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El detalle visual y la escritura
En la selección y producción literaria de las fotografías de Abad Colorado, el escritor intenta recuperar una nación en una de sus facetas más despiadadas. De la escena anterior la escritura aprovecha la estética visual de la desolación compartida. La distribución de los planos, la distancia focal, la insinuación del desamparo, el equilibrio compositivo entre los objetos que rodean el acto central, se transforman en lenguaje que insinúa el estado humano ante la pérdida. El escritor recurre a los usos poéticos de la palabra para acercarse con justeza a aquello que el archivo visual, a pesar de su vitalidad, no logra comunicar. La invención poética de la foto nos acerca a la dimensión impalpable de la realidad referenciada. La escritura dirige la atención hacia la verdad de la violencia, que es el sufrimiento y la soledad de la víctima. La fijación narrativa en detalles como el rostro consternado de las mujeres expone la realidad oculta, simboliza ese algo que nos molesta y conmueve de aquello que miramos. Pablo Montoya aprovecha el carácter autónomo de la imagen bélica. No es el dato cronológico que imprime la cámara, tampoco las intenciones del fotógrafo lo que aseguran la continuidad testimonial de la fotografía, es ella misma, su fuerza para provocar la pregunta y llamar la atención sobre la realidad que muestra. Dice Butler ([2009] 2010), que toda foto de guerra sigue su propio camino y actualiza su sentido en cada nueva mirada (124). De esta manera, la fotografía en la narrativa gira en artilugio que suscita indignación y construye visiones para incorporar y nombrar esa indignación. Pese a la duda de Ramírez de publicar sus imágenes, finalmente, lo hace; en sus reflexiones reconoce que ellas pueden llegar a ser lenguaje asimilable, capaz de remover la cómoda posición y el estado de amnesia de los ciudadanos (Montoya, 2012: 111). Cuando observamos las fotos de guerra en Los derrotados se actualiza lo retratado, se remonta la historia a través de la complejidad y plasticidad temporal que la imagen incorpora. La narración, en este orden, se posiciona como archivo de lo sucedido y recupera el horror, el miedo, la tristeza, la desesperanza, en cuanto historia y estado emocional del pasado y presente de la nación.
EL DETALLE VISUAL Y LA ESCRITURA
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El denominador común de la narrativa de Pablo Montoya es la representación del acontecer íntimo de lo más indefensos. Muchas de sus obras reflexionan sobre las dinámicas terminantes de lo gubernamental y de los acontecimientos políticos. Lo afectivo, la vida anímica, en este sentido, adquiere carácter político porque
aparece siempre bajo el ángulo de la historia y el poder. En Lejos de Roma (2008), el poeta Ovidio, personaje narrador, reflexiona en torno a las jornadas expansivas de Roma: “Donde intenta imponerse un imperio las regiones se transforman en un enorme estremecimiento de huidas […] Nuestra paz no es más que espanto y fuga” (Montoya, 2008: 74). Los derrotados representa la tensión entre política, arte y frustración, “la manera como en medio de la belleza que ven y sienten sus personajes brota el mal que se empeñan en sembrar los seres humanos” (Manrique, 2018: 1). Esta misma constante estética toma forma en Tríptico de la infamia, la desolación y el tormento causado por la inquisición, la tortura y la hoguera son los elementos activos de lo narrado. La escritura recurre a sucesos simbólicos del pasado para reconstruir la historia de la humanidad a partir de la visión de los vencidos, del dolor y el silencio de las víctimas. La impronta trágica de las novelas, como advierte Marinone (2016), se sostiene sobre un ethos del miedo, que densifica el discurso y desborda en interrogantes acerca del contexto referenciado. Una de las técnicas de escritura de Montoya es enfocar el ojo de quien cuenta en detalles particulares de la imagen. En novelas como Los derrotados –abordada en el apartado anterior– y Tríptico de la infamia (2014)61, en las que el recurso de la imagen es notable62, la voz narrativa describe con especial atención algunos pasajes y elementos precisos que aparecen en las fotos, cuadros y grabados que la narración incorpora. La mirada del personaje que narra se detiene, por ejemplo, en la precisión del trazo de una cabeza desmembrada, en el gesto taciturno de un rostro o en el color que da contraste a una escena específica. La escritura se despliega a partir del contacto directo con lo que se mira minuciosamente. El detalle visualizado, en este sentido, motiva no solo la escritura sino que se convierte en punto de acceso a la imagen en sí misma y a la realidad que representa. Esta intención estética de preferencia absorbente por determinadas partes de la imagen cobran especial sentido para la obra, pero, sobre todo, simbolizan el momento de imaginación creativa que la imagen desencadena en el escritor y en el narrador. El detalle es resultado de un alumbramiento íntimo, dice Arasse ([1992] 2008), genera una realidad casi individual para quien la observa. La imagen, en este orden, trasciende su propio estado, atraviesa la sensibilidad de quien la mira hasta llegar a realizarse como acto nuevo, motiva un mundo aún increado, tal como lo comprobamos en la escritura de Montoya.
61 Novela ganadora del Rómulo Gallegos 2015. 62 Gran parte de la propuesta de escritura de Pablo Montoya aborda la imagen visual como recurso que guía los sucesos ficcionales: La sed del ojo (2004, 2019), varios relatos de Cuaderno de París (2006), Trazos (2007), Solo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009) y Terceto (2016).
IMAGINARIOS POLÍTICOS DEL MIEDO EN LANARRATIVA COLOMBIANA RECIENTE
El conjunto de detalles que toman forma en la novelística del escritor colombiano son aquellos que sugieren el ultraje violento de la confrontación social y política. La perspectiva narrativa centra su atención en las escenas de terror más crudo, ubica en sus coordenadas los detalles que “congelan” la realidad atroz, veamos:
En la parte de atrás de la imagen hay una multitud de indios que van entrando, en fila y vigilados por los guardias y sus largas alabardas, a un recinto en llamas. Diríase un horno crematorio en ciernes. Una cámara de muerte pública y renacentista […] Y aquí está la mujer, en medio del tumulto asustado, que carga un niño y cae en el hoyo de las estacas. Ambas piernas y uno de los brazos, el que tiene libre, tratan de aferrarse al aire. Pero este es esquivo y la ignora y, en cambio, abre sus fauces invisibles para que madre e hijo sigan cayendo a través de ellas (Montoya, 2014: 287, 290).
Estas escenas aparecen en Tríptico de la infamia, son detalles de algunos de los grabados de Théodore de Bry, que ilustran la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas. La narración del detalle deja al descubierto el impacto del poder político sobre una cultura. La aniquilación sangrienta a manos de una regencia criminal. El horror de los indígenas por la proximidad de una muerte atroz tiene su origen en la fuerza aplastante de los conquistadores, que buscaban imponer su dominio en territorio americano. La visibilidad de lo infame toma consistencia en el relato a partir de fragmentos visuales, de figuras o escenas recortadas del espacio fotográfico o pictórico. El elemento visual, de este modo, se fusiona con la narración para ubicar los sucesos del pasado y dar forma a una memoria que pone en el centro de la historia el sufrimiento del sujeto. La escritura de Montoya propone un juego narrativo en el que la imagen cumple un papel esencial. Son novelas del “ver-mirar”, en palabras de Marinone (2018), en las que la imaginación de quien observa abre un amplio espectro de reflexiones. Los personajes y sucesos toman densidad solo, y exclusivamente, en la relación íntima que establecen con lo que miran, con el detalle de la imagen:
Su corazón inmediatamente dio un vuelco y se aceleró con premura. En la boca se le instaló una sequedad advenediza. Un nudo compacto se le hizo en la garganta. Los ojos no demoraron en congestionársele. La violencia, diseminada con calculada simetría en sus numerosas escenas, se le hundió
en la mirada con una fuerza parecida a la del puño que golpea un rostro desprevenido. De Bry cerró los ojos y puso las manos como escudo (Montoya, 2014: 274).
La reacción del personaje ante el cuadro La masacre de San Bartolomé es contundente. Glosando a Didi-Huberman (2007), la imagen pareciera estrechar a De Bry, abrirse y cerrarse sobre él suscitándole una conmoción existencial, una “experiencia interior”. El mundo narrativo que se funda en las novelas de Montoya adquiere forma justamente en tal experiencia. El detalle visual, y la imagen en general, no son fuente de reproducción son la producción misma, el descubrimiento por sensación propia de lo más recóndito de la naturaleza humana. La realidad narrada se crea en el momento que el ojo percibe el detalle visual; este aspecto, de hecho, el escritor lo reconoce cuando afirma que el diálogo que se entabla en sus libros sobre la pintura “tiene que ver con la imagen misma, con su proceso de formación, con el artista que la hizo y con [su] propia mirada que no es más que un deseo de captar la visibilidad sabiendo que más allá está la invisibilidad” (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017: 3). Es esta mirada del escritor sobre la obra pictórica o la fotografía la que provoca una revelación. El universo visual que permanecía a la sombra sale a la luz cuando es iluminado por la palabra literaria. En otros momentos, la escritura de Montoya proyecta el detalle visual como metáfora poética que aliviana la opresión de la realidad escenificada. En Los derrotados, a partir de una foto de los efectos de la guerra, se cuenta la historia de Anacleto, un campesino colombiano que pierde a su esposa durante un enfrentamiento armado entre guerrilleros y ejército nacional; en el momento del entierro, a este hombre lo avasalla el dolor y la desolación, “cuando se arrodilla frente a la caja construida con tablas de abarco, se tapa la cara y llora” (Montoya, 2012: 231). Ante esta escena de llanto y dolor el narrador advierte un detalle de la imagen y lo recrea poéticamente: “En la fotografía la escena está enmarcada por la maleza que rodea la trocha. Hacia el lado izquierdo, detrás de Anacleto, hay una flor blanca. Es un lirio que algún dios de la selva, repentinamente conmovido, ofrece al deudo” (Montoya, 2012: 231). Aquí, el tratamiento literario del detalle, “un lirio blanco”, pareciera separarse del conjunto para recoger en ella el sentimiento de abandono que se escenifica. La pureza de la flor dulcifica el sentimiento de impotencia que nos avasalla cuando miramos la realidad concreta de la imagen.
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