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Humanismo Secular: de Diderot a Cliteur

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Cine. The Father

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HUMANISMO SECULAR:

DE DIDEROT A CLITEUR

POR ROGELIO RODRÍGUEZ MUÑOZ

Licenciado en Filosofía, U. de Chile. Magister en Educación, U. de Chile. Académico de la USACH, la UDP y la U. Mayor.

Dos nociones contrapuestas pugnan al intentar entender los grandes acontecimientos históricos. Se piensa, a veces, que es la historia la que hace a los hombres, que la historia toma este individuo o el de más allá de acuerdo con sus necesidades y que, ya no necesitándolos porque cambian las circunstancias, los va desechando tal como un cirujano coge y deja instrumentos a medida que va operando. Podría ejemplificarse esta noción con la Revolución Francesa, en que –como reza una frase recurrente– iba “devorando a sus hijos” a medida que ya no le servían. La otra noción plantea que son los individuos, y particularmente aquellos sujetos grandiosos, los que hacen la historia y que la hacen, precisamente, con lo que tienen de más individual, de más propio e insustituible. De acuerdo con esta noción, por ejemplo, no vamos a comprender nunca la Roma de Julio César si no comprendemos a los grandes hombres de esa época, en especial al mismo Julio César.

Cuando se piensa en la Encyclopédie –ese magnífico compendio ilustrado del saber producido en el siglo XVIII en Francia y conformado por veintiocho pesados volúmenes, que tanto alboroto causó durante los veinticinco años que fue durando su publicación tomo tras tomo, y que asumió la figura simbólica del triunfo del pensamiento libre y secular contra todas las fuerzas del Antiguo Régimen, Iglesia y Corona sumadas– la balanza se inclina ostensiblemente hacia la última posición. Porque –aunque para escribir los casi 73.000 artículos, complementados con una ingente cantidad de ilustraciones, que componen los volúmenes de este “Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios” se contó con la participación de centenares de personas–, la obra se asentó en los hombros tenaces de un pequeño grupo de individuos fácilmente identificables: el caballero De Jaucourt, D’Alembert, Rousseau, Voltaire, el barón d’Holbach y, en primerísimo lugar, Diderot.

Fernando Savater nos asegura (2017): “La Enciclopedia fue un símbolo, el estandarte de una forma de pensar distinta a la tradicional, la leva de la veda para desacreditar los dogmas más acrisolados, el final del respeto […] Fue una gran obra colectiva, sin duda, pero salió adelante por el empeño obstinado, la capacidad de trabajo y el coraje indomable de un solo hombre, Diderot. Si no lo hubiera logrado, todos tendríamos razones para excusarle y disculpar su fracaso, pretendido por tantos. Pero es mucho más

DENIS DIDEROT

hermoso consignar su triunfo, casi inverosímil y a la larga mucho más revolucionario de lo que él mismo nunca soñó”. ¿Cuál era la meta de Diderot? ¿A qué consagró el sacrificio de ser perseguido, encarcelado y censurado por el establishment político y religioso de la época? Lo dejó manifestado él mismo: “Esta obra producirá seguramente con el tiempo una revolución de los espíritus, y espero que los tiranos, los opresores, los fanáticos y los intolerantes no ganarán. Habremos servido a la humanidad” (Carta a Sophie Volland, 1762).

Denis Diderot (5 de octubre de 1713 – 31 de julio de 1784) y los demás philosophes enciclopedistas no se propusieron derrocar la monarquía ni acabar con las clases sociales para convertir al pueblo llano en dueño del país. Su revolución iba por otro lado: el enemigo contra el que lucharon era el conjunto de supersticiones, dogmas, injerencias sobrenaturales en lo legal y lo político, que perpetúan lo irracional en la sociedad y bloquean el predominio de la razón. Su enemigo era, dicho claramente, la Iglesia Católica, institución pode-

FERNANDO SAVATER

rosa en ese entonces como ahora y que ha significado, entonces y ahora, un confesado obstáculo a la libertad y al progreso de los seres humanos.

Andrew S. Curran (2019) –autor de una reciente biografía de Diderot– lo presenta como un decidido impulsor de lo que hoy se denomina “humanismo secular” y que, en términos cívicos, se llama “laicismo”. Escribe: “Su alegre y obstinada búsqueda de la verdad lo convierte en el más fascinante defensor en el siglo XVIII del arte de pensar libremente”. En efecto, Diderot –en sus artículos de la Encyclopédie como en muchas otras obras suyas– dio tribuna efectiva a lo impensable y a lo incómodo. Para él, la gente razonable tenía derecho a someter a la religión al mismo análisis que a cualquier otra tradición o práctica humanas. Así, desde esta perspectiva, la fe religiosa podía ser racionalizada, mejorada y, tal vez, incluso descartada.

Como genuino librepensador, Diderot combatió con sus ideas no solo contra la intolerancia eclesiástica, sino también contra el prejuicio y la injusticia social. Un artículo suyo (publicado sin firmar) en el primer volumen de la Encyclopédie –sobre el tema de la autoridad política– comenzaba con la afirmación de que ni Dios ni la naturaleza han dado a nadie la autoridad indiscutible para reinar. Curran señala: “[Diderot] plantea la peligrosa idea de que el verdadero origen de la autoridad política deriva del pueblo, y que este cuerpo político no solo tiene el derecho inalienable a delegar este poder, sino también a recuperarlo. Cuarenta años más tarde, durante la Revolución, los elementos más incendiarios de “Autoridad política” proporcionarían el armazón para el trigésimo quinto y último artículo de la Declaración de

los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, que afirmaba no solo la soberanía del pueblo sino el derecho a resistirse a la opresión y el deber de rebelarse”.

Así, también, para el philosophe el origen de la especie humana no tiene causa religiosa: todo lo que existe es el resultado de la actividad de la materia. Y abogaba por una educación libre, secular y experimental para los niños. Convencido de que el conocimiento no debía verse entorpecido por concepciones de mundo basadas en libros supuestamente sagrados, una educación librada de estas cadenas no solo dignificaba al ser humano, sino que tenía un efecto necesariamente emancipatorio o transformador sobre el esclavizado y el ignorante. Estaba convencido de que la educación podía ser el motor del progreso social y moral de una sociedad. Asimismo, hasta el final de sus días nunca abandonó su creencia en la bondad fundamental de la humanidad y en la posibilidad de una ética natural y universal.

El legado de Diderot ha anidado en el pensamiento de muchos autores contemporáneos. Uno de ellos es Paul Cliteur, nacido en Amsterdam el 6 de septiembre de 1955, quien ha tomado fervientemente en sus manos la bandera de la defensa del humanismo secular.

El humanismo secular plantea que las cosmovisiones religiosas tienen una influencia efectiva en los que la gente piensa y hace. Hoy las creencias y prácticas religiosas se desarrollan en zonas del planeta que padecen baja educación y pobreza. Esta fértil mezcla de subeducación, miseria, impotencia y resentimiento hacen que las promesas y las consoladoras y rápidas soluciones psicológicas de la religión sean muy bien acogidas. Las formas fundamentalistas de cristianismo, del tipo pentecostal y carismático, mezcladas con supersticiones locales, han florecido poderosamente. Por otro lado, el Islam es considerado por sus partidarios como

PAUL CLITEUR radical porque es una religión simple y directa que se presta con facilidad a aplicaciones políticas y militares, y de este modo ofrece la ilusión de poder y un sentido de orgullo a comunidades por lo demás carentes de poder. Todas estas formas de expresión religiosa son, en lo esencial, retrógradas, opresivas y su disonancia con el mundo moderno es una fuente continua y muy a menudo terrible de conflictos.

A juicio de Paul Cliteur, la mayoría de los analistas occidentales de esta clase de problemas –que conducen muchas veces hacia actos verdaderamente criminales inspirados por la ciega devoción a un credo– no la enfoca como el choque entre el fanatismo religioso y la cosmovisión laica. Sin embargo, esta es, reconocidamente, la perspectiva de los humanistas seculares, quienes tienen la responsabilidad de recordar a todos lo que mucha gente parece olvidar: la función que desempeña la religión en los conflictos contemporáneos. Indica Cliteur: “Es sabido que la religión puede ser un factor de cohesión para los miembros de un determinado grupo. Sin embargo, se insiste menos en que puede constituir también un factor de discrepancia y enfrentamiento entre grupos distintos” (2009).

En nuestras sociedades multiculturales, multirreligiosas y pluralistas, una ética autónoma debe ocupar un lugar relevantemente reconocido junto a la habitual ética que sostienen los creyentes, basada en la palabra de su Dios. Cliteur señala que, para que estas sociedades funcionen se requiere un consenso mínimo sobre determinadas cuestiones morales: “Se precisa un entendimiento en la forma en la que se habla de moral o, mejor, en la forma en la que se justifica esa moral. Y […] ese entendimiento es mayor cuando no se vincula la moral a la religión. Es decir, cuando se acepta que para debatir sobre el bien y el mal lo más oportuno es recurrir a una ‘lengua’ que resulte inteligible para todos. Esa lengua franca sería la ética autónoma. En otras palabras: la ética autónoma es una suerte de ‘esperanto moral’”.

El ‘esperanto moral’ es, pues, este idioma ético común que todos debiéramos ser capaces de expresar. Lo que ocurre generalmente, al no existir esta lengua moral común, es que los devotos intentan imponer su creencia a quienes no participan de su credo. El humanismo secular establece directamente que la religión es un derecho de cada cual, pero no es un deber de nadie; y menos un deber que exija imponerse a todos los individuos de una sociedad y que enmarque sus decisiones y conductas. Y, por tanto, que el laicismo parece ser la idea más adecuada para proporcionar una base común a todos los ciudadanos, sea cual sea su fe religiosa, que permita unirlos a todos en torno a una serie de valores, los de democracia, derechos humanos y Estado de derecho.

Cliteur indica que existen cinco modelos de relación

entre el Estado y la religión: 1) Ateísmo político, 2) Estado neutral o secular, 3) Multiculturalismo, 4) Estado eclesiástico, y 5) Teocracia. En el primero, el Estado rechaza la religión y trata de eliminarla por medios coactivos. En el segundo, se mantiene la neutralidad ante la religión. En el tercero, el Estado trata por igual a todas las confesiones religiosas, otorgando el mismo grado de privilegios a todas. En el cuarto, una es la religión establecida por el Estado y la favorece con privilegios especiales sobre el resto. Y en el quinto modelo se impone una sola religión de Estado, suprimiendo todas las demás confesiones.

A su juicio, el modelo que mejor permite fomentar la cohesión social entre todos los miembros de una sociedad es el segundo: en el que el Estado, laico o neutral, admite todas las religiones, pero ninguna ocupa una posición de privilegio. El Estado no apoya la religión. No hace propaganda a favor de una u otra, ni financia públicamente ninguna Iglesia ni institución religiosa.

Frente a los retos de nuestra época, el humanismo secular necesita consolidarse y expandirse para contribuir al mejor futuro de la humanidad. El ideal de una buena vida humana, desde esta mirada humanista, exige el desarrollo de sociedades en que puedan convivir armoniosamente los creyentes de las diferentes confesiones religiosas junto a los que no profesan ninguna religión, para lo cual los hombres han de tomar las riendas de su propio destino y no someterse a preceptos cuya única legitimidad procede del hecho de que la tradición los atribuye a los dioses. El dominio público ha de ser totalmente secular y la fe debe circunscribirse a la esfera personal, solo como una cuestión de observancia privada. El programa laico no solo tiene que aplicarse al poder político, sino también a la justicia: debe reprimirse únicamente el delito, la falta contra la sociedad, que no debe confundirse con el pecado, la falta moral respecto de una tradición. Asimismo, la escuela tiene que escapar de la influencia de poderes eclesiásticos y convertirse en un espacio de conocimiento abierto donde tenga lugar la presentación y el debate de todas las convicciones. Este ideal humanista de sociedad secular –tan necesario de cultivar en nuestras democracias– no ha abandonado la sacralidad. Pero lo sagrado aquí no son los dogmas religiosos, sino los derechos humanos que son la base de la dignidad de las personas.

Concretizando este ideal del humanismo secular, el mensaje ilustrado de Diderot, el proyecto de su vida dedicada al cultivo del libre pensamiento, podrá ver finalmente sus frutos: la derrota del oscurantismo, el autoritarismo arbitrario y el fanatismo, estableciéndose así las condiciones de posibilidad para una existencia humana libre, creativa, justa, tolerante, solidaria y fraterna.

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