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Medusa y la estética de la decapitación

misma, se apoya en el uso estratégico del terror y el horror. El escritor nigeriano advierte que los organismos que conforman el cuasi-estado –escuadrones de la muerte, disidentes aliados a gobiernos, paramilitares, terroristas al servicio del Estado, etc.– permean las fronteras nacionales y acechan en todo momento a aquellos que se oponen a sus intereses políticos. En décadas anteriores

[…] los escuadrones de la muerte de las dictaduras derechistas de América Latina alarga[ban] la mano y [volaban] las oficinas o un lugar que frecuenta[ban] intelectuales disidentes en España o Lisboa […] o un avión lleno de inocentes [era] derribado en pleno vuelo con la connivencia del Estado (Soyinka, [2004] 2007: 44).

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De estas prácticas del terror absoluto, o bien del horror, el principio activo es la eliminación de la persona indefensa, del ciudadano desarmado. En la acción militar entre la armada regular de una nación y los terroristas, se ejerce siempre una violencia unilateral cuando involucra al ciudadano común. No parece haber diferencia entonces, en las consecuencias humanas de la ofensiva regular que dirige sus armas contra otros combatientes estratégicos y las de los asaltos terroristas, pues se apunta de forma estratégica a matar a los civiles. En definitiva, en estas arremetidas hay un ejercicio del terror y el horror en la manera despiadada como se destruye a quien está vulnerable e indefenso en medio de una guerra, que le apunta como blanco.

MEDUSA Y LA ESTÉTICA DE LA DECAPITACIÓN

La cabeza de Medusa es una de las imágenes que con mayor fuerza alegoriza el horror a causa del poder abusivo y los estragos de la guerra. Este monstruo de la mitología griega tiene la capacidad de paralizar al otro con su mirada mortífera. En ella el poder mórbido se concentra en la frontalidad y monstruosidad de una cabeza cercenada que hunde a quien la enfrenta en el vacío de la muerte. Desde la perspectiva de Vernant ([1985] 2001), mirar a la Medusa es “dejar de ser uno mismo, un ser vivo, para volverse, como ella, Potencia de muerte […] transformarse en piedra ciega y opaca” (104). Cavarero ([2007] 2009), retoma precisamente tal simbolismo de la Gorgona para ubicarlo como piedra angular de las ideas que defiende en su propuesta teórica sobre el horrorismo. El horror absoluto debido a la violencia atroz: aquella que arremete contra la integridad ontológica y corporal

de la víctima cuando es mutilada y/o decapitada, es el eje semiótico primario de Medusa. Esta figura es “estratégicamente desplazada por el mito […] al espacio de lo extraño […] mucho más repugnante que cualquier otro monstruo, con sus cabellos erizados y serpentinos, ella congela y paraliza” (Cavarero, [2007] 2009: 23-24). Las características de Medusa y su poder aniquilador recogen el sentido de lo “inmirable” de la escena de horror, de aquello que por la repugnancia y el pavor que produce rechaza la mirada, mas, a su vez, suscita en el espectador el deseo de mirar. El espectador repele la cabeza de Medusa porque rechaza en ella la anulación de lo humano; del mismo modo, podemos decir, se retrocede ante la imagen monstruosa del decapitado. El decapitado, figuradamente, nos abre hacia el vacío de nuestra propia destrucción como ser humano. Medusa es una cabeza cercenada, representación de lo monstruoso de un rostro que es deformado por el horror y, que a su vez, deforma al otro a causa del horror que su gesto produce. Este personaje, ambiguamente, reconcentra la totalidad atroz del poder criminal, ella es victimaria pero también víctima38. La Gorgona, según el mito, fue decapitada, es decir, es víctima reducida a una cabeza por un poder político superior: recuérdese que Perseo es obligado por el Rey Polidectes a aniquilar a este monstruo, a cambio de proteger la vida de la madre del héroe; en el reto, Perseo es ayudado por varios dioses del Olimpo, entre ellos Atenea y Hades, figuras políticas asociadas con la guerra y la muerte violenta. Medusa oscila así entre víctima y victimaria. Aunque reducida a una cabeza sigue conservando el poder de petrificar hasta la aniquilación a quien la mira de frente. Por tal razón, Atenea la estampa sobre su égida y la exhibe en el campo de batalla cuando arremete contra los enemigos. Medusa es símbolo del horror puro, está asociada con las fuerzas más potentes de exterminio humano. Su capacidad de someter al otro con el horror, confirma que la decapitación disminuye al sometido a “una cosa” que está fuera del linde de lo humano. La Gorgona

encarna un horror mostrado en sus efectos. La cabeza cortada concentra la atención y condensa los significados del símbolo. Por un lado alude a una violencia que, volcándose sobre el cuerpo, más que para cortarle la vida, trabaja para deshacer la unidad simbólica, hiriéndolo y desmembrándolo, desprendiéndole la cabeza. Por otro lado, dado que se trata de la cabeza,

38 En Las metamorfosis (S. VIII D.C.), del poeta Ovidio, se presenta a Medusa como una bella doncella a la que muchos pretendientes aspiraban. Sacerdotisa del Templo de Atenea; mas cuando es violada por Poseidón, la diosa de la sabiduría se enfurece por la profanación de su templo y la convierte en un monstruo horrendo, le transforma el cabello en serpientes y le da el poder de petrificar con la mirada.

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destaca que lo que se golpea es aquella unidad de la persona que ya los griegos situaban en esta parte del cuerpo (Cavarero, [2007] 2009: 34).

La cabeza cortada, el cuerpo decapitado, es hoy, la práctica atroz y sistemática para deshumanizar a la persona. Este acto es recurrente en los escenarios de guerra, delincuencia y terrorismo contemporáneos; el criminal sabe que la exhibición de una cabeza humana provoca horror, pánico en la sociedad, a la vez que desestabiliza el orden normativo y la ley oficial. A propósito del simbolismo consagrado a la cabeza, Vernant (2001) agrega que el rostro del vivo, con la singularidad de sus rasgos, “es uno de los elementos de la personalidad. Pero en la muerte, la cabeza a la que ha sido reducido, cabeza intangible y despojada de fuerza […] está rodeada de oscuridad, hundida en las tinieblas” (64). Desde las guerras de independencia en el siglo XIX, la violencia sociopolítica en Colombia ha colmado el territorio nacional de víctimas sometidas a todo tipo de barbarie, especialmente a la decapitación. La antropóloga colombiana María Victoria Uribe (2004), afirma que las vejaciones al cuerpo del enemigo, han sido un procedimiento cotidiano en los conflictos armados del país. A partir del análisis de documentos, que hacen referencia a las guerras civiles del siglo XIX, la investigadora constata la práctica sistemática de matar al otro apuntándole por la espalda, para proceder después a decapitar y desmembrar el cuerpo con una serie de cortes específicos. Esta praxis de guerra Uribe (2004) la asocia con lo ritual:

Las mismas armas usadas por los campesinos y carniceros rurales para despresar a los animales que se comían, fueron reutilizadas por los bandoleros para desmembrar los cuerpos en el proceso de las masacres. Se trata del machete, ocasionalmente el cuchillo, y en algunas ocasiones el hacha. Al igual que en el sacrificio animal, el cuello humano fue la parte más afectada por los diferentes cortes. Las masacres de La Violencia fueron eventos rituales durante los cuales los cuerpos de los enemigos fueron transformados en textos terroríficos. La impronta ritual se percibe en la forma como aparecían los bandoleros al amparo de la oscuridad, en el carácter sacrificial de los asesinatos y las mutilaciones y en la manera como eran concebidas cognitivamente las posibles víctimas (78).

El tratamiento del cuerpo del enemigo como presa de matadero se dio de manera metódica en Colombia durante la Violencia, década de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado; y en el contexto contemporáneo sigue ejecutándose

en las masacres y asesinatos provocados por narcotraficantes, paramilitares y demás actores criminales. Sobre estas praxis horrorosas habría que preguntarse qué tan válido es seguir mirándolas bajo el ángulo de lo ritual. ¿Acaso estos actos conservan el matiz místico cuando es cometido por terroristas y criminales comunes y en un contexto desacralizado como el que los enmarca? Cuestionamos la idea de la naturaleza ritual de la evisceración en los escenarios bélicos actuales. Consideramos que ver esta praxis como algo asociado con lo metafísico atenúa o “excusa” su objetivo bárbaro y criminal. La decapitación en el contexto contemporáneo es un acto de terrorismo puro, en el que aniquilar a la persona en cuanto tal, solo busca generar ambientes de miedo y horror. En este acto no hay propósito de trascendencia espiritual, ni de parte del victimario ni mucho menos de la víctima, condición determinante del sacrificio humano como gesto litúrgico. Los actos bárbaros de los criminales de hoy son del más despreciable proceder asesino, veamos:

Me acerqué y lo examiné cuidadosamente: las órbitas, de las cuales habían desaparecido los ojos, solo contenían tierra y nada más. Un machetazo formidable, en la parte posterior del cuello, había separado casi la cabeza del tronco; al lado izquierdo de la cara, tenía otro machetazo que le desbarató la mandíbula desde la oreja hasta la extremidad de la barba. Un tercer machetazo en la espalda, lo cruzó de uno a otro lado, partiéndole la columna vertebral; otro más en los dos antebrazos que, a juzgar por la señal de las ligaduras que se marcaban en la piel, supongo que para no tomarse el trabajo de desatar un nudo, resolvieron abreviar la operación con el filo de un machete. Por último un balazo, recibido por la espalda, presentaba en el pecho una herida con la cual, a mi juicio, habría bastado para quitarle la vida. Digo que el balazo fue recibido por la espalda porque la herida de esta parte del cuerpo era doblemente pequeña con relación a la del pecho, y sabido es que la bala del Remington produce ese efecto. Y que si esa herida fue la primera que recibió la víctima, lo demás que se hizo, solo ha servido para hacer odiosos a los victimarios, cuyos instintos feroces sobrepujan a los de la hiena (Uribe, 2004: 61)39 .

La descripción del asesinato en este pasaje refleja la sevicia con que se terminó la vida de un hombre. Este acto atroz podría ser de alguno de los expedientes judiciales de la Violencia –en la que Uribe justifica el sentido sacro de

39 Declaración de Epifanio Morales en el Proceso seguido por el Consejo verbal de Guerra contra Gaitán Obeso y Acevedo, cabecillas de la rebelión de 1885. Citado por María Victoria Uribe (2004: 60-61).

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las matanzas–, o relacionarse con el tipo de matanza que cometen actualmente los narcotraficantes o paramilitares. El hecho fue cometido durante las guerras civiles colombianas de mediados del siglo XIX. Pensamos que tal forma de matar al otro difiere totalmente de lo que significó el sacrificio ritual para los antepasados indígenas, no es posible dimensionar lo que la cita anterior describe como acto sacro cuando dista de tener una intención trascendental o mística. Los diferentes estudios sobre el desmembramiento y la decapitación ritual que practicaron los antepasados, demuestran que estas prácticas estuvieron siempre unidas a un imaginario sagrado, a la dinámica religiosa que ordenaba el universo y restablecía la relación con los dioses. La mitología mexicana es rica en la descripción de la decapitación como rito hierático. El sacrificio humano se consideraba necesario para mantener el equilibrio dinámico entre naturaleza y existencia. De esa manera se cumplía el contrato cósmico entre hombres, dioses y universo (Knauth, 1961: 197). Ilustración de ello es El juego de la pelota, un acto de culto cardinal que iba conectado a varios cuadros de sacrificio: en los días próximos al juego estacaban las cabezas de los muertos, que sacrificaban en honra de los dioses, en los tzompantlis del Templo Mayor de Tenochtitlan. También hay exégesis que afirman que los jugadores del equipo ganador eran inmolados: “el sacrificio era el premio de la victoria” (Westheim, 1957: 191). Incluso, interpretaciones de diversos códices, indican que El juego de la pelota parece haber formado parte del concepto mesoamericano de Tlatlatlaqualiztli: “ofrendar alimento a los dioses” (Knauth, 1961: 192). Coatlicue es también otra de las efigies representativas de la decapitación. Diosa suprema de la vida, la muerte y la fertilidad. Símbolo absoluto del ritual de la decapitación, ella es personificada sin cabeza, en su lugar brotan dos grandes serpientes que se miran de frente, con colmillos y lengua bífida, que connotan la relación dual entre vida y muerte. Una divinidad a la que en época prehispánica se le rindió culto y ofrenda sacrificial (Matos Moctezuma, 1998: 76). Cada figuración de la decapitación como creencia sacra afirma que para los antepasados el acto de dar muerte atroz al otro no solo contenía un movimiento universal de vivificación sino que, a su vez, abrigaba la posibilidad humana de “intervenir mágicamente” en el proceso cósmico (Knauth, 1961: 192). Frente al marco histórico y religioso del acto de decapitación es fácil deducir que hoy por hoy arrancar la cabeza o eviscerar un cuerpo, ha perdido todo su valor trascendental en los escenarios de la violencia contemporánea. Reducida a práctica de terror, el cercenamiento de la cabeza se emparenta más bien con el asesinato delincuencial y abyecto que corresponde a la negligencia de la ley sagrada o divina. Quien corta la cabeza a una persona, incluso, si no es totalmente

consciente del simbolismo del acto que ejecuta, reconoce, por supuesto, que la violencia ejercida contra su semejante causa horror porque excede el límite de lo abyecto, esta intención riñe con lo sagrado (Bataille, [1957] 1997: 86-93). El desgarramiento del cadáver fuera de un escenario ritual o científico es un acto de suma malignidad y símbolo absoluto de la abyección. El criminal que decapita, si bien desestabiliza un sistema y perturba la ley como posible giro trasformador, nunca actúa en nombre de una rebelión ética. No hay, bajo ninguna circunstancia, un gesto moral o ético en alguien que animaliza al otro y lo exhibe como “cosa horripilante”, para generar horror. Es un acto abyecto, y por tanto inmoral, tenebroso, de intenciones turbias (Julia Kristeva, [1980] 2004). En otras palabras, el ensañamiento contra el cuerpo del otro es manifestación de una voluntad que manipula el miedo y quiere el mal, un querer que es perversión y degeneración de la ley moral, gracias a hechos que se presentan como depravados. No hay en el perpetrador que tortura y asesina un desconocimiento o ininteligibilidad de la dimensión inmoral de su ejercicio criminal. El que decapita reconoce como verdaderos los principios morales y sociales que son así atacados, de hecho, ese reconocimiento lo incita a regodearse en su acto criminal. El asesino tiene como propósito la violación del propio principio de humanidad, al someter a su víctima a vejámenes que buscan emparentarlo con lo animal o aniquilarlo hasta borrarle todo vestigio humano. De otro lado, la decapitación ha sido siempre una práctica inherente a los contextos de guerra, en la mitología griega, como explicamos líneas arriba, Medusa es una de las figuras más poderosas que concentra el simbolismo relacional entre poder, guerra y horror. En etapas del paleolítico prehistórico, en algunos pueblos indoeuropeos, era práctica recurrente cortar la cabeza al enemigo como parte del pasaje iniciático a la edad adulta. La cabeza cercenada en el campo de batalla era exhibida como trofeo, además, el iniciado comía el cerebro como forma de poseer los poderes del vencido, pues se creía que lo esencial humano habitaba en la cabeza. En los mitos bíblicos también pueden rastrearse las relaciones entre política y terror aludidas en la decapitación, por ejemplo, en el relato de David y Goliat, el pueblo de Israel es liberado del poder de los filisteos cuando David derrumba al gigante Goliat con una honda y luego le corta la cabeza. Este instante, en que el cuerpo de Goliat es decapitado, ha sido recreado en diversos lienzos de diferentes épocas, uno de los más conocidos es quizás el de Caravaggio, donde se ve a un circunspecto David sosteniendo por el pelo la cabeza de Goliat40 .

40 La pintura se llama David con la cabeza de Goliat, terminada hacia el año 1609-1610, está exhibida en la Galería Borghese en Roma. Hay otro cuadro con el mismo tema, pintado también por Caravaggio: David vencedor de Goliat (1600), esta obra se encuentra exhibida en el Museo del Prado, en Madrid.

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Son numerosos los textos sagrados que representan la decapitación como derrocamiento del poder: la historia de Judith y Holofernes, habla de una heroína judía que aprovecha la borrachera del militar asirio –quien está a punto de destruir la ciudad de la heroína– para decapitarlo con su propia espada; luego, la mujer huye hacia su villa con la cabeza metida en una alforja y la exhibe ante sus conciudadanos como prueba de libertad del pueblo judío. Se conoce, igualmente, la historia de Salomé y la decapitación de Juan el bautista. Aquí, una reina mentirosa provoca el asesinato de un hombre al señalarlo de traidor del Rey. Estas historias son alegoría política, de confrontación de poderes entre potencias religiosas: judíos y cristianos. Son relatos que han sido recreados sinnúmero de veces por el arte religioso; pintores de la talla de Andrea Boticelli (1445-1510), Michelangelo Caravaggio (1571-1610), Carlo Saraceni (1579-1620), Valentin de Boulogne (15911632), Enrique Simonet (1866-1927), entre otros, centraron su atención en el tema de la decapitación como uno de los referentes icónicos más representativos de la tensión política entre vencedores y vencidos. El arte, en este orden, devela que desde tiempos primitivos la decapitación adquiere un valor simbólico del triunfo sobre el enemigo, la desposesión total del otro se dimensiona en arrebatar violentamente su cabeza. Sobre estos procesos de “estetización” del horror, Delumeau ([1978] 2002), en su valioso estudio sobre el miedo, considera que hubo un momento en la historia del ser humano en que el clima se deterioró y, el hombre de Occidente, el artista en particular, disfrutó de una extraña delectación en pintar la agonía victoriosa de los torturados:

La Leyenda áurea, los misterios representados ante las multitudes y el arte religioso bajo todas sus formas popularizan con mil refinamientos la flagelación y la agonía de Jesús –pensemos en el Cristo verdoso y acribillado a heridas de Issenheim, la degollación de san Juan Bautista, la lapidación de san Esteban, la muerte de san Sebastián atravesado a flechazos y de san Lorenzo asado en una parrilla–. La pintura manierista, al acecho de espectáculos malsanos, transmite a los artistas contemporáneos de la Reforma católica ese gusto por la sangre y por las imágenes violentas heredado de la edad gótica que concluía […] de todas las formas –mediante la predicación, el teatro religioso, como asimismo los cantos de Iglesia, la imprenta, el grabado, y toda clase de imágenes– los occidentales de los inicios de la edad moderna se encontraron cercados por las amenazas apocalípticas (25, 215).

Tal tendencia a la contemplación del dolor y la tortura en las artes acaso haya definido una nueva sensibilidad del hombre occidental, en la que la apreciación de la muerte violenta toma cierto sentido heroico y, a su vez, acostumbra la mirada a reparar en escenas siniestras, sin consternarse por aquel que está siendo aniquilado. Desde un viso psicológico, Delumeau plantea el concepto de objetivación como un efecto del miedo cuando este produce placer (85). Muchas veces, la sensibilidad humana responde placenteramente a la violencia mirada desde fuera; causa repulsión pero a la vez atrae. La persona escribe, lee, escucha o cuenta historias aterradoras de batallas o crímenes con cierta sensación de deleite por la atrocidad. Se “asiste con pasión a las carreras peligrosas, a los combates de boxeo, a las corridas de toros” (85) y, también, al espectáculo macabro de muertes violentas que se trasmiten por diversos medios de comunicación. En Francia, la decapitación pasó de ser la “muerte noble” a una práctica indiscriminada. Ser decapitado por la guillotina, que antaño fue prerrogativa de la aristocracia para evitar la agonía, se extendió rápidamente durante la Revolución francesa a todos los ciudadanos. En 1789 la Asamblea Nacional del gobierno francés adoptó el uso de tal máquina con el fin de dar una muerte “igualitaria” a todos, sin distinción de clase social ni de títulos nobiliarios. Achille Mbembe ([1999] [2006] 2011) considera que esta renovada forma de utilización de la guillotina, marcó una nueva etapa en la democratización de los medios de disponer de la vida de los enemigos del Estado:

En un contexto donde la decapitación se percibe como técnica menos degradante que la horca, las innovaciones en tecnologías del asesinato no solo aspiran a “civilizar” las formas de matar; también tienen como objetivo identificar a un gran número de víctimas en un periodo de tiempo relativamente breve. Además, surge una nueva sensibilidad cultural en la que matar al enemigo del Estado se convierte en la prolongación de un juego. Aparecen formas de crueldad más íntimas, horribles y lentas (27).

El uso de la guillotina a partir de la Revolución francesa revela nuevos modos de percepción del hombre y las culturas occidentales. Incluso, este artefacto de muerte se alza como uno de los íconos más representativos del pensamiento moderno, indicador de una nueva sensibilidad. Si la visión moderna del ser humano habla de una trama social en la que la persona está separada del cosmos, de los otros y de sí mismo, se trata entonces de una dimensión analítica de lo humano que amputa al hombre para dar lugar al argumento de progreso. La separación

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de la cabeza del resto del cuerpo, gira entonces en alegoría justa de las teorías modernas sobre el hombre seccionado del tejido social, de las grandes verdades y de su propio yo. En este sentido, en analogía simbólica, “el pensamiento moderno abre los ojos desde una herida, desde una herida se pone en pie, es decir, crece en el espacio vacío que se ha abierto entre la cabeza y el cuerpo” (Sustaita, 2014: 59). Las constantes simbólicas del uso indiscriminado de la guillotina durante la Revolución francesa se relacionan con los modos como se pensó la política a partir de la modernidad. Decapitar al otro por considerarse enemigo del Estado, no era solo aniquilar el elemento peligroso para los fines gubernativos, sino también, una forma de intimidar al pueblo; tal situación generó abiertamente en los gobernados sentimientos de terror y prevención contra el otro. El poder político poseía la vida de los ciudadanos, el acto de gobernar se fusionó con el terror. El miedo simbolizado en la decapitación pasaba a ser elemento primordial del hecho político y emblema significativo del pensamiento moderno. Publicitar el terror con imágenes de cabezas decapitadas se convirtió en medio usual de poder y avasallamiento. Son numerosos los casos de tal práctica en las guerras de inicios de siglo XX. Las terribles fotografías de los oficiales Toshiaki Mukai y Tsuyoshi Noda, durante la invasión de Japón a China, en las que aparecen cientos de decapitaciones de civiles chinos, es un caso perturbador del uso de la imagen atroz como dispositivo bélico. Ahora bien, aunque en el contexto contemporáneo la foto del decapitado sigue causando impacto, seguramente, la persona también se acostumbra a verla y en algún momento llega a mostrarse impertérrita, después de unas cuantas reproducciones. Esta situación, quizás, motiva formas más crudas de violencia; lo abyecto tiende siempre a romper sus propios límites y a desafiar su propia capacidad de horrorizar. El énfasis de Mbembe en el recrudecimiento de lo atroz como práctica que origina una nueva sensibilidad cultural, se evidencia no solo en las expresiones cada vez más infames de aniquilación del otro, sino también en la incapacidad de contestación ética. La costumbre a la imagen temible anestesia la capacidad de respuesta empática. La transmisión en directo por las redes sociales o YouTube del momento preciso en que el homicida desprende la cabeza de la víctima, es en los últimos años una manifestación impactante de lo horroroso. Son numerosos los casos emitidos por grupos terroristas como el autodenominado “Estado Islámico” (DAESH) o los narcotraficantes de México y Colombia. Esta escenificación visual del horror, paradójicamente, no solo horroriza, también busca recrear al espectador. Para Sergio Gonzáles Rodríguez (2009), las escenas macabras son concebidas como se construye un programa de la pantalla chica con el fin de divertir al público, excepto

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