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Enfoque fotográfico de un pasado siniestro
ENFOQUE FOTOGRÁFICO DE UN PASADO SINIESTRO
En las novelas que trabajamos los principios compositivos de la imagen visual se articulan con la escritura para conformar un registro iconopoético, en el que los sucesos individuales toman carácter colectivo y se recomponen como imágenes simbólicas del pasado nacional, de una memoria que pertenece a todos. La recreación literaria de fotografías genuinas sobre los destrozos personales de la guerra se establece a modo de pasaje entre la realidad real y la verdad ficcional, para exteriorizar el rastro afectivo de la violencia. Tanto el impacto íntimo que produce una foto de guerra como el gesto inenarrable que esta enmarca, motiva una narrativa en la que la fuerza de la metáfora revela la conmoción emocional, el estado de horror puro de quien sucumbe de la manera más atroz. El recurso visual atiza la fuerza expresiva de la palabra para desentrañar el miedo y convertirlo en voz, en locución articulada. Se acepta que desde finales del siglo XIX la fotografía mudó en tema importante para la literatura y motivó nuevas formas ficcionales. Ciertamente, Las circunstancias que rodean el acto fotográfico fueron decisivas en las maneras novedosas como el sujeto moderno percibió e interpretó la realidad. La fotografía en alguna medida alteró las fronteras entre lo real y lo imaginario, en el sentido que la cámara veía cosas que pasaban inadvertidas para el ojo humano, una situación que puso en juego la relación entre realidad, sujeto y arte, y suscitó otras indagaciones en torno a la representación estética de acontecimientos. La fragmentación del discurso literario, el monólogo, la narración subjetiva y en presente, la simultaneidad de espacios y tiempos narrativos, la vida cotidiana y anónima como argumento, entre otros, son parte de los recursos estéticos asociados con la perspectiva fotográfica (Ansón, 2010: 153-162). La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, por ejemplo, hace una representación de fotos sobre la anatomía humana, para articular un discurso en torno al origen de la vida, la materia inerte y los misterios de la muerte. En busca del tiempo perdido (19131927), de Marcel Proust, recrea también el impacto de la fotografía en la narrativa, son numerosos los pasajes en los que el narrador se solaza y construye verdaderas perspectivas visuales desde la descripción de fotografías. Margarite Duras, por su parte, dio forma a su bella novela El amante (1984) a partir de la estructura del álbum de familia, las imágenes recreadas son a su vez palabra poética. Los mundos y elementos ficcionales motivados por el hecho fotográfico son múltiples: la correlación de literatura y fotografía erige personajes fotógrafos que proyectan una mirada visual de los sucesos narrados, consolida de manera renovada tiempos y espacios que rompen con la idea clásica de las anacronías y,
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especialmente, reconfigura el pasado histórico a partir de la imaginación de fotos que representan escenas de violencia política. Un caso particular de este último recurso es el cuento de Cortázar Apocalipsis en Solentiname (1976), que denuncia e impugna la violencia de Estado en Latinoamérica a partir de la fusión en la escritura de los principios de la pintura con los de la fotografía63. Las fotografías que el personaje fotógrafo toma de pequeños cuadros pintorescos creados por una comunidad campesina, son reveladas y miradas después, por el mismo fotógrafo, como fotos de los crímenes de Estado. En lugar de los paisajes coloridos que los cuadros representaban, aparecen ahora ante el ojo de quien narra, imágenes atroces de tortura y masacre. El acto fotográfico simboliza acá, la capacidad de revelar una realidad que no quiere ser vista. La literatura latinoamericana se fue apropiando sistemáticamente de imágenes y convenciones de la cultura de masas, en la que la fotografía es uno de los lenguajes más expresivos (Amar Sánchez, 2000). Sin embargo, a pesar del crecimiento de las propuestas de escritura que retoman los principios de la imagen visual, la crítica literaria que fija la atención en este hacer estético es relativamente poca. En Colombia, por ejemplo, son mínimos los trabajos que indagan las relaciones y efectos entre la fotografía, la pintura y la narrativa. Predomina, más bien, el estudio de la influencia de la estética del cine. La representación del miedo y el horror adquiere en la fotografía su medio más contundente para evidenciar el mal gobierno, la injusticia y la criminalidad. La naturaleza de estas imágenes alimenta la imaginación literaria de los escritores contemporáneos. En los párrafos siguientes tratamos de entender cómo la fotografía se incorpora a lo narrado a modo de espectro simbólico del pasado, que interpela el presente y devela el trauma afectivo de la guerra. Las propuestas de escritura plantean una discusión sobre la ética de la fotografía que registra la violencia atroz. La representación literaria de la imagen bélica, proponemos, configura “un acto de ver desobediente” (Butler, ([2009] 2010), que acusa la regulación visual y cognitiva que el Estado, y demás tipos de poder, imponen sobre las violencias contemporáneas y sus terribles secuelas. El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez y Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, coinciden en la formulación literaria de
63 Julio Cortázar es uno de los escritores más citados en los estudios sobre la relación de la literatura con la fotografía. El cuento Las babas del diablo (1959) da forma a una poética novedosa resultado de la fusión de visualidad y escritura. Este cuento apunta a recrear elementos de la fotografía: el estatismo de la imagen, lo que puede intuirse más allá del marco, la verdad subjetiva de lo escenificado, etc., para dar consistencia a una historia en la que, según De los Ríos (2008), se valoriza mayormente la palabra: por su capacidad de significar de manera más cercana el sentido profundo de la existencia. El personaje de Las babas del Diablo logra exteriorizar las emociones que le aquejan exclusivamente a través de la escritura.
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sucesos concretos que han determinado las dinámicas sociales y políticas en la Colombia de las últimas décadas. Aunque el tema que las identifica es, una vez más, la violencia, la incorporación de la imagen fotográfica, como recurso narrativo y agente protagónico de los hechos, traza una nueva coordenada de sentido. La escritura poética de fotos de personajes sufrientes, sitios históricos destrozados y despojos bélicos se intercala con absoluta naturalidad en la diégesis, para aproximar un poco más la visión del lector a los efectos e insensatez de la guerra. La novela de Vásquez es la exploración de los estragos íntimos causados por el narcotráfico en la sociedad colombiana. El miedo es el elemento en torno al cual la narración rastrea el efecto anímico del narcoterrorismo en la esfera pública. La escritura da forma a la sensibilidad de la generación nacida en la década de los setenta, y que vivió su juventud temprana durante los conmocionados años ochenta, periodo al que pertenece tanto el escritor como su narrador protagonista64 . En el registro de un pasado que comprometió la vida social del país, el héroe de Vásquez rehace uno de los momentos más dolorosos de su juventud temprana, cuenta su lucha por salir del estado de horror y desamparo a causa de un atentado homicida que lo deja gravemente herido. A raíz de este suceso, la novela enfatiza en la emocionalidad traumática de la sociedad colombiana durante la década de los ochenta, años dominados por el miedo a razón del narcoterrorismo. Este periodo se erige en la narrativa como espacio de confrontación entre la mirada externa de la violencia –los victimarios, las bombas, las estadísticas– y la percepción anímica –el dolor y la turbación–. Vásquez enfoca una época en la que los más jóvenes se hicieron “temerosamente adulto[s] mientras a [su] alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas” (Vásquez, 2012: 254). La inscripción literaria del miedo –afecto que hermana a la generación del setenta– se desborda de sus fronteras íntimas, de la sensibilidad individual, para transformarse en fenómeno emocional colectivo. La “radiografía del miedo” que esta obra ofrece, dimensiona las causas materiales del negocio de la droga así como los desajustes emocionales que habrían de perdurar entre quienes alguna vez fueron víctimas o vieron vulnerada su ciudad (Gaitán, 2012: 178). El miedo de Yammara, personaje central, solo puede comprenderse en relación con las circunstancias sociales y políticas que cercaron el devenir de una generación. Articular lo afectivo como derivado de la violencia, de narrar emocionalmente lo inefable, recalibra el valor
64 La mayor parte de los estudios, reseñas y reflexiones publicados hasta el momento sobre El ruido de las cosas al caer reflexionan sobre la conciencia histórica de su autor, porque configura con sentido crítico episodios emblemáticos de la historia reciente del país (Arenas, 2011; Fernández, 2013; Ponsford 2015). Se estudia también el trauma íntimo como efecto psicosocial de la violencia del narcotráfico, que marcó funestamente el devenir de la generación colombiana nacida durante los años setenta (Marín, 2011; Castañeda, 2012; Gaitán, 2012).
literario de las propuestas de escritura que tematizan la violencia del narcotráfico más allá de la pura descripción de escenas macabras. No es la escenificación de la expresión visible de la violencia –sicarios, narcotraficantes, torturas, bombas– es lo íntimo trastornado lo que toma protagonismo en el relato para significar la emocionalidad de una época. El ruido de las cosas al caer remarca tanto en el impacto momentáneo del miedo, es decir, en la conmoción que se produce en el instante inmediato de la amenaza –el terror–, como en las secuelas psíquicas que perduran a lo largo de la vida. Han transcurrido cerca de quince años cuando su personaje se decide a contar el pasado que lo marcó de manera tan aciaga. Pese a que muchas de las impresiones de esos años terribles parecían haberse ido al olvido, la narración, desde el presente ficcional, arroja nueva luz sobre lo ocurrido y descubre que el miedo sigue permeando la realidad actual de los héroes. La intención nemotécnica del relato no hace otra cosa que evidenciar cómo el miedo no se circunscribe únicamente al momento del atentado, sino que extiende sus tentáculos hacia espacios y tiempos insospechados. El miedo, se sabe, sigue latente en la rutina cotidiana de sociedades que ahora viven en relativa calma después de atravesar años de guerra. Es una emoción que socava silenciosamente la intimidad del habitante de las grandes urbes (Rotker, 2000), que prescribe, incluso, por varias generaciones los imaginarios culturales o de representación de la realidad. El recuerdo de Ricardo Laverde, por parte del narrador, es la fuerza propulsora del relato que lleva a escena la problemática relación del presente con el pasado. Al inicio de la narración de manera intempestiva brota en Antonio Yammara el pasado como un espectro, lo acosan las bruscas invasiones de un episodio de su vida que creía cerrado, pero que resurge a causa de una imagen publicada en una revista. La evocación involuntaria y discontinua se filtra en el presente del narrador obligándolo a desandar lo vivido, a fusionar el “orden afectivo” con el “orden intelectual” de la memoria, en el sentido que cada retazo de recuerdo, conservado u olvidado a capricho de la emoción íntima, toma forma y densidad cuando el personaje decide reconstruirlo en palabras. En este hecho se reconoce que si bien el héroe rehace su propia memoria, esta devela, a la vez, la memoria punzante que pertenece a toda una generación. Para intensificar la persuasión del relato, el escritor flexibiliza creativamente la instancia narrativa: se pone a un personaje a contar la vida de otro ya muerto. Yammara da testimonio de la vida de Laverde, y a través de la verdad de este reaviva la historia caótica y sangrienta de un país, Colombia. La estrategia de escritura consiste en dar forma a una figura ausente en el presente ficcional, focalizar a alguien que fue asesinado tiempo atrás, para narrar desde su
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voz silenciada, la brutalidad de una época. Antonio Yammara es enfático en decir que él no contará su vida, “solo unos días que ocurrieron hace mucho” (Vásquez, 2011: 15), sin embargo, su relato no se limita a los días en que conoció a Laverde, esta situación es únicamente “la puerta de entrada”, porque la novela abarca todo el pasado del aviador, incluso momentos de la vida de sus ancestros. Yammara narra porque Laverde ha muerto y no hay quién de fe de su pasado. El personajenarrador se pone en el lugar de alguien que ya no está, fue quien quedó vivo después del atentado de los sicarios y se asume como “el elegido” por los ausentes y por las condiciones históricas, para hacer memoria de una época a partir del pasado del piloto, de Laverde. En este orden, la novela se puede entender como registro estético de la memoria histórica plural, en la que el testimonio de lo contado toma fuerza legitimadora en las evidencias que utiliza el personaje-narrador: fotos, cartas, grabaciones, entrevistas, publicaciones de circulación masiva, etc. Se sabe que la memoria es un “‘objeto’ susceptible de manipulación, rechazo y debate” (Amar, 2010: 122), además, recela de una reconstrucción que evada los recuerdos subjetivos; por esta razón, el juego de escritura de Vásquez consiste en sostener la veracidad de lo referido por su personaje con pruebas concretas. Las fotos y recortes de viejas noticias se ubican en los pasajes ficcionales a modo de archivos reales, como especie de dispositivos mnemotécnicos que garantizan la veracidad de los acontecimientos y una mirada fiel hacia el pasado reciente. Pareciera que el relato personal de Yammara no fuera confiable por ser subjetivo. Por lo tanto, la perspectiva narrativa genera la necesidad de sostener la vista al pasado con registros personales e históricos precisos, que infunden un efecto de credibilidad ante lo que se cuenta. Las fotos, ciertamente, producen una impresión de realidad, de “autenticidad histórica”. Este afán de veracidad, de garantizar la legitimidad de lo sucedido con pruebas tangibles como las fotos y demás archivos, enmascara la ilusión de lo contado como hecho real. Aunque estamos frente a un texto de ficción, el narrador parece buscar subrepticiamente un reconocimiento de su verdad más allá de los límites de la narración cuando insiste en interpelarnos como lectores a lo largo de su relato: “todo es recuerdo, esta frase que acabo de escribir ya es un recuerdo, es recuerdo esta palabra que usted, lector, acaba de leer” (Vásquez, 2011: 23). Este artilugio lúdico es un elemento recurrente en el estilo narrativo de Vásquez, que recuerda siempre la complicada relación entre realidad y ficción, y, autor y lector65. Recuérdese, por ejemplo, que en Historia secreta de Costaguana (2007)
65 En entrevista con Cristina Pacheco, para el programa televiso mexicano “Conversando con Cristina”, frente a la pregunta ¿quién cuenta en El ruido de las cosas al caer? el escritor responde que tanto él como Antonio Yammara. Deja en claro, de nuevo, la permeabilidad y transgresión de la instancia narrativa que distingue a sus textos. En relación con este aspecto estético, Pablo Montoya, en su libro Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre
el narrador, José Altamirano, establece las reglas de lectura y conmina al lector a seguirlas fielmente si quiere conocer lo que pasará. De los diversos registros de memoria que El ruido de las cosas al caer utiliza, el más notable es quizás la figuración de la imagen fotográfica como principio desencadenante de los hechos y, vía para abrir una ventana oculta de la historia colombiana. Hay dos fotos situadas en el texto en momentos decisivos; la primera, es la que desata el recuerdo en Yammara y da origen a su narración: la foto del cadáver del hipopótamo con sus cazadores militares posando junto a él66. Un suceso que ilumina en la memoria del héroe un rincón oscuro, donde permanecía silenciosa la experiencia lacerante de trece años atrás: “me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos” (Vásquez, 2012: 14). El efecto de tal imagen motiva la escritura. Surge en el narrador la necesidad de relatar lo vivido, así entonces, escribir se convierte “en un asunto de urgencia” (Vásquez, 2012: 15), para cerrar un episodio del pasado. La fotografía del hipopótamo Pepe, a su vez, muestra de modo contundente uno de los legados más absurdos de Pablo Escobar, es metáfora visual de las secuelas del narcotráfico en Colombia67 . La segunda foto, la que más nos interesa, es la que Ricardo Laverde se toma en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Veamos su descripción:
La mesa todavía estaba cubierta por el forro de plástico negro, y sobre el forro Laverde puso la imagen, su propia imagen, y la miró fascinado: aparecía bien peinado, sin una arruga en el vestido, con la mano derecha extendida y dos palomas picoteando en su palma; más atrás se adivinaba la mirada de una pareja de curiosos, ambos con morral y sandalias, y al fondo, muy al fondo, al lado de un carrito de maíz agrandado por la perspectiva, el Palacio de Justicia.
la pompa y el fracaso, (2009), presenta un estudio detallado de la intromisión del narrador en Historia secreta de Costaguana, donde califica a José Altamirano de “exhibicionista”, por mostrar lo que tradicionalmente en los juegos narrativos debe permanecer oculto, esto es no revelar al lector los procedimientos utilizados para que la trama avance o retroceda, circunstancia que precisamente Altamirano “despedaza”. 66 Esta foto es real; puede verse aún hoy (febrero 2020) en el artículo “El hipopótamo ‘Pepe’ divide a Colombia” (2012), de Antonio Albiñana para el diario Público.es: https://www.publico.es/actualidad/hipopotamo-pepedivide-colombia.html 67 Antonio Von Hildebrand retoma el suceso de la cacería del hipopótamo para realizar el documental Pablo’s hippos (2011), respaldado por Sundance Channel y la BBC, y narrar la historia del jeque de la droga en Colombia. El documental fue presentado en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias en el 2011. En entrevista con Verónica Calderón, para el diario El país, Von Hildebrand compara la naturaleza del hipopótamo con la fisonomía y actitud del narcotraficante: “Son gorditos, lampiños, extremadamente agresivos, no particularmente inteligentes pero muy fuertes, y todo lo que hacen es por territorio y por hembras (…) cuando el líder de la manada es viejo, llega otro y lo mata para tomar el liderazgo, como los narcos. Matan de inmediato a cualquiera que se les cruce en el camino, como los narcos. Son paranoicos, como los narcos”.
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“Está muy bien”, le dije. “¿Se la sacó ayer ?” “Sí, ayer mismo”, dijo él, y sin más me explicó: “Es que viene mi esposa” No me dijo la foto es un regalo. No aclaró por qué ese regalo tan curioso interesaría a su esposa. (…) “¿Cómo así que viene?”, pregunté. “¿Viene de dónde?” “Ella es de Estados Unidos, la familia vive allá. Mi esposa está, bueno, digamos que está de visita.” (Vásquez, 2012: 25-26)
En primer momento, hay que notar que la imagen es un “truco formal” para entrar en el pasado del piloto. Es el medio que facilita un vínculo más próximo entre los dos personajes, pues aunque el narrador ya conocía a Laverde, nada sabía de su pasado y vida personal. A partir de la conversación en torno al retrato empieza a tomar forma la enigmática historia del aviador. La perspectiva narrativa comienza a oscilar entre lo sucedido en las décadas de los ochenta y noventa –presente ficcional–, y los últimos años de los sesenta e inicios de los setenta. La foto impulsa las acciones que van a dar forma a un segundo momento del relato. Ahora bien, antes de continuar con la lectura de la fotografía, es necesario precisar que más que una indagación de tinte semiológico, buscamos una interpretación abierta de la imagen, es decir, estudiar su propiedad pragmática, su capacidad de retener todo el acto fotográfico y motivar los hechos ficcionales: desde el “momento técnico” cuando Laverde posa frente a la cámara, el instante de producción en el cual el fotógrafo con un movimiento de la mano “reproduce al infinito” ese momento de la toma, hasta el espacio de recepción, cuando Laverde muestra su foto a Yammara y luego éste la describe desde sus juicios subjetivos, y nosotros la “re-leemos” desde nuestros intereses exegéticos. Para Dubois ([1983] 1986), recordamos, la dimensión pragmática del acto fotográfico requiere entender la foto como índex, en oposición a la idea de ícono y símbolo. Como índex, la foto es indicativa de una copresencia contigua entre el sujeto que se fotografía y el resultado de ese acto. La foto sería la “huella luminosa” (Dubois, [1983] 1986: 56) de la existencia real de la persona en el instante de la toma. La interpretación coherente de la fotografía necesita entonces de la situación enunciativa que envuelve todo el acto fotográfico. Su “semántica depende de su pragmática” (Dubois, [1983] 1986: 71). Si esto es así, el pasaje literario que ilustra el momento en que Ricardo Laverde se toma la foto, no limita su sentido a la intención particular del personaje de hacerse un retrato para enviarlo a su esposa, como prueba indiscutible de su libertad –recuérdese que Laverde ha regresado a la capital colombiana después de cumplir una condena de casi 20 años por narcotráfico en una prisión estadounidense–, sino que, a su
vez, por el momento y el lugar donde el personaje se fotografía, la imagen gira en metáfora visual de la historia colombiana. Como veremos, el retrato del piloto, sin ser de carácter documental, provoca un cúmulo de resonancias significativas sobre la aplastante realidad nacional. No es desprevenido que el escritor convoque el inicio del acto fotográfico en la Plaza de Bolívar de Bogotá68, que se haga a mediados de la década de los noventa, y que el narrador enfatice especialmente que “al fondo, muy al fondo” (Vásquez, 2012: 25) de la imagen se ve el Palacio de Justicia: institución simbólica de la Ley y el Orden, pero cuestionada en su legitimidad. Este panorama, asoma de forma significativa en el último plano de la imagen, es de hecho el elemento decisivo que dota la situación de un sentido trascendental. En la fotografía, sabemos, el paisaje que rodea a las personas retratadas se torna signo clave para comprender la circunstancia registrada. Para una comprensión más precisa de la foto en cuestión, necesitamos ubicarnos en el momento histórico colombiano de la década de los noventa, cuando Laverde vuelve a Bogotá después de pagar su condena. Pero antes, recuérdese que el piloto fue apresado en Miami en 1976 en un viaje que hacía desde Colombia transportando una carga de cocaína (Vásquez, 2012: 210). Es el periodo de inicio del negocio de la droga en el país, y la época en que el Departamento de Justicia de Estados Unidos fundó la D.E.A. –Drug Enforcement Administration–, 1973, con el propósito de frenar el contrabando y el consumo de estupefacientes. A la sazón, cuando Laverde regresa después de diecinueve años, las dinámicas perversas y poderosas del narcotráfico habían logrado corromper todos los estamentos políticos, económicos y sociales en la sociedad Colombiana. Se vivían, y se viven aún, las terribles secuelas de su violencia en el tejido social: la corrupción generalizada, la crisis de valores y la banalización del concepto de vida humana, entre otros. Al respecto, Sánchez Gómez (2008) agrega que desde finales de los setenta, la violencia del país se circunscribe al cruce de múltiples guerras: la de la guerrilla contra el Estado y contra los intereses paramilitares, y la del narcotráfico y su empoderamiento económico a través del terrorismo. Con el asentamiento del negocio de la droga, la guerra en Colombia sigue sin dar tregua. Incluso en el estado actual del país, año 2020, después de más de tres años del Acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC, la violencia a causa
68 La Plaza de Bolívar de Bogotá es uno de los lugares públicos más importantes de la capital y del país. Es punto de referencia clave para el encuentro socio-político. A su alrededor se ubican parte de los edificios representativos de la vida política colombiana: el Capitolio Nacional, el Palacio de Justicia, la Catedral Primada de Colombia, la Alcaldía Mayor de Bogotá, la casa del Cabildo Eclesiástico, entre otros. Es Monumento Nacional y “lugar de la memoria”.
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de ese flagelo –que se agrava con el paramilitarismo y la mala voluntad política del gobierno actual frente a dicho Acuerdo–, sigue siendo el fenómeno más problemático que atraviesa todo el territorio colombiano. Las diversas situaciones de violencia tienen tal impacto en la historia de la nación que se han vuelto, inclusive, un referente decisivo para delimitar los periodos históricos. Son tres momentos los que se articulan: 1. Las guerras civiles del siglo XIX; 2. La Violencia69 bipartidista; 3. La violencia generalizada de las últimas décadas, centrada especialmente en el narcotráfico. Un “devenir violento” que recala siempre sobre lo mismo. Si bien, en cada periodo los propósitos políticos que pretenden justificar el conflicto tienen matices diferentes, las prácticas de atrocidad no cambian ni cesan, y con ello el recrudecimiento de los efectos materiales y anímicos en la población. Este panorama nacional influye poderosamente en el imaginario social y personal, se convierte, por ejemplo, en la unidad de medida del tiempo íntimo. Los sucesos simbólicos de violencia extrema giran en referente para ubicar al colombiano en el pasado y explorar el recuerdo propio. Vásquez reconoce esta situación, por esta razón sus personajes asocian constantemente los recuerdos de vida a la historia caótica del país: atentados terroristas, magnicidios, secuestros, entre otros. Yammara expresa que: “esos crímenes (magnicidios, los llamaba la prensa: yo aprendí muy pronto el significado de la palabrita) habían vertebrado mi vida o la puntuaban como las visitas impredecibles de un pariente lejano” (Vásquez, 2012: 18). Para los protagonistas tales hechos son la conexión de época más sólida que los identifica como generación. De esta manera, cuando Ricardo Laverde vuelve al país a mediados de los noventa se encuentra con un panorama de criminalidad y terror, con las secuelas del negocio que él había ayudado a fundar dos décadas atrás. En los noventa, Colombia alimentaba su “guerra sempiterna” con los dividendos del narcotráfico, reproducía una vez más la violencia que la ha caracterizado desde su nacimiento. Vásquez visibiliza con ahínco ese pasado nefasto del país, la manera como cada período político vuelve una y otra vez al desacierto del terror, remachando sobre los mismos errores generación tras generación. Una repetibilidad absurda de una realidad aciaga que metafóricamente se devela en la novela, cuando la esposa de Laverde, Elena Fritts, recibe de regalo Cien años de soledad. Libro que, en la realidad ficcional, después de varias publicaciones sigue reproduciendo la misma errata, una “E” al revés en la última palabra del título en la portada: “Parece mentira, llevan catorce ediciones y no la han corregido” (Vásquez, 2012: 161).
69 Recuérdese que la Violencia, con mayúscula, señala el periodo de entre mediados de la década de 1940 y comienzos de la de 1960, cuando desemboca la brutal confrontación entre miembros de los partidos políticos Liberal y Conservador.
Frase que percibimos alegórica de la historia colombiana, de su herencia maldita atiborrada de brutalidad y ausentes. País, donde, como sabiamente lo expresó García Márquez (1995), “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad” (549). Realidad que, sin ambages, se representa en El ruido de las cosas al caer: Ricardo Laverde regresa al país para recomenzar su vida, pero vuelve a caer vencido por la historia. Hay que advertir que Laverde, como individuo autónomo, en libertad de tomar decisiones, podría haberse negado desde el inicio al negocio de las drogas: empezó a traficar con marihuana alegando que “la cosa [iba] a ser legal tarde o temprano” (Vásquez, 2012: 193), sin embargo, termina transportando cocaína, lo que contradice su “justificación ingenua” sobre la legalización. Las transformaciones culturales que la economía del narcotráfico impuso en el país podrían explicar la actitud conformista de Laverde. Son dos perspectivas que la novela registra del narcotráfico: la primera, obedece a los años setenta cuando varios sectores sociales toleraban el negocio de las drogas. Veían en él la posibilidad de movilidad social, estabilidad económica y acceso a bienes que en otras circunstancias serían inasequibles; incluso, para cierta élite social la exportación de marihuana y cocaína fue un dispositivo ideológico, para resistir a las políticas económicas estadounidenses (Arango y Child, 1984: 37-39). Es entonces, en este espacio nacional donde Laverde se ubica cuando empieza a traficar, justifica sus negocios a partir de una “ética del pragmatismo económico”, que tomó forma en el imaginario cultural de la sociedad colombiana de los setenta. El héroe sabe que su labor es ilegal pero consentida socialmente. La segunda perspectiva del narcotráfico que ofrece la novela corresponde a la década de los noventa, cuando Laverde regresa al país después del presidio y conoce a Yammara, el personaje narrador. Para este momento, el negocio de la droga forma parte del funcionamiento de la sociedad, está incrustado en el aparataje estatal y es detonador de terrorismo y de múltiples violencias: sicariato, magnicidios, desplazamientos, pauperización, etc. No obstante, pese a que para este periodo la sociedad colombiana había modificado su percepción del narcotráfico y sabía que era agente de dislocación social, tampoco hubo una respuesta ética clara y contundente de franco rechazo, más bien, reinaba en el colectivo una suerte de insensibilidad ante el terrorismo cotidiano. El ciudadano parecía habituado al nuevo orden de cosas impuesto por los narcotraficantes. En este escenario social, Vásquez ubica a sus personajes y los hechos más decisivos del relato. Laverde, irónicamente, es presa de su propio negocio, su asesinato constata las secuelas criminales del narcotráfico. Su muerte violenta significa el
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anonimato de un sinnúmero de muertes que pasaron inadvertidas, en un momento histórico en el que el país le había soltado las riendas a los jeques de la droga. Ahora bien, volviendo a la foto de Laverde, es importante subrayar que su representación e interpretación está mediada por las impresiones subjetivas del narrador. Es clara la intención de Yammara de enfocar la mirada del lector-vidente70 hacia lo que está más allá del primer plano, de hecho, hacia lo que se deja por fuera del encuadre: la frontera real donde se estructura el sentido de lo fotografiado. De este modo, la fotografía de Laverde, a razón de la descripción subjetiva, rebasa su propio marco para penetrar en el flujo de la historia social y política. Lo que vemos en el retrato no es exactamente la presencia de Laverde, sino la de la historia. La imagen como índex atestigua la existencia de un tiempo y contexto preciso. Toda imagen, ciertamente, no se limita a la opinión de nuestra sensibilidad, va a predominar siempre el marco enunciativo, la copresencia de la realidad donde se produce. La fotografía, en este sentido, va más allá del ideal sensible construido por nuestro espíritu. Las imágenes son cosas, afirma Antelo (2004). Ellas mismas son la Cosa. Son un método, un pasaje, a la manera benjaminiana o aún, como diría Deleuze, un camino por donde pasan, de cierto modo, todas las mudanzas que se preservan en la inmensidad del universo. Las imágenes son por tanto la historia (12). El movimiento de sobrevivencia, que recala en la verdad de una época, se manifiesta en las fotos narradas. La novela, en este orden, es producto de un doble juego ficcional anclado al mérito de la imagen, es decir, al de la imaginación de una fotografía de un personaje y a su vez el relato sobre la misma. El acceso a lo real histórico radica en ese aspecto inventado, ficticio de la imagen en la novela. En otras palabras, la foto como artefacto narrativo instalado en el texto, contiene en el artificio de su contenido un juzgamiento de la realidad, “una densidad constelacional propia” (Antelo, 2004: 10) que se traduce como verdad histórica de una nación. De otro lado, la situación de la fotografía en la narración, sugiere, en el “retrato consciente”71 del piloto, una metáfora paradójica de la intrascendencia del sujeto en el nivel espacio-temporal de la historia colombiana. Si bien, en el primer plano Laverde es el foco de atención, y se supone que el ciudadano es parte fundamental de la construcción de una nación, el narrador problematiza tal idea cuando insta al lector-vidente a desplazar la mirada hacia el último plano de la
70 Designamos de esta manera la figura del lector que no solo lee el relato de la foto, sino que también ve la foto a través del artificio literario. 71 Hay que tener en cuenta que a pesar de que la foto es tomada en la Plaza de Bolívar de Bogotá, no es una foto espontánea, la imagen es convocada, es decir, la pose que adopta Laverde, su peinado, su sonrisa, el gesto que deja ver mientras da maíz a las palomas, dice de una foto construida conscientemente, no es la típica “imagen cazada” que normalmente el fotógrafo de plaza realiza a los transeúntes.
foto donde asoma el Palacio de Justicia. Una vez puesta la mirada en el fondo de la imagen Laverde desaparece, y con él, el sentido trascendental de la persona como razón histórica de un país. En efecto, desde el inicio de este acto fotográfico se juega con un “falseamiento” de la perspectiva visual. Primero, porque en la necesidad de revelar un ser “menos triste y taciturno” (Vásquez, 2012: 25), diferente de lo que en ese momento era, el piloto incurre en la artificialidad de su propia representación y la foto no logra retener su singularidad. Segundo, porque una vez que el retrato pasa a manos de Yammara, la presencia del aviador es “lo de menos”; a pesar de que lo describe detenidamente, lo que le interesa de ese “retrato deliberadamente anacrónico” (Vásquez, 2011: 25) es su elocuencia sobre un país malogrado y por efecto, lo intrascendente del habitante en el continuo de la historia. Esta situación es tan notable, que el narrador asevera: “la hubiera reconocido [la foto] aun si alguien hubiera recortado o eliminado la figura de Ricardo Laverde. Ahí estaban las palomas de la plaza de Bolívar, ahí estaba el carrito de maíz, ahí el Capitolio, ahí el fondo gris del cielo de mi gris ciudad” (Vásquez, 2011: 107). Es decir, que la perspectiva visual del relato no es otra cosa que una alegoría del ausente como “presencia activa” en la historia colombiana. Es cierto que de ausentes y escapados está poblado el escenario histórico del país. El carácter expulsivo de las dinámicas sociales moldeadas al calor de la guerra y el narcoterrorismo, han hecho de Colombia un territorio que produce ausentes. Aproximadamente, el diez por ciento de su población vive en el exterior, más de treinta y nueve mil personas han sido secuestradas, y en situación de desplazamiento hay cerca de siete millones –cifra que sigue en aumento–, además, de las cifras alarmantes de muertes y desaparecidos a causa del enfrentamiento de los grupos armados (Centro Nacional de Memoria Histórica). Sin embargo, tal realidad es escamoteada por las fuerzas gubernamentales y, peor aún, poco trascendental para la población en general. Quizás, para bien o para mal, nos hemos acostumbrado a convivir con el terror y sus estragos. Antonio Ansón (2010) plantea que “la vinculación de la fotografía con el tiempo es trágica y significa siempre una proyección en el futuro y en la ineludible extinción que ese tiempo trae consigo” (276). Ciertamente, en la fotografía el elemento temporal define su naturaleza; en la novela de Vásquez, si bien se representa asimismo la relación trágica del tiempo con la imagen, no es el futuro el que preocupa sino el pasado. De cierto modo, a los personajes les está vedado el porvenir, como personaje “a-utópicos” no les interesa proyectarse ni imaginar otra realidad que no sea la presente o la que pasó, de esta manera las fotos no son motivo de angustia por lo que ya no serán. Más bien, el tormento brota de lo
IMAGINARIOS POLÍTICOS DEL MIEDO EN LANARRATIVA COLOMBIANA RECIENTE
que se ha sido, del pasado y la incapacidad de cambiarlo y detenerlo. La trama de El ruido de las cosas al caer se sostiene en la tensión de dos tiempos: el pasado y el presente, pero, ambiguamente el presente solo existe en función del pasado, es decir, no hay presente sino una especie de pasado continuo. “El presente no existe” en la novela, solo es en cuanto pasado –y la ilusión del porvenir, mucho menos–. El pasado es el Tiempo del relato. La hondura dramática de los personajes se afinca a lo sucedido, siempre vuelven a sus raíces buscando explicaciones para el presente, e invariablemente allá se quedan, atrapados en el dolor y el caos, demolidos por la herencia de sus ancestros. Numerosas son las alegorías del retorno del tiempo: la grabación de la caja negra del avión, las cartas de hace más de veinte años, las fotos en blanco y negro de lejanos familiares, las cicatrices corporales, las antiquísimas publicaciones de farándula, entre otras, son muestra de que todo ha ocurrido. Sin embargo, tales experiencias solo toman coherencia y densidad tiempo después. Vale citar aquí la feliz imagen de Sartre ([1939]1997) cuando propone que la visión del mundo anclada en el pasado, puede compararse con la de un hombre sentado en un automóvil descubierto que mira hacia atrás:
A cada instante surgen a su derecha y a su izquierda, sombras informes, espejeos, temblores tamizados, confetis de luz, que no se convierten en árboles, hombres y coches sino un poco después con la retrocesión. El pasado gana con ello una especie de súper-realidad: sus contornos son duros y claros, inmutables; el presente innombrable y fugitivo se defiende mal contra él; está lleno de agujeros y por esos agujeros lo invaden las cosas pasadas, fijas, inmóviles, silenciosas como jueces o como miradas (139).
En suma, los personajes de Vásquez son presencias sin presente ni porvenir, porque aunque se aferran a la memoria y encuentran razones para lo que son hoy, han perdido la confianza en el futuro, en la idea de un cambio positivo del sobrevenir socio-histórico. No existe la utopía para estos héroes. El proyecto que primó en las juventudes de los años sesenta y setenta en Latinoamérica, de cambiar el rumbo del país para beneficio social, se significa en la novela como algo anacrónico y absurdo. Para las nuevas generaciones representadas en Antonio Yammara y Maya Laverde, lo que ahora importa es mantenerse en el pequeño espacio que se habita. Irónicamente, advierte el narrador, estamos inmersos en el ciclo fatal de la historia, donde, como en los cuentos infantiles, todo “ya ha sucedido antes y volverá a suceder” (Vásquez, 2011: 15). Las vidas, en este sentido, se petrifican ante el “ojo meduseo” del pasado, el horror de la tradición suspende el presente y hunde el destino en el abismo negro de la desesperanza.