13 minute read

La lesión del cuello que no era

Muchos años después de todo lo que venía sucediendo, y yo aún alertada de la fragilidad de mis cervicales destrozadas por el latigazo del accidente de 1999, por ahí de 2012 sucedió mi segunda “lesión” en el cuello.

Recuerdo la cantidad de estudios, exámenes, pruebas, radiografías, tomografías, electrocardiogramas y encefalogramas, las explicaciones y el enorme botiquín de analgésicos, ansiolíticos, antibióticos, desinflamatorios de todo tipo que atiborraban un cajón, en casa. Casi todos terminaron atribuyéndolo a mi lesión del cuello y a mi vida estresada…o que tal vez solo era hipocondriaca, que estaba loca (eso me lo dijo un neurólogo). Mis resultados regresaban negativos, no había infecciones, ni parásitos o algo que indicara mis achaques.

Advertisement

Nunca me habitué a los “no sabemos, señora” a los “no tiene usted nada”, a los “está usted sana, son sus nervios” de médicos y especialistas. A la falta de explicaciones de las cosas que me sucedieron y que les sucedieron a mis hijos. Mis especialistas sólo vieron lo que su especialidad les permitió ver y mis médicos generales, creo que ellos pensaron que yo sólo era hipocondriaca. Era muy frustrante.

Luego todo se puso más extraño. Continué teniendo todos mis achaques otros 5 años después de la muerte de mi hija pequeña en 2007, el dolor, las descargas eléctricas instantáneas de un par de segundos (insoportables) y los

intensísimos dolores de cabeza, continuaron. Según la colección de datos de mi expediente, la mayoría de mis achaques estaba relacionado con mi lesión de cervicales, del accidente de noviembre de 1999; pero en noviembre de 2012, poco antes de cumplir los 13 años de mi famoso accidente incapacitante, tuve un accidente donde me lesioné el cuello y la espalda. Fue un accidente leve, pero el dolor se volvió insoportable, mi cuello estaba hiperrígido y en mi espalda alta sentía como una estaca caliente atravesándome los omóplatos. No podía ni pensar, me inyectaban diclofenaco en la vena para poder contener el dolor lo suficiente como para funcionar, pero apenas pasaba el efecto, a las 8 horas, y el dolor insoportable volvía. Con el paso de los días mis venas dejaron de ser permeables y las inyecciones se volvieron dolorosas, como si me estuvieran inyectando fuego.

Con el antecedente pensé que estaba en muy serios problemas, tal vez mi médula espinal pendía de una hebra, así que me enviaron inmediatamente a realizar una resonancia magnética en uno de los mejores hospitales de Mérida, en el vecino estado de Yucatán; el viaje fue un suplicio porque el dolor era insoportable y el entumecimiento igual.

Casi seis horas viajando en la camioneta, no puedo recordar bien ese viaje, creo que me recosté en el asiento trasero, fue todo un reto porque no iba a poder inyectarme el diclofenaco. Le expliqué a la doctora del laboratorio de resonancia mi problema de la lesión del cuello y mis temores de haberme empeorado el daño.

En cuanto estuve frente a la máquina de resonancia sentí que iba a tener un ataque de ansiedad, era como un tubo gigante de pasta de dientes, donde yo entraba acostada, boca arriba en un espacio tubular donde todo estaba a 10

centímetros de mi cuerpo. Pensé que iba a tener un ataque de claustrofobia.

— ¿Cuánto tiempo toma el estudio, doctora? — pregunté para tranquilizar a mi cerebro que estaba comenzando una revolución en mi cuerpo.

— Unos cuarenta y cinco minutos – respondió mientras me ayudaba a recostarme en la plataforma donde iban a introducirme en la máquina – a lo mucho una hora. —¡¡¡¡¿¿¿???!!!

Apreté los ojos y sentí que me faltaba el aire. Iba a tener un ataque de pánico. Me recosté y me enfoqué en ordenar mis pensamientos, en pensar en la ventaja de tener una respuesta al daño extendido de mi cuello.

Dentro del túnel la máquina sonaba como un zumbido largo, permanente, con algunos chasquidos y sonidos como de golpeteo metálico. Traté de mantener la calma, me enfoqué en mi respiración. Honestamente usé la estrategia del avión, me recosté en la camilla del aparato y me enfoqué en pensar en cosas positivas y tratar de dormir.

Después de casi una hora en la máquina, donde creo haber dormitado la mita del tiempo, y casi otra hora esperando, salió la especialista a cargo y me invitó a revisar con ella mis imágenes. — ¿Quién le dijo que tenía usted una fractura de vértebras? – me preguntó con mucha seriedad.

No tuvo explicación, solo me aseguró que no era causado Le expliqué que ese había sido el diagnóstico, muchos años atrás, de un traumatólogo que me vio unas semanas después

de mi accidente. Me cuestionó si no había pedido otras opiniones, si alguien me había mandado a hacer otros estudios, otras imágenes. Me extrañó su insistencia, pero temí que algo muy malo estaba pasando.

Traté de hacer memoria, recordé otros médicos que me habían tratado por el dolor, cuando me “alocaba”. Pero haciendo memoria todos se habían ido con el “diagnóstico previo no verificado”. Yo les había dicho que mi traumatólogo me había diagnosticado una lesión severa en mis vértebras, y que x o y médico me habían dicho que mis síntomas eran causados por esa lesión, de ahí en adelante todos los médicos habían ido hilando sus diagnósticos en torno a esa lesión. — ¿Por qué lo pregunta? – le dije, y contuve la respiración. — Pues, porque no encuentro ninguna lesión – me dijo mientras me mostraba las imágenes – no hay ni siquiera rastros de una lesión cicatrizada del nivel que usted me dice. No hay nada, puede ser una contractura, pero sus vértebras están intactas – y me mostró mis vértebras en la imagen de resonancia.

Las miré con detenimiento, le pregunté incluso si no se había equivocado de paciente. Me aseguró que era mi cuello y mi médula espinal. No tenía yo que ser una especialista, ahí estaban mis huesos de la columna vertebral y mis discos, enteros. No había lesiones físicas en la médula o base del cerebro.

— ¿Y todos estos años con síntomas extraños?

No tuvo explicación, solo me aseguró que no era causado por daño en mi columna vertebral o algún otro sitio por ahí cerca.

— Pero ¿Y el dolor? – le pregunté angustiada – No lo soporto! ¿Y los dolores de cabeza ¿La taquicardia? ¿Las náuseas? ¿La falta de aire? — Probablemente sea otra cosa, pero su cuello está intacto.

¡Estaba sana!

Pero, el dolor era insoportable. Tal vez era la contractura, pero ¿Una contractura? ¿Qué era todo lo que me había estado sucediendo esos trece años? ¿Era mi imaginación? ¿Cómo una contractura en la espalda me ocasionaba calambres en las piernas, náuseas y mareos? ¿Y la taquicardia?

Todo el camino de regreso a casa me sentí muy frustrada, confundida, adolorida, realmente encabronada, pensando qué el traumatólogo me había propuesto reemplazar mis vértebras y mis discos porque según él estaban destrozados, una operación que implicaba el 50% de probabilidades de fallecer, y realmente no tenía nada. ¿Y todos esos síntomas? llegué a creer que realmente era hipocondriaca o estaba loca.

Realmente no tenía muchos ánimos de pensar, supuse que la nueva contractura era lo que me estaba volviendo loca de dolor y era un dolor realmente insoportable. Para poder pasar el día aún me tenían que inyectar diclofenaco en la vena, cada ocho horas, solo para hacer mi día soportable. Pasaba el día, recostada en cama tratando de concentrarme un poco para avanzar mis pendientes de la oficina, con la computadora portátil en el regazo. Pero el dolor y la neblina mental me estaban volviendo loca.

Tuve que dejar descansar mis venas unos días y ese par de días estuve dando vueltas en mi cama, retorciéndome de dolor. Comencé a buscar ayuda en redes sociales, posteando

en mi muro una solicitud de sugerencias para acabar con esa agonía, con algo que no fueran inyecciones, y entonces una amiga me sugirió intentara la electroacupuntura. A ella le había ayudado mucho con una lesión, le había quitado el dolor completamente. Yo no tenía nada que perder Había un médico chino en la ciudad y fui a verlo.

El consultorio hubiera hecho huir a más de uno, era una casona en pleno centro de la ciudad, el recibidor era la sala del doctor y unas tres habitaciones al fondo del pasillo eran lo consultorios donde uno podía recibir tratamiento. Sus los juguetes de sus hijos estaban por todas partes y los niños entraban y salían del pasillo. A mí eso no me espantaba, había estado yendo a decenas de hospitales y consultorios de lujo y ahí estaba sin el cuello lesionado y con un dolor insoportable de columna y mis hombros. No perdía nada con intentar.

Una sábana vieja separaba el “recibidor” de los consultorios. El médico no hablaba mucho español, pero hablaba inglés entrecortado, y pudimos comunicarnos bastante bien. Le dije que tenía una contractura espantosa y me preparó para el tratamiento.

Salió y me pidió me quitara la ropa de la cintura hacia arriba y que me enrollara en una toalla. Luego regresó y me mostró todas las agujas que me iba a clavar en el hombro y la parte superior de la espalda. Fue realmente muy cuidadoso, el dolor de cada ajuga era raro, era como un dolor seco, realmente se sentía como si lo estuviera conectando a algo. Cuando terminó de colocar casi dos docenas de agujas llegó su esposa, que era su asistente, sacó un aparatito. Si puedo permitirme la comparación diría que parecía un aparato de “toques”. Tenía

un montón de pequeñas pinzas como para pasar corriente eléctrica, y conectó una a cada aguja. — Duele, duele – me trató de explicar la asistente — ¿Duele? – alcancé a decir

Y entonces encendió la maquinita, fue como si me hubiera quedada pegada a un cable eléctrico, fue muy doloroso, ella me observaba con detenimiento mientras giraba una perilla. — Duele, mucho duele – me preguntó — No – le respondí – no mucho — Ok – dijo, y le subió al bendito aparato.

Me dolió el doble y apreté los dientes. — ¿Duele mucho? – me volvió a preguntar

Asentí, no fuera a querer subirle a la maquinita otra vez. Me explicó como pudo que iba a pasar a ver otro cliente y que iba a dejarme conectada una media hora, ella regresaba. Regresó a la media hora, el dolor había pasado y sentía verdadero alivio. ¿Dolor? – preguntó

No – alcancé a responder

Y le subió otra vez al aparatito, yo me revolvía en mi silla. Me volvió a decir que regresaba. Cuando por fin me desconectaron y me sacaron las agujas puedo sin lugar a dudas decir que se fue un 80% del dolor. Después de 4 sesiones el dolor se fue completamente.

Y estuve feliz, con pequeñas molestias, el cansancio, la repentina falta de aire, algunas taquicardias momentáneas y un poco de dolor, durante algunos meses. No es que migrara el dolor a mis piernas, era que el dolor de la columna y el cuello eran tan intensos que no ponía atención a mis otros dolores.

Algunos años después, mientras investigaba sobre las alternativas para tratar el dolor provocado por la neuroborreliosis me puse a buscar, no hay muchos estudios sobre eso, pero hay muchos sobre tratamiento de fibromialgia con electrocupuntura. Es que genera un efecto de entumecimiento, anestésico. Así que ese tratamiento me salvó de padecer muchos años de dolor crónico, creo que me hubiera vuelto loca.

Con los años aprendí a abrirme a tratamientos alternativos, recomendados o atestiguados por otros padecientes de Lyme. Uno aprende que muy a menudo la medicina alópata occidental no funciona para ayudar a aliviar síntomas que parecen salir de ninguna parte. En mi caso, los especialistas en medicina alópata me administraron grandes dosis de antibióticos, para todo tipo de enfermedades, con o sin pruebas de existencia. Siempre enfocados en la enfermedad no en mí. También me administraron grandes cantidades de analgésicos, lo que incluso puede conducir a problemas relacionados con la adicción e incluso promover la candidiasis.

Ni hablar de las drogas anti ansiolíticas o, por el contrario, antidepresivos, que era la opción favorita de mis neurólogos (vi al menos cuatro). Resultaron francamente adictivos y me dejaban en una neblina mental mucho peor. Decidí que no iba a recurrir a ese tipo de medicación, me volvía aún más ineficiente y estupidizada.

Continué buscando ayuda para mis dolores de manos y piernas y un ligero entumecimiento de mi rostro que comenzó a desarrollarse alrededor de 2013, a las que se agregó un dolor punzante debajo de mi axila izquierda. Tenía sintiéndolo algunos años, pero, como todo lo que me pasaba, iba y venía. Cada año me hacía una mamografía, después del asunto de las

células precancerosas en el cervix, no iba a arriesgarme, me hice la costumbre de checarme de manera rutinaria.

El médico que me checó me dijo que eran ganglios inflamados. ¿Por qué estaban inflamados mis ganglios? El médico me dijo que probablemente era alguna infección. Me hice pruebas y todo salió negativo, como de costumbre. El médico me dijo que tal vez era algún tipo de infección rara, pero si no salía nada con las pruebas de infección, no debía ser tan grave.

Si no había fiebre o algún otro malestar no era nada de qué preocuparse. Me preocupé de que fuera cáncer y me hice una mamografía, todo estaba en orden. Con el tiempo me habitué a sentir ese dolorcito debajo de mi axila izquierda y a un costado de mi seno.

El dolor de espalda, columna y hombro se habían detenido, pero el de piernas, manos y ocasionalmente de cabeza, continuaba, me armé de un botiquín impresionante de medicamentos para el dolor, porque todos mis médicos decían que estaba sana.

En las mañanas, me acostumbré a desayunar algo rápido y luego atiborrarme de pastillas para el dolor, nunca perdí de vista lo malas que eran para mi hígado y mi estómago, pero sin ellas no podía funcionar. Ya las había venid tomando desde 1999, después de mi supuesto accidente. Trataba de cambiarlas, algunas temporadas traté de soportar lo más que pude, pero no funcionaba sin analgésicos y desinflamatorios.

Seguí viendo a muchos médicos, pero los médicos en México, al menos todos los que yo vi, no tenían tiempo o interés en la historia de vida del paciente, mi cotidianidad, aún los médicos privados no parecían interesados en escucharme.

Escucharme como paciente, como una fuente de referencia o listado de posibles fuentes de mis problemas. Nadie me preguntó nada, más allá de qué me pasaba, mi historia familiar y de cómo me sentía. Ninguno le dio importancia a mi historia pasada, a preguntarme a qué me dedicaba, desde cuando me sentía así, qué otros síntomas o enfermedades había tenido, desde cuándo; ellos perdieron, todos perdimos, la oportunidad de tratarme a tiempo.

Cuando regresé a mi ciudad fui a ver a un par de médicos, y a mi ginecóloga, necesitaba explicaciones. ¿Cómo era posible que ahora resultara que todo lo que me había estado sucediendo, atribuido a la lesión de mi cuello no hubiera sido cierto? Porque tal lesión no había existido. Ese fenómeno del diagnóstico previo no verificado se volvió a presentar muchas veces, aún después de diagnosticada y tratada la neuroborreliosis.

Algunos años después, a finales de mayo y principios de junio de 2016, justo cuando cumplí 44 años, tuve tiempo de estar acostada, recordando cada ocasión que tuve algún síntoma inexplicable y traté de recordar con qué lo confundieron, recordar qué médico me lo diagnosticó y qué medicamentos estuve tomando.

En retrospectiva, desde mi cama del hospital, donde estuve seis semanas internada, donde un equipo de médicos y enfermeras me salvaron la vida al detener el corto circuito con el que mi cuerpo colapsó un martes, me pregunté cómo fue que ninguno de mis decenas de médicos anteriores, todos aquellos que me vieron en todos esos años, pudo darse cuenta de que por más de dos décadas casi todas esas condiciones, molestias y enfermedades “raras” habían sido una sola: “la gran imitadora”, la Enfermedad de Lyme.

Me pregunté cómo todos esos especialistas se habían equivocado tan catastróficamente conmigo, para ese punto ya habían pasado casi dos décadas desde que comencé a sentirme mal, de manera continua. Para este punto ya tenía yo la Enfermedad de Lyme en etapa III, crónica.

110

This article is from: