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Mª. PILAR DE LA PEÑA GÓMEZ 4.5. Austria y Alemania
a) Marco histórico Desde el siglo X Austria y Alemania forman parte del Sacro Imperio Romano Germánico, que a partir de finales de la misma centuria ya empieza a decaer para fraccionarse en el siglo XIII paulatinamente en feudos independientes. Desde el siglo XV la elección del emperador, cargo sobre todo ya honorífico, se limita a la familia de los Habsburgo. En el siglo XVI llega la ruptura política y religiosa definitiva cuando, a raíz de la Paz de Augsburgo (1555), los dos tercios de Alemania se hacen protestantes y éstos reciben iguales derechos como los católicos. Por otro lado, tras la muerte de Carlos V el título imperial pierde su validez efectiva. Cuando se produce la Guerra de los Treinta Años, el Imperio se disgrega aún más en un gran número de pequeños Estados prácticamente soberanos bajo la protección de Francia y Suecia. El fin de este conflicto supone la derrota de la dinastía de los Habsburgo para dominar no sólo Alemania sino la propia Europa. Los efectos destructivos persisten hasta finales del siglo XVII, hasta que los primeros síntomas de una lenta recuperación son notorios a mediados del siglo XVIII, cuando con el aumento demográfico se producen grandes movimientos migratorios para repoblar Alemania oriental, lo que da lugar al surgimiento de Prusia como gran potencia. Aunque la religión católica y la persona del soberano constituyen la única base común, cualquier intento de centralización es inviable ante tanta diversidad de lenguas, tradiciones e intereses económicos.
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El Estado más fuerte es Prusia, que, como ducado laico vasallo de Polonia en el siglo XVI y cedido en el XVII a la línea de Brandemburgo bajo soberanía polaca, se convierte en monarquía con Federico I (1657-1713), rey de Prusia desde 1701, y se reafirma como gran potencia y rival de Austria con Federico II el Grande (1712-1786), que ostenta la Corona desde 1740 y responde al prototipo de rey ilustrado. Después, los Estados laicos más potentes del Imperio son los de Sajonia, Baviera, Palatinado y Hannover, todos dominados por familias que pretenden adquirir más poder por medio de vínculos diplomáticos y dinásticos con otras potencias europeas, y también influir a través de privilegios en los nombramientos de los Estados eclesiásticos. Éstos, como Maguncia, Wurzburgo o Bamberg, son menores en número y están monopolizados en sus cargos por las poderosas familias de los principales Estados laicos, de manera que cada obispo o arzobispo se siente como cualquier otro gobernante dinástico y las posibilidades de introducir innovaciones ilustradas son muy escasas.
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Con Bohemia en el centro, el imperio se reduce a dos bloques: el sur, católico y alrededor de los Habsburgo, comprende Austria, Baviera y Franconia; el norte, protestante, con Sajonia y Prusia. Aunque Viena continúa siendo la capital de este imperio ya dividido y también la residencia de la corte, cada uno de estos Estados se libera de su control y se esfuerza más en aumentar su prestigio que sus territorios, siempre poniendo sus miras en la Francia de Luis XIV y en su palacio de Versalles. Se emprenden muchos proyectos constructivos que imitan el modelo francés, todos muy originales y con el único propósito de glorificar a los príncipes y prelados que los patrocinan. El deseo de ostentación es común para protestantes, que fomentan un arte cortesano, y católicos, que emprenden una Contrarreforma retardada que genera un arte religioso.
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