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El Contador de Historias

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La ciudad perdida

La ciudad perdida

Carlos tiene talento para imaginar historias y contarlas después. Desde que vestía pantalón corto había oído Carlos esa cantinela. Incluso antes de aprender a escribir ya era un gran contador de historias. Carlos había sido hijo y nieto único durante muchos años. Su madre, una niña bien santanderina, le había tenido muy joven. Con dieciocho años había conocido a su padre, Paul, un verano en Santander. Paul, un apuesto estudiante inglés, estaba en esa ciudad ya que asistía como alumno a los cursos de español de la universidad. Una noche coincidieron en una fiesta y Carmen, la madre de Carlos, se quedó prendada de aquel apuesto inglés, que hablaba tan mal castellano. Aquel verano fueron inseparables. Con la llegada del otoño, llegó el final del curso y la marcha de Paul. Carmen no estaba dispuesta a que aquel amor fuese, solo, una aventura más de verano y dijo en casa que se iba a Inglaterra con Paul. Su familia, muy conservadora y tradicional, puso el grito en el cielo. ¡Qué escándalo! ¡Qué iban a decir sus amigos! Carmen no cedió ni ante sus padres ni ante sus hermanos mayores. A finales de septiembre puso rumbo a Inglaterra, donde ya la esperaba Paul. En Navidad volvió a Santander: embarazada y con el corazón roto. Su amor, tan maravilloso bajo el sol del verano santanderino, no había resistido bajo la niebla inglesa. La familia fue el refugio de Carmen y Paul, enseguida, cayó en el olvido. Así fue concebido Carlos, a quien su madre contó su origen cuando él tenía ya ocho años y preguntaba, un día sí y otro también, por su padre. Después del nacimiento de Carlos, Carmen volvió a estudiar. El niño se quedaba con sus abuelos, bajo el cuidado de dos mujeres que trabajaban para la familia. Gente mayor, temerosa de que le pasase algo al pequeño, al que apenas dejaban moverse. Él, para combatir el aburrimiento, inventaba historias que contaba a todos los que quisieran escucharle. Cuando Carlos tenía diez años, su madre se casó. El niño siguió viviendo con los abuelos porque el marido de su madre no quería que viviese con ellos. Le recordaba demasiado el pasado de su esposa, algo que prefería olvidar. Carlos seguía inventando historias. Le gustaban más que la realidad. Cuando llegó al instituto, ganaba todos los premios de redacción y relatos que se convocaban. Eso fue lo que le animó a estudiar periodismo. También que para estudiarlo tenía que salir de Santander. Las pocas veces que había salido de su ciudad lo había hecho acompañado de sus abuelos. Ya sentía la necesidad de abandonar el nido. A finales de los ochenta, con dieciocho años, Carlos se fue a Madrid a estudiar periodismo. En la facultad conoció a Juan y Antonio, dos chicos de provincias como él, con los que congenio enseguida. A clase iban lo justo. Madrid tenía otras muchas cosas interesantes. El primer curso se les paso sin darse cuenta. Aprobaron sin dificultad. En el momento de la despedida, ya estaban haciendo planes para cuando se juntasen de nuevo en septiembre.

Ese verano, en Santander, pasó sin pena ni gloria para Carlos. Solo aguantó los dos meses allí por sus abuelos. Cuando regresó a Madrid decidió que tenía que disponer de algún otro ingreso. Sus abuelos le daban todos los meses una cantidad, pero se le quedaba corta.

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Empezó a enviar a las editoriales los cuentos y relatos que tenía escritos. Un frío día de febrero recibió la llamada de una de esas editoriales. Querían hablar con él. Carlos fue a la charla seguro de sí mismo. Pensaba que no tenía nada que perder. La reunión fue un éxito. Salió con un cheque, esplendido según él, por cinco relatos en los que estaban interesados los de la editorial. También le emplazaron a una nueva cita para estudiar un contrato con ellos. Les gustaba como escribía. Le aconsejaron ir acompañado de un abogado. A los quince días volvieron a llamarlo. Fue con un amigo que estudiaba derecho. Le propusieron escribir cinco libros en los diez años siguientes. A cambio un adelanto astronómico para un chaval de veinte años. Lo primero que hizo fue celebrarlo. Invitó a sus amigos a Ibiza. Una semana de fiesta. Se lo merecían. Abandonó la universidad. A sus abuelos les dijo que había encontrado trabajo y lo compaginaba con las clases. No quería que le siguiesen manteniendo. Con su madre no tenía ningún contacto. A partir de ese momento se dedicó a vivir. Tenía que escribir. Para escribir necesitaba historias. Y las historias salían de la vida. Viajes, fiestas, mujeres… Dos años intensos. Consiguió entregar su primera novela en el plazo fijado por la editorial. Fue un éxito. Gano el premio de Jóvenes Escritores. Era el escritor de moda. Todos los saraos se le disputaban. Carlos era igual de apuesto que su padre. Era osado y no le tenía miedo a nada. La escritura era absorbente. Tenía que seguir viviendo. Güisqui, coca, mujeres… Carlos continuó exprimiendo la vida. Entregó su segunda novela dentro del plazo por los pelos. La editorial estaba contenta. El público ansioso por tener en sus manos el nuevo libro de ese escritor que había sido protagonista de tantos escándalos en los últimos meses. El libro fue un nuevo éxito de ventas. El tiempo pasaba deprisa. Carlos seguía exprimiendo la vida. Sus amigos vivían a otro ritmo. No tenían esa necesidad que le consumía a él de destruirlo todo. Rescindió el contrato que tenía con la editorial. No quería publicar más. Consiguió un trabajo como profesor de español en una universidad norteamericana. Después de unos años volvió a Santander al entierro de su abuelo. Allí se encontró con su madre, a la que hacía casi veinte años que no veía. Aquel encuentro fue un nuevo nacimiento para Carlos. Decidió quedarse a vivir en España. Ingresó en un centro de rehabilitación para alcohólicos. Lleva años sin consumir ningún tipo de drogas. Trabaja como corrector en una pequeña editorial. Cambió el orden de sus apellidos, no quería que nadie le recordarse al Carlos famoso. Hoy Carlos sigue exprimiendo la vida, pero a otro ritmo. Escribe para él. Ya no tiene necesidad de destruirse.

Casilda González

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