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Síntomas raros
Regresando a 1999, acabo de tener un accidente. Me quedé dormida al volante. Hasta unos meses antes de ese momento había estado bien, y con bien quiero decir, en excelentes condiciones de salud. Tan así que no tuve problemas para asistir, por ahí de junio, a un congreso, un tipo de reunión anual de una organización ambientalista internacional, en los Estados Unidos. Iba a realizarse en algún sitio cercano a Nueva York, y yo quería ir. Tomé un vuelo desde Cancún a Nueva York, con una escala en Miami. Me encantaba volar, aprovechaba para tomar fotografías o admirar el paisaje y buscar inspiración en las alturas.
Tenía poco más de 30 semanas de embarazo; algunas aerolíneas permiten viajar hasta con 36 semanas de embarazo, pero en la que yo iba a viajar, no fue el caso. Tuve que pedirle a mi doctora una constancia por 26 semanas, ya que la aerolínea no me hubiese permitido viajar con más de 28 semanas de gestación (y yo quería ir a ese viaje). Además, mi embarazo no había tenido más complicaciones que las náuseas matutinas y con los antecedentes del embarazo súper tranquilo de mi primera hija, no creí que hubiera algún problema. Mi ginecóloga me indicó exámenes, revisó mi estado físico y me dijo que no veía ningún problema para que yo viajara a Nueva York.
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No hubo mayores contratiempos en el viaje, a excepción de que tuve que pasar por una inspección de seguridad aeroportuaria…para terrorismo. Si, leyeron bien. Son de esas
revisiones donde te hacen pasarte un pañuelo con solvente por las manos y la ropa en busca de residuos de explosivos, supongo que para descartar que lo yo traía en mi maleta era ropa, y en mi panza era un bebé, y no una bomba. Si, a mí también me pareció ridículo, pero no hubo ningún problema, solo quedó como anécdota. Con todo y mi avanzado estado de embarazo, el cateo y que fueron ocho horas de viaje desde Cancún, me sentí bien al llegar a mi destino.
Ya en tierra nos llevaron a una Universidad ubicada en el este del estado de Nueva York, en los Hamptons y ya ahí nos hospedaron en dormitorios. El evento consistía en un programa de actividades de una semana; conferencias, reuniones sociales y muchas actividades al aire libre.
Además de las conferencias y las visitas a diversas instalaciones, habíamos tenido varios eventos sociales que incluyeron un clam bake (una especie de asado de mariscos) en la playa, junto a una floresta, en una reserva de cacería privada, un paseo en la casa barco de un cantante muy famoso y una gala de beneficencia, con gente famosa y escandalosamente rica, en una carpa gigantesca en medio de un viñedo rodeado de hermosos bosques. Siempre me gustaron las áreas naturales, las selvas, los bosques, caminar descalza sobre la hojarasca, con los pies en el lodo, o la arena, respirar el aire húmedo y frío de la bruma de las madrugadas; pero no me dejaron hacer nada de eso. Me pareció gracioso porque, aparte de ser curtidos por mosquitos y otros bichos, no había pumas o serpientes de las cuales preocuparse.
Admito que me sentí agotada, pero estaba feliz. Los compañeros del evento me cuidaron bastante; de hecho, no tomaron riesgos. Ya saben cómo son los americanos de exagerados y tal vez pensaron que si algo me pasaba los iba a
demandar. Fue un poco molesto el tener que comer pollo mientras los demás se atiborraban de mariscos deliciosos, porque no me dejaron comer nada de eso, por mi embarazo. Y me mandaban al dormitorio temprano, por la misma razón. No creí que todo eso fuera necesario, siendo yo una chica ruda y de estómago mexicano, no solo comía garnachas en la calle, además, compartía bebida y comida con los trabajadores en medio de la selva ¡Por Dios! Pero les di la razón, no fuera yo a enfermarme con su comida tan higiénica.
Esa semana fue intensa, terminé rendida, pero extasiada. Y como si fuera poco, aproveché para visitar a una amiga en la ciudad de Providence en el estado vecino de Rhode Island. Tomé un vuelo corto en un avión pequeño de Nueva York a esa ciudad. Ella tenía una casa maravillosa, hecha completamente de madera, una cabaña de lujo, construida en medio de un bosque fabuloso y con vista a un pequeño lago. Estando ahí comencé a sentirme muy mal, como si fuera a darme fiebre y lo atribuí a las agotadoras jornadas de trabajo en los días previos. Comencé a sentir dificultades para respirar y dolor generalizado en todo el cuerpo, pensé que iba a darme gripa porque incluso tuve un poco de irritación, no fiebre.
El malestar no se iba y con mi embarazo comencé a preocuparme que el agotamiento fuera a darme problemas, pero no hubo mucho que pudiera hacer para solucionarlo. El viaje en el pequeño bimotor que me iba a llevar de regreso de Providence a Nueva York fue terrorífico. Comencé a sentir algo que parecía pánico, sudaba, tenía taquicardia, náuseas y calentura interna. Nunca me había pasado antes, fue aterrador. Era un vuelo corto, pero yo sentí que me moría. Todo el viaje traté de respirar, mentalizarme, no desmoronarme. Después de todo si no me controlaba no iban a dejarme subir al vuelo
de regreso a México. Así que me dediqué a convencerme de respirar y no quebrarme, de no acumular estrés y no lastimar a mi bebé.
Cuando llegué al aeropuerto internacional John F. Kennedy, en Nueva York, comencé a sentir un dolor de espalda espantoso, temí una amenaza de aborto, me dolía la cabeza y temí que mi presión fuera a ocasionarme una crisis de preclamsia. Desayuné y traté de mantenerme calmada, me hidraté y me puse cómoda. Aún faltaban unas cinco horas para abordar el vuelo a México y nada de lo que hacía para quitarme el malestar parecía funcionar, así que pedí orientación y acudí a la enfermería. Comenzaba a sentir escalofríos y supuse que tal vez solo estaba por darme una gripa terrible. Me dieron algo de medicamento, tomaron mi presión y casi me obligan a quedarme en tierra para evitar un riesgo durante el vuelo, pero yo quería regresar a México y logré tranquilizarme lo suficiente para estar en condiciones de abordar el avión.
El vuelo hacía conexión en Miami, rumbo a Cancún, y por poco no me dejan abordar. Mi presión estaba elevada y aunque trataba de controlarme, lucía pálida y sudaba frío. Tuve que negociar con personal de la aerolínea, la verdad no quería quedarme atrapada en los Estados Unidos, y mucho menos dar a luz en Miami. Le juré al piloto que me aguantaba el vuelo a Cancún. Afortunadamente era paisano (de México) en una aerolínea mexicana, y accedió. Les aseguré que estaba bien (por fuera, gracias a mis tres años del taller de teatro de la secundaria) para que me dejaran seguir el viaje, y me lo permitieron. Ya había avisado al padre de mis hijas, que venía muy enferma, y él ya estaba esperándome en el aeropuerto de Cancún.
Bajé casi corriendo y dando traspiés, pensé que iba a desmayarme, que las fuerzas no me iban a alcanzar para hacer la fila del punto de revisión de aduana y de chequeo de migración, y entonces me di cuenta de que iba tener que hacer de tripas corazón. Fue como aquellas películas de acción, donde la protagonista respira aliviada porque ya va a llegar a su meta, da la vuelta a la esquina y hay una invasión extraterrestre y un caos de bombas y disparos en las últimas calles antes de llegar a su destino.
El área estaba atiborrada de turistas cargando maletas, niños corriendo, personas ruidosas de todos sabores y colores. Sentí que la cabeza me iba a estallar, todo era caótico, ruidoso y desorganizado, se me fue el alma a los pies, sentí que iba a desmayarme y escuchaba los latidos de mi corazón en los oídos. Comencé a sentir la ansiedad crecer, mi barriga se puso dura, sentí que me iba a dar un infarto si no salía de ahí pronto. Como si estuviera en medio de la jungla arrastré mi maleta de rueditas y comencé a abrirme paso entre maletas y codos. Me llevé una buena dosis de insultos y rechiflas, pero estaba demasiado mareada y el ruido en mi cabeza no me permitió prestar a tención al alboroto.
El hombre de migración medio levantó apenas la mirada y, volviendo a sus cosas, me ordenó regresara a la fila. — Tengo siete meses de embarazo – le dije tratando de no vomitarle encima – soy mexicana, estoy regresando de Estados Unidos, vengo enferma, voy a vomitar, desmayarme y a dar a luz aquí, si no me deja pasar.
El hombre me miró horrorizado, supongo que la imagen que puse en su cabeza no fue agradable. Puse mi pasaporte sobre el mostrador, lo selló a toda prisa y me apuró a seguir adelante. Cuando vi al padre de mis hijas en la sala de arribos
lo abracé con fuerza para no desplomarme, le dije que me sentía muy mal, que quería regresar a casa y ver a nuestro médico. En menos de quince minutos ya estaba recostada en el asiento del copiloto de nuestra camioneta, camino a casa.
Dormí todo el camino, vivía en Chetumal, una ciudad al sur del estado, a unas cinco horas de Cancún. Cuando llegamos mi médico me revisó, aún estaba muy mal, tenía náuseas y dolor de espalda, no tenía temperatura, pero sentía escalofríos, me dolía mucho la cabeza y sentía dura mi barriga embarazada. Me dijo que probablemente era cansancio debido a lo largo y agotador del viaje, mi presión apenas estaba alta –no era preclamsia- y tal vez había sido demasiado ajetreo para mi estado avanzado de gravidez.
Aun así, me mandó algunos exámenes de sangre para descartar alguna anomalía en mi química sanguínea. Me dio algo de medicamento para el malestar y me mandó reposo. Fui a ver a mi ginecóloga un par de días después, los exámenes salieron negativos, pero seguía sintiéndome mal. Pensé que era agotamiento, pero me preocupé porque tenía dolor en la espalda alta, mi barriga se ponía dura y me sentía tan agotada que solo quería dormir. Mi doctora tampoco encontró nada fuera de lo común, un poco elevada mi presión sanguínea, pero se lo atribuyó también a mi estilo de vida agitada y a mi aventura de diez días en los Estados Unidos. No era eso, hoy, más de 20 años después se que era la Borrelia haciendo estragos en mi cuerpo. Retomemos lo que, de haber estados alfabetizados en Lyme hubieran checado mis doctores. ¿A qué se debían mis síntomas?
Primero debo dejar claro una cosa, cuando la garrapata regurgita en nuestro torrente sanguíneo no sólo puede infectarnos con Borrelia, hay otras bacterias, virus y parásitos
que pueden ir en ese coctel, y por eso los síntomas pueden ser tan distintos. Dependiendo con qué te infectó.
Entonces en los diagnósticos de Enfermedad de Lyme se complica porque también varían los síntomas porque hay genoespecies (diferentes tipos de Borrelia burgdorferi con ligeras diferencias a nivel genético), y luego están las coinfecciones, una lista muy interesante de otros bichos con los que pudimos habernos infectado y cada uno de ellos afecta algún sistema en particular y su infección genera síntomas distintos.
Si a todo eso agregamos que la Borrelia posee mecanismos para no dejar rastros en el cuerpo, como cualquier otra bacteria “normal” lo haría, ya se imaginarán lo complicado que es determinar la infección, si no hay rastros. Yo recuerdo decenas de ocasiones que me hice exámenes de todo tipo para buscar alguna infección, todo era negativo, yo estaba “sana”, incluso mientras agonizaba, muchos años después, mi médico me dijo que me estaba muriendo, pero estaba “sana”.
Lo primero que debieron preguntarme mis médicos era mi estilo de vida ¿A qué me dedicaba? Eso ayuda mucho a determinar los riesgos potenciales, a mi tampoco se me ocurrió explicarle que era bióloga, que me la pasaba trabajando en campo, que tenía contrato con cantidad de bichos, que amaba pasar el tiempo al aire libre, en selvas, que trabajaba en criaderos no solo en México, pero en otros países. En esa ocasión, cuando regresaba del noreste de Estados Unidos, mi doctora debió preguntarme si me expuse a sitios silvestres, si algo me había picado. ¿Cómo podía ser que unas semanas antes me fui sana y regresé de mi viaje con tantos problemas de salud?
Si tomamos en consideración que muchos de los padecientes de Lyme nunca se percataron de que algo les había picado, que muchas veces no se forma el erythema migrans (la diana), y que los exámenes de sangre aún tienen un margen muy amplio de error, sé que suena injusto y tal vez alucino pensando que eso podría suceder, pero ahora que escribo este libro espero que quien se sienta tan mal, de forma tan inexplicable, siga mi consejo y bombardee a sus médicos.
Después de eso, tuve muchos problemas con el embarazo. Dolor de espalda alta y baja, náuseas, rigidez en mi cuello, era como estar siempre a punto de enfermarme de gripa, pero no me terminaba de enfermar. No había estornudos, solo un tremendo malestar generalizado y una mañana, tres semanas antes de mi fecha de parto me desperté sudando, sin poder respirar, con taquicardia y mi abdomen muy rígido.
Mi bebé estaba muy quieta; llamé a mi doctora y me ordenó fuera a verla de inmediato. En su consultorio me revisó y decidió que estaba mejor si me quedaba hospitalizada. ¿Qué me estaba sucediendo? No tuvo una explicación para lo que me pasaba, era joven, no tenía antecedentes de hipertensión, de diabetes y mi embarazo había sido normal hasta hacía poco, mi único malestar había sido las náuseas matutinas los primeros tres meses. Me dijo que era mi exceso de trabajo, mis responsabilidades, la casa, la familia, los viajes, tenía que ser estrés.
Me internaron y me prepararon para dar a luz. Obviamente tuvieron que aplicarme suero con oxitocina para activar la labor de parto, y unas tres horas después ya había nacido María Luisa, mi segunda hija.
Solo hubo un problema que quedó pendiente. Debido a la premura de mi ingreso no fue posible programar la aplicación
de la vacuna Rhogam, la famosa vacuna del Rh Negativo (mi tipo de sangre) para evitar que yo desarrollara la Incompatibilidad Rh, dado que el padre de mis hijas tenía un tipo sanguíneo Rh positivo. No era una vacuna sencilla de conseguir, y solo hay una ventana limitada de tiempo para aplicarla…dado que se me adelantó el parto, iniciando el fin de semana, no pude conseguir y aplicar la vacuna a tiempo. Traté de tranquilizarme poniéndome de acuerdo con el padre de mis hijas para ya no tener más bebés (esa fue la intención).
Además de eso, afortunadamente todo salió bien, tenía una hermosa bebé saludable, y muy despierta; pero mis síntomas y el malestar no se fueron. Yo continuaba funcionando. Casa, bebé, hija mayor, oficina, pero estaba siempre cansada, adolorida, tenía problemas para respirar, parecía como si siempre fuera a darme un resfriado y el resfriado nunca llegaba, la mayor parte del tiempo sentía como si estuviera muy deprimida, pero sin tener razón para estarlo; me atacaba esa sensación de no poder respirar, de no poder pensar claramente, de dolor en todo el cuerpo.
Tenía una hija mayor adorable y una hermosa bebé en mis brazos, pero me sentía tan agotada y deprimida… algunas veces me era muy complicado concentrarme o mantenerme despierta. Así que tenía mucho cuidado de acomodarme bien en un sofá o la cama cuando le daba pecho a mi bebé; temía quedarme dormida y dejarla caer. Me sentía tan mal, pero no estaba anémica y temí que fuera depresión posparto.
Fui con mi ginecóloga y me revisó un par de ocasiones, ni siquiera estaba anémica, pero había ocasiones que el dolor de cuerpo era tan insoportable que me hacía bolita en mi cama hasta que me dormía. Los síntomas comenzaron a empeorar
con entumecimiento de mis hombros, lo que debilitaba mis brazos, era espantoso y me asusté mucho, pero mis exámenes regresaban normales, estaba sana.
El día del accidente en 1999, había tratado de mantenerme despierta, todo el camino. Pero tenía esta neblina en mi cabeza, como cuando no has dormido por días y estás demasiado cansado para pensar, las ideas están ahí, pero todo pasa como en cámara lenta. Lo intenté todo, tomé café, comí picante, mastiqué goma de mascar, me detuve y dormité unos quince minutos, me bajé y caminé alrededor de la camioneta, subí el aire acondicionado a todo lo que daba, puse la música en el radio a todo volumen y canté a todo pulmón. Tenía claro que tenía que llegar a casa, y tenía claro el camino, pero sentía que iba en modo automático. Y justo antes de llegar a una de las pocas curvas en el camino, dormité unos segundos.
Solo unos segundos, y me desperté de inmediato, cuando perdí el control del volante. Mi mano derecha que venía sosteniéndolo no pudo controlarlo y entonces traté de sostener el volante con mi otra mano, la izquierda (que venía reposando sobre el descanso de la puerta), y no le atiné. Mi mano entró limpiamente en uno de los pequeños huecos del volante (¿Por qué pondrían un volante con huecos pequeños?) y escuché mis huesos de la muñeca tronar mientras el volante se movía como chaca – chaca; apliqué el freno mientras volaban proyectiles de latas de atún y de frijol desde la parte de atrás, al tablero. La camioneta se detuvo entre la hierba.
Algunas de las personas que venían manejando en ambos sentidos de la carretera y vieron cómo me salí del camino, se detuvieron a ayudar. Benditos sean. Mientras, yo continuaba aferrada al volante, con mi cinturón puesto y pensando qué iba a hacer el padre de mis hijas solo, si yo acaso estaba en el
limbo de la muerte tras tener el accidente. Varias personas intentaban sacarme del vehículo, pero las puertas tenían los seguros puestos. Yo miraba al frente, sin mirar, escuchaba los ecos lejanos del barullo que las personas afuera hacían, pero no entendía qué sucedía.
Era como estar en medio de la niebla con una fiesta sucediendo en alguna parte, a unos cincuenta metros. En el fondo de mi mente sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía que era lo que tenía que hacer. En retrospectiva, muchas veces pensé que había sido el shock del accidente, pero la niebla me continuó acompañando mucho después, surgiendo inesperadamente.
Miraba mis manos y el frente, todo pasó tan rápido. Salí a las cuatro de la mañana de Cancún, tenía una reunión en Chetumal a las nueve de la mañana y no me gustaba ir muy rápido. Así que siempre optaba por salir con suficiente tiempo. Llevaba mi camioneta, un vehículo suburbano cerrado de 1989, con víveres para mi casa y materiales de oficina, cargada hasta el tope.
Un hombre trepó el cofre y golpeó el vidrio del panorámico frente a mí, con toquecitos suaves para llamar mi atención, lo miré como autómata. Me mostró su dedo índice como pidiendo la palabra en clase, y cuando tuvo mi atención señaló detrás de mi e hizo la mímica de sacar el seguro de la puerta. Lo repitió varias veces para asegurarse de que yo entendiera, mi cerebro pensaba “quitar el seguro de la puerta”, pero era como si se lo estuviera diciendo a alguien más.
Para el tercer intento del hombre vino un nuevo pensamiento ¿es a mí? Así parecía, y mi cerebro y mi cuerpo se coordinaron para entender que la instrucción era para mí. Miré sobre mi hombro izquierdo y retiré el seguro de la
puerta. Alguien me quitó el cinturón y me llevó a la orilla de la carretera. Sentada sobre la orilla del pavimento, con una botella de agua en la mano, que no sé cómo fue a parar ahí, sentí que la neblina comenzó a disiparse.
Salí prácticamente ilesa con algunos golpes, una muñeca quebrada y una supuesta lesión de cuello y espalda que me dio mucha lata, mucho tiempo. Más tarde, ese día, me vio un traumatólogo, me enyesaron la muñeca izquierda y revisaron algunos de mis golpes. Pero no había nada más que resultara de esa lesión.
Los siguientes tres años fueron un infierno, con muchos síntomas raros; salía y entraba de consultas médicas. Decenas de análisis de sangre, orina, rayos X, pequeñas crisis aisladas y aparentemente sin relación. Cansancio, depresión, dolor de articulaciones, dificultad para respirar, cambios de ánimo, taquicardias ocasionales, dolor hasta del cuero cabelludo. Nada de infecciones, según los médicos era psicosomático, incluso el dolor espantoso de cuello y espalda que no me dejaba ni a sol ni a sombra.
Un tiempo después, alrededor del año 2001, tuve mi primer gran colapso, del que tengo memoria. Se dio durante unas vacaciones. Regresábamos a casa después de estar un fin de semana en la ciudad de Mérida, a 6 horas al norte de mi casa; estábamos a punto de perder el autobús de regreso. Coloqué a mi bebé, que tendría unos 18 meses, en mis hombros y su padre cargó a su hermana mayor.
Corrimos a la estación de autobuses y traté de contener las ganas de vomitar. El dolor era insoportable, era como tener vidrios en la espalda alta y los brazos. Me hice bolita en el asiento del autobús y tuve que correr al baño del camión para vomitar. Traté de dormir de regreso a casa. Me tomó varios
días calmar los dolores (con dosis gigantescas de desinflamatorios y medicamentos para el dolor).
Una tarde, un tiempo después, fui a comprar unas cosas a la tienda de la esquina. Llevé a mi pequeña hija conmigo y cuando regresábamos ella tropezó y se lastimó las rodillas. Yo traía las bolsas de compras en una mano, así que decidí ponerla sobre mis hombros y caminar la cuadra y media que aún faltaba para llegar a casa; fue terrible. Para cuando llegué a casa no podía respirar, el dolor de espalda era insoportable y me tumbé en cama el resto de ese día. Por la mañana las cosas se pusieron más complicadas, tenía entumidos los brazos, desde los hombros hasta la punta de los dedos, y no podía pensar. Lloré desconsolada sin saber qué me estaba sucediendo. El padre de mis hijas me dejó en casa de mis padres, para que me echaran un ojo y me cuidaran, mientras él iba a la oficina a arreglar unos asuntos. Estaba entumida y traté de dormir un par de horas en el sofá de mis padres.
Cuando desperté estaba inmovilizada de la cintura hacia arriba, llamé a mi madre a gritos y lloré como niña pequeña. Mi madre, que es una experta en enfermedades de todo tipo (además trabajó treinta años como administrativa en el sector salud), guardó la calma y tras consolarme y asegurarme que todo iba a estar bien, me interrogó sobre mis dolencias y los exámenes que me habían practicado los últimos años. Ella me hizo más preguntas que cualquiera de los médicos que me había visto esos años. Descubrimos que nadie me había sacado una placa del cuello, después del accidente, así que lo siguiente fue sacar una cita con un traumatólogo.
Después de contarle al médico todos mis achaques de los últimos tres años me ordenó sacar unas placas del cuello y después de revisarlas me dijo que indicaban que el latigazo del
cuello que tuve por el accidente me había dejado una lesión muy severa, casi me había desnucado, la primera y segunda vértebra cervical y los discos estaban destrozados, de milagro estaba viva.
Se me fue el alma al suelo. No quise decirle que él había sido el traumatólogo que me había revisado después del accidente, estaba demasiado angustiada con mi entumecimiento y no había acudido para pelearme con el médico que tenía que repararme. Insistió que necesitaba una operación urgente para reemplazar mis vértebras y los discos, porque habían “cicatrizado” mal, porque no recibí tratamiento y era necesario repararlos.
La otra opción era vivir con dolor el resto de mi vida y padecer una serie de molestias por las lesiones (brazos entumidos, dolor de espalda, taquicardias, problemas para respirar), eso y la obligatoriedad de usar collarines por siempre, debido al sitio donde estaba la lesión.
Como las probabilidades de que saliera viva de la operación eran de 50/50 y que además debía repetirse aproximadamente cada cinco años, no tuve mucho problema para tomar una decisión casi de inmediato. No me iba a operar, el riesgo era demasiado alto, me hice a la idea de comprar mi colección de collarines y de surtirme de una buena cantidad de medicamentos para el dolor. El resto de mi vida.
Recuerdo estar sentada en mi cama, en casa, después del diagnóstico, tratando de calcular y planear todo lo que iba a tener que cambiar radicalmente en mi vida. Desde que había recuperado mi salud, después de la “bronquitis / neurodermatitis crónicas”, supuestamente incurables, de las que me había curado, unos nueve años antes, no había dejado que nada me detuviera. Me gustaba aventurarme, viajar, ir
donde me decían que no podía ir, hacer lo que me decían que no iba a poder hacer.
Había pasado toda mi infancia y juventud temprana en cama, llenándome la cabeza de aventuras en los libros y yo quería vivirlas, ser como Indiana Jones® explorar selvas y lugares exóticos, tenía muchos sueños de aventuras, aún con mi cuerpo atado a un inhalador y a la cama, con la ropa pegándoseme por las llagas autoinflingidas.
Cuando recuperé mi salud amaba muchísimo sentir la libertad de poder ir hasta donde mis piernas lo permitieran, trepar un cerro y sentarme a observar a las personas pasar por las carreteras, muchos metros a lo lejos; estar de pie junto al mar, en el desierto, en los bosques. Aún con el dolor y los achaques de los tres años anteriores, había sido irresponsable varias veces, pero no me detuve.
Cuando mis vacaciones en el Caribe se volvieron permanentes, e hice mi vida ahí, cuando recuperé mi salud del episodio de “bronquitis mal diagnosticada” y mis vacaciones se volvieron permanentes, decidí estudiar biología –básicamente porque no había escuela de medicina en la ciudad, lo que yo había comenzado a estudiar en el norte de México, y biología era lo más parecido.
Me inscribí en una pequeña escuela de la ciudad y, ya libre de problemas respiratorios y dermatológicos, durante el primer viaje de prácticas, en mi primer semestre de biología, justo a los diez segundos de poner mis pies en la arena blanca, luciendo un short y una blusa sin mangas, frente al mar turquesa del Caribe plagado de colores de los arrecifes vivos en el pequeño pueblecito de pescadores, en Mahahual, me di cuenta de que esa sensación de maravilla la quería de manera
permanente; quería una vida emocionante de descubrimiento y prodigio. Y así fue.
No me detuve para visitar ejidos, selvas, pantanos, potreros, lugares alejados y extraordinarios, sitios espectaculares y sitios arqueológicos, lagunas hermosas, cenotes, ríos y me propuse tener un trabajo que me llevara hasta el corazón de la selva maya y las costas del caribe. Durante muchos años trabajé en muchas comunidades, algunas muy lejos de caminos pavimentados, algunas a las que sólo se llegaba caminando varias horas.
Viajé en todo tipo de transportes, fui adonde quise, durmiendo bajo la selva, despertando con la bruma de la mañana en pueblitos perdidos, perfumada por el olor del humo de la leña de los fogones, caminando descalza sobre la hojarasca (con mucho cuidado por si las serpientes), metiendo los pies en el agua fría de lagunas, aguadas y cenotes —con más cuidado por si los cocodrilos—, en las tardes calurosas allá en lugares perdidos, trepando cerritos que resultaban ser sitios arqueológicos tragados por la selva, ver el amanecer en la playa junto al mar y el atardecer en la bahía, lejos de todo el mundo.
Mi pasión por conocer me llevó a recorrer muchos lugares de mi país, desde el desierto de Sonora hasta las montañas de Chiapas, en México, y sitios hermosos y silvestres en otros países como Estados Unidos, Canadá, Guatemala, Belice, Papua Nueva Guinea, Australia; nunca dos experiencias iguales, y amaba eso. Amaba de manera apasionada mi vida… y no quería resignarme a perder mi libertad por un cuello cuasi roto. Lloré mucho hasta que me dormí. ¿Por qué nadie relacionó mis síntomas? Aquí vuelvo a insistir en la necesidad de que los médicos se tomen el tiempo
de preguntar, pero, sobre todo, se timen el tiempo de entender cómo evoluciona esta enfermedad devastadora.
Por la mañana estaba yo ahí, sentada en mi cama, después del diagnóstico de mi cuello muy dañado, con mi collarín puesto. Tenía una bebé de tres años y una hija de diez años, considerando cosas que nunca había tenido que considerar, como los caminos tan malos que tenía que recorrer en mi trabajo y las distancias para llegar a las comunidades, el oleaje del mar, el bamboleo y golpeteo del oleaje, las lanchas, caminar grandes distancias, cargar mochilas con víveres, cargar a mi bebé y mi vida sexual activa.
Pasamos semanas hablando, el padre de mis hijas y yo, sobre los cambios, sobre cómo iba a cuidarme. Era sumamente independiente y fue un suplicio tener que hacerme a la idea de pedir ayuda con el garrafón de agua, las compras de la tienda, las cajas en la oficina y todo lo que tuviera más de un kilogramo de peso, incluyendo mi bebé pequeña.
Tenía 27 años y me sentía muy frustrada. Todo el personal en la oficina estaba alertado y yo con mi negación a “sentirme mal” les paraba los pelos de punta cada vez que trataba de bajar una caja de archivo o cargar un mueble sin que se dieran cuenta, pero se daban cuenta. Entraban en pánico y corrían a ayudarme. No era necedad mía, era ese sentimiento de no dar crédito a tener una discapacidad, después de haber sido tan independiente. Siempre me llevaba una regañada de mis empleados, lo hacían porque se preocupaban, del padre de mis hijas, de mis colegas y toda mi familia.
Muchas veces me sentí tan desolada, principalmente cuando amanecía con esa sensación desagradable de entumecimiento de extremidades y falta de fuerza en los hombros y los brazos, en las rodillas y las piernas, cuando me faltaba el aire y me daba
taquicardia, tan horrible que sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Los médicos lo atribuían a la lesión tan arriba en las vértebras cervicales; después de todo se trataba del Atlas (C1), el Axis (C2) y la C3. Decían que estaba afectado mi sistema nervioso autónomo (SNA). Eso era muy grave.
Había también un par de síntomas raros, que no podían estar relacionados con la lesión y que los doctores sólo se encogían de hombros cuando les comentaba. Casi todas las mañanas, al levantarme de la cama, sentía las plantas de mis pies como rellenas de vidrio molido; era muy doloroso. Me despertaba bien, pero el dolor llegaba al momento de colocar mis pies en el piso.
Apenas podía ponerme de pie, caminaba un rato con los costados de mis pies, porque colocar la planta completa sobre el piso o la alfombra, era dolorosísimo. Con el paso de los minutos se calmaba un poco y con el pasar de las horas tendía a desaparecer, pero todos los días era igual.
Tuve varios diagnósticos, mi pie plano, mi exceso de peso, porque después de la lesión comencé a subir uno o dos kilos de peso al año, sin importar lo que hiciera por ponerme a dieta, supuse que era porque mis opciones de ejercicio eran muy limitadas, por mi lesión. Pero los doctores estaban de acuerdo que era poco probable que mi aumento de peso se relacionara con mi cuello, pero no tenían explicación. Mis pies se veían bien, por fuera y los rayos X no mostraban nada.
El traumatólogo me había explicado que mis problemas de fatiga, falta de aire, taquicardia, dolor y entumecimiento se debían a lo “alto de la lesión”, a que los nervios que salían de esa región eran precisamente los que controlaban el sistema nervioso autónomo; los que controlan de manera automática la respiración, la digestión, el latido del corazón y por eso era
tan importante que no me arriesgara y me cuidara en extremo (ya que no había querido operarme); que una nueva lesión o un movimiento brusco podían dejarme cuadripléjica, en estado vegetativo o causarme la muerte.
Los achaques tipo artritis eran cosa aparte, me dijo, eran una desafortunada coincidencia con un legado de artritis en mi familia que tal vez me estaba provocando artritis juvenil. Con una bebé pequeñita y otra hija en primaria, esas eran noticias terribles. La lesión no solo me causaba un dolor insoportable de espalda, también la mayoría de los días sentía una rigidez espantosa del cuello y los hombros, como si estuvieran hechos de cemento.
Y estaban los pánicos. Después del accidente de 1999, comencé a volverme “miedosa”, a tener terrores a cosas sin sentido. No me refiero a fantasmas, sombras, al monte, las fieras o cosas así. Comencé a tener pequeños ataques de pánico por diversas situaciones, como cuando intentaba ponerme al volante en carretera sentía a los coches que venían del lado contrario del camino a punto de embestirme y me aferraba al volante, en pánico. Así que dejé de manejar un rato (además todo el tiempo estaba fatigada y temía volver a dormirme), en este caso supuse que fue por el trauma del evento.
Pero también comencé a tener pánicos por cosas que nunca antes me los habían provocado. Me atacaba de repente, era como sentir mucho miedo, un miedo incontrolable, de repente. Me atacaba la idea de que no había dejado bien cerrada alguna puerta, una ventana, las llaves del gas, y no podía dormir sintiendo mucha angustia, trataba de controlarme y dormir, pero a media madrugada me tenía que levantar a recorrer la casa revisando todo. No era una
sensación como de olvido, era un terror real de pensar en un lugar sin seguridad, por donde gente extraña podía colarse, o un peligro no previsto que podía hacerle daño a mi familia.
Era una idea tan intensa que el terror me hacía transpirar y no me dejaba dormir. Algunas noches, incluso después de cerciorarme de que todo estaba bien cerrado, quedaba insomne tratando de adivinar si algún ruido nocturno no habitual podía ser la alarma de mi pesadilla hecha realidad. Trataba de racionalizar mi miedo y comencé a hacer cosas con antelación, rutinas, para convencer a mi cerebro de que todo estaba bien. Cerraba las llaves del gas, verificaba todos los cerrojos, el cuarto de las niñas, enchufes y aparatos conectados. Trataba de no llamar la atención de mi familia, sabía que no era algo racional, pero era la única forma de poder conciliar el sueño.
Y luego desarrollé pánico a volar.
Casi a la par de mi accidente, desarrollé terror a volar. En ese entonces mis padres vivían a medio país de distancia, viajar en avión no era un problema, y cuando la pequeña Malú (mi hija pequeña) tenía unos siete meses de edad y Cecilia poco menos de ocho años, decidí llevarlas de visita. Había que tomar el vuelo de Chetumal a la Ciudad de México y de ahí a Monterrey. Siempre amé viajar, y viajar en avión era fantástico. Subí al avión, y acomodé a Cecilia a mi lado y a la pequeña Malú, en mis piernas. Cecilia ya había viajado sola, incluso a una edad muy temprana, para la pequeña Malú era el primero. Se veían hermosas, como pequeñas adultas sentaditas y bien comportadas.
Llevaba un biberón para que la bebé succionara y tragara la leche para mantener sus oídos destapados con la presión dentro del avión. Todo iba bien hasta que comenzaron los
preparativos para despegue. Cuando comenzó la danza de instrucciones de seguridad con las azafatas haciendo sus aeróbicos de señalar las salidas de emergencia, sentí un nudo grueso en la garganta, una creciente y alarmante sensación de necesitar romper en llanto, sentí bajar mi presión, comencé a sudar frío. Miré a mis hijas y traté de controlarme. Cecilia sonreía, emocionada por el viaje y la bebé se enfocaba en devorar su mamila. Mi corazón latía fuerte, sentí ganas de tomar a mis hijas y saltar del avión en ese momento.
No era un miedo normal, era como un ataque de pánico, como una certidumbre de que algo horroroso iba a suceder. El cómo sucedió ese ataque me alarmó más, no estaba pensando en nada, no es que hubiera subido con temor o nerviosa. Solo estaba sucediendo. Traté de calmarme, de analizar la situación, el ruido de los motores del avión no me estaba ayudando a tranquilizarme.
Comencé a tener ideas angustiantes, aterradoras ¿Y si era un aviso? ¿Y si necesitaba sacar a mis hijas de ahí? No podía ser posible, no podía estar sucediendo nada malo, miré a mis hijas y traté de sonreír, Cecilia se recargó en su lugar y el avión despegó. Tomé su manita y abracé a su hermana y mi lado racional batalló debajo de todo el pánico inexplicable para convencerme de solo respirar y cerrar los ojos…todo iba a estar bien. Y todo estuvo bien, pero no pude sacudirme el sentimiento de terror, con una sensación de entumecimiento de la nuca y la parte superior de la espalda. en la Ciudad de México.
El viaje a Monterrey fue una experiencia similar, pensé que era cansancio, que era el estrés de llevar a mis hijas conmigo. En el aeropuerto de Monterrey bajé con las rodillas temblando, agotada de sentir tenso el cuello, el nudo en la
garganta, la falta de aire y el sentimiento de adrenalina y terror de todo el trayecto. Tenía ganas de llorar…Y aún había que regresar y volar de nuevo, al terminar las vacaciones.
De regreso a Chetumal, un par de semanas después, a medio camino hacia la Ciudad de México, desde Monterrey, nos topamos con una zona de turbulencia. Si sumamos a mi estado de pánico que se había presentado del mismo modo que el camino de ida, a ver correr a las azafatas a sus asientos y colocarse los cinturones de seguridad mientras el avión saltaba arriba y abajo en huecos invisibles de cientos de metros, y luego trataba de ganar altura…no me ayudó mucho. Abracé a mis hijas muy fuerte, casi lastimándolas. Lloré y rogué en silencio, recé, hice pacto con Dios, con el Diablo con quien fuera, para que nos dejara vivir. Uno que otro pasajero y pasajera gritaba en el zangoloteo, muchos murmullos con frases de angustia como música de fondo y unos minutos después todo volvió a la normalidad…excepto yo.
Nunca volví a subirme a un avión sin que me diera un ataque de pánico. Viajaba acompañada y me aferraba a mi acompañante, a su mano, más específicamente con mis garras. Con el tiempo, habiendo consultado a varios médicos me recetaron una combinación de medicamentos; porque necesitaba poder subirme a un avión sin entrar en pánico y arriesgarme a ser expulsada y vetada de alguna aerolínea, por lo mal que me ponía. No es que gritara y armara una escena tipo “Destino final©” pero casi, casi. Me recetaron ansiolíticos y medicamento para el mareo, una hora antes del vuelo. Pero era complicado poder llevar conmigo los medicamentos y un día se me olvidaron las medicinas en el hotel. Me encontré a un amigo en el aeropuerto y me dio un consejo. “Emborráchate antes de subir” …y lo hice.
El alcohol me relajaba, tomaba lo suficiente para relajarme y aunque sentía el pánico, el dolor y la asfixia, supongo que el alcohol me ayudaba a bloquear una parte. Y dormirme.
Necesitaba encontrar una solución para fortalecer mi salud, para quitarme el dolor, sobre todo porque tenía dos hijas que criar, y nada parecía cambiar a pesar de que visité a un sinnúmero de médicos durante casi dos décadas. Me comencé a hacer a la idea de que iba a tener que aprender a convivir con el dolor. Pero no me resigné, soy muy combativa, me resistía fuertemente y me forzaba a hacer más, a no detenerme. Realmente aprendí a trabajar mi mente para no pensar en el dolor, y solo me detenía cuando llegaban los dolores insoportables de cuello y cabeza.
Traté de mantenerme ocupada, de enfocarme en mis obligaciones, en la felicidad que me daba mi familia. Pero era muy difícil mantenerme cuerda. Supuse que era el dolor, el vivir siempre, adolorida, lo que me ocasionaba a veces tener estallidos de rabia. Trataba de ser una buena mamá, una buena compañera de vida y colega, pero era muy difícil cuando me despertaba con el dolor de espalda, de cuerpo, con problemas para respirar y los pánicos.
Con el cansancio permanente y los períodos de neblina mental, después del accidente de 1999, ya nunca volvieron a dejarme manejar grandes distancias por mi cuenta, sin supervisión / acompañamiento. Estaba el asunto del collarín, usé collarín por años. Tenía una linda colección de collarines para distintas ocasiones. Uno más o menos rígido para cuando tenía que viajar a campo en carreteras malas, un par para dormir (eran angostos), otros tantos para usar diariamente. Me hice dependiente del diclofenaco con vitamina B, en grandes dosis, para paliar el dolor o reducirlo.
La rigidez de cuello venía acompañada de dolor de cabeza. Parecía surgir de la base de mi cuello, se sentía como si tuviera un tendón estirado que me producía pequeños calambres en la región bajo la oreja y, con el tiempo, comprendí que si no detenía el dolor en ese momento, cuando comenzaba a sentir la rigidez del cuello y la sensación de tener un músculo, tendón o algo contrayéndose dentro, lo que yo le denominaba “mis calambres cerebrales”, el dolor evolucionaba rápida y violentamente hasta volverse insoportable y dejarme incapacitada en cama, por días.
Al inicio del dolor, los primeros momentos, descubrí que, si tomaba dos pastillas de diclofenaco con vitamina B, y me provocaba estornudo (porque también sentía congestionada la nariz), para luego acostarme a dormir, con las cortinas cerradas, sin ruido, y apagaba todo mi sistema nervioso, me dormía, era la única forma de detener el ataque de dolor. Pero algunas veces, no lograba detenerlo a tiempo.
Hubo una ocasión en que asistí a un taller de capacitación en la universidad local. Teníamos que hacer algunos ejercicios de fortalecimiento de comunicación y de activación. Ya saben, de esos donde uno salta, brinca y se toma de las manos con los otros participantes. Ese día el padre de mis hijas se quedó en casa con las niñas, yo había amanecido con el cuello muy rígido, pero era un compromiso que debía cumplir.
Me presenté en el evento y traté de mantenerme enfocada y participar, salimos a hacer algunos ejercicios participativos de acercamiento, ya saben, de esos donde compites y haces equipos para romper el hielo y ganar la confianza de tus compañeros. Hicimos algunas dinámicas y entonces nos dieron instrucciones para hacer un ejercicio con un aro, cuando vi la
dinámica – había que doblar el cuello para permitir pasar el aro, entré en un poco de pánico –no suficiente.
Tuve la intención de excusarme, pero traté de convencerme de que no iba a pasar algo grave, nunca había tenido una crisis de dolor de cabeza en público y por alguna estúpida razón (tal vez porque no podía pensar claro por el dolor de cabeza y cuello), creí que no estaba a punto de uno de esas crisis. Comenzó el ejercicio y parecía bastante simple, traté de calmarme, pero ya sentía náuseas.
Había que pasarlo de persona en persona sin soltar la mano del otro y eso implicaba pasarlo por todo el cuerpo sin soltarse de las manos de los compañeros a los lados…y doblar el cuello y la cabeza para poder pasarla al otro lado. El chico a mi lado era muy alto y la chica del otro lado era muy bajita y en algún momento, no sé cómo, me atoré en el bendito aro, me quedé atorada con el cuello y mi brazo en una posición incómoda con el chico más alto jalándome el brazo, comencé a sentir crecer el dolor de cuello, rápidamente y el “calambre” en mi cabeza. Sabía que tenía que llegar a casa lo antes posible, ya estaba sintiendo náuseas y me excusé.
Llamé a casa para avisar que estaba yendo y estaba a mitad de una de mis crisis de dolor de cabeza, y manejé lo más rápido y seguro que mi dolor de cabeza y mi neblina me permitían, pero no alcancé a llegar.
Unas cuatro calles antes de llegar a casa tuve que detenerme en una esquina, medio estacionarme y vomitar en la calle; caminé a la acera y vomité, el dolor era tan intenso que abrí la puerta del copiloto y me senté en posición fetal, me hice “bolita” en el asiento para tratar de tranquilizarme. Mi
único pensamiento era “llegar a casa, llegar a casa”, pero mi cuerpo no respondía. No podía pensar en lo que tenía que hacer.
El dolor era insoportable, como un picahielos ardiendo, entrando por la base de la cabeza, en alguna área entre la oreja y la nuca derecha y estallando en mi cerebro de todo ese lado. Un dolor fuertísimo y punzante. Arqueé, porque ya no tenía más que vomitar; me apeé y rodeé el coche. Me senté en el asiento del conductor pensando “llegar a casa, llegar a casa”, pero me sentía confundida, con el cerebro en un calambre espantoso de dolor.
Estaba aterrada porque en algún momento sentí que no entendía el tráfico o no iba a poder reaccionar al semáforo y a otros vehículos en movimiento, que no iba a poder calcular la distancia de los otros vehículos, las personas cruzando, la luz, el ruido. Era horrible. Traté de tranquilizarme, regresé al volante con ese dolor tan intenso que creí que iba a darme un derrame, con esa sensación quemante y punzante, muy intensa. Encendí el coche y conduje muy despacio, casi pegada a la parte derecha de la calle. No sé cómo llegué a casa. Recuerdo que estacioné y me bajé del coche, llorando.
Mis hijas y su papá ya me esperaban y me llevaron a mi recámara, pero era muy tarde, el dolor ya estaba bien instalado y no iba poder dormir, tomé un par de pastillas y volví a vomitar. No tenía fuerza en brazos y piernas y me coloqué en posición fetal en mi cama. La oscuridad no ayudó, ni el silencio. Yo no podía dejar de llorar. Estuve, así como una hora y temí que me diera un derrame cerebral así que mi familia terminó llamando a una ambulancia y llevándome de emergencia al hospital.
Los estudios no arrojaron absolutamente nada, no había tumor ni daño de ninguna clase, pero estaba retorciéndome literalmente por el dolor. Mi familia le dijo al médico lo que me pasaba, que sucedía cada cuando, un par de veces al año, pero casi siempre era controlable. Yo los escuchaba, pero el dolor no me dejaba hablar, ni pensar. Después de aplicarme un desinflamatorio y un medicamento para dolor, directo a la vena, comencé a sentir alivio. Después de examinarme y hacerme algunas pruebas, el médico terminó dictaminando una condición denominada “cefalea en racimos” .
Sentí algo de alivio al tener por fin el nombre de alguna de las condiciones que me atormentaban, pero casi de inmediato se me quitó el alivio y lo cambié por desesperanza, cuando el médico me explicó que era de esos dolores de cabeza que surgían por sí mismos, denominados primarios, y no dependían de alguna enfermedad que los causara. No tenía cura, podía ser crónico, pero no sabían que lo causaba. Otra crónica inexplicable.
Investigué sobra la cefalea en racimos, no estaba dispuesta a tener otra enfermedad crónica e incurable en mi lista. No fue muy alentador lo que encontré, pero traté de ser muy objetiva. Aprendí que se le denominaba así a este padecimiento porque se trataba de dolores de cabeza (cefalea) que surgían en forma de brotes (en racimos); es decir, que se sucedían de forma cíclica o por grupos. Estos episodios se podían generar de manera frecuente, y durar semanas o meses, con períodos sin dolor. Los períodos sin dolor podían ser de meses o años. Todo coincidía, generalmente me daban de modo esporádico cada mes, pero iba a dar al hospital solo un par de ocasiones al año, cuando no podía detener el dolor a tiempo…como esa ocasión.
De nuevo, cuando por alguna circunstancia algún médico me atendía esos dolores de cabeza, después de preguntar ¿Qué le sucede? Y yo responder –Tengo estos dolores de cabeza, me diagnosticaron hace …meses, …años; y después de que les contaba los episodios de dolor, se limitaban a prescribirme algo para el dolor. No parecía haber alguna causa subyacente, no había infección, temperatura, glucosa o presión elevada, no había hormonas alteradas o algún otro indicio en química sanguínea o biometría hemática que indicara algún problema. No había tumores, parásitos o lesiones. Y me quedé con el diagnóstico de cefalea en racimos, varios años. Otra crónica.
Fueron muchos años de ir a médicos, cuando tenía dolores espantosos de articulaciones y entorpecimiento de las manos y pies. Los médicos que me vieron cada ocasión me dieron distintos diagnósticos; dijeron era dengue (sin fiebre), principios de artritis juvenil, de artritis reumatoide o de fibromialgia y no faltó quien me dijera que era mal de ojo; los problemas para respirar que me diagnosticaron como principios de gripas con la sensación de cuerpo cortado, sin las flemas – ni la gripa realmente -, neumonías sin fiebre o flemas, solo la dificultad para respirar; había períodos que no podía respirar, solo no podía respirar, de ahí siempre traía un sweater atado a la cintura, porque uno de mis médicos me había dicho que los cambios de temperatura me afectaban enormemente y me enviaban jadeando, con muchísimo dolor de articulaciones y cansancio, a la cama. Esto sucedía un par de días al mes, al menor descuido. Hasta que me diagnosticaron pleuritis crónica (otra crónica).
No me realizaron exámenes, fue más como un proceso de descartar. Les contaba mis síntomas, como las dificultades
respiratorias, la tos seca, que casi nunca tenía fiebre, que tenía mucho dolor en el tórax, dolor en todo el cuerpo, calambres, entumecimiento, sensación de “vidrios” en los pies. Las radiografías nunca mostraban manchas o líquido, pero me decían que tal vez era neumonía, pero no era neumonía, tampoco se veían inflamados los pulmones.
El par de neumólogos que me habían visto y hecho pruebas en mis temporadas de no poder respirar, habían descartado todo y habían dicho que era estrés, porque no había una enfermedad que conjuntara todos esos síntomas, eran asuntos aislados, o yo era hipocondriaca, pero lo más probable era que solo se trataba de estrés. Incluso llegaron a decirme que era porque estaba subiendo de peso, que debía tener muy mala alimentación. Gorda, no era precisamente saludable.
Déjenme repasar esto del peso. Con mi lesión del cuello y muy pocas opciones de ejercicio que podía hacer sin arriesgarme a que se me cayera la cabeza y el estrés de tener siempre dolor, supuse que había comenzado a subir de peso por comer de manera nerviosa. Era extraño, me había mantenido en un peso más o menos estable alrededor de 10 años y luego, después del accidente comencé a subir varios kilos al año, sin importar lo que hiciera.
No solo estaba lo de mis síntomas y molestias, también tuve que empezar a batallar con los comentarios dolorosos y el acoso “bien intencionado”. —¿Estas subiendo de peso? —Eso no es bueno para tu cuello, —¿Sabes que la gente gorda tiene más probabilidades de morirse más joven? —Tus achaques ¿no serán porque estas subiendo de peso?
Amigos que me mandaban dietas para bajar de peso, mi familia monitoreando de cuando en cuando lo que comía, presionando cariñosamente para que fuera al gimnasio. Pero
no estaba “de humor”, me sentía cansada, adolorida y sofocada. Era complicado, yo sabía que eran bien intencionados, pero no dejaba de ser doloroso y eso, no contribuía a que me sintiera relajada, era como un círculo vicioso. No solo tenía que soportar el estrés de estar subiendo de peso, del dolor físico, estaba consciente que el peso extra por supuesto que aplicaba presión extra a mi espalda, a mis piernas y pies. Pero no pude controlar ganar kilos.
Casi desde el principio, después del accidente comencé a sentir ocasionales hormigueos en las extremidades o piquetitos como toques eléctricos en el rostro (que me decían era por la lesión del cuello). Noté que mi párpado derecho se me estaba “cayendo”, a veces tenía como rígida la mandíbula, me dolían los dientes y tenía un poco de problemas para masticar; también comencé a sentir mucho dolor detrás de los ojos, sentía congestión de senos paranasales sin tener congestión, la sensación de fiebre dentro de mi cabeza, justo detrás de mis senos paranasales y detrás de mis ojos, sin fiebre externa, que los médicos atribuyeron a mi condición de mujer (hormonal) y con los años a estar aproximándome a la menopausia.
Con todo esto llegué a tener un botiquín gigantesco en casa; una batería gigantesca de todo tipo de medicamentos, tenía que tomar enormes dosis de pastillas para dolor, para alergias, para infección y también recurrí a masajes, quiroprácticos, hasta busqué tratamientos esotéricos (ya saben por si el mal de ojo, la brujería o lo que fuera que mis médicos no podían explicar). Siempre estaba adolorida, aun usando el collarín, por eso dejé de ir a campo, porque cargar la mochila y caminar varios kilómetros se volvió casi imposible,
terminaba adolorida, sin poder respirar y con una sensación espantosa de calor dentro de mi cabeza.
Todos esos años no pude cargar a mi bebé, porque me dijeron que cargar cualquier peso me podía dejar paralizada definitivamente; cientos de ocasiones tuve que ingeniármelas para cargar a mi hija pequeña, que pedía brazos. Me recostaba o me sentaba en un sillón para poder abrazarla. Ella creció con la indicación de que “Mami no podía cargarla, porque se le caía la cabeza”, esa es tal vez una de las cosas que más resiento de mi mal diagnóstico.
Y la neblina mental. Mi trabajo es mental y tenía esos períodos desesperantes donde no podía concentrarme, no podía pensar, mi mente solo se quedaba en blanco. Miraba la computadora por horas, tratando de atrapar una idea, sabía que lo que debía hacer o pensar estaba ahí, pero no sabía cómo hacerlo.
En 2006, un neurólogo me dijo que no había nada malo con mi cerebro, probablemente era estrés y me recetó ansiolíticos. Pero tomarlos me dejaban más perdida en la niebla que de costumbre. Dejé los ansiolíticos y comencé a hacer listas de tareas para organizarme, aún lo hago, para los días de niebla. Mis cuadernos de notas se volvieron mis instructivos para guiarme mentalmente.
Mi médico familiar era afecto a recetar hidrocortisona para combatir cualquier cosa y terminé volviéndome alérgica a esa sustancia. Me hinchaba como un globo cuando me inyectaban corticoides y tardaba mucho en recuperarme. Fuera de eso, los antibióticos parecían no hacerme efecto, cuando me enfermaba era muy complicado recuperarme. Temí haberme vuelto resistente por la gran cantidad que me suministraron a través de los años.
La lista de incidentes y accidentes continúa a medida que voy recordando cosas, una larga lista de médicos y un expediente médico grueso que dice que siempre fui propensa a un sinnúmero de achaques y a enfermedades poco tradicionales que terminaron siendo diagnosticados de muchísimas formas.
Y hubo cosas peores que ocurrieron.