ellas, personas “religiosas” que odian, que rechazan, racistas, xenófobas, clasistas, blanqueadas. Ellas, personas que se han vuelto locas por la llegada de las comunidades indígenas a la ciudad, la misma que se levanta en las tierras que antes de la conquista eran suyas. Ellas, personas que no tiene empacho en decir “nos invadieron”. Habría que preguntarse: ¿quién invadió a quién? ¿Quién saqueó a quién? Hemos degradado tanto a los indígenas que pensamos que no tienen derecho de pedir las cosas que por ser seres humanos pueden hacerlo como cualquier otro. Me pregunto ¿qué pasaría si habríamos sido nosotros quienes por un derecho formado en nuestra cabeza nos habríamos levantado contra alguna injusticia? Durante mucho tiempo he pensado que nosotros, como “blanqueados” y clase media peleamos por muchas cosas, para botar presidentes, para reclamar sobre algunos impuestos y para quejarnos sobre las obras públicas. Sin embargo, nunca nos hemos unido


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a verdaderos cambios. Nos molestan cosas banales, tenemos un pensamiento banal y vacío. Confiamos en personas que nos manejan mental y económicamente y no nos molesta. ¿Que los indígenas son minoría? Sí, porque nosotros los hemos degradado, disminuido y esta cultura occidental ha provocado que muchos deseen esconder sus raíces y autodenominarse mestizos o, incluso, blancos. El problema real radica en quienes somos mestizos y negamos las raíces indígenas que nos deberían llamar a ser más conscientes sobre los problemas de nuestros hermanos y hermanas indígenas. Cuando un mestizo con mentalidad occidental dice cualquier cosa en los medios de comunicación parece ser un gran líder, un héroe de las clases medias. Cuando un indígena habla en televisión nos sorprende su inteligencia y capacidad, porque pensamos que no deberían saber responder por si solos frente todas las injusticias que viven. Cuando pasó todo lo que pasó quería salir y romper todo. Sentía una furia inmensa al no poder ayudar lo suficiente o no poder pensar como pensaba y tener que callar por mi mamá. Hubo una sola persona que me ayudo a ser fuerte y hacer lo que debía ser. Quizás algún día esa persona lea esto y sienta en ella el alivio de haber sido parte de mi fortaleza, de no ser contraria a lo que sentía ni pensaba. Salí y no era indígena ni esperaba una recompensa, ni me habían pagado partidos políticos oportunistas. Salí y sentí miedo. Mientras caminaba esperaba que muchos de mis familiares y amigos entendieran esta situación. Quizás me arrepentiría al exponer mi vida, pero sentía que aquellas personas necesitaban mi ayuda más que mamá en casa, porque sus vidas y más que nada su futuro estaba totalmente expuesto frente a las decisiones de los grupos de poder que han controlado su territorio, sus vidas y su pensamiento. Al llegar, lo supe. Había hecho lo correcto porque me vi a mí misma en todos


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ellos y les di las gracias por ser fuertes y pelear por lo que yo no habría luchado, a no ser por su ejemplo. Espero, y de verdad deseo, que nos demos un momento de reflexión sobre nuestros privilegios, sobre nuestras comodidades y todo aquello que hemos ganado, quizás con esfuerzo o quizás no. Porque muchas son materiales por las cuales realmente nadie lucharía de la manera que las comunidades indígenas lo hicieron y lo han hecho no solo ahora sino durante años. Pensemos en quiénes somos y quién nos ha puesto una corona para creer que esta ciudad es nuestra, y por qué creemos que somos dueños del país cuando desde el nombre de nuestra ciudad se nota la presencia de lo indígena: “quitus”. Pensemos que nuestro país ha sido vendido a empresas que poco o nada les importa el bienestar de los pueblos milenarios o el bienestar de cualquier otro grupo o clase social que no sean los grandes empresarios. Recordemos que no somos nosotros quienes cultivan, cosechan y cuidan la tierra, no somos quienes se hacen cargo de la ganadería y no somos nosotros quienes devuelven a la tierra lo que se ha consumido. Somos los malagradecidos, los que un bloque partido nos vuelve locos, pero la injusticia social no nos mueve ni un cabello. Somos los ciegos y desinformados que creen no dejarse controlar por “minorías”, cuando día a día los banqueros nos meten la mano en el bolsillo. Cuestionémonos quiénes somos de verdad y qué hubiera pasado si esas familias eran nuestras y esos niños eran nuestros y los muertos eran nuestros hermanos. No quiero preguntar más qué hubiera pasado si no hubieran sido indígenas. Mejor pregunto qué pasaría si nosotros nos consideraríamos parte de ellos y hubiéramos visto esa lucha como un bien común, como lo justo. El simple hecho de habernos podido integrar y por primera vez, en siglos, ser todos una misma comunidad sin distinción y haber desperdiciado esa


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oportunidad por pensar en intereses de clase, nos deja claro que no estamos listos para aceptar todavía las condiciones en las que vivimos. Más bien, esto nos deja claro que aún somos ciegos a la realidad y lo seguiremos siendo porque preferimos negar nuestras raíces indígenas, preferimos seguir viviendo la impotencia y la desesperación desde la comodidad de nuestras casas.



Impotencia Daniela Zurita Estudiante de Sociología

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Qué es la impotencia? La impotencia es ese sentimiento, ese dolor emocional como resultado de no poder arreglar una situación desagradable o de no poder llevar a cabo una acción. Este sentimiento estuvo presente en mí durante los días del paro nacional ecuatoriano. Este horrible sentimiento me mantuvo preocupada y asustada de todas las cosas que podían suceder. Ahora, ¿por qué sentí impotencia durante dichos días? Bueno, pues, impotencia porque no había medios de transporte seguros para poder movilizarme del Valle de los Chillos a Quito. Impotencia porque no podía participar en la lucha del pueblo contra el Estado opresor. Impotencia porque se estaban cometiendo varias injusticias en el país. Impotencia por la violencia que usaba la policía para reprimir a los manifestantes. Impotencia porque la gente se infiltraba en las manifestaciones del movimiento indígena. Impotencia por todas las personas racistas que manifestaban su odio en las redes sociales y en sus discursos. Impotencia porque mi abuelo se encontraba mal de salud. Impotencia porque mis padres no me dejaban salir de casa. Impotencia porque varios de mis amigos salieron a las marchas y arriesgaron sus vidas por una importante


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causa. Pero, sobre todo, impotencia porque no podía hacer nada al respecto. La noche del miércoles 2 de octubre, tras las nuevas medidas impuestas por el FMI, se anunció paro de transportistas –quienes estaban en contra de la eliminación del subsidio a las gasolinas extra y el diésel– para el día siguiente. Esa noche, al ver la noticia, la PUCE no suspendió las clases del siguiente día, sino que continuó con su horario normal. Por esta razón, proseguí a hacer planes con una amiga, la cual vive en el puente 2, para subir al siguiente día con ella y su madre a la universidad. El jueves 3 de octubre, yo desperté a las 7am y me preparé para la clase de las 9am, aunque sabía que no iba a tener esa clase, pues ante el paro, la profesora canceló la clase. Sin embargo, hice como si no pasara nada, pues quería asistir a las manifestaciones que también habían sido anunciadas la noche anterior y sabía que mis padres no me dejarían salir si les decía la verdad, entonces les dije que sí tenía clases. Es así como, a las 8am, salí con mi padre –quien se encontraba trabajando en Carapungo– en su carro, pues, me iba a dejar en el puente 2 para encontrarme con mi amiga. En el camino de mi casa al puente 2 no se veían buses ni taxis circulando. Recuerdo haber pensado “ojalá tenga cómo volver”. Cuando llegué al puente 2, mi amiga y su madre me estaban esperando en su auto.Me despedí de mi padre y fui con ellas. Como eran apenas las 8:15am –mi padre maneja rápido–, mi amiga y su madre se encontraban todavía en pijama y fuimos a su casa para que se terminen de arreglar. Al llegar a su casa prendimos la televisión y en las noticias anunciaron que varias personas estaban quemando llantas en varios lugares para cerrar el acceso a Quito. Minutos después me llamó mi padre y me dijo que el desvío estaba cerrado y


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que no podía pasar, ofreció pasarme viendo para llevarme a la casa con él. Pero yo quería ir a las manifestaciones. Así que lo rechacé y le mentí diciendo que tenía prueba a las 11am y que todavía esperaba que la madre de mi amiga nos llevara. Cuando terminé la llamada con mi padre, la madre de mi amiga dijo que no podíamos salir, porque estaba revisando Facebook y vio varios videos de la quema de llantas y el cierre de vías y se asustó. Mi amiga y yo estábamos muy enojadas porque su madre no nos quería dejar salir a ayudar en la lucha del pueblo. Sabíamos que el resto de nuestros amigos si había logrado llegar a la universidad y se estaban organizando para ir a las manifestaciones en el centro de Quito. Ese fue el primer día en el que sentí impotencia. Mis amigos fueron a las manifestaciones y lograron hacer algo que yo no pude, es decir, contribuir con la resistencia del pueblo. Ese día, minutos después de que el presidente haya declarado estado de excepción, al ver que empezaban a llegar los militares, algunas personas quemaron llantas en el puente 3 para cerrar el paso. Nadie podía ingresar a Quito desde el Valle de los Chillos. Por esta razón, pasé todo el jueves de paro en la casa de mi amiga, llamando a nuestros amigos para preguntarles si estaban bien y qué estaba pasando. Veíamos en Facebook varios videos de la violencia que se desencadenó con la proclamación del estado de excepción y temíamos por su vida. Cuando se reúne mucha gente en un sitio, la señal de los celulares no suele servir. Algunos de mis amigos no se podían comunicar entre ellos y cuando lanzaban las bombas de gas lacrimógeno todos se separaban y corrían hacia lados diferentes. Mi amiga y yo –desde su casa– nos contactábamos con ellos y los ayudábamos a encontrarse. En ocasiones, les llamábamos para decirles lo


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que pasaban por las noticias y lo que veíamos en Facebook para que tuvieran más cuidado. El viernes 4 de octubre desperté en la casa de mi amiga. Todavía no había buses, pero habían retirado las llantas quemadas que impedían el paso y la madre de mi amiga me bajó a dejar a mi casa. En el Valle, a excepción de la falta de buses, parecía que no pasaba nada. Todos los negocios funcionaban normalmente. La gente continuaba con su vida. Supongo que las personas tenían la mentalidad de “al país se lo saca adelante trabajando”. Todo el fin de semana, tras el cese del paro de transportistas, el cual se dio la noche del 4 de octubre, en el Valle todo estaba normal, mientras que en Quito continuaban con la resistencia. El domingo 6 de octubre, por la noche, un amigo que había estado saliendo a las manifestaciones todos los días –ya que participa en algunos grupos antifascistas en Quito–, me escribió por WhatsApp. En resumen, me dijo que tenía miedo de lo que podía pasar mientras estaba en las manifestaciones y, prácticamente, se despidió por si le pasaba algo. Eso me hizo sentir impotencia nuevamente. Yo no podía ayudarlo. No podía hacer nada para que él se sintiera mejor. No podía quitarle ese miedo que le atormentaba. El lunes 7 de octubre, llegaron los indígenas y la universidad se convirtió en centro de acopio para donaciones. Esta fue la excusa perfecta para subir a Quito, pues les dije a mis padres que solo subiría a Quito para dejar las donaciones en la universidad y que bajaría enseguida. Al escuchar eso mis padres me dijeron “bueno” y me permitieron subir. Entonces, cuando llegué a la universidad, me encontré con algunos amigos y fuimos a las manifestaciones que estaban tomando lugar de la Caja del Seguro en adelante. Ahí


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presencié la violencia con la que los policías y militares se manejaban y sentí impotencia, de nuevo. Impotencia porque sentí la necesidad de pararme en primera línea y gritar “¡BASTA!”. Nos estábamos manifestando en paz y los policías empezaron a lanzar su gas lacrimógeno y a hacer uso de sus “armas de defensa”. Sin embargo, lo único que pude hacer fue correr para que no me lastimaran. Después de ese día, las cosas solo empeoraban y consecuentemente mis padres no me dejaron subir a Quito de nuevo. Estuve mucho tiempo enojada con ellos porque no me dejaron ir a ayudar. Yo quería ir a la universidad, la cual estaba dando refugio a los indígenas para ayudar, de cualquier forma. Aunque también quería ir para salir a las manifestaciones y luchar contra la violencia que estaban ejerciendo los policías y militares, siguiendo las órdenes del Gobierno. Recuerdo que, en cierto punto, la impotencia dejó de ser solo mía y se hizo colectiva. La impotencia es la falta de poder y nosotros le habíamos entregado nuestro poder al Gobierno, quien tenía que velar por nuestros derechos humanos y por nuestra seguridad. Sin embargo, no lo hizo. Solo supo defenderse a sí mismo y hacerse el loco. No se responsabilizó de todo el daño que estaba causando, sino que estaba mintiendo y ocultando que había sido él quien había dado la orden de atacar. La impotencia colectiva se mostró el día sábado 12 de octubre con el cacerolazo –forma de protesta en la que los manifestantes expresan su descontento a través de ruido–. El presidente había decretado toque de queda a partir de las 3pm. Entonces, cuando dieron las 8pm, varias personas –más de las que esperaba– salieron a su terraza o se asomaron por la ventana junto con su olla y cuchara para expresar su rechazo a las medidas del FMI y a la violencia


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con la que se estaba manejando el Gobierno y sus secuaces. Desafortunadamente, al igual que siempre, los medios de comunicación tergiversaron los hechos y dijeron que el cacerolazo se estaba dando porque “todos queríamos paz”. Una vez más, sentí impotencia al ver en las redes sociales lo que las personas pro paz publicaban. Ellos querían que se acabe el paro para poder continuar con su trabajo y con su vida. Según ellos, “al país se lo saca adelante trabajando”. También hacían de menos a la lucha del movimiento indígena y les decían que se regresen al páramo. Dados estos sucesos, se puede observar un gran racismo hacia los indígenas por parte de los mestizos blanqueados, quienes no estaban al tanto de que son los indígenas quienes hacen que nuestro país se mantenga en movimiento. Una vez que ellos se pararon, nadie podía hacer nada y todo el país paró la producción y la actividad económica. Por otro lado, es entendible la reacción de todas las partes que jugaron cierto papel durante el paro nacional. Sin embargo, sus acciones no son justificadas. Quienes abusaron del uso de la fuerza para reprimir hirieron a muchos manifestantes, así como, quienes se aprovechaban de las manifestaciones para robar y para desatar su furia y violencia, también hirieron a varios represores. No obstante, la infiltración de personas en una lucha social que tiene causas y objetivos, está completamente mal. Al hacer esto le quitan importancia a la lucha que se está dando y la cambian de dirección, la hacen quedar mal y hacen creer que la lucha quiere y causa destrucción. Dado que en la Constitución del 2008, el Ecuador se reconoce como un país plurinacional, ¿hasta cuándo será sostenible esta relación que maneja el mestizaje urbano con las comunidades indígenas frente a situaciones como esta?


Orgullo Deniss Trujillo Estudiante de Sociología

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n octubre de 2019 tomé la decisión de vivir cerca de la universidad, debido a que durante los 5 semestres que estoy cursando la carrera de Sociología me ha tocado una realidad bastante complicada y desigual en relación a la mayoría de mis compañeros. Mi vivienda se encuentra ubicada en la parroquia de El Quinche, que es a aproximadamente a 2 horas de la ciudad. Por lo tanto, cada día para poder llegar a las 7 a clases tenía que levantarme a las 3 y 45 de la mañana. Volvía a mi casa casi a las 8 de la noche a realizar deberes, los cuales a veces no alcanzaba a realizar por el poco tiempo que quedaba. A veces, no tenía suficiente tiempo para descansar. Recuerdo que mis compañeros, en un chat grupal, empezaron a cuestionarse sobre si ir a clases o asistir a la marcha pacífica que organizaban los estudiantes de la UCE. Tomaron la decisión de no ir a clases y encontrarse a las 10 de la mañana en la planta baja de la torre II de la PUCE. Sin embargo, a pesar de tener conocimiento de todo lo que iba a suceder, yo lo tomé a la ligera y me quedé descansando en mi departamento. La mañana del 3 de octubre me desperté


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a las 7 de la mañana y mientras seguía acostada en mi cama muy tranquila, comencé a revisar mis redes sociales. Encontré varios videos en los cuales se mostraba que en algunos lugares ya habían cerrado las vías e incluso ya existían enfrentamientos entre la fuerza pública y grupos de personas. Estaba claro que estos sucesos iban a mantenerse durante algunos días más. Al ver esto me alarmé porque no sabía cuánto iba a durar. Como llevaba pocos días viviendo sola no sabía qué hacer. Llamé a mi mamá y le dije que me viniera a retirar antes de que cerraran más las vías que utilizo para llegar hasta El Quinche. Enseguida mi mamá y mi hermana salieron a verme, pero ya se encontraron con gran parte del trayecto cerrado, por lo que tuvieron que tomar vías alternas y se demoró en llegar 2 horas más de lo habitual. Al ver que cada vez las cosas se ponían peores decidimos esperar. A las 5 de la tarde salimos pensando que ya se retirarían, poco a poco, de las vías. También pensamos en buscar rutas alternas para llegar. El trayecto fue muy complicado debido a que en la Ruta Viva, Pifo, Oyambarillo, Yaruquí, Checa e Iguiñaro nos encontramos con bloqueos en las vías. Con llantas encendidas, tierra, volquetas, palos, alambres, árboles y algunas cosas más los transportistas y algunas personas del lugar bloquearon esas vías. No permitían pasar e incluso en algunos sitios pedían dinero para dejar circular. Nos tocó esperar varias horas en cada cierre hasta que llegaban camiones con militares, que con bombas lacrimógenas ahuyentaban del lugar a quienes se encontraban obstruyendo el paso. Llegamos a la casa a la media noche. Mientras los días pasaban, me encontraba en una situación compleja debido a que únicamente me mantenía


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informada de lo que sucedía en el país por redes sociales. Sin poder hacer casi nada, veía que en Quito cada día eran más fuertes los enfrentamientos. No podía salir de El Quinche. Por un lado, las vías estaban completamente cerradas y, por otro, mi familia mediante frases de desprecio criminalizaba la lucha de los que resistían. No pude actuar como hubiera querido. Una vez más estaba en una situación de desigualdad frente a mi círculo de amigos de la PUCE, quienes sí tuvieron la posibilidad de involucrarse en los eventos: como voluntariados y en las calles. Cuando el voluntariado comenzó, se hicieron pedidos de las cosas que eran necesarias para ayudar, principalmente, al movimiento indígena, el cual fue llegando de a poco. En mi parroquia comenzaron a alarmar a la población mediante audios que decían que un grupo de indígenas se acercaba. Otras personas que se aprovechaban de la situación y estaban saqueando los locales comerciales. Por este motivo, todos los negocios cerraron. Una gran parte de la población nos concentramos en la E-35 para recolectar alimentos y todo lo necesario mientras esperábamos al grupo indígena que iba a pasar por el lugar. Sin embargo, los rumores no fueron ciertos por lo que se procedió a llevar todo lo recolectado en camiones hasta los centros de acopio. Transcurrían los días y la situación empeoró. Al final, el Gobierno aceptó el diálogo y derogó el decreto que afectaba a todo un país. De esta manera, las actividades se normalizaron. Durante el transcurso de la vida nos encontramos frente a un sinnúmero de situaciones que, de alguna manera, dejan huella en nuestras vidas. Sin embargo, existen algunas que nos marcan más que otras debido a las circunstancias en las que se producen. En aquellos 12 días críticos, a pesar de la represión que se sintió desde el inicio, la resistencia nunca


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decayó. Por el contrario, aumentó cada día. Esta jornada provocó en mí un sentimiento de orgullo. Como dije antes, debido a circunstancias ajenas a mi voluntad, no pude ser parte de estas personas que, a pesar de las dificultades, dejaron todo a un lado y resistieron en las calles. Soy parte de una familia con muy poca consciencia social, una familia que sataniza estas acciones de resistencia frente a las desigualdades. Esto me provocó mucha impotencia. No podía hacer nada, solo informarme a través de redes sociales. Los medios de comunicación tradicionales no mostraban lo que sucedía, lo cual alimentó la posición de mi familia para afirmarse en la deslegitimación de la lucha y en no permitirme ser parte de ella. El sentimiento de orgullo que sentía creció cada vez más. Sobre todo, cuando escuchaba dentro de mi familia comentarios como “ya se van a cansar”, “no van a aguantar tanto”, “vagos”, “si no se trabaja, no se tiene”, y otras cosas que prefiero no recordar. Mientras escuchaba esas opiniones negativas, pensaba que aquellos que dejaron su vida en las calles demostraron lo contrario con su resistencia. Pensé: logaron pasar toda la circunstancia adversa también gracias a la solidaridad de los cientos de personas que, de alguna u otra manera, apoyaron la causa. Se demostró la empatía que todos deberíamos tener, y que nunca hay que darnos por vencidos. Este sentimiento se fortaleció más cuando, finalmente, el pedido fue escuchado a través del diálogo y el decreto fue derogado. Fue una lección para todas las personas incrédulas. Esta lucha es un acontecimiento que tal vez a muchos nos dejó una enseñanza: cuando hay un propósito se lo puede alcanzar a pesar de las dificultades. Un ejemplo de lucha y resistencia frente a las desigualdades que


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impulsó al resto de la región Latinoamericana a salir del silencio y levantarse frente a todo lo que daña al pueblo, a los menos privilegiados. Quiero destacar la participación del movimiento indígena. Principalmente, la fuerza de su organización con la cual construyen su identidad. En el contexto de las movilizaciones mostraron que fue la comunidad la que les dio la fuerza para enfrentar las dificultades de la lucha. Hay que tener en cuenta que tuvieron que trasladarse desde sus territorios, algunos muy lejanos de la capital. En comunidad todos forman una sola fuerza: niños, mujeres o adultos mayores salieron desde sus hogares, sin tener garantizado su retorno. Dejaron ahí hasta su forma de subsistir. Definitivamente, esta organización comunitaria sirvió como fuente de inspiración al resto de colectivos para salir a las calles, unirse y respaldar a esta lucha. De esta manera, se produjo una nueva realidad dentro de nuestro territorio ecuatoriano, que sirvió como referente para que el resto de América Latina levantara su voz. Estos acontecimientos quedaron marcados en la historia. Principalmente, los jóvenes nos enfrentemos con algo nuevo. Nosotros sólo sabíamos en teoría o lo qué nos habían contado nuestros padres. Ahora lo vivimos y esto provocó una gran cantidad de sentimientos y experiencias nuevas, para las que tal vez no estábamos lo suficientemente preparados. Sin embargo, nos han servido para reafirmar de alguna manera nuestra identidad y unidad nacional. Después de esta rara experiencia, ypor la importante presencia y liderazgo del movimiento indígena, me pregunto si a partir de su identidad, se construirá una nueva fuerza política que pueda ser aceptada por el resto de la población.



Confusión Mateo Yacelga Estudiante de Sociología

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l poder de la multitud que se siente al estar en una marcha es único. La gente grita a todo pulmón sus demandas. La voluntad de cada uno aporta a una voluntad colectiva que irrumpe en lo cotidiano, visibilizando ese malestar casi siempre oculto. Cuando el sindicato de choferes anunció una paralización debido a la eliminación de los subsidios a la gasolina, condición para poder recibir un préstamo por parte del FMI, la gente pensó que se trataba de una amenaza más que sería arreglada rápidamente. Sin embargo, la cobertura mediática que recibió el paro de choferes, ocultó las demás medidas que habrían sido aplicadas de haberse firmado la carta de intención. Por esta razón, el 2 de octubre comenzó como un día corriente cuya única molestia sería la dificultad de movilización. La mayoría de las universidades decidieron no cancelar las clases y comunicados de distintas asociaciones circulaban en las redes sociales informando que solo se tolerarían atrasos, pues la asistencia sería normal. Cuando salí de mi


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casa hacia la universidad pude moverme con facilidad en los buses. Llegué a la PUCE y había una cantidad normal de gente. No obstante, entre las conversaciones que se cruzan a tu lado mientras caminas, pude escuchar como algunos comenzaban a tener problemas para llegar. Con mi grupo de amigos habíamos planeado encontrarnos en la universidad para luego ir caminando hacia la Central y unirnos al bloque de estudiantes. La gran mayoría no pudo llegar. Comenzaron a circular videos de llantas quemadas y enfrentamientos entre manifestantes y policías. Varios estudiantes de Sociología nos reunimos en el Parque Central y salimos hacia la Central. Cuando llegamos vimos que no había una hora fija para movilizarnos todos, sino que cada bloque que se consideraba organizado podía salir directamente hacia Carondelet. Me uní con mi grupo a un bloque y comenzamos a caminar. No era la primera marcha a la que asistía. Rápidamente, comenzaron a sonar los tambores y las insignias empezaron a ser coreadas por todos los que estábamos ahí. El recorrido era familiar, salir desde la pileta del teatro de la Universidad Central, caminar por la América y bajar hasta la 10 de Agosto para pasar frente a la Caja del Seguro, la Prefectura y luego seguir por las calles del centro, procurando siempre llegar a Carondelet aunque conscientes también de lo altamente improbable de nuestra intención. Si lográbamos entrar a Carondelet (como en la marcha por el aborto, por ejemplo) nos pararíamos adelante y gritaríamos en la plaza, si no les gritaríamos a los policías por no dejarnos pasar. Horas después, la marcha se acabaría y la gente regresaría a sus casas. Así, hasta que una nueva marcha, una nueva causa, los/nos vuelva a convocar. La marcha avanzaba tranquila entre risas e ira desfogada en gritos, zapateos y tamborileos que estremecían las calles


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por las que pasábamos. Banderas con insignias antifascistas, pañuelos verdes con demandas de autonomía y otros morados que exigían igualdad. Algunos carros pitaban, algunas personas aplaudían, estábamos ya en San Blas y el grupo se movía con agilidad ya para llegar a la Plaza del Teatro. Se podía ver que en el tope de la calle había un grupo grande de policías resguardados detrás de un carro negro inmenso, que en ninguna marcha había visto. Sin embargo, pensé que solo querrían asustarnos. Con mi grupo avanzamos hasta casi la mitad de la plaza y nos quedamos parados entre la multitud levantando las banderas, los letreros, los puños y la voz. En un momento se me desató el cordón, me agaché tranquilamente para atarlo y cuando comenzaba a incorporarme el sonido de una explosión me heló la sangre. En cuestión de segundos toda la gente que me rodeaba se esparció por la plaza a toda velocidad, intenté buscar a alguien conocido pero no había nadie. Comenzó a salir un humo blanco por todas partes. Esto no es lo que debía pasar, pensé antes de comenzar a correr. Tapado la cara con la camiseta, llegué a una banca en el lado opuesto de la Plaza del Teatro, el gas ya no era tan fuerte en ese sitio pero comenzó a escucharse un sonido fuerte que aturdía a todos. La gente insultaba a los policías, criticando cómo nos habían atacado sin haberles provocado. Todo esto mientras me movía en círculos intentando encontrar a un conocido, un amigo, algo seguro en medio del caos del gas y el sonido agudo. Juan Sebastián, uno de mis compañeros de Sociología, apareció entre la multitud. Fue fácil reconocerlo por su estatura. En seguida me paré a su lado, discutimos sobre lo que estaba pasando y, poco a poco, el grupo volvió a unirse. Sentí rabia, frustración e indignación frente al descarado uso de la violencia en contra de un grupo de manifestantes que no alcanzaba los cien.


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Sobre todo, me sentía confundido. Mi mente estaba preparada para una marcha pacífica, la ruptura con esta idea de una movilización con un comienzo y un final determinado me hizo sentir fuera de lugar. Aunque, al comienzo fue difícil asimilar que lo que ‘tenía’ que pasar no iba a pasar jamás, finalmente en medio de la confusión me reconocí como el único responsable de las consecuencias que ese día me acarrearían. La declaración de un estado de excepción permitió reconocer que la situación estaba mal en muchos otros lugares del país. Después de haber sido perseguidos y acorralados en varias ocasiones nos reunimos para descansar y organizarnos nuevamente en San Blas. Conforme avanzaba la tarde, más grupos se movían hacia el centro. Grupos que llegaban con máscaras, con escudos y otros que comenzaban a sacar las piedras y adoquines para poder defenderse de los grandes camiones, las motos, los perdigones y las bombas de gas. ¿Qué puede pasar en un estado de excepción? Preguntaba yo mientras caminábamos hacia la iglesia de San Blas para sentarnos en las gradas a descansar. Todo, me decían, mientras me miraban preocupados sin saber qué iba a pasar dentro de una hora y mucho menos dentro de un día. Todo aquel que en otra situación podía ser confiable se mostraba sospechoso. Mis presupuestos se desvanecieron por completo. Ni si quiera en los manifestantes se podía confiar. Varios eran infiltrados quienes con sigilo, aunque sin lograr del todo pasar desapercibidos, usaban los momentos de caos para lanzar bombas que tenían guardadas en sus bolsillos o para encerrar a la gente en las calles fingiendo que levantan barandas para evitar que los policías pasen. La gente comienza a taparse la cara porque están haciendo inteligencia de las personas que van a las manifestaciones,


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compañeros que están interesados en tener una vida política prefieren irse antes que correr el riesgo de ser identificados. Pasan muchas cosas al mismo tiempo. No hay un límite que demarque los lineamientos que debemos seguir al actuar. Por un lado, el estado de excepción abre un infinito de posibilidades de acción desde el Estado hacia nosotrxs. Por otro, la declaración de un paro y la manifestación abre un infinito de posibilidades de acción de nosotrxs hacia el Estado. El cielo se volvía cada vez más oscuro y el humo estaba cada vez más cerca de San Blas. Las bombas comenzaban a caer incluso desde las terrazas de edificios que quedaban en la zona. Ahora hay toque de queda. Con miedo, a las 7 de la noche, luego de que un grupo de policías montados en caballos nos saquen de San Blas disparando perdigones por doquier, decidí que era hora de regresar a mi casa. Conforme el carro avanzaba desde la Patria hacia el norte, mi mente aún atiborrada de pensamientos desordenados acerca de lo que estaba pasando iba notando que las calles, en este lado de la ciudad, no se veían como las del centro. Los carros avanzaban tranquilos, los semáforos funcionaban con normalidad, no había letreros, no había banderas, pañuelos, puños ni voces. Nadie habla del paro, hay rumores de una movilización indígena, la ministra dice que es imposible, la gente habla de la represión policial, don Alfonso dice que solo se reprimió a los delincuentes. Se termina el primer día de una de las jornadas que más ha impactado mi vida personal y académica. Lo que vi en las calles representaba una indignación colectiva que buscaba existir. Un malestar que nos ha oprimido durante tantos años representado ahora en forma de piedras que volaban por el viento y patrulleros quemados enteros. De repente, llego a un sector de la ciudad que ignora por completo lo


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que pasa. El relato, en este lado de la ciudad, no se ha roto. Aún hay que dormir, despertarse, cambiarse, desayunar, trabajar, repetir. Ese miedo, seguido de un coraje que te hace reconocerte autónomo, ha sido reprimido en la gente que no puede activamente ver lo que está pasando. Los medios cohibieron por completo la capacidad crítica de aquellos que querían saber lo que pasaba y recibieron, a cambio, noticias de farándula o novelas de los 90. ¿A partir de qué perspectiva debo orientar mi acción, si aquello sobre lo que puedo intervenir ignora por completo el problema que le atañe? Como nunca antes en mi vida me doy cuenta de lo irrelevante que es la consciencia sin un complemento que la haga efectiva. Lo que yo sé no sirve de nada, si lo que quiero es un bienestar colectivo. Es necesario que todos sepan, que todos se interesen, que todos sientan lo que pasa de forma individual para luego accionar de forma grupal. Me siento confundido por lo que sé y no se cumple. Me siento confundido por lo que unos ven y otros ignoran. En la confusión cualquier ruta parece posible. El relato cotidiano se puede encauzar, nuevamente. Siempre se puede volver a un equilibrio y éste debería ser cada vez más justo. Vuelvo a la autonomía sobre mi capacidad de actuar. Tengo libertad sobre lo que sé y lo que ahora puedo hacer gracias a lo que aprendí en esos 12 días.


Somos una zona de paz y solidaridad Esperanza Arévalo Profesora de Medicina

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os testimonios que voy a relatar a continuación están enfocados desde la visión de un pequeño grupo de actores que tuvimos la oportunidad de estar en las protestas de los colectivos indígenas. En este periodo de tiempo existieron muchas voluntades que estuvieron presentes, pero también otras que no pudieron hacerlo que se quedaron en el deseo pero que ese deseo nos acompañó. En cada uno de los espacios donde he expresado lo acontecido, planteo un sincero agradecimiento a la solidaridad de todas las personas que conformamos la familia PUCE: a nuestros vecinos, representados en un ámbito más amplio en donde se encuentran familias, amigos, conocidos. Doy gracias a la universidad y su representante el Padre Rector y con él a todas las demás autoridades que abrieron sus puertas para que cada uno de nosotros pueda expresar lo que significa solidaridad y que se tradujo de diferentes maneras: física, espiritual, material, la cual nos cobijó y permitió que saliéramos ilesos en el peligro.


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Un apoyo espiritual, que estuvo representado en los mensajes, bendiciones, en el Dios le pague, en los abrazos, las lágrimas, los desconsuelos, las alegrías, en las oraciones, permitió que a través de nuestras manos esos apoyos llegaran a otras manos. Fue como si los panes y los peces se hubieran multiplicado en un milagro que permitió que voluntades, insumos y materiales llegaran a donde más se necesitaba. Cada palabra, gesto, acción que recorrió un espacio que no tiene tiempo porque es infinito porque fluye hacia adelante y hacia atrás, permitió que se dé un reconocimiento a los colectivos sociales. De entre ellos, los movimientos indígenas fueron más visibilizados con todos sus contrastes y saberes. Esas voluntades conformaron una zona de paz en la PUCE de Quito. En esta oportunidad, describo lo sucedido luego de revisar los mensajes de textos, fotos y videos guardados en mi celular. Al mirarlos, vuelvo a sentir la angustia de esos días, las largas horas de tensión. Fueron días muy difíciles. Cada día al ingresar en la Universidad a prestar mi apoyo voluntario, vi a los indígenas alojados en el coliseo de la PUCE conversando, pero también los vi partir con sus pertenencias, con esperanzas. Otros días, los vi llegar derrotados, llorar en mis hombros y pedir perdón por hacerlo, angustiados y con dolor ante la ausencia de alguno de ellos que no pudo regresar. Angustias y llanto también de los compañeros brigadistas cuando no habían podido ayudar, cuando los indígenas que caían eran madres, niños o ancianos. Desde el punto de vista legal, me dirán “¿y donde está la evidencia?”. Las estadísticas no lo demuestran, la evidencia se quedó en la memoria. El pánico se apodero de varios de los brigadistas ante la sensación de ser perseguidos por lo que dicen o escriben.


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Se borraron testimonios enviados mediante mensajes. En los últimos días, incluso, se comenzó a tener más temor, pues corría el rumor de que había infiltrados. Como responsable de una brigada médica instaurada en los patios de la universidad –que se inició el 8 de octubre del 2019 a las 8:34, luego de una conversación con Santiago, en vista de un comunicado emitido por la PUCE en el que se informa que se apoyara a los indígenas y colectivos que colaboran con Vinculación con la Colectividad de la Universidad–, se conformó el grupo de apoyo con los médicos egresados del postgrado de Medicina de Familia de la PUCE, los residentes de este postgrado de la Unidad Asistencial Docente de Conocoto. Su respuesta fue inmediata. Con apoyo de las autoridades de la PUCE, esa misma mañana se armó la carpa y se inició la atención médica. Asimiso, se comenzaron a recibir los insumos, materiales. En las primeras horas de la mañana, revisé en varios papers qué hacer en estos casos, porque no tenía la menor idea. En ellos, se describía que para contrarrestar los efectos del gas lacrimógeno servían el vinagre, bicarbonato, las mascarillas, que fueron los primeros insumos solicitados por las redes sociales. Además se explicaba que cuando una persona era expuesta al gas pimienta podía presentar convulsiones. Con respecto a la atención médica, en un primer instante, pensé que deberíamos realizar un diagnóstico de necesidades en salud. Es más, me acerqué a cada uno de los grupos que estaban alojados en el coliseo y les hice la típica pregunta ¿tienen algún problema en salud, puedo ayudarles? Me contestaron que no, que lo que necesitaban era bañarse (agua y jabón), cepillarse los dientes, que estaban cansados tenían y ampollas en los pies, y que necesitaban “curitas”.


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De manera casi espontánea, se fueron conformando equipos de atención médica, tanto de enfermería, psicología y rehabilitación. En la carpa recibíamos a los pacientes referidos y a pacientes con traumas leves. Dábamos soporte con insumos, materiales, medicamentos, y personal médico, a equipos de salud que se había organizado en el Ágora. Médicos que habían estado atendiendo hasta por 48 horas, exhaustos, pedían apoyo. Además, ya no tenían insumos ni materiales, que cuidaban como un tesoro, para las brigadas que se encontraban en las calles de Quito. Se solicitó ayuda mediante mensajes de texto. Nos convertimos en el centro de distribución para todo el que lo necesitaba. Debido al número de acogidos, que por esos días se había cuadriplicado, se conformaron equipos para atención de 24 horas. Nuestros horarios eran de 7 a 7. Mediante llamadas telefónicas y mensajes de textos, se “inscribían” los voluntarios. Esto, mediante una adecuada planificación, permitió contar con una lista de médicos que, con una llamada, acudían si otros no podían. La generosidad no tuvo límites. El cuerpo de bomberos, brigadistas, médicos de los hospitales Baca Ortiz, Solca, etc. nos hicieron llegar sus contribuciones, que incluyeron equipos para reanimación, equipos de sutura, de curaciones y una camilla portátil. Siempre tuvimos todo lo necesario, si existía alguna necesidad, ésta era cubierta inmediatamente Además de la atención en la carpa de la PUCE, se conformaron grupos de brigadistas. Con estudiantes de medicina y enfermería se constituyeron equipos de apoyo que se movilizaban y acompañaban en las marchas. Equipos que estaban en el lugar de los hechos, que atendían a los indígenas que caían heridos, y que los transportaban a las diversas


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casas de salud. Nuestras primeras brigadistas fueron dos estudiantes de enfermería. A eso de las 5 de la tarde llevaron los primeros insumos solicitados desde el Ágora de la Casa de la Cultura. Desde nuestra posición se escuchaba como se lanzaban las bombas y el olor a gas lacrimógeno. Mis primeras heroínas. Llegamos a conformar alrededor de 7 brigadas externas con los estudiantes de los niveles superiores (internos rotativos, externos). Por el tiempo y lugar, luego de improvisadas capacitaciones técnicas, en cuanto a procedimientos médicos se refiere, y con la sabiduría aprendida de los hechos sucedidos cada día, acerca de cómo protegerse y apoyar, los brigadistas salían por las diferentes rutas planificadas. Cada salida se convertía en un periodo de tensa calma, ¿qué sucedería si algo grave le pasaba a algún miembro de los equipos? Su seguridad Era nuestra responsabilidad. Nuestra angustia se calmaba cuando cada grupo se reportaba, enviando imágenes de los sucesos. En uno de esos acontecimientos, un estudiante fue herido. Una bomba le cayó en la cabeza y se desplomó al piso, perdió el cocimiento. La crisis de los estudiantes en el lugar de los hechos y la nuestra, del grupo de la “carpa de la U”, fue la misma que vivían los indígenas cuando uno de los miembros de sus “brigadas” no llegaba. Era una mezcla de ira e indignación. Nos calmamos cuando recobró la conciencia y terminó de ceder cuando le pudimos comprobar que no hubo una lesión grave. Después de este acontecimiento se tomaron medidas para precautelar a los estudiantes. Si el ambiente no era adecuado, los brigadistas no saldrían. Los brigadistas, en su mayoría estudiantes, en un descuido se fueron. Las disposiciones no se cumplieron y fueron catalogados de “desobedientes”.


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Para los días siguientes, los últimos días del paro, los “desobedientes” seguían en su labor. No pararon jamás. ¿Cuántos fueron los afectados? Yo digo que fuimos cientos, miles, por muchas razones empezando por las bombas lacrimógenas que en varios días se arrojaron sobre las humanidades de los protestantes. Las “evidencias” que están guardadas en imágenes que recorrieron el mundo y de las que fueron testigos nuestros brigadistas: estudiantes de medicina, enfermería, psicología, rehabilitación, médicos egresados, tratantes, paramédicos y residentes. Con sus testimonios lograron llegar a todo el país, pues recibimos apoyo no solo físico, ¡sino espiritual! Llegaron muchos mensajes de solidaridad desde varias provincias, universidades, profesionales de la salud que estaban organizados u organizándose para movilizarse y apoyarnos. “Gracias por lo que están haciendo”, “nos estamos organizando”, “¡Qué dolor!”, “Gracias a estas chicas y chicos, gracias a nuestros médicos y futuros médicos, paramédicos, enfermeros por cuidar de la gente”. Testimonio de lo dicho está en el siguiente diálogo con Mario, representante de la ESPOCH, tomado del WhatsApp: “22:07, 12/10/2019. Mario: Muy buenas noches, doctora. Mi nombre es Mario Guffantte, estudiante de medicina del noveno semestre de la Universidad Nacional de Chimborazo. En vista a todos los problemas que han acontecido en el país nos hemos reunido un grupo de estudiantes tanto de la Politécnica de Chimborazo, así como de la UNACH, con el fin de colaborarles de alguna forma a los manifestantes que están pasando por esta situación y sabiendo el peligro que podemos correr. El objetivo es salvaguardar vidas humanas. Me comunico ante usted para ver si


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podemos viajar y ofrecerles nuestra ayuda. Somos alrededor de 15 a 18 personas” Entonces no son solo miles somos millones de ecuatorianos que nos vimos afectados por estos acontecimientos, evidenciados en los cacerolazos, en las marchas de grupos de mujeres, etc. Quiero, finalmente, compartir el testimonio de Darío Portilla, Michell Pino y Stephanny Nieto parte de un grupo de brigadistas de los muchos que se formaron en aquellos días. “Este texto fue relatado por algunos autores que estuvimos desde fechas distintas. La labor comenzó desde el 05 de Octubre. Unos amigos que fueron a las protestas y otros más que vivían en el centro de la cuidad, se comunicaron conmigo y me relataron la situación en la que estaba el país, ya se comenzaban a verse indicios de violencia en las calles. En ese momento salí a Quito donde me encontré con otros voluntarios, tanto universitarios como profesionales de las diferentes carreras de la salud. Se tenía previsto ofrecer ayuda médica en primeros auxilios a los manifestantes, policías y la población en general. En esos momentos, yo cursaba con la rotación de pre rural, junto con los demás autores, en el centro de salud de Conocoto. Mis compañeras y yo lo hablamos y todos estábamos de acuerdo que nos necesitaban allá. Entonces, buscamos la manera de llegar a la Universidad ya que las calles estaban cerradas. Una compañera fue la primera en ir llegar por la cercanía de su casa. Nos mencionó que el ambiente era desolador, bastante humo proveniente de la quema de llantas, bombas lacrimógenas, patrulleros y personal policial vigilando los alrededores. En la mañana se atendían a los


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manifestantes indígenas en el centro humanitario y se proporcionaba mascarillas con bicarbonato para poder aguantar las bombas lacrimógenas. En las tardes se recibía a los heridos, algunos debían ser trasladados a hospitales de alta complejidad como el Eugenio Espejo. Cada día que pasaba se sentía el ambiente sumamente tenso. El 9 de Octubre día previsto para el Paro Nacional, cuando la mayoría de las comunidades llegaron a las instalaciones de las universidades y de la Casa de la Cultura, las brigadas médicas salían desde la mañana. Nosotros nos quedamos en el centro de atención de la PUCE, para en la tarde conformar una brigada y salir a reemplazar y ayudar a las brigadas que ya pasaron todo el día en la zona de conflicto. Cuando recorríamos la Casa de la Cultura y el Centro Histórico, no podíamos creer el ambiente que se vivía allí. Parecía un escenario de guerra: muchos manifestantes heridos, fuerza policial con camiones blindados recorriendo las calles, el cielo se tornó grisáceo por todo el humo que había. Se atendió a algunos manifestantes en el camino. Al regresar a la Católica, entrada ya la noche, nos solicitaron una camilla, al parecer un manifestante se encontraba inconsciente, con signos vitales muy inestables y con evidente fractura de cráneo. No tenía un buen pronóstico, lo llevamos al Hospital Eugenio Espejo para ser atendido. En días posteriores, tanto el 11 como el 12 de Octubre fueron catastróficos. Vimos a muchos manifestantes gravemente heridos: habían perdido sus ojos, marcas de perdigones en el cuerpo, fracturas de huesos, además, de intoxicados por bombas lacrimógenas. Se estructuraron mejor las brigadas médicas. En cada brigada debía haber 2 líderes con mayor experiencia y


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conocimiento para tratar heridos. Llevábamos en las mochilas instrumentos y medicamentos para atención primaria, nos vestíamos con los mandiles blancos y una bandera por delante y salíamos a atender a los heridos. La gente nos ayudaba facilitándonos el trabajo y nos proporcionaba alimento para pasar esos días tan cansados. En la tarde, aproximadamente a las 6:00 pm del día 12 de Octubre, los manifestantes se resguardaron en la entrada de la Universidad y las fuerzas policías avanzaron hacia la zona humanitaria para reprimir, lanzaron bombas a escasos metros de las instituciones. Se respiraba gas lacrimógeno adentro de la universidad. Con las brigadas, y demás voluntarios, pusimos a la gente adentro del coliseo y salimos al frente de la calle 12 de Octubre para impedir el paso a la fuerza policial. Gracias al apoyo de cada estudiante voluntario, que se encontraba allí, se evitó un mayor conflicto. Dialogando con los representantes de cada bando llegamos a un acuerdo para que ellos puedan ingresar a las instituciones y la policía se retire. Esa noche no se podía dormir. Todos estábamos pendientes de cada noticia que veíamos, pues temíamos que haya otro enfrentamiento en la madrugada. A la mañana siguiente, se tenía previsto el dialogo que se iba a realizar para resolver esta situación. En la noche, se pudo llegar a un acuerdo. Todos los voluntarios que estuvimos ahí esos fatídicos días nos sentíamos agradecimos de que se frenó la ola de violencia que cada vez estaba creciendo”. Somos una zona de paz y siempre debemos serlo.



Rebelión Darío Burbano Estudiante de Sociología

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unca esperé vivir una experiencia tan impresiónate. Salir de la comodidad y observar escenas que trastocan el corazón. La primera protesta parecía como todas: gritando, viendo la gente que hay alrededor, aprehendiendo consignas. Todo iba bien hasta llegar a la altura del Banco Central. Empecé a mirar humo blanco por todos lados y gente corriendo desorientada. Policías dispersando a todos los manifestantes, personas fumando cigarros a otras personas, mucha gente dispersa. Pensé: se terminó muy rápido. No fue así. Todos los manifestantes se quedaron y empezaron a hacer frente a la policía. No sabía qué hacer, sí quedarme o irme, porque presentía que la situación se iba a poner fea. Decidí quedarme. Personas de la nada te hablan y te preguntaban “estás bien”, “sigamos”. Lanzaban piedras. No importaba que los ojos estén destrozados o que estés tosiendo por la cantidad de gas emitido. No importaba nada con tal de lanzar una piedra. Pensé que éramos pocos los que estábamos en el lugar. Resultó ser que éramos un grupo enorme. Me preguntaba ¿qué es lo que nos hace estar ahí, arriesgando nuestra vida,


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nuestro sueños, todo? No estaba solo. Había gente a mi alrededor que tal vez se preguntaba lo mismo. La represión era brutal, tratábamos de avanzar una cuadra y nos retrocedían dos. Nos lanzaban gas de todos los lados posibles. En medio del caos inhale muchísimo gas. Me sentí muy mal y salí de la conglomeración de gente a un lugar apartado para que me pase el efecto de asfixia. En ese momento no pensé regresar a casa. Esperé a sentirme mejor y retorné donde todos estaban. A los que estábamos ahí, nos motivaba algo. Yo aún no sabía que era. Uno de esos días, regresando a mi casa tipo 6:30, donde toda la represión aumentaba, no había por dónde ir, quería llegar a la estación la Marín pero era imposible. Subí el parque Alameda para irme por San Juan, como había carros pensé que hay no tirarían bombas. Me equivoqué. No, no les importaba nada. Lanzaron bombas por doquier. Miré personas que regresaban de su trabajo asustadas. No sabían que hacer, al igual que yo. Cuando hubo por fin manera de llegar a la estación, cogí una camioneta y me dirigí hacia mi casa. En la camioneta, se escuchaban frases como: “por fin reaccionamos”, “toca seguir”, “ya es mucho abuso del presi”. Todos los días que salía a protestar y regresaba a mi casa pensaba ¿por qué me gusta ir a arriesgar mi vida allá? Podían meterme a la cárcel o incluso, peor, podía tener algún accidente y morir. No sabía por qué me gustaba salir. Todos los días que participé sentía impotencia de cómo el Gobierno no piensa en la gente que no tiene para comer, que no tiene para comprar un mudada de ropa. Sentía que estaba protestando por todos ellos. Sin embargo, había algo más. La protesta es una forma de sentirse libre y escuchado. Hay un sin número de emociones cuando lanzas una piedra.


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Creo que es la sensación de que puedes irte contra la autoridad. La autoridad es grande, da miedo, pero al gritar correr o lanzar una piedra sientes que eres más grande que cualquiera. Cuando el pueblo se rebela, la autoridad se quema. Observar a las personas sintiéndose libres, causas felicidad; ver al reflejo de la autoridad quemarse es la mayor expresión de libertad. El que le agarró al trucutú y lo quemó se siente apoyado por los demás, y los demás no caben de felicidad. Te das cuenta que te gusta esa sensación de sentirte libre, aunque sientas que el gas hace efecto dentro de tu cuerpo. Tú quieres regresar a tener esa sensación, no importa la manera. La sensación de libertad la sientes cuando gritas y los demás te siguen. La sientes cuando lanzas una piedra. No mides riesgos, el miedo se coloca en segundo plano. Miedo es lo que imparte las fuerzas del Gobierno cuando estas manifestándote. Además de percibir lo grande que es el Gobierno, sientes que puedes irte contra ese grande. Después de haberte sentido en libertad, de cualquier forma, te das cuenta que hay muchas personas que se sienten así. Percibes que no eres el único emocionado yéndote contra el grande, hay una multitud detrás o junto a ti que también quiere irse contra el grande (gobierno). Esa sensación te vuelve gigante y te sientes bien estando ahí, disfrutando del momento y viendo como otros lo disfrutan. Tiene un gran significado lanzar una piedra, su peso está dado por todas las emociones que provoca tirarla. Tal vez sea euforia del momento, pero no, es sentir que le haces saber al represéntate del gobierno que tú eres libre, que estás ahí para ejercer a plenitud tu libertad. Causa mucha emoción tirar una piedra o cualquier artefacto a la fuerza


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policial, porque te das cuenta que ejerciendo tu libertad logras penetrar en algo. La piedra va cargada de emociones y cuando ésta llega a la autoridad quiere decir que tu emoción se hizo saber. Cuando estaba en el colegio siempre me llamó la atención protestar o salir a marchar. En ese tiempo lo hacía porque me gustaba, pero no me ponía a pensar el por qué me gustaba. Siempre me llamó la atención el hecho de que las personas salgan a marchar ¿pensaba en cuáles eran su motivaciones? Después entendí que hay personas que encuentran en las marchas una forma de implicarse en la política y hacer ver su desacuerdo con lo impuesto. En otras palabras, la marcha es un momento que debes aprovechar para sentirte libre. Cuando ingresé a la carrera de Sociología era muy crítico de las marchas, decía: “para que salir a marchar si no se consigue nada”. Es claro que con salir a marchar no consigues victorias grandes dentro de la política institucional. La marcha o protesta es esa situación donde las demandas de la sociedad se vuelven evidentes. Después de ser crítico con la marchas, quise darme la oportunidad de experimentar esta situación De cierta forma, comprendí que saliendo a marchar haces conocer tu punto de vista. Me empecé a interesar más por el tema. Una de las consignas que he escuchado dentro de todas las marchas, incluso en la de Octubre 2019, es “alerta, alerta que camina, la lucha estudiantil por América Latina”. Esa consigna es bastante popular. Puede cambiar de sentido como “Alerta, alerta que camina, la lucha feminista por América Latina”. Lo que quiero destacar es que en la protesta la gente se da cuenta que hay grupos que luchan por los derechos y, al hacerlo, se sienten libres.


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Luchar por derechos presupone sentirse libre. La libertad se ejerce sin importar miedos y represión. El miedo lo sientes porque cuando protestas, la calle se vuelve un campo de guerra, es decir, puede que nunca vuelvas a tu casa. El miedo se ve apoyado por la represión. El Gobierno es un grande que tiene armamento para hacer cumplir un proyecto político, te reprime si ejerces libertad ¿por qué al gobierno no le gusta que la población ejerza la libertad? Porque la población al ejercer libertad está proponiendo a la sociedad las demandas que está necesita. En ese sentido, a los que gobiernan les afecta las protestas porque se va en contra del interés del sistema capitalista. Podemos tolerar que digan que no se saca nada haciendo bulla o que las forma de manifestarte no son esas. Lo que nunca toleraremos es la forma de apagar el ejercicio de libertad que está a manos del Gobierno. La protesta es un acontecimiento donde puedes ejercer libertad. Esa libertad es una ruptura del sistema capitalista expresado en el neoliberalismo. Así, mientras exista el sistema capitalista, la protesta de la gente que no está de acuerdo con él debe seguir vigente. La rebelión es innegable en la protesta. Mucha gente luchó los días de octubre por días mejores. Ejerció la libertad y este ejercicio hizo ver a la autoridad quemada, sin rumbo. Mientras haya personas en el mundo queriendo manifestarse, tengamos por seguro que días mejores vendrán. La única forma de vivir en el sistema capitalista es luchando cada día. La mejor forma de luchar es haciendo valer tu derechos. Cuando haces valer tus derechos estás ejerciendo tu libertad.



Desde mi ventana Victoria K Hidalgo Estudiante de Sociología

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l vivir tan cerca de Carondelet pude ver pasar ante mí tanto escenas de valentía como de violencia. No entendía por qué las personas salían a quemar objetos y también basura. En un momento me sentí muy molesta y dije: “esto de nada sirve”. Sin embargo, siguió pasando el día y poco a poco entendí, según lo que veía, que las personas se acercaban al humo o hacían un círculo alrededor del mismo para poder pasar los efectos de las bombas lacrimógenas. Para el quinto día de protestas, desde el único lugar donde podía ser parte de los acontecimientos, sentada en mi banca y mirando mi barriga crecer a diario y sintiendo los primeros golpes de mi Joaquín, logré ver entre la multitud a una mujer indígena embarazada como yo que corría escapando de las bombas. En una de aquellas ocasiones alcé mis manos pidiendo a los policías que no lancen más bombas y eso llevó a que dos efectivos discutan, pues el policía que iba a tirar la bomba que ya había abierto se la arrojó prácticamente a los pies del otro para que no llegue a mi ventana. Esto le trajo problemas con sus compañeros


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que no entendieron su accionar, pero agradezco lo poco de humanidad que tuvo esa persona. Mientras pasaba la tarde pude mirar que la mujer embarazada aún estaba en los alrededores de mi barrio. Como aún no entendía porque quemaban basura, salí y le dije que por favor quemará en la otra esquina porque el humo penetraba por las ventanas de mi casa. La mujer entre valentía y coraje me dijo: “yo estoy embarazada también y estoy en pie de guerra”. Palabras que no salen de mi mente hasta el día de hoy. En ese momento, fue muy duro preguntarme por mi situación y la de ella, por mi papel y el de ella. Entendí que la comunidad se moviliza junta –niños, ancianos, embarazadas, hombres y mujeres–. Todos en un solo grito de lucha por la dignidad de sus pueblos. Mientras que yo sentada junto a mi ventana solo arrojaba vinagre o mascarillas, intentando ayudar en algo los efectos de asfixia que la inhalación de gas provocaba en los manifestantes. Me sentí triste e inútil. De haber sido mi condición otra hubiera sido voluntaria en la universidad, con lo cual sentiría que lucho también por mi inconformidad. Pero tenía que cuidar de alguien más dentro de mí. Sin emabrgo, yo no soy la mujer indígena embarazada, llena de valentía y coraje, que me miró e interpeló y cuya mirada jamás se podrá borrar de mi memoria. Los días pasaron y las palabras de aquella mujer al pie de mi ventana siguen reproduciéndose en mi memoria. Aún me cuestionan y me remiten a lo que en aquellos días se hizo eco en los medios y en las calles de Quito. Por qué las mujeres indígenas salen al paro con sus hijos o embarazadas. Por qué las mujeres indígenas salen con sus hijos en brazos, mientras otros pequeños, cada tarde al terminar el día, esperaban con miedo e incertidumbre que sus padres regresaran a los albergues. Al caer la noche, los pequeños


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no comprendían que sucedía. Por qué los estallidos, las bombas, las alarmas de emergencia, la gente corriendo de lado a lado y, sobre todo, por qué el llanto y preocupación de los adultos. Al final, esos pequeños siempre encontraban consuelo y refugio en los brazos de sus madres.



Incertidumbre Nua Elizabeth Fuentes Aguirre Estudiante de Sociología

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l primer día del paro en la ciudad de Quito nos despertamos con una aparente normalidad. Al inicio, el paro fue convocado por los gremios transportistas, de buses y taxis. Mucha gente ya sabía que no habría estos medios de transporte aquel día. No obstante, el transporte municipal (Trole y Ecovía) se encontraba operando y esto daba cierta sensación de habitualidad. Yo me encontraba en Carcelén, camino al lugar donde trabajo, cerca del centro/norte. De camino por la Avenida Galo Plaza Lasso (Norte de Quito), el tráfico se volvía cada vez más intenso y avanzábamos más lento, aunque eso no es necesariamente algo extraño en una ciudad tan grande como Quito. Mi asombro vino cuando al avanzar, a la altura de la Avenida del Maestro, nos dimso cuenta de que se había cerrado la mitad de la calle. Un grupo de personas discutía con policías y agentes de tránsito para impedir que se cierre el lado por donde estábamos pasando. Luego me percaté de que, justamente, en este sector se encuentran varias fábricas.


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A pesar de que empecé mi día laboral, evidentemente, no era como un día cualquiera. Poco a poco se cancelaron varias reuniones fuera y dentro de las oficinas, decisión atribuida a la falta de transporte. Por los medios televisivos y radiofónicos no llegaba mucha información sobre el paro, pero las redes sociales y chats de celular comenzaron a desbordar de muchos mensajes, imágenes y videos en relación a lo que sucedía. Se podía observar varias vías cerradas y las disputas entre manifestantes y policía en distintos puntos de la ciudad de Quito y del Ecuador. En la tarde, llegó la disposición de salir temprano a casa, debido a la dificultad de encontrar transporte. Regresar a casa fue una odisea. Había muchas calles cerradas donde estaban escombros y en algunos casos algún objeto quemándose. La gente se transportaba como podía. En las noticias de la televisión se hacía referencia al paro como un acto violento pero menor, minimizando su magnitud. Muchas personas comenzamos a experimentar incertidumbre. No sabíamos en que terminaría todo esto. El día siguiente fue muy parecido al primero. Mientras los noticieros, como medio oficial de información, minimizaban el paro y reprochaban este hecho, las redes se inundaban de fotos, videos e historias en relación al paro y la violencia con la que se lo estaba reprimiendo. También había un gran número de noticias falsas que hicieron difícil discernir cual era la verdad de toda la conmoción que se vivía y cada vez se acrecentaba. El movimiento indígena se sumaba al paro y estaba camino a la ciudad. Había mucha incertidumbre sobre lo que pasaría. Circulaban las fotos de los escuadrones policiales organizándose para recibir al movimiento indígena que se dirigía


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a la ciudad. Las imágenes de la policía alistando todo su personal e implementos nos llenaban de nerviosismo y de miedo, sin saber lo que sucedería. Finalmente, el movimiento indígena entró tranquilamente a la ciudad. No fue hasta el cuarto día que, finalmente, me dispuse en avanzar hasta el sector de la Casa de la Cultura y las Universidades Salesiana y Católica, ya que ahí se habían instalado los “lugares de paz” donde llegaron las personas del movimiento indígena. Fue mi primer acercamiento a la “zona de conflicto”. Al llegar, mi asombro crecía. Mucha gente se dirigía allí mismo y lo que ví sobrepasó mi expectativa. El sector del Ejido y el Arbolito era un campo de batalla. Del lado norte había mucha gente por todos los lugares posibles, a medida que avanzabas a la Asamblea encontrabas pequeñas barricadas hechas con piedras, adoquines y tierra. A lo lejos, se escuchaban explosiones y ruido de la protesta y enfrentamientos. El humo que se venía desde el sector de la Contraloría nos impedía ver mucho más allá de eso. Todo el ambiente tenía un olor a gas. Los siguientes días pasé en la Universidad Salesiana apoyando con los espacios asignados a mujeres, niños, niñas, y adultos mayores. Con la ayuda de algunas amigas comenzamos a hacer una red de información para saber cómo se encontraba la gente en los distintos refugios y alberges, debido a que la desinformación también comenzó a crecer en redes sociales. Los medios seguían sin transmitir mucho de lo que sucedía sobre el paro y las protestas, solo mencionaban que había algunos lugares donde existieron bloqueos y enfrentamientos. No obstante, los medios tradicionales no fueron una herramienta a la que podíamos acudir para saber qué sucedía. Había otro panorama distinto en la televisión que en las calles. El Gobierno y los medios insistían en decirnos


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que este paro ya terminaba (o ya mismo) y que era menor de lo que parecía. Existía una gran incertidumbre de no saber exactamente qué sucedía. Los días transcurrían irregularmente. Las jornadas laborales se veían reducidas, lo que me permitía en la tarde avanzar hasta las universidades y comunicarme con mis amigas y compañeras con quienes cada vez más nos organizábamos mejor para estar presente en los distintos puntos de alberge y estar pendientes la una de la otra, por seguridad. Un día recibimos el video de los chicos que cayeron de un puente en San Roque. A pesar que no se veía bien el momento en que cae, verlos tendidos y totalmente inmóviles en el piso era suficientemente desgarrador. Videos como este rodaban por todas las redes, mientras el Estado mediante los medios oficiales comenzó a identificar las noticias falsa y en casos como lo sucedido en San Roque relatarlo como un hecho delincuencial. Policías persiguiendo a saqueadores. A la mañana siguiente, en el ascensor del trabajo, escuché que unas chicas hablaban del video de San Roque y se referían al muchacho que cayó por el puente como un “vándalo”, que se “merecía lo que pasó”. Luego me enteraría que este chico tenía una discapacidad y algunos rockeros decían conocer a este chico de conciertos y el ambiente de la cultura urbana rock/punk quiteña. Recuerdo que las últimas noches fueron las peores. A pesar de la desinformación, los chats eran los espacios donde más flujo información había, esto sumado a la poca cobertura de los medios de comunicación tradicionales. Existió muchas alarmas que a varias personas nos puso atentos y desvelados por ver si realmente eran verdad. Recuerdo que dos noches pasé revisando y verificando noticias


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de desalojos y ataques a albergues donde compañeras también se encontraban. Esto se sumó al toque de queda que se decretó para la noche en la llamada “zona cero” que no logró disminuir las explosiones y gritos que se escuchaban. Una noche, un fuerte sonido de “bum” nos alertó tanto que una compañera fue a la Casa de la Cultura a verificar si todo estaba bien. Luego, los medios oficiales nos dijeron que fue había sido producto de la detonación de un tanque de gas por parte de unos “vándalos”. A pesar que circulaba por el sector, no todos los días me acerqué al parque del Arbolito y el Ejido de cara al centro, que era donde se libraban las manifestaciones. Al entrar a esa zona te daba una sensación de que cualquier cosa podría pasar, especialmente cuando veías policías de por medio. Una vez incluso fui atemorizada por un grupo de indígenas que en tono de burla decía que me revisarían a ver si era infiltrada, lo que para mí fue una forma de acoso. Ya era habitual escuchar de personas que entraba a las universidades buscando comida y refugio momentáneo, hablar de la batalla que libraban, algunos con orgullo otros con mucha indignación, también con desesperación cuando sus familiares no aparecían. El día jueves, 10 de octubre, sucedió algo que me pareció inédito. Habían muchos rumores sobre supuestos secuestros de policías y periodistas en la Casa de la Cultura. Lo que no imaginaba es que de pronto en un momento de la mañana los canales de televisión comenzaron a transmitir en vivo, lo que el comentarista en estudios de Teleamazonas llamó: “un acto obligado por temer por su vida”. Se podía observar que en el interior de la Casa de la Cultura se llevaba a cabo una Asamblea del Movimiento Indígena en la cual mostraron a los policías “secuestrados”. También era


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muy claro el rechazo de los presentes a los medios de comunicación tradicionales. Luego que se cortara la transmisión, los canales volvieron a su programación regular. No sería hasta la emisión del medio día donde hablaría nuevamente de este hecho y del ataque al periodista Freddy Paredes de Teleamazonas. En las calles aledañas a la Casa de la Cultura, una persona le lanzó una piedra a la cabeza del periodista dejándolo inconsciente. Los medios no tardaron en decir que todo era culpa del movimiento indígena. El penúltimo día fue más caótico. Cuando se decretó el toque de queda desde las tres de la tarde en toda la ciudad, la gente se alteró. Muchas personas nos enteramos mientras estábamos en la calle. Al conocer esta disposición estatal la gente empezó a ver dónde tendría que pasar ese toque de queda, el que apenas anunciaron con una hora de antelación. Recuerdo que nos separamos, algunas personas se quedaron en las universidades y los albergues mientras otro tanto nos dispusimos a buscar donde podríamos pasar el toque de queda, por la premura de la medida y el poco tiempo que esta nos daba para volver a casa. Terminamos alrededor de 15 compañeras en la casa de otra amiga, mientras con mucha incertidumbre revisábamos nuestras redes sociales en búsqueda de más información. Nosotras nos quedamos en la Floresta, donde aún se escuchaban sonidos de explosiones y el paso de los helicópteros. Esto sumado a las grandes nubes de gas que se veían en el centro. A pesar de que muchas personas estábamos preocupadas por la falta de información, al prender la televisión no vimos nada relevante. La programación seguía como la habitual e incluso se transmitía dibujos animados, algo que nos frustró aún más.


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Nos enteramos que en la noche habría un cacerolazo en rechazo al toque de queda e inmediatamente nos preparamos para participar en él. Fue sorprendente oír a la hora pactada que el cacerolazo se realizaba en toda la ciudad. No se veía gente en la calle debido a la prohibición de circular. Sin embargo, se escuchaba las cacerolas en todas las casas. Duró varios minutos el evento. Luego, poco a poco, se comenzó a ver gente saliendo de sus casas acompañadas de sus tapas de ollas. En la Floresta, la mayoría de las personas se juntó en el redondel, donde siguió el cacerolazo por varios minutos más. Después de un rato, la gente comenzó a dar una vuelta por el barrio superando el miedo a salir que se desarrolló en esos días. Más abajo, en el sector de la Vicentina sucedía algo parecido con un grupo de personas que recorrieron su barrio, en un gesto de tomárselo ante el toque de queda impuesto por el gobierno. A pesar del toque de queda y su duración, al siguiente día mucha gente ya comenzó a salir de sus casas con tranquilidad. Aún no había transporte ni había muchos carros en circulación. Esto daba una atmosfera de abandono de la ciudad, pero mucha gente ya caminaba por toda la zona. Incluso, algunos negocios abrían sus puertas, aunque con un poco de recelo. Recuerdo que después de visitar a unas compañeras en las universidades y dejar algo de comida, me dispuse recorrer el “campo de batalla”. Estaba todo destruido, desde las veredas, las gradas, la propia calle, aunque también encontré unos casquillos de balas (supongo que de goma) y latas de los gases lacrimógenos. Para ese momento, ya se había pactado una reunión entre los dirigentes de la CONAIE y el presidente Lenin Moreno. Parecía que todos estaban a la espera de noticias. Mucha gente descansaba en el Parque el


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Ejido, incluso, se veía que algunos policías y manifestantes charlaban. Camino a casa se escuchó y se vio pasar algunos helicópteros y camionetas con militares. Las redes, nuevamente, se encendieron para hablar y especular sobre la reunión entre el Gobierno y el Movimiento Indígena. Lo que no creía se posible era que trasmitirían el diálogo en vivo por la televisión, cosa que sorprendentemente sucedió. El debate fue algo de lo que no podía dejar de asombrarme a cada segundo. El Gobierno a través del Presidente parecía repetir nuevamente el discurso que habían mantenido desde el comienzo, sobre buscar una compensación. Por su parte, el Movimiento Indígena mediante sus líderes se cerró a otras opciones que no sean la derogación del decreto que imponía la eliminación del subsidio. Finalmente, el mediador de las Naciones Unidas llamó a un receso de “15 minutos” que en realidad duró alrededor de una hora. En la transmisión final, después de una pausa muy larga que dio espacio a más incertidumbre sobre lo qué pasaría, se informó que se derogaría el decreto en mención. Ante esto, los líderes indígenas ponían fin al paro nacional. Nuestra emoción no podía expresarse. Más aun cuando una amiga nos informó que en el sector del parque el Ejido la gente festejaba y se abrazaba en celebración por lo conseguido.


Un despertar entre libros, mirlos y coladas José Santiago Andrade Zapata Director Identidad y Misión

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e adormité en medio de esta masa de gente, en el suelo del coliseo de la PUCE. No recuerdo si fue el 2do o 3er día de acogida. Había velado ya dos días con sus noches y, a esas tantas horas de la noche –o de la madrugada–, mi cuerpo pedía ya un respiro para poder seguir. La conversación había girado en torno de la comunidad de Cotopaxi a la que pertenecían mis contertulios. De las chacras, de lo que se venía en la comunidad, de la expectativa de si iban o no a negociar, de seguir las noticias que en los chats de wasap que mantenían ellos en la PUCE con otros que estaban en el arbolito o en la Casa de la Cultura. Ya no me importaba que dos noches atrás, el golpe de olor a humanidad me había hecho verme en una situación de autointerpelación a mi propia capacidad de acoger a mis compatriotas indígenas, a pesar de haber hecho no


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sé cuántas misiones sea en Imbabura o en Chimborazo en comunidades indígenas e incluso de haber pernoctado en alguna ocasión de misiones en alguna casa o choza de alguna familia generosa. Ya los años me habían vuelto un tanto “exquisito” por no haber podido soportar el olor de la gente. Y me quedé en mi propia humanidad. Luego de que me dijeran, compita, venga acomódese por aquí y me hicieran un por donde en una colcha de base y otra para cubrirme, me recosté entre los compitas que, sin esperar apenas, entraron en un sueño de respiración profunda que conjugaba con algún ronquido, más lejano o cercano, que se percibía bajito en medio de una radio o de una conversa borrosa que me invitaba a dormir. Y dormí. No sé cuánto tiempo fue, sólo me dije a mí mismo que algo de runa he de tener y que qué me hago el “exquisito” si mi propio cuerpo, mi lengua, mis gustos de comida y hasta mucha de mi coloquial manera de ver el mundo son el legado de esta parte del tejido humano que es mi país. Me sentí acogido. Me sentí parte de aquel grupo con quienes apenas en una conversa de no más de una hora me habían invitado a ocupar un por donde y sumarme a la gran cama de 1300 personas que ocupaban, cansadas, el suelo y graderío del coliseo de ésta, mi U, que ahora estaba transformada en albergue de acogida humanitaria y zona de paz. Paz es lo que que me arrulló en el trecho de sueño, hasta conciliarlo y despertar. Paz de ver un pueblo entero empeñado en una causa de la que yo mismo ahora, entraba en otra esfera de comprensión. El descubrimiento de mi propia runaridad en cuanto –sin más– aceptaba en este compartir el lecho entre compas –ellos y ellas– y participar del sueño


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común de la protesta. Qué digo la protesta, de la caminada de comunidad que me demostraban siglos de cohesión, de apego a la tierra, de entenderse y construirse como tales. La última imagen de mi vigilia me remitió a la zona de Imantag cuando, hace más de 30 años, me acogía un manantial donde niños jugaban en el agua, usando con sus madres lavanderas. El básico kichwa que había aprendido en los cursos de la lengua conforme el pensum de la carrera de Antropología que tiempo después terminaría dejando para abrazar otra ruta de vida. Como nunca sentí acogida, pertenencia, sentido. Y abracé el sueño, me acomodé lo mejor que pude y tornado en mi costado me dejé descansar. Paz. Los mirlos fueron haciéndose más presentes entre las toses y algún bostezo testigo del fin de la madrugada. Me levanté despacio, parecía como si hubiera dormido la noche entera. Me tocaba turno de monitoreo de albergues y vituallas. Salí del coliseo, con el alma rebosada de paz y me fui contento a mi oficina de la Dirección de Identidad y Misión que acogía un nutrido grupo de voluntarios en algunas de sus salas para descansar y relevar a otros en la mañana. En el trayecto, las cocinas bullían de actividad, entre el desayuno venidero, los caldos nocturnos y los secos de pollo de la noche o madrugada, lo que veía en dicho espacio era una comunidad de lucha y otra de acogida. Ellos, los compañeros y compañeras indígenas en representación nuestra y nosotros como anfitriones apostando al puro sentido de


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reciprocidad. Como cuando alguien llega y te pide quedarse, porque tú alguna vez te quedaste allá en su casa. Fue eso. Ya en mi oficina de director, estaban Milena y Maí, junto a Felipe y Gabriel, mi compañero Roberto, mi compañera Caro. Así, con todos ellos participamos, junto a tantos otros voluntarios, en este centro de acogida humanitaria y zona de paz donde lo que marcó fue una mirada distinta de lo que una institución puede hacer y está invitada a hacerlo. Un jarrito de colada, un pan de los cientos de las donaciones, fueron un suministro de energía que, luego de engullirlo, junto al saludo y conversa breve con algún voluntario fueron suficientes. La DIM fue acogida de la acogida. Voluntarios rotaban en sus espacios para poder descansar. Vibró con jóvenes generosos de alma grande y compromiso alegre y entregado que iban rotando de turnos y apoyando fuera de programa a otras y otros, desde el centro de acopio, a la cocina, al cuarto de ropa y cobijas, al control de la basura y el manejo de desechos, a la comunicación interna y externa para dirigir, organizar relevos y atender y atendernos y cuidaros entre todos. También sentí miedo, vernos literalmente vulnerables a un evento violento que podía tirar abajo la mampara de cristal de nuevo acceso de la 12, hasta ver que de un buen brinco se podía sortear las verjas y estar plantado adentro. Las voces y llamados a los compañeros de la protesta para pedirles que armen la barricada allá por el Arbolito porque había que mantener libre de amenaza el mismo campus. O como cuando la noche del cordón humano que separó a los antidisturbios de los manifestantes en un tris de un estallido de represión en la esquina de la Veintimilla.


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Tejer incidencia en las redes para que saliera al aire la señal de un usuario del FB que tenía su transmisión en vivo con la verdad de la imagen en la que los voluntarios de salud pusieron –literalmente– el cuerpo para cuidar y defender la zona de acogida y de paz. Las reuniones con el comité de acogida (prefiero llamarlo así al denominado de crisis) y ver cada paso en función de los acontecimientos políticos. El accionar de aproximar a las partes al diálogo, al tiempo de mirar el curso de la operación de acogida en todos sus frentes; salud, socorro, fisioterapia, psicología, atención alimentaria, de vestido, de vituallas, de apoyo a las comunidades que habían traído sus propias cocinas de campaña. Y los voluntarios que aparecieron principalmente de la PUCE pero que, entre amigos, referidos y otras universidades también apoyaron. Esta clase duró como 6 días con sus horas completas. Aprendimos todos. Nos miramos en otro registro y rol, sencillamente nos encontramos y le apostamos a encontrarnos fuera del acartonamiento de la academia, y de los roles clásicos de una universidad. El concierto de cacerolas fue el colofón de todo. Los acodes huecos de peroles y marmitas golpeadas por quienes nos seguían en redes y wasap podían articular una melodía de paz. La habíamos conseguido, le habíamos apostado a la gente… y ese concierto –así espontáneo y libre– cerraba el tiempo de la violencia. Misas hubo donde huéspedes y voluntarios asistieron con ánimo orante y con mucha devoción pidiendo por la paz y el diálogo y porque cese la violencia.


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A la mañana siguiente un ritual andino era el Dios le pague por acoger a tanta gente, por mediar, por apostarle al cuidado y al diálogo, a la acogida al vernos juntos en todo, en todo. Fue encontrar nuevos amigas y amigos en aquellos jóvenes vibrantes, fuertes, y generosos, en mis colegas que asistieron y se convocaron –a nadie se obligó a nada–. Quien quería sumarse, se juntaba, registraba y listo: a trabajar. Y, así, cuando la oportunidad lo permitía, decenas de personas, desde pocos víveres hasta cargas enteras de alimentos dejaban en nuestra bodega. Hubo abundancia a base de la generosidad de la población. Compartir un caldo, un café, o un refrigerio de pan con plátano. Esto era más que suficiente para poder encontrarnos: reconocernos en una misma tarea que nos modela. El albergue nos acogió a todos. Nos brindó calidez, encuentro, seguridad, cura y cuidado. Y esa fue la mejor lección que aprendí de la mano de mis estudiantes y de muchos voluntarios: colegas, autoridades, gente que se unió. Nos llenamos de humanidad. Mi vida en la U es distinta. Seguimos decantando esto como parte de nuestra historia y a mirarla y transitarla desde allí, desde el cuidado, la acogida y la entrega, para construir la justicia, la paz y la reconciliación. Eso hicimos.


Epílogo Diego A. Jiménez Bósquez «No pretendemos defender nuestras equivocaciones, pero tampoco queremos cometer la mayor de todas: la de quedarnos de brazos cruzados –y no hacer nada– por miedo a equivocarnos» P. Arrupe, SI.

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n la tradición filosófica de occidente existe una larga e importante reflexión en torno a los sentimientos y la sensibilidad como puntos de partida de la filosofía política y de la ética. Es comprensible que este tipo de reflexiones no gocen de mucha fama en nuestro medio, más aún en ambientes académicos en los que se suele mirar y juzgar con algo de desdén este tipo de reflexiones y aportes. En suma, los sentimientos morales y la sensibilidad como motivos de reflexión aún tienen mucho camino que andar en la empresa de hacerse un espacio en una academia colonizada, casi absolutamente, por la idea de que las únicas formas válidas son las de las ciencias duras y los hechos, nada más que los hechos.


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El lector, llegado a este punto, ya tendrá varias conclusiones posibles sobre lo leído. A ellas, yo quiero agregarle una que, en mi criterio, marca el tono y el hilo conductor de los relatos que tenemos entre manos. Y es que, visto desde cierto ángulo, la voz de octubre es también la piel de octubre. Me refiero a la piel en tanto sensibilidad, que es ese lugar que marca nuestro hasta aquí y el único desde donde desde el cual nos está permitido construir puentes con los otros, el mundo, Dios y el infinito… Los autores nos han permitido, entre otras cosas, acercarnos a la que fue su experiencia sensible en el contexto del levantamiento de octubre. En estos relatos hay dos sentimientos que aparecen con una fuerza mayor: la indignación y la compasión. No pretendo con esto ningún tipo de reduccionismo, pero considero que bien podríamos estar de acuerdo en que son la indignación y la compasión los sentimientos sobre los cuales se organizan las letras y las razones que dan forma a este discurso. La experiencia de indignación está en la base misma de lo que significa vivir en un estado de derecho, con instituciones garantes de los derechos fundamentales y relaciones de convivencia armónicas, orientadas a la promoción de la paz y la promoción de la justicia. Indignarse significa leer el agravio moral a otro como una afectación que merece ser rechazada. Y este rechazo se da no solo porque haya afectaciones a ciertos intereses o porque se amenace cierta forma de ser de la realidad. Sentimos indignación porque en nosotros anida esa suerte de esperanza normativa que de alguna manera nos impide quedarnos de brazos cruzados. Indignarse no solo es confiar en que el agravio puede repararse, es también estar dispuesto a luchar para que esto se consiga. Junto a la indignación hay otro sentimiento moral igual de importante en la piel de octubre. Se trata de la compasión


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o solidaridad; a la cual la tradición inglesa se refiere como simpatía. La compasión en la tradición liberal no tiene nada que ver con aquello de sentir el dolor del otro en uno mismo, o como propio. No. Más bien, en la medida en que es absolutamente racional, se trata de una reacción que se origina en el reconocimiento de que la situación de agravio moral que otro padece, al agente mismo, no le afecta. La compasión no se produce porque haya dolor en primera persona, sino porque el agente moral es capaz de reconocer que aquel dolor y sufrimiento que el otro padece no son justos, bloquean sus legítimos derechos de florecimiento y la injustica que sufre no puede tolerarse. La compasión la sentimos porque nos constituye cierta elemental empatía que nos moviliza frente al dolor ajeno. En este sentido, sean cuales sean nuestras circunstancias, en el fondo, nuestra naturaleza humana siempre alberga la posibilidad de la compasión en el sentido aquí descrito. Compasión e indignación están en la piel de quienes aquí nos han contado sus experiencias concretas. Estas dos emociones no son irracionales; más bien, como todas, tienen un contenido cognitivo que merece ser reconocido y desentrañado. Esas razones que subyacen a esta emocionalidad son la base sobre las cuales cobra sentido el papel de la PUCE en tiempos de transformación social y crisis. En este tipo de experiencias se puede ver reflejado aquel imperativo ignaciano que modela la praxis educativa de tradición jesuita: formar jóvenes comprometidos, compasivos, competentes y consientes. Como lo dice la idea que abre este epílogo, no se trata de justificar nada. Con esta publicación, tan solo estamos dando testimonio, cuenta y razón de que somos una comunidad académica que no se paraliza por miedo al error.


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Como todos, no estamos libres de equivocarnos. Pero esa contingencia no ha sido un motivo para no asumir como propias las demandas de los menos favorecidos, excluidos y vulnerables. Y este hecho da suficiente testimonio de la misiรณn de la PUCE en el contexto nacional.




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