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Entre el terror y el horror o de la anulación de lo humano
castigo divino y las imágenes tenían que ser lo suficientemente explícitas como para instalar en la mente del observador un adelanto de lo que puede sucederle al mortal que se atreva a contradecir la voluntad de los dioses y, por asociación de ideas, a enfrentar la autoridad imperial (Pérez Jiménez, 2007: 94).
A los proyectos imperiales de ilustrar las consecuencias apocalípticas cuando la Ley era desobedecida, se sumó el acto recurrente de fijar murales que ilustraran los efectos de un buen o mal gobierno. Por ejemplo, el extraordinario Mural del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti, pintado en 1338 en el Palacio Público de Siena, en Italia, explica con precisión todas las operaciones de gobierno, que siguen siendo hasta nuestros días, motivo de discusión: la injusticia, la inequidad, la tiranía, el terrorismo, etc. Las imágenes de este fresco fueron recreadas en los discursos del pastor Bernardin de Sienne para que el pueblo recordara más fácilmente sus enseñanzas (Boucheron, 2013: 25-35)35. El mural de Lorenzetti en una de sus superficies delinea un monstruo que simboliza al tirano y el poder despótico: “Él es gordo, pálido y grotesco. Apesta a cabra. Quisiera tener el aire maligno […] su cara es una máscara descolorida, redonda como la luna: su mirada es torva, sus colmillos y cuernos –todo desarmoniza y se separa” (Boucheron, 2013: 135). Esta figura inhumana motivó múltiples discursos de orden moral y político, fue utilizada como símbolo no solo del “carácter animal” al que puede descender un gobernante, cuando se deja dominar por sus propias pasiones, sino que también ilustró al pueblo la necesidad de sostener un equilibrio de poderes entre gobernantes y gobernados, para permitir el florecimiento de la ciudad.
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ENTRE EL TERROR Y EL HORROR O DE LA ANULACIÓN DE LO HUMANO
Las coordenadas conceptuales del miedo trazan diversas disertaciones en torno al terror y el horror. Estos afectos, aunque se relacionan entre sí, guardan una serie de especificidades. El terror, desde la perspectiva de Adriana Cavarero ([2007] 2009), es un sentimiento de miedo total, repentino y de reacción de huida ante un peligro. “El terror designa lo que actúa de inmediato sobre el cuerpo, haciéndolo temblar y empujándolo a alejarse con la huida” (20). La amenaza del terror estimula la fuga inmediata para proteger la integridad propia. La investigadora italiana, apoyada en la etimología del término “terror”, deduce que el acto natural de esta emoción
35 Patrick Boucheron hace un notable estudio sobre este mural y su relación con el poder y las políticas del miedo en su libro Conjurer la Peur. Sienne, 1338. Essai sur la forcé politique des images.
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es el movimiento. La palabra “terror” deriva de los verbos latinos terreo y tremo que significan temblar y, a la postre, huir, desplazarse en busca de seguridad. El acto de escapar por terror se relaciona con el ámbito de la guerra; en una persona los signos corporales más notables en medio de un enfrentamiento armado es el desplazamiento hacia un resguardo seguro. El terror se reconoce así, como la física del miedo, esto es, el movimiento de fuga, individual o colectivo, que busca resguardar la vida de una amenaza perturbadora. Cuando el terror se apodera de una comunidad puede desembocar en actos de absoluta barbarie. El pánico colectivo es susceptible de dirigir contra sí mismo la violencia o motivar actos de ferocidad contra el otro. En la tragedia Las Bacantes de Eurípides se escenifica con viveza la situación de pérdida de control del sí mismo a causa del terror. Ágave, junto a otras mujeres de Tebas, enceguecidas por el miedo a perder sus privilegios ante la amenaza de un “rabioso espía” (Eurípedes, [409 A.C.] s/f: 29), que las vigilaba en el bosque desde lo alto de las ramas de un árbol, arrancan el árbol de raíz y se apoderan del cuerpo del hombre, al que descuartizan con impiedad y le cortan la cabeza. La mujer líder del grupo, Ágave, corre hacia la ciudad con la cabeza del desdichado entre sus manos, la exhibe ante su padre y demás ciudadanos como símbolo de independencia y poder de las mujeres. No obstante, en medio del terrible frenesí, Ágave no es consciente de que el espía a quien ha ordenado asesinar y a quien ella misma ha decapitado es su propio hijo:
CADMO. – ¿Y de quién es ahora el rostro que tienes en tus manos? ÁGAVE. – De un león, según decían sus cazadoras. CADMO. – Obsérvalo bien, ¡Breve esfuerzo es mirarlo! ÁGAVE. – ¡Ah, qué veo! ¿Qué es lo que llevo en mis manos? CADMO. – Examínalo y entérate con toda claridad. ÁGAVE. – Veo un gran dolor ¡infeliz de mí! CADMO. – ¿Todavía crees que se asemeja a un león? ÁGAVE. – No; sino que, ¡desgraciada de mí, llevo la cabeza de Penteo! CADMO. – Por la que yo lloraba, antes de que tú la reconocieras. ÁGAVE. – ¿Quién le mató? ¿Cómo ha llegado a mis manos? […] CADMO. – Tú le has matado, y tus hermanas contigo (Eurípedes, [409 A.C.] s/f: 37).
Este pasaje evidencia la violencia desenfrenada y la aniquilación del otro a causa del terror colectivo. Ágave y las otras tebanas responden como grupo, son una turba alucinada frente a la posibilidad de que el supuesto intruso les arrebate
la libertad y las condene a regresar al sometimiento de la ley de Tebas. La escena también ilustra que a causa del terror la persona automáticamente se pone en movimiento, ya sea para huir del peligro o para ir directo contra él para enfrentarlo y contrarrestarlo. El terror entonces es movimiento físico, somete la psiquis a la desesperación e impulsa la huida o confrontación con la amenaza, para resguardar la integridad propia. Por otra parte, a diferencia del terror y su consecuente movimiento, el horror se manifiesta con la petrificación del cuerpo ante un peligro que parece más espantoso que la propia muerte. La huida o confrontación son efectos que no se materializan en el horror, el cuerpo tiende más bien a petrificarse, a quedarse inmóvil ante la escena que produce espanto. Para Cavarero ([2007] 2009) el horror se vincula estrechamente con la repugnancia, en esto radica la petrificación del individuo, su bloqueo psicológico responde a algo que es incapaz de asimilar en las coordenadas de lo humano. En circunstancias de masacres o muertes violentas, por ejemplo, el horror invade y agarrota al sujeto debido a la repulsión pavorosa que le produce la extrema violencia con la que se ha exterminado al otro. Hay una emoción de rechazo y espanto ante algo que se muestra más inaceptable que la muerte (23-25). La violencia contemporánea que toma el cuerpo de la víctima como artefacto de guerra para descuartizarlo, decapitarlo, torturarlo, eviscerarlo, etc. despierta no solo en las víctimas el horror, por el modo en que se muere, sino también, en aquellos que visualizan ese tipo de asesinato. La asociación de la repugnancia con el horror se debe a que quien mira, quien se horroriza, siente un profundo desgarramiento interior, que parece separarlo de sí mismo, al reconocer la desintegración de lo humano en la persona que ha sido asesinada del modo más atroz. Someter a una persona a la tortura y muerte violenta, obligar al otro a presenciar cómo se descuartiza a un ser querido, es sin duda una experiencia pavorosa que lleva al ser a un estado de oclusión psíquica, al horror total:
Sobre el puente del río Guamuéz, nosotros logramos recuperar siete cuerpos. Esos cuerpos estaban abiertos por el tórax. Otros estaban degollados. Lo que nos contaba un muchacho que logró salvarse porque se tiró al río antes de que lo mataran, era que los paramilitares empezaban a bajar a cada persona de las camionetas y con hachas y cuchillos abrían el estómago. Les enterraban el cuchillo en el estómago, al filo del ombligo, y recorrían con él hasta el cuello, luego los lanzaban al río. Así estaban todos los cadáveres que encontramos en el río. No sabemos cuántas personas más echaron al
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río, por eso decimos los que viven en el río. Es incontable saber cuántas personas viven en este río. Eso nos da mucha tristeza. Nosotros encontramos este puente lleno de sangre, y algunas cosas de los muertos, como chanclas, o ropa, estaban tiradas a lo largo del puente (Sánchez Gómez y Grupo de Memoria Histórica, 2011: 27).
La cita deja ver que el cuerpo humano eviscerado ofrece una visión abyecta. Simbólica y materialmente se distancia a la víctima de lo humano. El despojo a la que es reducida la aproxima al desecho o a la condición del animal que es destazado. Giorgi (2014) acerca de esta situación agrega que desaparecer el cadáver, borrar sus huellas, destruirlo, confundirlo con una cosa o con un animal es querer eliminarlo como evidencia jurídica e histórica, es romper los lazos de ese cuerpo con la comunidad: negar su inscripción en los lenguajes, la historia, la memoria del grupo social al que ha pertenecido, es, en fin, desintegrar todo su valor humano (197-226). El ensañamiento contra el cuerpo de quien ha sido elegido como enemigo es suceso recurrente en diversos escenarios de las violencias contemporáneas. Para Cavarero ([2007] 2009), los actos de decapitación, descuartizamiento, inmolación por fuego, entre otros, cometidos por los criminales, son modos de control social y político para implantar climas de horror en la población.
En el acto que golpea al humano en cuanto humano, el horror es, por así decir, abrazado con convicción por los asesinos. Como si la repugnancia que ello suscita fuese más productiva que el uso estratégico del terror. O como si la violencia extrema, vuelta a nulificar a los seres humanos antes que a matarlos, debiese confiar más en el horror que en el terror (26).
Los hechos atroces contra el cuerpo de la víctima giran en símbolo político del horror. Este fenómeno, paulatinamente, viene definiendo la cotidianidad de un sinnúmero de poblaciones a nivel internacional. Cavarero ([2007] 2009), con el propósito de dar representación a tal realidad, propone el término horrorismo. Las prácticas perversas de muerte atroz usadas por los criminales para presionar políticamente quedan nombradas bajo esta nueva palabra. El horrorismo desestabiliza también lo que se entiende por terrorismo. La verdad profunda de la violencia no reside en el hacer –el terrorista– sino en el padecer –la víctima–; por tanto, hablar de horrorismo es replantear el terrorismo como concepto paradigmático que en la contemporaneidad se muestra insuficiente para definir
las realidades surgidas de los nuevos contextos de violencia. Los vocabularios que hablan de conflicto armado, relaciones de fuerza, guerra, entre otros, se caracterizan por escamotear la situación de los oprimidos, son figuraciones de la acción en las que la violencia política y la guerra se significan como combates, no como masacres de indefensos. El lenguaje enfocado en los agentes y el conflicto impide el acceso a la veracidad de la violencia, es sordo y ciego para el suplicio de las víctimas (Sofsky, [1996] 2006: 65-66). Esta es la razón por la cual Cavarero desestabiliza el concepto terrorismo y propone el de horrorismo. Un neologismo que centra la atención en la víctima, que significa al civil indefenso y asesinado en medio de la guerra y da visibilidad a quienes no son nombrados en el vocabulario guerrerista habitual o que aparecen bajo la etiqueta de una cifra numérica “de bajas” o calificados como “daño colateral”. Cavarero ([2007] 2009) enfatiza que su intención no es inventar una nueva lengua, sino reconocer la vulnerabilidad del inerme, en cuanto específico paradigma epocal, como figura primordial de las escenas actuales de la masacre. El análisis de Cavarero resulta oportuno para nuestros propósitos porque ayuda a iluminar el sentido político, epistémico y estético de la significación literaria de los efectos simbólicos y materiales de la violencia extrema. Las novelas de estudio centran la atención en la forma como la guerra impacta íntima y corporalmente en la persona indefensa en los territorios colombianos en conflicto. A partir de la escenificación de actos atroces, las propuestas de escritura visibilizan las realidades más crudas del país, evidencian la política del terror y el horror, la afrenta contra el ciudadano desamparado y expuesto abusivamente a la confrontación entre los diferentes grupos armados. Asimismo, la mirada compasiva del sujeto sufriente abre una vía epistémica novedosa, para revisar el enfoque que la crítica literaria ha adoptado ante el tema de la representación de la violencia en la narrativa colombiana. Como se ha señalado, gran parte de los estudios literarios centran la exégesis de las novelas en los victimarios y el contexto político, persiste un marcado interés en resignificar las causas de la guerra, sus escenarios y actores, mientras se deja al margen el análisis del efecto íntimo, individual, o la exploración simbólica del personaje que soporta en “carne propia” los exabruptos de la realidad sangrienta. El cuerpo eviscerado como símbolo de la destrucción de la condición humana, es un fenómeno ampliamente trabajado en estudios que discuten sobre las prácticas políticas del terror y el horror. Pensadores de la talla de Montesquieu, Hannah Arendt, Primo Levi, Jean Améry, dedican significativos estudios a la
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relación de las variantes del miedo con los efectos que produce en la persona y el colectivo. Montesquieu ([1748] 2013), por ejemplo, considera que el principio del terror es la base fundamental del gobierno despótico, que empuja a los sometidos a la inmovilidad y la anulación del yo (67). Las leyes son impuestas por una figura tiránica que ancla su poder en el miedo del pueblo. La constante amenaza del tirano reduce a la población al mutismo y la intranquilidad, hace de los ciudadanos sujetos escindidos de su deseo propio, que reaccionan “irreflexivamente” a normatividades violentas, modales y costumbres establecidas. La amenaza tiránica “elimina toda forma de concierto humano, político o de otro tipo, pues el concierto, de por sí, amenaza el poder” (Robin, [2004] 2009: 131). El pueblo para el tirano, desde la mirada de Montesquieu ([1748] 2013), es una especie de hueste animal que debe dominarse. Por esta razón, las leyes son pensadas para someter al sujeto. “Todo gira en torno de dos o tres ideas: ni hace falta más. No hay para qué dar leyes nuevas. Cuando se quiere domesticar a un animal, se evita el hacerle cambiar de amo, de lecciones, y de actitud” (67). La imagen de lo humano equiparable con lo animal autoriza al déspota a servirse de su súbdito, robar sus tierras, masacrar a su familia y someterlo hasta la muerte a unos fines que solo sirven para acrecentar el poder tiránico y generar un clima de terror entre quienes siguen gobernados (65-67). Desde la perspectiva de Montesquieu, el terror político es sinónimo de desaparición, quebranto y muerte atroz. Un poder que aplasta al otro en su particularidad y lo somete al dominio absoluto, está orientado a la destrucción y negación de la persona como ser humano espontáneo, con derechos y libertades. El éxito de la fuerza tiránica está precisamente en dar forma a una realidad de tales condiciones. Sin duda, una sociedad privada del yo deseoso, reprimida en todo intento de voz propia, se convierte en terreno fértil del terror absoluto, en entidad vacía, donde el sometido se ve empujado a sostenerse solo o a desaparecer. La lógica de este poder se apoya siempre sobre la amenaza a la vida y en la ejecución y exhibición de actos criminales atroces. El gobierno terrorista implementa como bandera de gobierno una física del poder: el golpe, la tortura, el sufrimiento, para quitarle a la víctima su voluntad, razón, individualidad, la calidad misma de humana. Ahora bien, no hay que desconocer que ante la opresión criminal del poder, la víctima actúa, busca cómo defenderse, pues no es un simple autómata sin ideas: por lo menos no al inicio de las afrentas; el sometido hace cálculos y pondera el modo de sublevarse, sigue siendo un sujeto social y activo. Sin embargo, la dominación del terror es siempre de tal magnitud que termina por reducir a la víctima a la
obediencia absoluta y le elimina la esperanza de sobrevivir. La opresión criminal tiene como objetivo subyugar al ciudadano a su voluntad tiránica, volverlo incapaz de tomar decisiones o de actuar en función de preferencias propias, anularlo como sujeto, y muchas veces esto se logra a tal punto, que la persona es convertida en “cosa”, es decir, en “algo” que solo reacciona a la violencia instintivamente: respuesta equiparable a la del animal ante el peligro. Hannah Arendt en la crítica que realiza al nazismo como uno de los movimientos ideológicos más destructivos del otro como ser humano, considera que el terror político superó su propio límite de horror en los modos como se desplegó en los campos de exterminio durante la segunda guerra mundial. La filósofa propone el concepto de terror total para nombrar tal realidad. El terror total enfatiza en el ejercicio de la violencia hasta hacer de la víctima un hombre inanimado, deshumanizado, una marioneta fantasmal que reacciona “con perfecta seguridad incluso cuando se dirige hacia su propia muerte” (Arendt, [1956] 1998: 365). Para llegar a convertir a una persona en este tipo de ente, la política del terror imagina y aplica de manera sistemática la violencia física y psicológica sobre la población, grupo o persona que desea destrozar. Esta manera de anular al otro exhibe un móvil político, que en el nazismo, como explica Arendt ([1963] 2003), fue el genocidio, el proyecto de aniquilar a una comunidad entera por razones ideológicas. La autora, inclusive, frente al término genocidio considera más justa la expresión “matanzas administrativas” (Arendt [1963] 2003: 172), para definir la aniquilación de los judíos como herramienta política que los nazis utilizaron para mantener su poderío, y por ser los campos de exterminio el arma más letal. Los campos de exterminio fueron zonas de despliegue del terror absoluto, “esenciales para la preservación del poder del régimen [más] que cualquiera de sus otras instituciones” (Arendt, [1951] 1998: 365)36. Lugares ominosos donde se llevaba a cabo la abolición del prisionero en cuanto ser humano, esto es praxis y símbolo indiscutible del horror.
36 Sobre la posición filosófica de Hannah Arendt acerca de los fines y objetivos del terror operado por los nazis frente al pueblo judío, hay un sinnúmero de discusiones que confrontan su postura porque esta supone que la instrumentalización del terror total era un fin en sí mismo, es decir, despolitizado. La pensadora en Los orígenes del totalitarismo ancló la razón del terror total en la calidad intrascendente del hombre masa del capitalismo, en lo superfluo de este individuo, centrando así la empresa del terror total no tanto en el plano político como en la relación entre el mal radical y el mundo íntimo del individuo moderno. Empero, en Eichman en Jerusalén, Arendt es muy clara sobre los objetivos genocidas nazis, explica con precisión las cualidades instrumentales del terror total como un medio racional y netamente político que los nazis llevaron a cabo para “eliminar para siempre a ciertas razas de la faz de la tierra” (Arendt [1963] 2003: 172). Asimismo, en este libro expone las tácticas precisas que los nazis emplearon para poner en marcha su proyecto genocida, una de ellas fue el “eufemismo lingüístico” que buscaba ocultar el verdadero impacto de ciertos vocablos que nombraban el horror de los campos, un lenguaje cifrado que buscaba enmascarar los crímenes de los nazis.
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Cavarero relaciona la tesis central de la definición de horrorismo con la idea de terror total que Arendt propone: “el horrorismo extremo, para Arendt, tiene que ver con la condición humana en cuanto tal” (Cavarero, [2007] 2009: 79), pues siendo el terror totalitario una manifestación de la aniquilación de lo humano en la persona que es sometida a los vejámenes de una violencia atroz y sistemática, se corresponde con la esfera del horror en la que el sujeto pierde total identificación de sí mismo cuando es destruido en su corporalidad. La manifestación del horror, a causa de la muerte brutal, propuesta por Cavarero, concuerda con el efecto anímico derivado de la manipulación del prisionero en los campos de exterminio nazi. El horror es el principio activo de toda práctica macabra que busca aniquilar a la persona en cuanto persona; en sus diversas expresiones es un inaudito ataque a la dignidad ontológica del individuo. Por su parte, Pilar Calveiro (2012) propone una definición del terror para indagar las constantes del terrorismo en el mundo actual. Lo primero que hace la especialista es diferenciar entre miedo y terror, reconoce que el miedo hace parte de la experiencia humana y social, y que puede ser manipulado para fines gubernativos, mientras que el terror, aunque derivado del miedo, constituye una experiencia de otro orden:
El terror es un miedo que inmoviliza y se conecta con lo ominoso –variedad de lo terrorífico– que se presenta cuando un horror nuevo se instala en medio de lo familiar, creando algo por completo desconcertante dentro de lo ya conocido, que impide orientarse. Ciertamente, el terror no es solo miedo, sino un miedo que bloquea la acción, la razón e incluso el sentimiento, convirtiendo temporalmente a la persona en una especie de animal asustado, incapaz de toda reacción. Y, aunque se trata de una experiencia humana posible, el terror no solo es prescindible sino que es fundamentalmente inhumano y deshumanizante (75-76).
En la definición de terror que Calveiro formula confluyen algunas de las características del horror que Cavarero y Arendt sustentan. Se plantea de nuevo la idea de que el miedo extremo, definido en este caso como terror, despersonaliza al sujeto, impide la acción y es fenómeno que nos escinde de lo humano. El concepto terrorismo como categoría jurídica y política se apoya justamente en los efectos del terror. Calveiro (2012), no sobra decir, realiza una interesante disertación sobre la inconveniencia de la definición de terrorismo que adoptan las leyes internacionales para señalar las prácticas de oposición al sistema social, económico y político (75-
91). Nosotros, por los fines de esta investigación, no entramos en detalle sobre ese campo, no obstante, retomamos la propuesta teórica de la académica acerca del contenido puntual que debería darse al término terrorismo: asociado directamente con los efectos del miedo político y sus consecuentes expresiones de terror y horror. Las emociones de terror y horror como mecanismo de control e inmovilización social son la base del terrorismo, esto implica el uso de la violencia extrema e indiscriminada contra la sociedad o una comunidad específica; el objetivo de una afrenta terrorista es asesinar al otro o someterlo hasta degradarlo como persona. Calveiro (2012) enfatiza en que una de las características principales del terrorismo es la amenaza difusa y generalizada, que hace que todos se sientan aterrados y víctimas, desencadenando la inacción colectiva, la inmovilidad de la razón y de la respuesta política. El objetivo del terrorismo, justamente, es causar un shock paralizante para confundir y desorientar, y una vez logrado este estado “opera con velocidad para arrasar, arrebatar, exterminar, mientras su víctima está privada de respuesta” (Calveiro, 2012: 83). Esta manera de entender el terrorismo enfatiza en actos concretos en los que la violencia es sistemática y objetiva, además subraya sobre la manera indiscriminada como se ataca a la sociedad en general, es decir, que el blanco de los ataques somos todos, no se dirige exclusivamente hacia aquellos contra quienes se rebela el terrorista o hacia lo que el Estado combate. Los gobiernos totalitarios y autoritarios, el “cuasi-estado” (Soyinka, [2004] 2007: 41) y agrupaciones criminales en general, han hecho del terrorismo el medio definitivo para adueñarse del poder y someter a la población. El pánico absoluto garantiza la gobernabilidad terrorista. A lo largo del siglo XX el uso del terror y el horror fue acción privilegiada del terrorismo de Estado. Calveiro (2012) afirma que, un alto porcentaje de víctimas del terrorismo proviene de esta modalidad de gobierno, los privilegios políticos y los recursos represivos con los que cuenta el aparato estatal son decisivos en tal situación (83). En relación con esta condición privilegiada para destruir al ciudadano, Soyinka ([2004] 2007) propone la idea de cuasi-estado37 para referirse a un tipo de dominación política que, en su ubicuidad
37 Soyinka ([2004] 2007) propone la categoría de cuasi-estado para designar una especie de híbrido surgido del poder político: la unión estratégica y macabra entre entes criminales y el Estado. El cuasi-estado se refiere a corporaciones de poder meticulosamente estructuradas pero imprecisas, que imitan el Estado formal en todos los aspectos excepto en tres: la inexistencia de fronteras, la inexistencia de secretariados o de figuras gubernamentales con ministerios identificables y la responsabilidad de gobernar. Este ente puede abarcar un gran espectro de ideologías y religiones, que lucha por el poder, que, a veces, paradójicamente, suele comenzar, como una oposición al poder injusto, sin embargo, casi siempre, desemboca en una fuerza igualmente despreciativa de la libertad e integridad humana, que se impone con violencia indiscriminada y asesina ante la sociedad (41-60).
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