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La muerte de mis hijos
Lyme gestacional. Para las que lo hemos vivido es una de las experiencias más devastadoras. Es la capacidad de Borrelia para atravesar la barrera placentaria y afectar al feto, y en caso de que sobreviva, afectar al bebé por el resto de su vida.
En 2001, después de un chequeo anual ginecológico, me detectaron células precancerosas en el cuello del cérvix. Recuerdo estar sentada en el consultorio de mi doctora, cuando los resultados llegaron. Me dijo que era apenas una alteración precancerígenas, era muy curable y había que hacer el tratamiento de inmediato.
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Yo estaba sentada ahí en la silla, no presté atención a lo que me decía; después de escuchar “cáncer”, pensé en mis hijas, en todo lo que había por hacer, por segunda ocasión desde que tuve el accidente un par de años antes, pensé ¿Qué iba a hacer el padre de mis hijas si yo moría? Respiré hondo y volví a poner atención justo cuando me decía que iba a comenzar la ronda de tratamientos para resolver el problema.
Me trataron mediante crioterapia, la cual consistía básicamente en congelarme el cuello del cérvix hasta eliminar el tejido digamos, enfermo. Tres rondas de crioterapia, medicamentos y reposo y ya estaba de nuevo en acción, libre del problema. Entre las observaciones y recomendaciones que me hizo mi doctora antes de darme de alta estaba la noticia de que no iba a poder embarazarme nunca más, después del tratamiento a mi cuello del cervix.
Siempre había tenido el sueño de tener muchos hijos, unos cuatro, mínimo, pero me resigné porque no poder tener hijos había sido un costo bajo con tal de recuperar mi salud. En ese tenor, supuse que lo que mi doctora había querido decir es que el tratamiento me había dejado estéril así que cuando “milagrosamente” quedé embarazada en 2003, me informó que no era que no podía, era que no debía tener hijos porque el tratamiento podía haber dañado la maquinaria interna de hacer bebés.
¿Qué iba a hacer? Traté de no entrar en pánico. Me dijo que debía tener mucho cuidado con el embarazo, porque podía tornarse complicado, que esperaba que no corriera riesgo. Yo no iba a arriesgarme a mí ni al bebé y me dediqué a cuidarme en extremo. Tomé todas las vitaminas y suplementos que me indicaron, no hacía esfuerzos y muchas semanas trabajé acostada, en cama. Cada mes asistía a mi chequeo y me realizaba ultrasonidos.
El quinto mes nos dijeron que esperábamos un niño. Estaba feliz, ya tenía dos niñas y por fin íbamos a tener el varón. El bebé estaba sano, le llamamos Jr., su padre estaba feliz. Cada mes, previo al chequeo con mi ginecóloga asistía al gabinete de ultrasonido para obtener una imagen que mi doctora pudiera ayudar al diagnóstico mensual. Además, me sentía aliviada al escuchar el latido fuerte y luego observar a mi bebé creciendo sano.
Yo seguí con mis achaques de rutina y me coordiné con mi ginecóloga para poder utilizar medicamentos para el dolor, que no fueran a afectar mi embarazo. Además de las náuseas no sucedió nada extraordinario. Cuando asistimos a mi chequeo del sexto mes pasé a realizarme el ultrasonido. El médico era un viejo conocido, me había realizado estudios de
mis dos embarazos previos, me conocía desde hacía casi 12 años.
Me recosté y como cada vez, el doctor colocó el aparato en mi vientre y comenzó a moverlo. Conversábamos y bromeábamos, y pensé que aún no había conectado el aparato porque no escuché el latido. Me invadió el pánico cuando vi su expresión de angustia mientras movía el sensor sobre mi barriga. — ¿Qué sucede? — le pregunté — ¿Te caíste? — preguntó angustiado sin dejar de mirar el monitor y mover el sensor — ¿Has tenido sangrados? — No – Temí lo peor — ¿Qué sucede?
Hubo un largo silencio mientras el doctor movía el sensor de arriba abajo, miraba mi barriga y miraba la pantalla. Se recargó en su silla, vencido… y me miró. — El bebé falleció.
Entré en crisis y comencé a llorar. El padre de mis hijas lloró conmigo y apretó con fuerza mi mano. — ¿Qué pasó? – le preguntó. — No estoy seguro – nos dijo mientras revisaba mi barriga de nuevo — pero creo que deben ir de inmediato a ver a su ginecóloga. ¿Tienes fiebre?
Negué sin poder dejar de llorar. — ¿Náuseas? ¿Dolor? – insistió. — No – me extrañó su insistencia – nada de eso ¿Por qué? — Porque el bebé falleció hace bastante tiempo – me dijo muy angustiado – deberías estar con peritonitis. Es mejor que vayas a ver a tu doctora, de inmediato.
El doctor no podía explicárselo, ni explicármelo. Llegué llorando a mi consulta, le explicamos a mi doctora lo que había sucedido y ella ordenó me hospitalizara de inmediato. Familiares, amigos acudieron al hospital en cuanto se enteraron. Médicos, enfermeras, mi gente, todos me preguntaban lo mismo. — ¿Te caíste? — ¿No te sentiste mal? — ¿Tienes fiebre?
Yo solo negaba, estaba cansada de intentar entender qué había sucedido. Mi bebé había muerto en el vientre, aparentemente sin causa alguna. Mi doctora y el médico de ultrasonido asumieron que debió de enredarse en el cordón umbilical y debió quedarse sin oxígeno, porque no había causa aparente. Los exámenes de infección salieron negativos y no había tenido alguna situación que indicara que eso podía suceder.
— ¿Por qué pasó esto, doctor? — le pregunté al anestesiólogo, tomando su mano en el quirófano, bañada en lágrimas, antes de que me durmieran para hacerme la extracción de lo que quedaba de Jr. y hacer el legrado. — Nada madre — me respondió — son cosas que pasan.
Cuenta hacia atrás de 10 a 1.
Podía ver el reflejo de los médicos trabajando, en la lámpara del quirófano, que era brillante como un espejo. — 10, 9...— cerré mis ojos y los abrí de nuevo — 8...— y estaba en la cama de mi habitación del hospital, solo con esa respuesta difusa en mi cabeza.
No nos entregaron el cuerpo del bebé, estaba en un estado muy avanzado de descomposición, así que lo incineraron. Los doctores aún se preguntaban cómo era que yo no había desarrollado peritonitis. — Tal vez se enredó en su cordón y se asfixió — insistió la doctora, al no encontrar otra explicación— no hay señales de infección, lesiones, nada. Lo lamento.
Tomamos la decisión para que no pasara de nuevo, comencé a cuidarme mucho. Los anticonceptivos hormonales no me resultaron, no solo soy muy olvidadiza — aún antes de mi niebla mental— pero, además de que se me olvidaba tomarlos, cuando regularizaba la toma, me caían muy mal, me hinchaba y se acentuaban mis dolores de cuerpo. La doctora nos recomendó usar preservativos y tratamos de cuidarnos.
Cuatro años después, en 2007, nos embrazamos de nuevo, esta vez era una niña. De nuevo hicimos el ritual de checarnos cada mes, ir al ultrasonido y verificar que todo estuviera bien. Cada mes era contener la respiración mientras el médico me colocaba la sonda de ultrasonido y yo volvía a respirar cuando escuchaba el latido del corazón de mi hija.
Decidí cuidarme muchísimo, me hice el propósito de que no volviera a pasar lo que con Junior. Guardé cama lo más que pude por casi ocho meses, estaba atenta a cualquier movimiento, o no movimiento de mi bebé, al grado de la paranoia. Era muy complicado, porque siempre tenía el dolor, reumas, la falta de aire, lo entumido y yo se lo atribuía a mi lesión del cuello y la cantidad de hormonas que debían estar circulando en mi cuerpo, hormonas del embarazo.
De nuevo, no tuve sangrados, todo bastante normal, además de mis achaques de siempre y una hinchazón que se
había instalado en mis extremidades inferiores. Poco después de la revisión del séptimo mes de embarazo, el 7 de agosto de 2007, a un mes de que cumpliera las 40 semanas, estando acostada, mientras veía la televisión, tosí y eso bastó para provocarme una hemorragia. Me trasladaron de inmediato al hospital, pero mi doctora no pudo atenderme, porque en el hospital donde atendía no se contaba con equipo de terapia intensiva para recién nacido.
El médico en el gabinete de ultrasonido me revisó, dijo que la niña estaba bien, tenía buen tamaño y su latido del corazón era fuerte. Pero tenía que apurarme, yo estaba perdiendo sangre. Deambulé por casi todos los hospitales de la ciudad y finalmente, alrededor de las 11 de la noche, unas 7 horas de después de que comencé a sangrar, fui a dar al Hospital General de la ciudad. En el banco de sangre de la ciudad no había suficientes unidades de sangre de mi tipo (soy O Rh negativo) y la necesitaba urgentemente.
Los médicos de emergencias decidieron hacer una cesárea de emergencia para detener la hemorragia, para que yo no me muriera. Ya había perdido mucha sangre y debían apurarse.
— Estás muy débil – me dijo el médico en la sala de emergencias — No te vayas a dormir, porque no despiertas. Efectivamente estaba muy débil. — Vamos a tener que sacar a la bebé – Escuché al doctor decirle al papá de mis hijas, al otro lado de la cortina. — Está bien – respondió.
— En caso de que las cosas se compliquen – continuó el doctor - ¿A quién salvamos? No podía creer que el médico estuviera preguntándole eso. — ¡A las dos! – respondió el padre de mis hijas — ¡Salve a las dos!
Después me contó que le hicieron firmar documentos para eliminar responsabilidad en el peor de los casos. Es decir, por si me moría; firmó porque era un requisito para pasarme a quirófano. Ya era casi medianoche. Había muchas personas en el quirófano, médicos, enfermeras, yo me sentí confundida y extrañamente relajada. Me sentaron en la camilla del quirófano y la anestesista me dijo que iban a colocarme la anestesia epidural (raquea). Introdujo una enorme aguja entre mis vértebras lumbares para anestesiarme de la cintura para abajo…y tuvo que picarme tres veces hasta hacerlo bien. El dolor era insoportable, no solo cuando metió esa aguja enorme, una vez que comenzó a correr el líquido dentro de mi columna vertebral, sucedió algo extraño y alarmante. Sentí el líquido corriendo dentro de mi cuerpo hacia mi riñón izquierdo, era dolorosísimo. — ¡El líquido! – grité apretando los dientes — ¡Se está yendo a mi riñón! — Es su imaginación — me dijo la anestesióloga sin dejar de inyectar la anestesia — No puede ser posible y no puede estar ya sintiendo nada.
Respiré hondo y apreté mis dientes con más fuerza, imaginé a mi riñón izquierdo llenándose de líquido. Traté de gritar, pero era muy doloroso, sentí que, si dejaba de apretar los dientes, iba a vomitar. Todo terminó unos segundos después y me recostaron en la camilla del quirófano. Hacía mucho frío
en esa sala, colocaron una barrera de tela para evitar que pudiera ver lo que los cirujanos estaban haciendo en mi abdomen. Pero yo podía ver lo que estaban haciendo, en el reflejo de la lámpara del quirófano. Era como ver un documental, no sentía absolutamente nada de mi parte del cuerpo que estaba detrás de la cortinilla, excepto mis rodillas, el dolor era insoportable en mis rodillas. — Me duelen las rodillas — le dije al médico más cercano a mí. — No puede ser, señora — me dijo sin dejar de hacer lo que hacía — está usted anestesiada. Era un dolor extraño, como si estuvieran muy inflamadas, era como si mis rótulas no cupieran dentro de la piel y las articulaciones fueran a desgancharse. Era agónico. — ¿Pueden por favor acomodar mis rodillas? — les rogué — me duelen mucho. — No puede usted estar sintiendo nada, señora — repitió el cirujano — Está usted anestesiada. ¿Cómo creían ellos que podían saber lo que estaba o no estaba sintiendo? Miré el reflejo en la lámpara del quirófano, era como un espejo. Los médicos ya cortaban mi barriga para sacar a la bebé, no podía concentrarme. — Sólo ¿pueden colocar algo debajo de ellas? — insistí conteniendo la molestia como de inflamación, como de rodillas a punto de explotar — Porque creo que están mal acomodadas. — Tranquilícese, señora — repitió molesto el cirujano — está usted anestesiada, no está sintiendo nada.
En ese momento nació Mónica, mi cuarta hija. Era hermosa y pequeñita, estaba cubierta de grasita y sangre, lloró un poco
(sentí alivio de escucharla llorar) y el cirujano me la colocó en mi pecho para conocerla, solo unos segundos, le di un beso rápido y el médico se la llevó. Atrás de ellos estaba el pediatra con un equipo de terapia intensiva para recién nacido. Mónica no podía respirar, estaba poniéndose azul. Se la llevaron y yo me quedé en la mesa del quirófano sin saber que era de mi hija. — Vamos a hacerle la salpingo, de una vez, madre — me anunció el cirujano.
Asentí. Los médicos me hicieron de una vez la salpingoplastia para evitar volver a embarazarme y evitar poner mi vida en riesgo, después de todo ya tenía 35 años y con la edad los riesgos fatales por embarazos, iban a incrementarse. Así que me cortaron, para no volver a embarazarme.
Estaba recostada en una camilla, mirando en el espejo de la lámpara de quirófano, al personal de salud trabajando en mi cuerpo. El cirujano extrajo mi placenta, lo escuché decir que estaba muy mal, herniada. Yo no podía concentrarme en entender lo que estaban haciendo, estaba tratando de enfocarme en que mis rodillas no me estallaran. Fueron dos horas, yo miraba el reloj en la sala de operaciones, enfocándome en el tiempo que pasaba y no en el dolor de mis piernas. Otras tres veces les pedí acomodaran mis piernas y tres veces tuve la respuesta: Usted no puede estar sintiendo nada. Pero si lo sentía.
Mónica, mi hija menor, pasó muchos días en la sala de terapia intensiva neonatal. Yo pasé muchos días junto a ella, tomando su mano, cantando canciones de cuna, hablándole. Ella se veía tan diminuta, tan frágil conectada a todos esos aparatos, tubos y el respirador. Ella no podía respirar por sí
misma. Miraba su pechito hundirse, tratando de meter oxígeno. Yo sabía cómo se sentía eso, había tenido problemas para respirar por 10 años, en los ochentas. Los médicos no sabían lo que le pasaba, sólo tenía mucho estrés respiratorio.
Pensé que tal vez era consecuencia de no haberme aplicado la vacuna Rhogan, lo de mi factor Rh negativo, perolos médicos me dijeron que no era eso, que uno de los síntomas era la ictericia (color amarillo de la piel) por las células sanguíneas que se están destruyendo. Pero mi hija lucía rosadita. Solo no podía respirar, y tenía algún tipo de infección.
Recuerdo un día que un cardiólogo fue a revisarla. Me sacaron de la Unidad de Terapia Intensiva y me indicaron que esperara a que el cardiólogo terminara el chequeo. Esperé unos 15 minutos, espiando a los médicos detrás de la ventanita de vidrio. El cardiólogo salió sin mirarme y yo lo seguí, no iba a quedarme ahí sin saber. Me paré frente a él. — ¿Cómo está el corazón de mi hija? — le pregunté a quemarropa.
Me miró y lo pensó unos segundos. — Del corazón no va a morir — respondió cortante y siguió su camino.
Su respuesta pareció más una justificación de no culpabilidad que una buena noticia. Pero quise tomarla como una buena noticia. Mónica luchó mucho, pero nació muy débil, agonizó por días y finalmente murió de un paro respiratorio, un sábado a las 2 de la madrugada.
No entendí cómo, con casi ocho meses de gestación podía haber nacido con tantos problemas de salud. Los doctores no pudieron explicarme por qué de la hemorragia, por qué
Mónica no se desarrolló como esperaban, por qué nunca pudo respirar y por qué al final falleció. Su certificado de defunción establecía como causa de muerte: sepsis.
A mi hija le hicimos un funeral, la incineramos y esparcimos sus cenizas en el río. Sentí que iba a morir, el dolor de cuerpo y de mi pecho era tan terrible que pensé que iba a tener un ataque cardiaco. Pasé algunas semanas en tanatoterapia, no había nada malo con mi salud, era probablemente el estrés por la agonía y muerte de mi hija.
Este fue definitivamente el capítulo más difícil de escribir. En resumen, Jr. tuvo muerte fetal intrauterina, en 2003 y Mónica murió en 2007 por una insuficiencia respiratoria, cardiaca y sepsis generalizada de origen no determinado.
Después de 15 años, puedo hacer un bosquejo de lo que pudo haber sucedido, porque los médicos no pudieron explicármelo. Siempre traté de no pensar que fue lo que hice mal, qué estaba mal en mi cuerpo que mató a mis hijos. Los médicos me dijeron que no había nada mal conmigo.
Lo que los ginecólogos deberían saber cuando llega una paciente embarazada con “achaques” como fatiga crónica, artritis juvenil, taquicardias o problemas de salud de manera crónica e inexplicables, es aplicar medicina narrativa.
A pesar de las vacunas, los nuevos antimicrobianos y todos los avances, de que los médicos tienen en el radar aquellos agentes que son la causa importante de muerte fetal y enfermedades neurológicas a largo plazo entre los bebés lactantes de todo el mundo como Toxoplasma gondii, citomegalovirus, Treponema pallidum, el virus del herpes simple tipos 1 y 2 y el virus de la rubéola. No muchos están conscientes de que otros agentes pueden infectar
potencialmente al feto y causar enfermedades, malformaciones o la muerte, tal es el caso del virus de la varicela zóster, el parvovirus humano B19 y por supuesto, la Borrelia burgdorferi,
La transmisión madre-feto de esta bacteria continúa teniendo muchas opiniones profesionales encontradas, lo que sí está claro, y que muchos ginecólogos deberían considerar de manera tajante, es que la espiroqueta de la Enfermedad de Lyme, como sucede con la sífilis, atraviesa la barrera placentaria que protege al feto de otras enfermedades.
El asunto no es sencillo, el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de los Estados Unidos, que básicamente es de las instituciones que dice que es y que no es una enfermedad, afirma en su sitio web que, si la mujer embarazada es Lyme positiva, solo necesita recibir tratamiento y el niño nacerá sano. El CDC recomienda amoxicilina o cefuroxima, porque la doxiciclina, que es el antibiótico de elección, puede causar daño al feto en desarrollo.
El primer “pero” es, ¿cómo sabe una mujer embarazada que es Lyme positivo? Como fue mi caso, yo ya tenía varios años padeciendo los síntomas, pero ninguno de mis médicos me diagnosticó o se le ocurrió diagnosticar para determinar si yo era Lyme positiva. Así que la mayoría de las mujeres Lyme positivas no sabemos que lo somos, y cuando nos enteramos que somos efectivamente Lyme positivo, la mayoría eliminamos la idea de embarazarnos definitivamente.
Ya desde 1983, hace casi 40 año, se ha escrito sobre casos de Borrelia en el embarazo, casos donde los bebés sobrevivieron y donde no sobrevivieron. Por lo general depende de la etapa de embarazo donde la madre se infecta, de su sistema inmunológico, porque la barrera placentaria, que
generalmente funciona para proteger al bebé, no puede contener a esta bacteria.
Las autopsias de los bebés que murieron revelaron en varios estudios la presencia de la espiroqueta en el bazo, los riñones y la médula ósea. Otros estudios realizados en Estados Unidos, Canadá, Hungría, Alemania, Italia, Suiza, África, Turquía, República Checa, Polonia y Belgrado ex Yugoslavia, y otros efectos secundarios en el feto incluyen hidrocefalia, anomalías cardiovasculares, dificultad respiratoria neonatal, hiperbilirrubinemia, retraso del crecimiento intrauterino, ceguera cortical, síndrome de muerte súbita del lactante y toxemia materna del embarazo, y plantean incluso la similitud de estas con la sífilis neonatal.
En la investigación de Goldenberg (2005) se analizaron los datos de 88 artículos de revistas de la base de datos PUBMED, que resumió de la siguiente forma:
Transmisión materno-fetal de la enfermedad de Lyme (Resultados): • Madres con enfermedad de Lyme activa, tratadas: 14,6% de los embarazos resultaron en secuela. • Madres con enfermedad de Lyme activa no tratadas: 66,7% de los embarazos resultaron en secuela. • Madres Lyme positivas, se desconoce el tratamiento: 30,3% resultó en secuela.
Los resultados adversos específicos en el desarrollo del feto listados por O’Brien y Martens (2014), incluyeron:
• Cardíaco 22,7%, • Neurológico 15,2%, • Ortopédico 12,1%, • Oftalmológica 4,5%,
• Genitourinario 10,6%, • Anomalías misceláneas 12,1%
Pero ¿y los niños que nacieron y lograron sobrevivir con Lyme congénito? ¿Qué sucede con ellos? A continuación, haremos un resumen de las manifestaciones clínicas más frecuentes descritas en un estudio de más de 100 niños nacidos de madres con enfermedad LYME positiva, realizado en el año 2005 por Goldenberg y otros investigadores:
Signos y síntomas comunes en niños Lyme positivos: Fiebre baja: 59% -60%; Fatiga y falta de resistencia: 72%; Sudoración nocturna: 23%; Ojeras pálidas y oscuras debajo de los ojos: 42%; Dolor abdominal: 20-29%; Diarrea o estreñimiento: 32%; Náuseas: 23%; Anomalías cardiacas: 23%: palpitaciones/PVC, soplo cardiaco, prolapso de válvula mitral; Trastornos ortopédicos: sensibilidad (55%); dolor (69%) espasmos y dolor muscular generalizado (69%); rigidez y/o movimiento retardado (23%); Infecciones respiratorias del tracto superior y otitis: 40%; Trastornos artríticos y articulaciones dolorosas: 6% -50-%; Trastornos neurológicos: Dolores de cabeza: 50%, Irritabilidad: 54%, Mala memoria: 39%; Retraso en el desarrollo: 18%; Trastorno convulsivo: 11%; Vértigo: 30%; Trastornos de tics: 14%; Movimientos atetoideos involuntarios: 9%; Trastornos de aprendizaje y cambios de humor: 80 %: Habla cognitiva: 27 %, Retraso en el habla: 21 %, Problemas de lectura y escritura: 19 %, Problemas de articulación vocal: 17 %, Problemas de procesamiento auditivo/visual: 13 %, Problemas de selección de palabras: 12%, Dislexia: 8%; Pensamientos suicidas: 7%; Ansiedad: 21%; Ira o rabia: 23%; agresión o; violencia: 13%; Irritabilidad: 54% - 80%; Trastornos emocionales: 13%; Depresión: 13%; Hiperactividad: 36%; Fotofobia: 40-43%; Reflujo
gastroesofágico con vómitos y tos: 40%; Erupciones secundarias: 23%; otras erupciones: 45%; Hemangioma cavernoso: 30%; Problemas oculares: cataratas posteriores, miopía, estigmatismo, eritema conjuntivo (ojos de Lyme), atrofia del nervio óptico y/o uveítis: 30%; Sensibilidad de la piel y ruido (hiperagudeza): 36 - 40%; Autismo: (9%).
En la página del centro de recursos de Lyme 1, hablando del Lyme congénito describe: “…La transmisión congénita de la enfermedad de Lyme fue reconocida por primera vez por los Centros para el Control de Enfermedades de EE. UU. en una comunicación de 1985 en la que afirmaron que "se ha documentado la transmisión transplacentaria de B. burgdorferi en una mujer embarazada con la enfermedad de Lyme que no recibió terapia antimicrobiana":
En enero de 2020, los CDC modificaron su guía para indicar que podría haber transmisión vertical con consecuencias negativas para el feto, afirmando que "la enfermedad de Lyme adquirida durante el embarazo puede provocar una infección de la placenta y una posible muerte fetal. Por lo tanto, el diagnóstico y tratamiento tempranos de Lyme enfermedad es importante durante el embarazo. Sin embargo, no se han encontrado efectos negativos en el feto cuando la madre recibe el tratamiento antibiótico adecuado…"
El meollo del asunto es que, en la mayor parte de los países ni los ginecólogos, ni los infectólogos, ni los pediatras están conscientes de que esta enfermedad es un riesgo real, o no saben que hacer si el caso se les presenta.
1 https://www.lymeresourcecentre.com/prof/congenital 97
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