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El Gasolina (segunda parte
from Dando forma 7
by Javier Arbea
... El pitido del tren atravesó la estación como una lanza de acero. Llegaba el tren que cambiaría su destino. Lo vio al final del andén. Circulaba aún a velocidad. Se acercaba. Miró la vía. No lo pensó dos veces. Se tiró.
(Segunda parte)
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Su cuerpo cayó sobre la vía como un fardo seco. El hormigón le golpeó con fuerza las costillas y la sien. Paralizado y sin reflejos aún escucho el estridente chirrido metálico de la frenada brusca de un tren que no paró. La máquina continuó avanzando por inercia hasta que ésta por fin cesó. La frenada no fue eficaz, pero sí la rápida actuación del vigilante de seguridad que patrullaba el andén, que consiguió retirar el cuerpo de la vía evitando que los vagones lo mutilaran. En el interior de la ambulancia el sonido repetitivo de la sirena se entremezclaba con los bamboleos bruscos que hacían golpear su cuerpo contra los barrotes laterales de la camilla. No supo más. Despertó del coma varios días después en el hospital con el pensamiento confuso, desubicado. Sin distinguir las pesadillas de los sueños con la realidad distorsionada. Las paredes le resultaban desconocidas. Veía el techo alto, las ventanas sin barrotes, las sábanas blancas y con la voz ronca del Chapas a su lado. -. ¡Oye Gasolina! ¡Basta ya de dormir! La cuadrilla sigue bien. El Pringao tuvo el otro día un bis a bis con la mujer. Ella vino y… Bueno ya sabes… Él es un blando. Sabes… Un amigo del metralleta coló algo de mercancía dentro y nos dimos un homenaje. Estoy de permiso de fin de semana. Tengo pensado un negocio a medias. ¿Me oyes? De Colombia, nieve pura. En un par de años salgo del talego. No me falles colega. No me falles.
Las estancias en el hospital se le antojaron como una rutina más del presidio. Una rutina a la que uno tarde o temprano se acomoda y le ablanda las carnes, por la comida y cama fácil. Cuando pasadas unas semanas le dieron el alta y se vio de nuevo en la calle. Esa misma tarde regresó al prostíbulo. No vio a Maiba. Esperó casi una hora y después de varias copas vacías se le enfrió el cuerpo. Decidió marchar.
D A N D O F O R M A 7
De rebote cayó nuevamente sobre la Av. de la Independencia. Un matrimonio mayor le abrió la puerta. La estancia de la Mejicana le resultaba ajena a pesar de que las paredes presentan el mismo papel descolorido. Las mismas paredes que le cobijaron en las mañanas cuando ella le gritaba:
-. ¡Blando! ¡Qué eres un blando! Yo era feliz despertándome abrazado a sus senos. Mi reina de la belleza, ojerosa y con ronquera. Y enrollado aún entre las sábanas disfrutaba sus gallos bajo la ducha, como un fan devoto disfruta asistiendo en directo al concierto de su diva. -. ¡Vete ya, blando! Que ya llevas dos noches en este cuarto y no me gusta encariñarme de los hombres. Seguiré los consejos de mi abuela ¡Ya te aviso! ¡El día que me case lo haré con la cabeza, no con el corazón! Me decía “Blando”. Y yo la suplicaba que me dejara pasar una noche más. Y ella me echaba a puntapiés. Pero yo sabía que me quería, aunque a veces se fuera con otros tipos. Poco le pudieron decir: -. Pregunte en el bar del Cipri. El Cipriano. El Cipri, se las sabía todas. Un tipo que cuando te acercabas a la barra te servía justo lo que tu deseas sin necesidad de preguntar. Un perro viejo al que no le conseguías colar nunca un billete falso. Uno de esos que sabía arreglar los marrones del día a día sin necesidad de llamar a la policía. Recordaba lo que le decía: -. ¡No te esfuerces! Esa hembra es mucha mujer para ti. Al Cipriano le habían caído los años como sacos a la espalda. Inconfundible detrás de la barra, con los eslabones de oro alrededor del cuello (elaborados por algún orfebre más para cadena de perro que para el deleite de una dama). Incrustado en el dedo anular de la mano dominante portaba, también de oro, el sello grabado con la heráldica de algún aristócrata venido a menos (seguro que ganado en alguna apuesta). En otros años un golpe con esa mano sobre la mesa paralizaba el tráfico de todas las calles varios metros a la redonda. No le costó recordar aquella época de timbas de póker a puerta cerrada que se prolongaban en la madrugada. Le sirvió por cuenta de la casa una copa con dos dedos de aguardiente. -. Dicen que se casó con un tipo con pasta y le saco los cuartos. Creo que montó una pensión en una ciudad, doscientos kilómetros al sur, al otro lado de las montañas. De no haber fallado en el tiroteo del último atraco, el botín habría alcanzado para comprar su corazón. Quince años era mucho tiempo para una mujer. A los pocos meses de entrar en prisión incluso el mismo se fue olvidando de la Mexicana. Solo ya al final de la condena un libro de la biblioteca abierto por azar le hizo acordase de ella.
Desperté mientras dormías, callada, sosegada, complacida. Tu cabeza sobre mi hombro me decía, que quizás un poco. Sí, un poco. Pero un poco me querías.
G.deF.
Decidió entregárselo de recuerdo si la volvía a ver. Regreso al tugurio de Maiba. En el exterior el parpadeo de las luces de neón, en amarillo y malva, esta vez lo hacían parecer más atrayente. En la penumbra del interior las sombras sinuosas del humo suavizaban la estancia y decoraban las sebosas caricias. Esta vez Maiba lo aceptó. Y sintieron placer sobre un catre tieso y sábanas de rafia que raspaban la piel. -. Háblame de África. Y Maiba entonó una balada que hablaba de la partida, de los hijos perdidos, de las aldeas en los meses de sequía, de matanzas en grupo permitidas… Y de atardeceres rojos. Rojos como la sangre que hierve bajo la piel de cada hombre que vive dominado por el abuso de las armas y del poder. Una balada que fue una toda una letanía. -. ¡Recoge tus cosas! ¡Te vienes conmigo! Nos vamos a la capital. No tengo nada que ofrecerte, pero ¡aquí no te quedas! Se colgó su colmillo de leona, amuleto errante heredado de generación en generación y que acompañaba a Maiba desde que abandonó la aldea. No necesitaba más. Esquivo bien los golpes directos al abdomen. Puso en práctica las llaves en el trullo aprendidas. Volaron botellas. Saltaron cristales. Falto de pagar una deuda de 1000 euros con la proxeneta contraída. Pero consiguieron huir. Dieron a luz a pecho descubierto. Mientras que sobre sus cabezas una tormenta de granizo descargaba enérgica. Inmunes a la metralla helada corrieron y corrieron, porque la adrenalina fluía en sus venas y desviaba los granizos que sólo atacaban a las aceras. Llegaron a la estación camino de la capital. En blanco y negro sobre el andén número cinco se les podía ver, al Gasolina y junto a él Maiba.
El pitido del tren resonó en la estación amortiguado por la megafonía. El tren 303 con destino a Bahía Deseada partiría en breves minutos por la vía dos. Bahía Deseada, una ciudad doscientos kilómetros al sur, al otro lado de las montañas. Un impulso revelador hizo tirar al Gasolina rápido del brazo de Maiba. Cruzaron apresurados las vías pedregosas y se subieron sofocados al tren número 303. ¡La capital podía esperar!
Clara San Miguel