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Miedo e invención del enemigo
conectados a los modos de gestión del miedo, y aunque muchas veces se instalan en el seno de la sociedad sin recurrir a amenazas coercitivas explícitas, no quiere decir que estén exentas de los juegos del poder. En sociedades que se califican de liberales, como recuerda Robin ([2004] 2009), el miedo se cierne silenciosamente sobre las relaciones entre los poderosos y los que no tiene poder, influyendo sutilmente en el comportamiento de todos los días sin exigir mucho en forma de intimidación activa.
MIEDO E INVENCIÓN DEL ENEMIGO
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Como se ha tratado de explicar, la angustia es susceptible de ser direccionada y proyectada hacia objetivos públicos para transformarlos en elemento de amenaza, fabricarlos como miedo específico. Diseñar el enemigo para hacer recaer sobre este el malestar psíquico y la ansiedad de la sociedad, es una de las estratagemas que siempre ha acompañado a la política. Según Boucheron (2015), el primer paso que un gobierno da para garantizar su poder ante los ciudadanos es nombrar sus miedos, esto es, encarnar en una figura sospechosa la ansiedad colectiva y convertirla en adversario público, al que todos deben temer. Ese adversario seguidamente es investido con un nombre de un enemigo de otra época, que se recuerde todavía: un gesto clave porque hace dimensionar en el imaginario colectivo la amenaza del adversario actual como algo concreto. Por ejemplo, la palabra tyrannus (tirano) fue utilizada por las sociedades italianas del siglo XIV para personalizar el poder autoritario, el dirigente corrupto o la degradación de las instituciones comunales. La idea del tirano como un mal social se asimilaba con facilidad entre la población de aquella época, porque había sido recreada y explicada múltiples veces en los relatos del pasado histórico del país. Más que señalar a una persona precisa, el gobernante tirano era una imagen prototípica en el imaginario colectivo del poder nefasto, productor de miseria. El tirano, como símbolo del miedo político, está presente en el teatro de Séneca y en los tratados de Aristóteles, obras reconocidas entre los italianos de aquel tiempo. Fue representado, también, por el pintor Ambrogio Lorenzetti en su “Mural del buen gobierno” como un monstruo cornudo. El mural está situado en el palacio comunal de Siena, uno de los lugares más recorridos por la población de ese entonces. Para que las personas interioricen una idea abstracta, en este caso el significado del término tirano, se hace necesario, junto a la experiencia, un artefacto adicional de representaciones.
“Metáforas, símbolos, ritmos, melodías, elementos gráficos concretos, […] La viveza, el grafismo y la particularidad son determinantes cruciales de la respuesta emocional” (Nussbaum, [2013] 2014: 268). La producción estético-intelectual ayuda a la conservación y sostenimiento de las leyes e ideas políticas que estructuran a una comunidad y dan sentido a actos colectivos. Otro caso que ejemplifica los artificios de la política para direccionar el miedo en la sociedad hacia un objetivo público, tomó forma durante el periodo de la Guerra fría. Hace unos cuantos decenios la existencia del miedo colectivo tenía en la bomba atómica su faz reconocible. Exactamente, durante el largo periodo de enfrentamiento entre el “Bloque Occidental”, capitalista, liderado por los Estados Unidos, y el “Bloque del Este”, comunista, liderado por la Unión Soviética, la posibilidad de caer en el desastre definitivo activando una ola de destrucción mutua, fue el mecanismo para orientar y controlar el comportamiento de las sociedades. A propósito de esta situación, de equilibrio del terror, Wole Soyinka ([2004] 2007) rememora: “el miedo a la bomba atómica se hizo tan intenso que algunos de mis conocidos europeos optaron por no tener hijos porque, según declararon, no estaban dispuestos a proporcionar carne de cañón para la inevitable consumación nuclear” (25). Aunque el actual “clima de miedo” no se ha desembarazado de la bomba atómica –ahora solo un arma más del arsenal nuclear– su poder de concentrar la atención como peligro inminente se ha disipado. En relación, y anticipándonos un poco a un tema que abordaremos más adelante, se puede decir que quizás lo que hoy en día infunde mayor miedo es el poder del “cuasi-estado”, un poder furtivo que no tiene ninguna frontera física, no enarbola parte de ninguna asociación internacional y está tan sediento de la aniquilación total, como la que prometían las superpotencias de la Guerra fría (Soyinka, [2004] 2007: 23-28). Una presencia más del miedo político contemporáneo toma forma en los dirigentes, que son señalados como iniciadores o continuadores de regímenes de carácter totalitario o dictatorial. El señalamiento de personalidades del poder de países como Venezuela, Cuba, Siria, Corea del Norte, etc., es indicativo de la proyección del miedo. También, la vida cotidiana de la ciudad está asediada por un sinnúmero de enemigos y transgresores de la ley social. Drogadictos, prostitutas, homosexuales, travestis, entre otros, son las “criaturas de la noche” (Reguillo, 2008: 65) que provocan pavor en el habitante común. Estos “seres del mal” son imaginados por la comunidad como portadores de antivalores y propagadores de violencia. El terrorista es, asimismo, un enemigo muy temido en el contexto social y político de Occidente. Los estragos humanos, culturales, económicos y
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políticos que tal figura ha ido dejando, obligó cambios drásticos en los convenios de seguridad y demás alianzas entre los países potencia. En la era actual, dice Robin ([2004] 2009), como los peligros de la vida son tan variados como sus placeres, los políticos y otros líderes tienen mucho margen de decisión respecto de qué amenazas merecen atención política y cuáles no. La modulación del enemigo está en manos de la dirigencia, de este lado se identifica lo que acecha el bienestar de la población, se interpretan las características y el origen de los peligros y se propone el método para enfrentarla (40-41). Las tácticas políticas de la instrumentalización del miedo y la ansiedad recuerda la imagen que Hobbes ([1651] 2005) propone sobre el miedo y sus dos miradas: una de estas se detiene sobre el enemigo exterior mientras la otra vigila al disidente interior. En el juego de esta mirada dual el poder suele desplazar la amenaza percibida en el exterior hacia la figura interior que contradice las políticas establecidas. Este desplazamiento de la amenaza exterior hacia “enemigos internos”, tiene como fin reprimir la impugnación del poder establecido y definir de manera pública un objeto particular hacia el cual proyectar las emociones de miedo y angustia. Cuando el poder sitúa la mirada sobre el enemigo interno no solo identifica la fuente de amenaza sino que también traza un horizonte sobre el cual perpetuar su dominio. El dirigente apunta a construir una idea de seguridadinseguridad que va más allá del presente inmediato. Así entonces, como si de la mirada de Jano se tratase, el ojo político divisa el origen y el fin, el presente y el futuro de su propio gobierno. Veamos como lo explica Payre (2015):
[…] cuando el gobernante enfoca la amenaza exterior, esta se diseña muy a menudo como un relato sobre el porvenir. El poder mira a lo lejos, pero sobre todo lejos en el tiempo. Él se ejercita en producir una cierta visión del futuro y de sus amenazas. El gobernante amedrenta y apacigua testimoniando constantemente su control del tiempo y, de cierta manera, de la historia (18).
Bien es cierto que en esta época, en la que reina la desconfianza en los gobernantes y en la que las grandes ideas han perdido su validez, el miedo a adversarios inventados desde los propios temores de las personas, es para el político la estrategia más eficaz para garantizar su poder. La fuerza política se sostiene verticalmente sobre los miedos y el deseo de seguridad de los ciudadanos. Ahora bien, es importante decir que pese a que el poder gubernativo se apoya en el miedo del ciudadano este necesita a su vez generar cierta empatía con ese mismo ciudadano, la acción mancomunada entre gobernantes y gobernados es
obligatoria para lograr los fines de gobierno. Este “pacto de dominio” (Mongardini [2004] 2007: 70) surge en el contexto como medida para facilitar la relación jerárquica del poder en una comunidad, la clase política se favorece entonces de las obligaciones y funciones que exige a quienes gobierna para el desarrollo de una sociedad civilizada. De otro lado, y ubicándonos en el contexto colombiano, la invención del enemigo varía en función de los diversos momentos y actores del conflicto armado, que han constreñido la vida del país desde hace más de seis décadas20. Grupos guerrilleros, paramilitarismo, ejército y policía, cabecillas narcotraficantes, entre otros, son figuras de poder internas e indiscutibles enemigos para gran parte de los ciudadanos. Para entender la figura del enemigo en el espacio nacional es necesario precisar la diferencia entre el binomio amigo-enemigo y la idea del enemigo como un “otro radical” o adversario absoluto. En la praxis militar anterior a las revoluciones, el enemigo era aquel que se combatía respetando sus derechos como adversario político. Los combates bélicos eran librados por un Estado contra otro Estado bajo la forma de una guerra de ejércitos estatales regulares, entre soberanos que se respetaban como adversarios aún durante el conflicto armado y que además no se discriminaban mutuamente como delincuentes (Schmitt, [1962] 1966: 18). Esta idea del otro como un adversario que se respeta, se ha desvirtuado hasta desembocar hoy en la concepción del “adversario absoluto”, es decir, en aquel sujeto que se dimensiona diferente “por naturaleza”, y que, por tanto, se tortura y masacra hasta negarle su humanidad misma. Al respecto, Schmitt ([1962] 1966) plantea que a partir del surgimiento de la figura del guerrillero moderno, que no esperaba justicia ni clemencia por parte del enemigo, la lucha militar desdibujó la enemistad convencional de la guerra mitigada y acotada para transformarla en otra cosa, en la verdadera enemistad, aquella que “se enreda en un círculo de terror y contraterror hasta la aniquilación total” (20).
20 En el mes de noviembre de 2016, el gobierno colombiano, en cabeza de Juan Manuel Santos, logró concretar los Acuerdos de Paz con las FARC (Fuerzas armadas Revolucionarias de Colombia), grupo insurgente de mayor antigüedad en Latinoamérica, que enfrentó las políticas gubernativas del país por más de seis décadas. Ante este acontecimiento histórico notable, destacamos el valor simbólico que ello constituye en las relaciones políticas nacionales, además de su impacto en la cultura. Sin embargo, reconocemos también, que Colombia sigue sujeta a la violencia extrema generada por el narcotráfico, las bandas criminales (BACRIM) y el conflicto armado –que es, sin duda, el rastro más negro de la guerra emprendida por las FARC junto a otros grupos armados o contra ellos–. Reconocemos junto a Gonzalo Sánchez (2017), que el “periodo de posconflicto” que recién inicia, no garantiza una convivencia sin guerra, los Acuerdos de paz con las FARC son una pequeña sutura a una herida que sigue abierta en el cuerpo social colombiano. Para un cambio significativo del devenir del país se necesita primeramente voluntad política de los gobiernos que vienen, así como desmovilizar todos los grupos armados ilegales y emprender proyectos políticos y sociales de gran envergadura; factores para los que, lamentablemente, el gobierno colombiano aún no está preparado: por cuestiones políticas, ideológicas, económicas, sociales, entre otras. Colombia está sujeta, en ese orden, a una “paz a cuotas”, no a la paz en su total manifestación.
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Las diversas violencias sociopolíticas en Colombia han determinado diferentes modos de ver en el otro al enemigo radical. Si nos detenemos, por ejemplo, en la Violencia desatada a mediados de la década de los cuarenta hasta inicios de los años sesenta del siglo XX, en la que se confrontaron especialmente dos bandos políticos: liberales y conservadores –Rojos contra Azules–, aunque el enemigo era ante todo un enemigo político, que difería en ideologías de gobierno, su aniquilamiento concentraba también trazas del enemigo radical, que se odia y se aniquila más allá de justificaciones políticas. Para Pécaut (2013), en los actos de violencia de esa época, la identificación partidista no fue el único elemento comprometido en la dimensión del otro como enemigo, también jugó un papel determinante la instrumentalización de lo religioso y la represión y manipulación de las clases populares. Por esta razón, la Violencia, inicialmente centrada entre dos partidos políticos, degeneró en una especie de guerra civil fragmentada, sin frente definido y motivada localmente por intereses personales y por la venganza. El otro era asesinado con total inclemencia. Lo político degeneró en una lucha criminal alimentada por actos del más cuestionable bandidismo. La forma cruel como se da muerte al adversario lleva a Pécaut (2013) a deducir que el enemigo es considerado como un “otro”, algo que “por naturaleza” es diferente. Dice el sociólogo francés, que en el tipo de tortura y sevicia criminal a la que es sometido el cuerpo del opositor logra leerse el odio político, pero también las huellas de una revancha que puede descifrarse desde una gramática de lo sagrado. “El encarnizamiento sobre los cuerpos es a menudo una puesta en escena y un ritual que tratan de darle a este hecho un valor de sacrilegio” (Pécaut, 2013: 5). Es decir, que el cuerpo eviscerado se corresponde muchas veces con ciertas prácticas rituales: representan un sacrificio abyecto, el exterminio de algo que se escinde de la esfera humana21 . La figura del guerrillero en el territorio colombiano, materializada en grupos insurgentes como las FARC y el ELN, ha surtido cambios decisivos en su imagen como enemigo. Se entiende, desde la teoría de Schmitt ([1962] 1966), que el guerrillero es aquel que se siente despojado de justicia, por esa razón se vuelve políticamente activo y lucha en beneficio plural, es decir, su causa es revolucionaria:
Cuando se derrumba el edificio de protección y obediencia en el que hasta ese momento vivía, o se desgarra el tejido de normas legales del cual hasta ese momento podía esperar la justicia y la protección de la justicia, el despojado encuentra en la enemistad el sentido de su causa y el sentido de la justicia (74).
21 Como este tema se desvía del hilo argumentativo de este apartado, invitamos al lector a retomarlo de manera más amplia en el apartado Entre el terror y el horror o de la anulación de lo humano.
La guerrilla colombiana surge en torno a las dinámicas revolucionarias latinoamericanas de los años sesenta, su lucha, inicialmente, guardaba la lógica política de la defensa del desposeído y la igualdad social. Por esta razón, contó hasta determinado momento con el apoyo amistoso de una buena parte de la sociedad colombiana: especialmente la clase obrera y la clase media, mientras que se constituyó en adversario de la oligarquía y el poder conservador. Mas, en el contexto actual de la vida nacional, “el guerrillero” es sin duda uno de los enemigos más temidos y aborrecidos, tanto por las clases populares como por el poder gubernamental. Un estudio realizado por un grupo de antropólogas colombianas deduce que entre las figuras sociales simbólicas del miedo, el guerrillero es una de las más inquietantes. La investigación data de inicios de la primera década del siglo XXI y se desarrolla con habitantes de Medellín (Villa Martínez, Sánchez Medina y Jaramillo Arbeláez, 2003: 83-89). En efecto, el guerrillero, calificado ahora escuetamente de terrorista22, es perfilado como el adversario. Incluso, para una parte de la población es el “otro absoluto” que hay que exterminar. Un clima emocional de odio y resentimiento se percibe hoy por hoy contra todo grupo guerrillero en Colombia. Este estado afectivo se agudizó mucho más durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 20062010. Las políticas de gobierno durante estos años enfocaron todos los males del país hacia las FARC. Fueron señaladas como únicos causantes de la injusticia, la criminalidad y la inseguridad de los colombianos. Los miedos se enfocaron en este enemigo. Como resultado de tal estratagema el gobierno de Uribe Vélez logró, en medida considerable, mayor lealtad y cohesión de una gran parte de la población civil. Circunstancia modelo del modo como los gobernantes buscan contrincantes que refuercen su poder, asimismo, se evidencia la tendencia del ciudadano a convertir figuras sobre las que hay ya cierto resquemor, en vertederos de odios colectivos. La visión villana que se tiene actualmente del guerrillero empieza a conformarse a partir de la década de los noventa, cuando las guerrillas incursionaron en el negocio del narcotráfico y su función se desvió hacia lo puramente militar, ya que solo defendían sus territorios de grupos antiguerrilla y de otras células guerrilleras. Esta situación desencadenó en una suerte de enfrentamientos en los que la población civil se vio sometida al dominio de múltiples grupos armados,
22 La guerrilla de las FARC fue agregada a la lista de organizaciones terroristas que la Unión Europea presentó el 12 de junio de 2002, este proceso se realizó durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez. Las FARC dirigió hasta hace poco su violencia no solo contra objetivos gubernamentales, sino también contra la población civil, son incontables las cifras de muertes a manos de este grupo subversivo. A la fecha, a pesar de su figura legal política después de los Acuerdos de Paz en el 2017, no logra movilizar la población en contra de las políticas neoliberales. Está aún muy abierta la herida en el pueblo colombiano a causa de la violencia de las FARC.
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entre estos figuraba la guerrilla de las FARC, que no dudó, igual que los demás ejércitos –legales e ilegales–, en engordar la lista de crímenes con matanzas de civiles indefensos. Los diferentes grupos guerrilleros colombianos son autores, intelectuales y de acto, de miles de casos de secuestro, tortura, asesinato y desaparición. En fin, el guerrillero colombiano contemporáneo, que con sus actos criminales parece no tomar distancia de la función del terrorista, convirtió al poblador en arma y rehén estratégico de la guerra, por esta razón es mirado hoy con profundo resentimiento y considerado un adversario tan ignominioso como cualquier criminal o actor del conflicto armado. En la tesitura de la construcción del enemigo se da forma también al sujeto sospechoso. La historia política demuestra que el sospechoso es una presencia invariable de las confrontaciones entre bandos de diversa índole. Sin embargo, el sospechoso no siempre está en el grupo contrario, son numerosos los registros históricos que advierten la presencia de personas que generan desconfianza y recelo dentro de sus propios compañeros de lucha. El “otro”, el sospechoso, puede haber sido antes un “prójimo”, incluso un semejante. “Como lo ilustra la evolución de muchas de las movilizaciones revolucionarias, los activistas de un primer momento pueden transformarse en un segundo momento en ‘sospechosos’ o en ‘traidores’” (Pécaut, 2013: 3). En un país como Colombia, en el que numerosas regiones viven la permanente confrontación bélica, la figura del sospechoso depende no tanto de la caracterización personal o la desconfianza por ciertos comportamientos de alguien en particular, sino, y sobre todo, de las fronteras móviles del territorio y la clasificación imprecisa de los habitantes. Esto es, que los actores armados señalan al otro como sospechoso y enemigo en función del dominio territorial. Los espacios conformados alrededor del mando de las guerrillas, paramilitares o ejército institucional no tienen líneas de delimitación fijas; las fronteras de los territorios son mudables en función de quien opera en determinado momento los negocios de la droga y demás ilícitos que en ese lugar se despliegan. En resultado, la población civil de los “territorios en disputa”: conocidos también como “corredores de la droga”, pasan del dominio de un grupo armado al otro, dependiendo de las circunstancias de la guerra y las afiliaciones políticas. Por estas circunstancias, las líneas de separación territorial son inciertas y definen la vida de los habitantes. Son muchas las poblaciones y personas que han sido masacradas por ser sospechosas de colaborar con el bando criminal contrario, cuando realmente estas víctimas tenían que acomodarse a las exigencias del grupo armado “de turno” (Pécaut, 2013: 9-15).
Las sociedades golpeadas cotidianamente por la guerra viven en un clima de terror, la sensación de impotencia y prevención ante el comportamiento cotidiano definen el estar de los pobladores, pues no se sabe qué gesto espontáneo o acto desprevenido pueda ser interpretado como seña desleal que compromete la propia integralidad. Cuando el condicionamiento del miedo permea una sociedad, la impresión de libertad que armoniza la vida cotidiana se contrae agudamente y la relación de amistad desaparece ante la idea de resultar sospechoso. “La cautela y el cálculo reemplazan una norma de espontaneidad o costumbre. A menudo el habla normal queda reducida a un susurro, incluso en la intimidad del hogar. Las opciones pasan a ser limitadas. Uno se vuelve más reservado, menos impulsivo” (Soyinka, [2004] 2007: 19). Estos comportamientos derivados de ambientes de violencia son indicativos de la vulneración de la libertad y el condicionamiento del yo al fenómeno político. Para Montesquieu ([1748] 2013) en los gobiernos despóticos, en los que la ley se impone con hechos de terror, “todos comprenden que a ninguno le conviene hacer sonar su nombre […] pues la seguridad de cada uno estriba en su silencio, en su insignificancia o en su anulación” (77). Las conductas que Soyinka y Montesquieu señalan se hacen necesarias para resguardar la vida en situaciones de conflicto. El susurro, por ejemplo, es la prudencia obligatoria frente a quien se habla; el hablar quedo, hablar poco, o el silencio total en contextos de guerra cobra el valor de la vida misma. “‘La ley del silencio’ se impone rápidamente entre la población que aprende a desconfiar de todos”, deduce Pécaut (1997: 22). El “no ver nada” y “no saber nada” aplica como norma social para quien desea conservar lo suyo y abstenerse de ser señalado como sospechoso. En suma, “La desolación del espacio verbal indica tanto la disolución del sujeto capaz de hablar como la desaparición de un mundo susceptible de ser descrito” (Robin, ([2004] 2009: 23). El silencio en estas circunstancias es producto de la agresión violenta y síntoma supremo de la aniquilación de la persona. Al susurro y el silencio se une también el rumor. La murmuración surge con especial facilidad en comunidades donde la confianza en el otro se ha perdido, es una de las prácticas que más ayuda a la construcción del sospechoso. La invención malintencionada, a medida que va circulando, pasa a convertirse en una peligrosa verdad incuestionable. Un rumor nace sobre un fondo previo de inquietudes acumuladas y silencios obligados, es el resultado de una preparación mental creada por la convergencia de varias amenazas o de diversas desgracias que suman sus efectos. Quien dice rumor dice miedo (Delumeau, [1978] 2002: 178). El poder reconoce en el rumor un arma fácilmente maleable y dirigible hacia el adversario que se desea demoler. Según Edgar Morin (1969), el rumor
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se manifiesta como una fuerza «salvaje» capaz de pasmosa propagación. Suscitando a la vez atracción y repulsión rechaza la verificación de los hechos, se alimenta de todo, impulsa metástasis en múltiples direcciones, va acompañado de procesos histéricos, atraviesa las barreras de edad, de clases sociales (59).
Entre los sucesos colombianos recientes, el fracaso de la refrendación del Acuerdo de Paz23 se debe justamente al poder del rumor en la masa. La “Campaña por el No” se apoyó en una retórica del rumor y la mentira, elaboró un discurso del miedo que generó el rechazo de los objetivos de dicho Acuerdo. Como precisábamos líneas arriba, Colombia es un país que ve en la guerrilla de las FARC a uno de los mayores enemigos. Así entonces, el odio y el miedo de gran parte de la sociedad colombiana hacia esta guerrilla fueron aprovechados durante la campaña contra el Acuerdo de Paz, para dar forma a un discurso lleno de rumores y calumnias, que se percibieron como verdades. Se dijo, por ejemplo, que los actores del conflicto serían absueltos de sus crímenes, obtendrían derechos civiles como cualquier ciudadano y reinaría de esa manera la impunidad, cuando, por el contrario, los Acuerdos hablan de justicia transitiva, pago de condenas carcelarias y sanciones económicas. Igualmente, otro de los rumores estratégicos hizo voz en los líderes de las iglesias cristianas, que infundieron la idea de que el Acuerdo apoyaba el matrimonio homosexual en detrimento de la familia cristiana y los valores morales: emblemas nacionalistas del conservadurismo más recalcitrante; también, se levantó el temor de que el proceso de paz al dar respaldo político a las FARC, llevaría al país al sometimiento de las doctrinas del Comunismo. En fin, la “Campaña por el No” al Acuerdo de Paz, promovida por el Partido de la U, en el que justamente el expresidente Álvaro Uribe Vélez es su cabeza más visible, aprovechó sagazmente los miedos de la sociedad colombiana, sus emociones de rencor y resentimiento, el simbolismo nacional conservador y el poder de las redes sociales para crear rumores insidiosos y desprestigiar el Acuerdo. Vale
23 Las negociaciones de paz que dieron forma al Acuerdo de Paz entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), surge de las conversaciones que se llevaron a cabo entre representantes del Gobierno colombiano y de la guerrilla de las FARC. Las negociaciones iniciaron en el 2011 y tuvieron lugar en Oslo y La Habana; el resultado final fue la firma del Acuerdo para la Terminación Definitiva del Conflicto, en Bogotá, el 24 de noviembre de 2016. El primer acuerdo de Paz, firmado en Cartagena, según la ley, debía refrendarse en un plebiscito en el que los ciudadanos debían votar «si» o «no» al Acuerdo. El resultado final fue una victoria para el “No”. El resultado del plebiscito obligó al Gobierno a revisar algunos de sus puntos en el Acuerdo tomando en cuenta las objeciones del Partido de la U y otros grupos sociales mancomunados con este enfoque político. Después de un mes de readecuación de la negociación con los “promotores del No”, el gobierno y las FARC acordaron el texto final para el Acuerdo de Paz. Este se firmó el 24 de noviembre en el Teatro Colón de Bogotá y fue ratificado por el Senado y la Cámara de Representantes de Colombia el 29 y 30 de noviembre del año 2016.
recordar aquí, que la revelación y denuncia de los modos sucios e ilegales como la “Campaña por el No” fue dirigida la hizo, para nuestro asombro, el mismo gerente que lideró tal campaña. En efecto, Juan Carlos Vélez, a pocos días del triunfo del No, publicó un video en el que revelaba los procedimientos de “su triunfo”, entre muchos aspectos enfatizó que con la publicidad y la información que circulaba por los medios audiovisuales y diferentes redes sociales estaban “buscando que la gente saliera a votar verraca” (El Colombiano, 2016: 1). Visto en retrospectiva el proceso político de la “Campaña por el No” contra los Acuerdos de paz, se puede apreciar que, si bien los temores de los ciudadanos en varios casos concernían a asuntos de importancia real –la seguridad económica, el porvenir pacífico del país, la necesidad de justicia, la estabilidad política, entre otros– la relación que los artífices del “no” establecieron entre esos valores y la supuesta amenaza que representaba el Acuerdo de paz al dar carta política a las FARC, fue decididamente manipulada y falaz. Este factor hizo eco a razón de la ignorancia de gran parte de la población de los documentos originales del Acuerdo, el resentimiento contra esa guerrilla, el conservadurismo político discriminativo y excluyente, y la retórica política. El éxito de la “Campaña del No” se ancló, en resumen, a la naturaleza del rumor, a la invención de versiones catastróficas sobre el futuro inmediato del país si se aprobaba con el voto el resultado de los Diálogos de Paz. Desde el campo de la psicología cognitiva, el rumor como tendencia generalizada se explica desde dos mecanismos particulares: la “heurística de la disponibilidad” y la dinámica de “cascada reputacional”. La “heurística de la disponibilidad” consiste en la sobrevaloración de una problemática debido al tratamiento espectacular a través de los medios de comunicación. Este funcionamiento se activa sin reparos, porque se asocia con traumas del pasado que perviven aún en el seno de la sociedad. Por su parte, la “cascada reputacional” es un fenómeno que se presenta “cuando las personas responden al comportamiento de otras sumándose apresuradamente a ellas” (Nussbaum, [2012] 2013: 57). Tal unión es determinada por la reputación importante de las personas que son voceras de la información frente a la cual la comunidad se alarma. Si nos situamos en el contexto de la “Campaña por el No”, es fácil advertir el “efecto cascada” en el manejo de la información política acerca del Acuerdo de paz. Justamente, quienes adelantaron de manera visible y abierta los anuncios públicos en contra de los acuerdos, fueron figuras políticas ampliamente reconocidas por gran parte de la población. En esta situación, se manifiesta la reacción característica de la sociedadmasa en la que, se sabe, predomina sin ambages el espíritu gregario: un espíritu
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que responde como masa, esto es, de manera acrítica. El común de la sociedad, como decíamos líneas arriba, no conocía los Acuerdos, su visión se limitó entonces a la información sesgada que circuló por las redes o medios de comunicación. No tuvieron posición crítica responsable y consciente de las ventajas o desventajas de los pactos, sin embargo, respondieron como masa e inclinaron los resultados a favor del “No”. Otro efecto del episodio político sobre el Acuerdo de paz, que fue suceso de dimensión internacional24, fue el agravamiento de la división de la sociedad colombiana entre el apoyo a unas “políticas progresistas” –que buscan, por ejemplo, la inclusión de los grupos minoritarios en la vida nacional– y la conservación de un poder tradicional –defensor de prácticas nacionalistas discriminativas–. El rumor fragmentó aún más la población entre amigos y enemigos. La respuesta negativa de parte de los colombianos a los Acuerdos de Paz es representativa de los modos como se señala y desenmascara un enemigo público, decir no a las negociaciones es una forma de aplicar una justicia expeditiva a una figura temida y odiada por muchos, y esto, de cierta manera, genera un alivio, una fantasiosa sensación de seguridad. Frente a este panorama político de violencia, guerra, poder y manipulación, y al desafío de reconstruir una verdad alterna, de develar ciertas realidades tergiversadas por el discurso oficial y los medios de comunicación, así como de restaurar la memoria social con su componente histórico y político, la novela colombiana, por su propio proceso de indagación de la realidad y el intento por comprender la respuesta íntima a las situaciones traumáticas del país, se proyecta como alternativa capaz de integrar visiones particulares de los diferentes periodos sociales. Las tramas literarias representan los sucesos violentos articulados a razones políticas, culturales y psicosociales. En el campo ficcional se habla, por ejemplo, de “novela histórica” que, entre otras especificidades, aborda el pasado caótico desde la figura de los héroes patrios. En esa línea, se reconocen también la novela en la Violencia o de la Violencia, o la del narcotráfico, el sicariato, la violencia urbana, entre otras. Narrativas que se estudian como ficción mas sin perder su valioso componente de no ficción y su validez testimonial, en tanto que escenifican historias de violencia que realmente sucedieron, que fueron escuchadas, investigadas o, incluso, algunas de ellas, vividas por los escritores25 .
24 Justamente, el Acuerdo de Paz, liderado por el gobierno de Juan Manuel Santos, fue motivo para que el país fuese condecorado con “El premio Nobel de paz 2016”, que, desde una perspectiva personal, implica el reconocimiento al equipo de trabajo del Acuerdo por la construcción de un país diferente. Aunque, ciertamente reconocemos también todos los giros políticos amañados que pueden surtirse en este tipo de “homenajes”. 25 Nos referimos al caso preciso de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, que centra su trama en la vida del padre del escritor, quien fue asesinado por los paramilitares durante la persecución de la Unión Patriótica a finales de la década de los ochenta. En este estudio la abordamos como relato autoficcional.
“La incorporación de lo ‘real’ en la literatura vincula dicha literatura a su entorno, y le otorga veracidad a su respuesta, acercándola a los lectores” (Rueda, 2011: 31). La novela se presta, en efecto, como registro para la indagación de lo social, lo político y lo histórico. Las estrategias de escritura atraen al lector y le “hacen vivir” lo narrado con la fuerza de lo real, aspecto que contribuye a otras miradas del conflicto y a la reubicación de las violencias en sus contextos específicos. La historia del país recupera en la propuesta literaria sus puntos de referencia y sus causas puntuales, además de señalar a sus directos responsables. Las guerras civiles del siglo XIX, la Violencia de finales de los años cuarenta hasta los sesenta del siglo XX y la violencia generalizada de las últimas décadas: que abarca el narcotráfico y el sicariato, son los tres periodos más revisitados por la novelística colombiana. Asimismo, en el panorama actual de las letras del país el interés de algunos autores contemporáneos –Juan Gabriel Vásquez, Evelio Rosero, Pablo Montoya, Miguel Torres, etc.– por los sucesos del siglo XIX motiva también a los investigadores a recuperar obras literarias de esa época, que habían sido olvidadas por la historia de la literatura. En los estudios literarios de reciente data, igualmente, se empiezan a retomar narrativas sobre la Violencia. A la fecha se registran más de cien novelas publicadas sobre este fenómeno26, de las cuales un buen porcentaje no han sido estudiadas, situación que promete una renovada perspectiva de lo acontecido desde la mirada crítica literaria. Por su parte, las narraciones de las últimas violencias siguen en ascenso, para el 2017 se reconocían más de cinco decenas de novelas, sin contar aquellas que se publican en editoriales de escasa circulación y que, por tanto, no alcanzan visibilidad (Plata, 2017). Gran parte de la narrativa de los autores colombianos va anudada estratégicamente a los diversos momentos de la caótica historia nacional. Las preocupaciones del imaginario del escritor por el pasado lejano o reciente del país, por el presente mismo, es elemento crucial de la literatura, motor de continuas renovaciones estéticas en torno al simbolismo de la violencia. Para cerrar este apartado y sintetizar las ideas sostenidas, es oportuna la honesta y lúcida reflexión de Pablo Montoya acerca de la posición del narrador colombiano ante la realidad nacional que lo circunscribe. Sus argumentos son respuesta a la pregunta de Carolina Sancholuz (2017). Es necesaria la cita completa para el comprender plenamente la mirada del escritor:
26 Osorio (2006, 2014), hace alusión a esta circunstancia; asimismo, Jaramillo, Osorio y Robledo (2000), presentan un sugerente panorama de la narrativa de la violencia, producida entre finales de los años cuarenta y los sesenta. Las autoras revisan ese periodo de las letras desde la idea de modernidad y progreso y las paradojas de estos fenómenos en la cultura colombiana.
IMAGINARIOS POLÍTICOS DEL MIEDO EN LANARRATIVA COLOMBIANA RECIENTE
¿Te parece que la literatura y en términos amplios el arte hoy en día tienen la capacidad de interpelarnos a los lectores, espectadores y vulnerar así nuestra zona de confortabilidad?
Esta necesidad de interpelación se la debo, en parte, a la condición de colombiano que cargo sobre mis espaldas. Integro una construcción nacional que está fundada en el equívoco, en la injusticia, en el engaño y el crimen. La situación de mi país, en este sentido, es literalmente espantosa. Hay más de siete millones de desplazados internos a quienes han expulsado de sus tierras los diferentes ejércitos colombianos, desde los oficiales hasta los paramilitares; hay aproximadamente seis millones de exiliados desparramados por el mundo; acabamos de saber la cifra de los desaparecidos en las guerras entre narcos, paramilitares, guerrilla y ejército: son casi setenta mil; tenemos más de cuatro mil miembros asesinados de un partido político de izquierda; casi cinco mil jóvenes de extracción popular ultimados por los militares oficiales colombianos y pasados por falsos guerrilleros para justificar una política siniestra de seguridad democrática; y además de esto, Colombia posee una buena parte de su geografía rural llena de cultivos de coca y minas “quiebrapatas”; y, para acabar de mencionar este prontuario de la ignominia, la corrupción política y la impunidad judicial son tan gigantescas como grotescas. Desconocer este hondo desequilibrio social sería un desatino. Pero lo paradójico es que cuando he señalado esto en mis intervenciones públicas hay sectores de la población colombiana que se sienten indignados por estas denuncias. Esa amnesia, ese aquí nunca ha pasado nada, es una verdadera calamidad ética y moral. Considero que la literatura sirve para muchas cosas – sé que para algunos escritores ella no sirve para nada salvo para efectuar ejercicios de estilo o faenas ociosas-, pero para mí es una posibilidad de referirse a estos asuntos y una tentativa de que la palabra literaria se hunda en esas heridas para cicatrizarlas. Por tal razón, en el complejísimo proceso de paz que le espera a Colombia, es fundamental señalar a los victimarios y nombrar a las víctimas. Es obligatorio saber todo el horror y quiénes lo provocaron. Es necesario no solo para quienes ya han muerto, sino para nosotros que estamos vivos y para quienes vivirán después. Estoy convencido de que la literatura y el arte tienen una tremenda responsabilidad en asuntos de esta índole. O al menos esa es la literatura que yo intento hacer cuando me enfrento a recrear el país que me ha correspondido. Pero si esta condición colombiana me pone de cara ante la injusticia y su posible denuncia, también sé que mi