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La crisis
¿Alguna vez le ha picado una garrapata?
La respuesta a esa pregunta fue el inicio de mi búsqueda por respuestas a un misterio de casi 17 años.
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Un miércoles, a finales de mayo de 2016, me desperté sintiendo muchísimo calor, era un calor extraño que venía de dentro de mi cabeza, detrás de mis ojos y de mis senos paranasales, sentía que estaba hirviendo; era tan fuerte la temperatura que me sentí adormilada buena parte de la mañana, atontada por el horno en el que se había convertido mi cabeza; ya lo había sentido antes, pero esta vez era peor. Había estado por casi tres meses en el norte del país, una zona desértica, en mi ciudad natal; el clima, la comida y el estrés de la vida ahí no me estaba sentando para nada.
El calor ambiental era insoportable con temperaturas de más de 45 grados centígrados, y aún con aire acondicionado para dormir y ventiladores funcionando todo el día, era insoportable el bochorno. Aunque mi piel se sentía fresca, yo me estaba asando por dentro. Bromeé de sentir el calor ambiental como un microondas, como si uno se cocinara desde adentro hacia afuera. Me di un par de duchazos largos con agua muy fría, pero seguía sintiéndome con calentura interna. Así que hice lo que cualquier persona sensata haría para reducir la calentura (interna o externa) me tomé un par de antipiréticos y el malestar se redujo, pero no desapareció.
Al siguiente día me invitaron a jugar béisbol, creí que me sentiría un poco mejor, siguiendo el dicho familiar de: “la cama tulle”, decidí que si me sentía un poco mal lo peor que podía hacer era quedarme en cama. Para sentirme un poco mejor, no sentir el cansancio, el dolor o el malestar y tratar de olvidar que me sentía aún con calentura interna, me enfoqué en “bolear” un rato. Desde que en 2012 descubrí accidentalmente que la famosa lesión del cuello nunca fue tal, estaba volviendo a practicar más ejercicio físico y hacer todo lo que creí que no podía hacer alguien con una lesión grave de cervicales, como lanzar pelotas de béisbol, batear y correr. Debo admitir que me divertí muchísimo y terminé muy adolorida, más acalorada, pero lo atribuí a mi falta de condición física por tantos años de inactividad física fuerte.
Esa noche, al acostarme me sentí algo adolorida de la espalda. Pensé que tal vez me había contracturado de nuevo y no le di mayor importancia. De todos modos, me recriminé por no haberme cuidado, ahora tendría que buscar un acupunturista en la ciudad, que fue como me deshice del dolor de espalda la ocasión anterior. Esa noche, volví a tomar analgésicos, diclofenaco y vitamina B para tratar de calmar el creciente dolor de espalda y el cuello rígido. Me acomodé lo mejor que pude y traté de dormir. Esa fue mi primera madrugada de pesadilla, en algún momento me desperté con un dolor fuertísimo en el área de la columna vertebral. Era como si alguien tratara de arrancarme la columna desde la base de la nuca hasta las nalgas. Esa noche lloré de dolor.
La mañana no trajo alivio y trajo algo más preocupante, desperté con los pies entumidos, el dolor de espalda más intenso y algo aún más extraño, de pronto, de la nada se me comenzaban a hinchar los ojos, en cuestión de segundos,
como si los párpados y la zona debajo, donde están las bolsas de las ojeras, se llenaran de líquido, en cuestión de segundos mis ojos quedaban como si me hubiera dado un par de rounds con un boxeador profesional. ¿Cómo las eliminaba? Las presionaba y volvían a desinflarse. Era aterrador.
Fui a consultar a un médico particular -el primero- después de contarle un poco sobre los antecedentes y mi sospecha de contractura y de que me mandara a hacer exámenes sanguíneos (todo normal) me dijo que, efectivamente parecía ser la contractura, mi vieja lesión, y que con analgésicos y desinflamatorios me iba a poner bien, y si no, debía luego consultar a un neurólogo. No tuvo explicación para la hinchazón y deshinchazón repentina en mis ojos.
El tratamiento no funcionó, el dolor no cedía y el entumecimiento acompañado de hormigueo fue avanzando desde la punta de los dedos de mis manos y de mis pies, cuerpo arriba, por mis piernas y brazos. No era parálisis –aúnsolo era un molesto hormigueo y una sensación de rigidez al mover las articulaciones.
Pasé dos noches tomando desinflamatorios y antipiréticos para la fiebre interna, aunque me decían que no se sentía fiebre externa cuando me checaban, con mis ojos como si tuvieran agujas clavadas, y toda el área alrededor inflándose como globos de agua. Les juro que llegué a considerar que me estaban embrujando. Fueron noches espantosas y noté algo peculiar, el malestar (dolor insoportable, sensación de fiebre dentro de la cabeza, temblor de manos, hormigueo, dolor de ojos, hinchazón) era cíclico, comenzaba alrededor de las seis de la tarde y se reducía –no se iba- alrededor de las diez u once de la mañana del día siguiente.
El sábado por la mañana el dolor de espalda se volvió insoportable, necesitaba encontrar un acupunturista. Para el sábado por la tarde, cuando encontré al acupunturista, ya tenía dificultades para respirar y taquicardia (escuchaba mi corazón en mis oídos), así que el médico me dio medicina homeopática para mis bronquios, me dijo que la taquicardia era por la bronquitis –aunque no tuviera flemas — y para aliviar mi malestar corporal, me colocó seis agujas en la espalda y me dio una hora de terapia con electro acupuntura. Eso me alivió un poco el dolor de la espalda… por exactamente dos horas.
Esa noche dormí un poco, pero el dolor volvió en la madrugada y la cara no dejaba de sentirse aguijoneada. Por la mañana tenía paralizada la mitad derecha del rostro y la lengua entumida. Lloré sintiendo el descontrol total de mi cuerpo. Esa noche traté de ir al baño, arrastré las piernas entumidas hasta el inodoro, bajar mi ropa interior fue un martirio, mis manos y piernas se sentían como si estuvieran envueltas en plástico, completamente insensibilizadas y noté un ligero temblor; me dejé caer prácticamente en la taza, de un sentón, porque las piernas no pudieron soportar mi peso para hacerlo con delicadeza. Incluso mi vulva estaba entumida. Al terminar traté de ponerme de pie y no pude, medio me vestí y pedí ayuda para lograr levantarme y salir del baño.
El siguiente médico que me revisó fue en la sala de urgencias del hospital civil de la ciudad, el domingo, cuando el dolor no cedía con nada y comencé a sentir calambres en las extremidades, pequeños pinchazos en mi cara —como pellizcos— y un ligero temblor en las manos. Estaba aterrada, ya sentía hormigueo hasta las rodillas y hasta los hombros, no podía sujetar cosas con las manos porque me empezaron a temblar y tenía problemas para ponerme de pie. Además de
un creciente dolor de articulaciones como si fuera a darme gripa, la hinchazón de los ojos, y el intenso dolor de la espalda, que parecía como si alguien quisiera arrancarme la columna.
El médico de urgencias era un hombre mal encarado, de edad, me dio la impresión que era de esos médicos cuya prioridad era hacer cumplir una cuota diaria de consultas en el menos tiempo posible. Traté de explicarle mis síntomas mientras me miraba con cara de fastidio. Comenzó a anotar algo en una hoja en su escritorio. — Es gripa – dijo de manera monótona, mientras hacía una receta – tome esto y se sentirá mejor en unos días.
Ni siquiera me examinó. Yo lo miraba sin dar crédito a lo que estaba diciendo. — ¿Gripa? Pero estoy entumida y tengo muchísimo dolor de espalda, y mis ojos…– juro que contuve las ganas de llorar – no aguanto el dolor de ojos, tengo entumida la cara y no puedo respirar bien… — ¿Sabe usted más que yo? – me levantó la voz - ¿quiere usted dar la consulta?... Es gripa, señora.
Me sentía muy débil para pelear. Supuse que el doctor sabía lo que estaba haciendo, tal vez si era una reacción grave a un virus gripal. Pero no podía creerlo, nunca había tenido una gripa así de espantosa. Traté de justificar y tranquilizarme, relacioné mis problemas para respirar y el dolor intenso de articulaciones con síntomas de algún virus raro en mi ciudad natal, al que mi cuerpo estaba hiperreaccionando. Tal vez por eso, me tranquilicé, tenía todos esos otros síntomas extraños, como mis ojos estallando e inflamados con líquido alrededor, la taquicardia…Me conformé con la situación, me compré un antigripal y unas pastillas para el dolor y me fui a casa.
Para la noche del lunes ya no podía mover mi quijada bien, era problemático hablar o tragar saliva, tenía la lengua entumida, me asusté mucho, tenía ahora un dolor de cabeza espantoso y no podía ni siquiera ir al baño sin asistencia. El martes mis piernas no me respondían, mis manos me temblaban y el entumecimiento ya lo tenía al nivel de la cintura, un par de veces al día se me hinchaban los ojos. Esa tarde se agregó un nuevo síntoma: Visión doble. Mi ojo derecho se estaba paralizando y no enfocaba bien, por lo que comencé a ver doble. Quise salir a caminar para despejarme, no quería quedarme acostada y terminar de tullirme. Quise ponerme de pie para salir a la calle y mis piernas no me sostuvieron, tropecé con todo y me sostuve como pude, así que la decisión fue regresar a urgencias y tratar de convencer al médico a cargo que necesitaba internarme.
Tuvieron que cargarme prácticamente a urgencias. Ingresé en silla de ruedas, con dificultad para respirar, la cara semiparalizada, dolor de cabeza, con mi boca torcida, mi ojo derecho paralizado, con mucha dificultad para armar palabras, con un dolor insoportable de espalda, de cabeza y temblor incontrolable en las manos. Había un médico joven en urgencias, di gracias a Dios que no estaba el desagradable médico de edad que me había regresado de urgencias el domingo anterior. No tuve que esperar en fila en la sala de ingresos, estaba tan mal que me pasaron de inmediato, el doctor me escuchó describir mi travesía, tan claro como podía explicarle con mi boca chueca y la mitad de mi rostro entumido, sospechó que era algo muy serio, me dijo que parecía Síndrome de Guillain-Barré y decidió dejarme en observación para confirmar o desconfirmar su diagnóstico, ver cómo o con qué quitarme el dolor y determinar qué estaba pasando.
Me pasaron de la silla de ruedas a una camilla en la sala de urgencias. Acostarme en la cama era un suplicio, estaba aliviada de poder estar internada, por fin, y a la vez estaba aterrada de lo que me estaba pasando, así que solté todo y comencé a llorar.
Esa noche, en la cama en la sala de urgencias, me vio otro médico. El médico en turno ordenó me inyectaran un coctel de analgésicos para quitarme el dolor generalizado, pero no tuvo mucho éxito para controlarlo; la parálisis, la dificultad para respirar, el temblor, pero sobre todo el dolor de espalda y de cabeza, no cedieron en absoluto.
Toda la madrugada me dieron analgésicos de todo tipo, inyectados intramuscular y en la vena, pero el dolor no cedió. Yo lloraba impotente, con todo y mi limitada movilidad, me revolcaba en mi sitio, sentía que me estaban sacando los huesos del cuerpo a través de la piel, tenía más fuerte la taquicardia y los problemas para respirar cada vez más acentuados; en ese punto ya necesitaba ayuda para poder moverme de posición en mi camilla de urgencias. Rogaba me movieran de posición cada media hora, cada hora, porque estar en una posición, la que fuera, traía alivio momentáneo y luego se desataba el dolor insoportable en el cuerpo.
A las ocho en punto de la mañana del miércoles, una semana después de los primeros síntomas, apareció en la ronda de chequeo mi sexto médico, el doctor Murillo. Me hizo muchísimas preguntas y junto con sus residentes comenzaron a buscar respuestas y probar medicamentos.
Revisó mi expediente al pie de la cama. —¿Aún tiene dolor? – me cuestionó mirando mi lastimosa situación, extrañado de que yo siguiera mostrado dolor
visiblemente, aún con el coctel de medicinas para el dolor que me habían estado suministrando toda la noche, para intentar calmarlo.
Asentí.
— No soporto la espalda y articulaciones, doctor – le dije casi llorando, en posición fetal – no soporto el dolor de cabeza.
— ¿Dolor de cabeza? – Me preguntó preocupado. Asentí.
Miró de nuevo el expediente. — ¿No le han tomado la presión y el nivel de glucosa en la sangre a la paciente? – cuestionó al personal alrededor.
Miré la cara de angustia de todos. Todos se miraron entre ellos, y una enfermera me colocó inmediatamente el esfigmomanómetro, mientras otra me punzaba el dedo para medir mi nivel de azúcar.
Antes de averiguar qué me sucedía, el Dr. Murillo tuvo que atender un par de retos no previstos, como el hecho de que mi presión sanguínea y mi glucosa estaban elevadísimos 190/110 y 160 de azúcar (nunca fui diabética ni hipertensa), así que tuvieron que darme de esos medicamentos sublinguales (molidos para que se disolviera más rápido) y un monitoreo permanente cada dos horas para evaluar que mi glucosa en sangre y mi presión descendieran a niveles normales. — ¿Estaban esperando que le diera un infarto o un derrame a la señora? – reprendió al personal de emergencias.
Esa mañana me hicieron placas de rayos x para descartar una lesión que estuviera ocasionando un posible derrame cerebral, algún parásito, tumor, o evaluar el grado de la lesión que le conté había tenido. Me pasaron a ultrasonido y me tomaron muestras de sangre para determinar una posible infección porque no había fiebre, nada que indicara qué estaba sucediéndome.
No hubo rastros de derrame, daño, de infección o alguna alteración de la química sanguínea que dijera qué estaba sucediendo.
— No sabemos aún que le sucede – me dijo un par de horas después, el doctor Murillo – pero vamos a colocarle desinflamatorios, para ver si con eso cede el dolor. — Soy alérgica a la cortisona – le dije – me hincho.
El doctor prometió no darme cortisona.
Esa tarde me trasladaron de la sala de urgencias, al hospital. — ¿No siente las piernas? – me preguntó el doctor al pie de mi cama, anotando algo en un papel. — No…
Y como si no me creyera, sin dejarme terminar la frase, tomó su bolígrafo y trazó una raya a toda velocidad y con fuerza desde mi talón a la punta de mi dedo medio del pie derecho y luego el izquierdo. ¡Shiiiuuuuuusss!!!
Casi pude escuchar el sonido del bolígrafo sobre mi piel. Yo lo miraba atónita, sin sentir nada.
— ¿Nada? – insistió. — No….
Rayó rápido y con fuerza otras áreas de mis pies y mis piernas, preguntando lo mismo. En algunas zonas podía sentir la presión, casi en ninguna, dolor. A la altura de las rodillas se regularizaba bastante la sensibilidad (ahí si salté cuando rayó con su bolígrafo), el doctor anotó, muy serio y concentrado, algo en la hoja de expediente. Yo miraba mis piernas rayadas como afilador de uñas de gato de caricaturas, y me dio mucha risa.
— ¿Qué pasa? – me preguntó mi médico. — Nada – traté de explicarle – es que mis piernas se ven muy graciosas. — Conserve el sentido del humor – me recomendó.
La rutina de la rayada sin avisar se volvió, creo, una especie de práctica deportiva, porque varios médicos, además del doctor Murillo, llegaban y clavaban su bolígrafo en mis pies y piernas y las rayoneaban, sin decir ¡Agua va! Tomaban notas, ponían cara seria y se retiraban. Cada tarde tenían que limpiar mis pies y piernas o lavarlas en la regadera, sentada en mi sillita de plástico. Pasar el jabón y la esponja por mi piel entumida, borrando decenas de rayas en mis pies y piernas, y ocasionalmente en las palmas de mis manos y brazos, no sentía nada, fue angustiante.
El bombardeo de medicamentos intravenosos, creo los desinflamatorios, comenzó a hacer efecto y el dolor comenzó a ceder poco a poco. Para cuando me trasladaron a piso el dolor se había reducido un poco, al menos podía respirar y acomodarme un poco en la cama, aún me quedaba la parálisis facial, la visión doble, el entumecimiento generalizado de extremidades, nalgas y vulva, dificultad para respirar,
hinchazón de párpados, visión doble y borrosa, el temblor de manos.
— No sabemos qué es – me dijo el doctor Murillo, visiblemente preocupado, de pie junto a mi cama –es como si su sistema nervioso estuviera en corto circuito. Como si se estuviera apagando. Pero no sabemos que lo provoca.
En ese momento decidí que tenía que decirle a mi familia. Mi familia cercana, mis hijas, mi padre, mi madre, mis hermanos y sus familias, se había mudado a Chetumal, donde yo viví casi 26 años, porque era una ciudad más benévola con el clima. Yo me había mudado primero allá, a principios de los noventas. Ahí hice mi vida, estudié biología, me casé, tuve dos hijas, perdí otros dos hijos, me divorcié y después de encontrarme casi dos años sin pareja comencé una relación que me llevó de nuevo, de regreso a mi ciudad natal: Monclova, en el estado de Coahuila.
Llevaba yo unos tres meses viviendo ahí y querer regresar era poco para lo que yo sentía. Había olvidado que la razón por la que me fui a los 18 años hacia el sureste era que el clima en el norte del país y la contaminación, me sentaban fatal. La ciudad me estresaba por distintas razones y ahí estaba en pleno mes de junio, hospitalizada.
Mis familiares se mudaron a donde yo vivía porque… bueno básicamente porque era el Caribe. Y ahí estaba yo de regreso, queriendo irme a casa, pero hospitalizada con algo que los médicos no sabían que era. No sabía que tanto tiempo iba a estar bien, estable, así que esa noche avisé a mis hijas sin querer alarmarlas y después llamé a mi madre.
Estaban en Chetumal, a más de dos mil kilómetros de distancia. Traté de no alarmarlos, pero saben cómo son intuitivas las madres, traté de decirle que estaba bien, pero decirle que estaba internada y los médicos estaban buscando qué era lo que me sucedía, no daba mucha tranquilidad a mis padres y me dijeron que iban a tomar el primer avión para verme.
Esa tarde me evaluó el séptimo médico desde que me puse mal, me hicieron una tomografía axial computarizada. Buscaban un derrame, algo que indicara qué me estaba sucediendo, excepto una especie de quiste en la base de mi cuello.
— Parece que usted tuvo cisticercosis – Me dijo — pero está enquistado. No puede ser eso.
Todos los estudios regresaron negativos, eso no desmoralizó al doctor Murillo, que convocó al octavo médico, el neurocirujano, ambos evaluaron mi expediente y desecharon muchísimas hipótesis sobre las causas. Siempre digo que se nota cuando algún profesional tiene vocación, y mi médico la tenía, regresaba de cuando en cuando al pie de mi cama, acompañado de otro especialista, enfermera o algún residente para preguntarme datos de alguna teoría nueva para dar con las causas de mis síntomas, me preguntaba y escuchaba atento, eso es algo que muchos médicos no hacen.
Los médicos llegaban al pie de mi cama y revisaban mi expediente. A veces sólo lo leían y se retiraban, algunas ocasiones me hacían preguntas. Creo que se había vuelto una especie de reto interno ver quien le acertaba.
Al segundo día de estar hospitalizada se acercó a mi cama un médico practicante, un jovencito de no más de veinticinco
años, miró mi expediente y me hizo una pregunta fantástica, la pregunta que cambió mi vida. —¿Le ha picado alguna garrapata? – me preguntó.
No pude más que sonreír con mi sonrisa chueca, asentí. Traté de explicarle con mi habla limitada que por mi trabajo y desde 1990 en las selvas del sureste de México, Centroamérica y algunos países exóticos de Asia y el Pacífico, debieron haberme picado cientos de garrapatas en ese período; se marchó de inmediato y regresó con el doctor Murillo.
— ¿Ha salido de la ciudad en los últimos tres meses? – me preguntó muy serio, mi doctor. — Acabo de regresar después de 26 años doctor –respondí lo mejor que pude, con mi boca chueca –apenas hace unos tres meses. — ¿Trabajó en donde hubiera garrapatas? — En Quintana Roo, en Yucatán, en la mitad del país, también estuve en Estados Unidos, Japón, Papua Nueva Guinea, Australia, Belice y Guatemala. En el monte, trabajando en cosas forestales o de fauna silvestre. — ¿Y le picaron garrapatas? — Garrapatas, coloradillas, mosquitos, tábanos, y una lista enorme de otros bichos – respondí como pude con mi boca chueca y semiparalizada.
Le conté como me fui a vivir al sureste de México cuando tenía poco más de dieciocho años, a principios de la década de los noventas, del siglo pasado. Le dije que cuando cursaba el segundo año de la escuela de biología comencé a trabajar en comunidades del sureste de México por ahí de 1992, me
desempeñé como técnico para estudios de población y manejo de fauna silvestre. Así que una de las labores principales, y debo decir que una de mis tareas favoritas, era caminar al aire libre (fueran selvas, humedales o áreas agropecuarias) como parte de mi trabajo.
Esos años trabajé en las selvas del sur de Quintana Roo, Yucatán, Campeche y Chiapas, siempre cuidándome de las serpientes, las abejas africanas, los secuestros o los accidentes en carretera. Las garrapatas no estaban en el radar de cosas cuasi mortales de las que había que cuidarse ¿o sí?
Ambos médicos escucharon atentos, incluso les comenté que había escrito un libro que ahí podía leer todo, no hablaba de las garrapatas, pero hablaba de los colmoyotes, la leishmaniasis (la enfermedad del chiclero), la filarias, las tenyas, las infecciones extrañas, mosquitos, chinches besuconas (transmisora de chagas) – pero me había checado por chagas y mi corazón estaba muy bien; le comenté que estuve en contacto con venados y otros animales silvestres y entonces, sin pensarla dos veces me turnó una noveno médico, una epidemióloga, tal vez se trataba de alguna enfermedad tropical que había estado latente mucho tiempo, y que en el centro y el norte del país era desconocida; ahora había que mandar las pruebas a un laboratorio especializado y esperar para averiguar qué estaba pasando con mi cuerpo en corto circuito.
Mandaron traer a los del laboratorio para sacarme sangre y enviar las muestras a análisis, pero esos exámenes tardaban dos semanas.
— Mientras averiguamos que le sucede – me dijo el doctor Murillo, cuando regresó con una enfermera –vamos a descartar que sea Enfermedad de Lyme. Le
voy a aplicar los antibióticos, en lo que regresan los resultados.
No podían esperar 15 días. La encargada del laboratorio llegó y me sacó un par de muestras. Me pareció gracioso, que fuera acompañada de otros laboratoristas que me miraban asombrados mientras explicaba el motivo de la extracción: sospecha de Borreliosis. Era yo una celebridad.
Ya había escuchado de la enfermedad de Lyme, pero nunca estuvo en mi radar como una posibilidad de que yo la tuviera. Esa tarde me colocaron mi primera dosis de antibióticos para Lyme. Me inyectaron ceftriaxona y una batería enorme de medicamentos de todo tipo, estaba acostumbrada a recibir medicamentos y aun así me asombró la cantidad de cosas que me pusieron. Comencé a sentirme mejor casi de inmediato. Mientras mis médicos trataban de descartar Enfermedad de Lyme o averiguar que causaba mi entumecimiento del cuerpo, debilidad para caminar, la parálisis en la parte derecha de mi rostro y un dolor de cuerpo que era tan insoportable que no funcionó el que me inyectaran en urgencias dos dosis de Ketorolaco, una de diclofenaco, en la vena, y darme pastillas de naproxeno sódico y paracetamol para dejarme dormir apenas (ya era yo un caso de estudio), mientras mis enfermeras checaban mi presión y me mantenían dopada para calmar el dolor que mandaba mi presión y el azúcar de mi sangre por las nubes, fue necesario colocar un parche en mi ojo derecho porque el párpado inmóvil se negaba a cerrarse y me ocasionaba visión doble y borrosa.
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