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EL VALOR DE LOS ABUELOS

DRA. LOURDES LÓPEZ DIMAS | Dirección de Escuela de Enfermería, campus Mexicali

Aún no amanecía, pero escuchaba la sutil voz de mi padre pronunciando mi nombre con cariño, siempre acompañado de un «si estás muy cansado, no me acompañes, sigue durmiendo». Pero la realidad es que mi compromiso con él era más grande que mi propio agotamiento. Nunca me consideré una persona indisciplinada con mis horarios; la vida del campo es permanentemente proactiva, y estaba en mis genes. Me despedía de mi madre con cariño, quien no se inmutaba en ofrecernos un delicioso desayuno. Aún recuerdo el olor de sus tortillas recién hechas y el inigualable sabor de sus quesos caseros. Ella era la que demostraba su amor sin tapujos, la que escuchaba, la comprensiva ante las moderadas actitudes injustas de mi padre. En ese tiempo, yo era la envidia de mis hermanas, quienes molestas me miraban con recelo, ya que ellas no podían gozar de las aventuras que ofrecía mi padre y se tenían que quedar a cargo de las labores de apoyo en casa.

De pequeño, disfruté del ambiente cotidiano, pero lo que más valoraba era ser útil a mi padre; era mi manera de agradecer su incansable apoyo. Durante nuestro trayecto a las praderas, mis ojos contemplaban los cálidos amaneceres que la naturaleza nos ofrecía cada día. Poco a poco, fui perdiendo el interés en aquel espectáculo natural. Durante la jornada, observaba a mi padre, ganadero de nacimiento, realizar duras faenas: ordenar ganado, arrearlo, desparasitarlo, herrarlo. Para mí, él sobresalía entre los demás, como la luz en la oscuridad. Sin embargo, siempre supe que la actividad más añorada por él era domar caballos, una actividad que practicaba en su juventud y que dejó de realizar debido a una aparatosa caída que le lesionó la pierna, impidiéndole caminar adecuadamente. Lo recuerdo narrando sus descriptivas y gráficas anécdotas, que, siendo apenas un niño, imaginaba con mis ojos brillantes y siempre a la expectativa de que mi padre saliera triunfante, fuerte como yo lo veía. Sí, aquellas actividades riesgosas y poco lucrativas para algunos eran su vida, su mundo.

En ese tiempo, yo solo pensaba en ayudar y no imaginaba salir de ahí. Pero mi padre me apoyó para que estudiara y pudiera cambiar mi futuro, no porque no le gustara su herencia, sino porque siempre supo que afuera había cosas, muchas cosas, más grandes y diferentes, que a él le gustarían para mí. Y en efecto, las había: estudié, conseguí un empleo fuera del campo y, como solía suceder en aquel tiempo, me casé y tuve dos hijos, quienes fueron la adoración de mi padre. Mi hijo mayor era su orgullo hereditario y mi hija era considerada la encarnación de mi hermana fallecida, una pérdida irreparable para nuestra familia.

Mis hijos llenaron de luz mi hogar y también la casa de mis padres cuando de vez en vez se los llevaba. Sin embargo, ellos no se limitaban y también solían ir a buscar sus afectos a nuestro hogar y permanecer allí por varios días, llenándolos de cariño y amor incondicional. Solían tener muy buena relación con mi esposa, a quien consideraban una hija, y ella a ellos, unos padres. Para mis hijos, aún pequeños, eran sus amigos de juegos, siempre buscando divertirlos y mimarlos.

Conforme el tiempo pasó, su aspecto fue marcado por la edad, sus cabellos se hacían cada vez más blancos, entonces se fue haciendo más amplio el paso de los consejos y recomendaciones amorosas para todos, mi padre se convirtió en mi amigo, mi remanso ante los descubrimientos de la vida, mientras mi madre sonreía agradeciendo a la vida tanta bendición.

Ahora era mi turno de apoyar a mi hijo. La vida me llamaba a participar en la construcción de seres humanos útiles para la sociedad, incapaces de cometer actos en contra de los demás. Pero, a diferencia de mi infancia, en la actualidad existen muchos enemigos latentes, siempre al acecho para arrebatar lo que cuesta toda una vida construir. Mi interés era que mis hijos no se dejaran llevar por los desapegos causados por los deseos materiales y superficiales, interminables en la actualidad, y que no se intimidaran por las numerosas tentaciones de la vida, presentadas con una falsa imagen que proyecta directamente al mundo de la banalidad. La lucha que nos compete a los padres contra esa clase de enemigos es constante e interminable, un detalle que ignoraba cuando me embarqué en esta aventura.

Hoy, después de algunos años de disfrutar a mi padre como abuelo, se ha ido. Se fue dejando un vacío inmenso y un legado insuperable. Mantengo una lucha constante que se ha transformado en un incansable esfuerzo por no olvidar su rostro y, además, por mantener vivo su ejemplo. Sin embargo, cuando veo a nuestros amigos y conocidos que suelen hablarme de sus propias vivencias en su compañía, reafirmo que mi padre no solo fue un modelo para su familia, sino también para muchas personas que lo rodearon. Es entonces cuando me convenzo de que su presencia sigue viva en mí, en mi propia personalidad, la cual perdurará a través de mí hasta el último suspiro que emane de mi cuerpo.

La importancia de las tradiciones generacionales representa no solo un modelo que puede ser contemplado opcionalmente como una guía para las generaciones actuales, sino que, independientemente de las ocupaciones y quehaceres ancestrales, constituye un legado que impacta de manera directa en la sociedad actual. La proyección axiológica que determinaban aquellos contextos, incluso en las acciones más básicas de la vida, otorga un valor irremplazable a su generación, un valor que, desafortunadamente, en la actualidad se disipa con increíble rapidez.

Por eso, si tienes abuelitos en casa, te invito a cuidarlos, escucharlos y valorar los contenidos temáticos que suelen compartir. Seamos parte de una sociedad capaz de rescatar el modelo con mayor valor axiológico que aún se encuentra presente en nuestra comunidad, porque ante las circunstancias proyectadas en el panorama actual, su extinción se torna inevitable.

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