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Santa Cristina de Lena, orfebrería mística

SANTA CRISTINA DE LENA, ORFEBRERÍA MÍSTICA Por Juan Ignacio Cuesta

Situado en la cima de una colina, casi invisible, está uno de los santuarios altomedievales más sorpren-dentes y desconocidos de la península ibérica, la pequeña iglesia prerrománica de Santa Cristina de Lena. Poco más allá del puerto de Pajares, y cercana a la asturiana Pola de Lena, pertenece al término municipal de Vega del Rey. Hoy, ocupa el emplazamiento de un antiguo templo visigodo cuya edificación debió de tener lugar entre los siglos VII y IX, coincidiendo con la fundación de San Pedro y San Pablo de Felgueres. Fueron los reyes Ramiro I u Ordoño I, quienes le dieron su forma actual, entre los años 842 al 866 aproximadamente, aunque ha tenido que ser reparada varias veces, por ejemplo, tras la revolución de Asturias y después de la Guerra Civil.

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De su antigüedad, da fe una inscripción, que contiene una referencia al año 643. No obstante, la decora-ción interior es de tipo visigodo, aunque con otras influencias, desde elementos celtas, a carolingios y bizantinos, aunque su estilo se encuadra dentro del Ramirense, al que también pertenecen el conjunto palatino de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo (al norte de Oviedo), y San Julián de Prados (en el barrio de Santullano o Santuyanu, donde se considera que esta sería la «Capilla Sixtina» del arte Ramirense. El 28 de noviembre de 1793, el escritor Gaspar Melchor de Jovellanos, que había sido nombrado subde-legado de Caminos en Asturias, llegó al lugar, tomó notas sobre lo que vio en aquella pequeña iglesia hasta entonces ignorada y realizó algunos dibujos de los elementos internos y externos que luego se ha-rían muy conocidos, divulgando su gran riqueza artística y simbólica. A partir de entonces es cuando comienza a conocerse su existencia. Pero lo que no pudo dibujar ni sentir aquel ilustrado del siglo XVIII, fue la verdadera intención de quienes edificaron aquel santuario. En sus notas, no figura nada sobre la verdadera intencionalidad de quienes la concibieron como un mecanismo cuya verdadera función era proporcionar a quienes allí asistieron a los antiguos ritos litúrgicos un estado especial de conciencia que les permitieran experimentar la cercanía de lo sagrado. Una hierofanía (tal y como la define el historia-dor´rumano especializado en religiones Mircea Elíade). Sobre todo en una época en la que aún se mante-nían costumbres heredadas del período visigodo, cuando los hombres buscaban ponerse en contacto con su dios mediante la cercanía a la tierra, como demuestran las múltiples necrópolis que existen disemina-das por toda la península ibérica que hoy se siguen conservando.

Un ejemplo sería el sorprendente eremiorio de San Vicente, a las afueras de Cervera de Pisuerga, en el que vivieron, se pusieron en contacto con su particular idea de lo trascendente y además cavaron allí sus propias tumbas, en el convencimiento de que, una vez sin las ataduras de su carne mortal, estaban más cerca del paraíso prometido por las Escrituras Sagradas.

La iglesia de Santa Cristina está enclavada en un entorno caracterizado por un telurismo que lo impregna todo, tanto que consigue dar la impresión de que estamos entre el sueño y la realidad. Todo allí es espectacular, las montañas frecuentemente nevadas y envueltas en brumas, el rumoroso río, y ese especial clima húmedo que resalta el verde de los prados de un modo casi onírico. Más que un santuario, diríamos que es una especie de «casa de juguete» de la que los paisanos dicen que «tiene tantas esquinas como días el año». Efectivamente la distribución de sus elementos le confiere un aspecto característico en el que priman las líneas rectas, los arcos de medio punto, ventanas ajimezadas y tejados apuntados.

Su planta es de cruz griega, con una única nave por la que se accede a cinco estancias cuadrangulares cubiertas con bóvedas de cañón. Una de ellas es el vestíbulo o nártex, donde hay dos pequeñas habitaciones que eran habitualmente empleadas por los peregrinos jacobeos para pernoctar en su camino hacia la tumba de Santiago Apóstol. Las otras, de función desconocida, debieron dedicarse a otros servicios del santuario.

Al fondo de la nave, y orientada al nordeste, nos vamos a encontrar con el recinto más importante. Se trata de una plataforma de un metro de altura aproximado, a la que se accede por dos escaleras de seis peldaños situadas a ambos lados. En ella, y tras tres arcos peraltados de piedra con huecos tapados con celosías rectangulares, sustentados por columnas de mármol con sus respectivos capiteles decorados con hojas de acanto, está el llamado iconostasio - -. Este es el lugar destinado a las imágenes sagradas (iconos) y a las reliquias que sacralizan todo santuario cristiano (debemos que tener en cuenta que el uso este término de raíz griega, fue el empleado habitualmente por la iglesia ortodoxa oriental para designar estos recintos, término que fue empleado también por el rito mozárabe, y a partir de 1054 sustituido por el romano.

Este es el recinto mágico-sagrado por excelencia del santuario, una suerte de «puerta entre el mundo visible y el invisible», tal y como lo definió el considerado como «Da Vinci» ruso, Pável Florienskii, un moderno hombre renacentista, filósofo de la religión, semiólogo y estudioso del arte entre otras cosas. Una frontera entre lo natural y lo sobrenatural en un sitio intemporal, en un auténtico axis mundi de factura humana. Un lugar donde no resulta improbable escuchar los ecos de los cantos mozárabes de aquellos monjes que formaron parte de un supuesto conjunto monacal ya desaparecido del que sólo queda esta iglesia como testigo del pasado de una región donde las viejas tribus astures rindieron culto a sus dioses, creando la que conocemos como cultura megalítica.

Eremitorio de San Vicente. Cervera de Pisuerga

Interior de Santa Cristina de Lena con el iconostasio al fondo

Prueba de ello es que en el sótano de la capilla de la Santa Cruz de Cangas de Onís, primera capital del primer reino asturiano, edificada por el rey Favila en el año 737, se conserve aún un dolmen. Porque no debemos olvidar que todo santuario pagano, fue reutilizado y cristianizado después del año 313, cuando Constantino el Grande, estableció la libertad de cultos en todo el imperio romano mediante el Edicto de Milán. Doce años después, durante el Concilio de Nicea, el cristianismo pasó a ser la religión oficial del imperio.

No sabemos bien a qué primera entidad se rindió culto aquí, pero existe una inscripción: «El abad Flaino lo ofrece en honor de los Apóstoles de Dios Pedro y Pablo», que nos permite deducir que, al menos estos dos santos precedieron a la advocación a Santa Cristina de Bolsena. Llamada también Cristina la Gran Mártir , fue torturada en el siglo iii, y es venerada por católicos y ortodoxos desde el siglo v. También es patrona de la ciudad soriana de Osma (donde presuntamente se veneran sus restos). Aunque conociendo el carácter montañés y el pasado pagano de la región, no extrañaría que el primer templo se edificara en un sitio que ya había sido considerado sagrado por las viejas tribus desde tiempos muy remotos.

Por otra parte, cerca de allí pasa la llamada Vía de la Carisa, una ruta militar romana de gran importancia estratégica que atraviesa la cordillera Cantábrica, por la que llegaron las legiones que guerrearon contra las tribus de la región al mando de Publio Carisio (de donde recibe su nombre), un general romano procente de Lusitania. Existe en el archivo catedralicio ovetense una referencia a la donación que se hace a la Iglesia en la que se citan «diversos lugares de Aller y Lena», situándolos sub monte Carisa.

También existe otra inscripción con caracteres de influencia mozárabe prácticamente ilegible, en la que tan sólo puede vislumbrarse la leyenda «antisti sancti t», de la que aún desconocemos su significado, ni si oculta algún dato significativo sobre el origen del santuario. El interior de este mínimo, pero paradójicamente importantísimo templo (declarado Patrimonio de la Humanidad en diciembre de 1985), es realmente sencillo y austero. Sin embargo todo invita allí a volver de algún modo a un mundo olvidado, en que todo era distinto a lo que hoy conocemos, aunque en este viaje nuestra memoria tenga que recurrir a la intuición como herramienta imprescindible para entenderlo adecuadamente. Allí nos damos cuenta en seguida que estamos en un sitio donde todo está al servicio de nuestro espíritu. La luz que entra por los reducidos ventanucos, y que se filtra a través de los primorosos calados de los arcos, se tamiza de un modo tan particular, que provoca un estado de alteración emocional inevitable, incluso la conciencia va expandiéndose poco a poco. Así, nuestra mente empieza a viajar hacia un mundo que no sabemos dónde está, porque no pertenece a lo físico, pero al que se accede desde nuestro propio interior. Un viaje iniciático y trascedente a la vez.

Entrar en Santa Cristina es realizar un tránsito hacia otras realidades. Eso lo sabían bien sus constructores, por eso la dotaron adecuadamente para ese fin . El visitante sentirá de que Dios está tan presente, como lo estuvo para legitimar el poder de aquellos reyes asturianos que iniciaron la hazaña de devolver a Iberia el cristianismo. Sin embargo, cualquier musulmán habría podido darse cuenta de que este lugar también sería adecuado para atender a los ritos propios de su religión. Porque aunque el templo está envuelto en la penumbra, esta le convierte en un espacio donde es imposible apartar del pensamiento del numen universal e intangible que ha elevado y esculpido las poderosas montañas que rodean este lugar único en el mundo.

¿Cómo librarse de la sensación de que aquello es una máquina del tiempo repleta de huellas de un tiempo distinto que nuestros modernos cerebros, renunciando a la insufrible soberbia del hombre de hoy, pueden reconocer. Quizá la emoción que nos embarga, la hemos mantenido genéticamente durante generaciones desde aquellos remotos tiempos en que se desarrolló la cultura megalítica.

Entrada a Santa Cristina. Como podemos ver el tránsito de la luz a la penumbra está protegido por varios tetrasquels, signos que se conservan desde tiempos de los celtas. En el País Vasco se les conoce como Laburus

Su tosquedad no es lo esencial, porque su poderosa masa llega a transmutarse en liviana y aérea, a levitar prácticamente sobre esta colina de ensueño, donde los corderos parecen siempre dormidos o muestran su total indiferencia ante nuestra presencia.

En definitiva, ir a Santa Cristina de Lena significa encontrarse de un lugar donde hay tres caminos a elegir: el primero nos llevará al pasado, a ese tiempo en el que los megalitos eran los lugares desde los que los hombres se pusieron en contacto con esos seres imaginarios que formaban las constelaciones y que determinaban los ciclos de la naturaleza, que regulaban tanto la vida cotidiana como los momentos más trascendentes, el nacimiento y la muerte acompañada esta última con los elementos necesarios para asegurarse el regreso; el segundo, al tiempo en el que los hombres aprendieron la forma de ponerse en contacto con los nuevos dioses que iban apareciendo, sustitutos de aquellos antiguos ciclos cósmicos; y el tercero, proporcionarnos un lugar donde, utilizando un mecanismo ancestral, podemos experimentar lo mismo que sintieron nuestros antepasados ante un fenómeno tan inusual como es esta puerta que hoy sigue en pie, el iconostasio que señala la frontera entre lo humano y lo divino, y sentir esa «hierofanía» a la que se refería Mircea Elíade, y que no es otra cosa que lo que uno siente ante la presencia de lo sagrado, de lo trascendente.

Si usted, hombre o mujer de nuestro tiempo, va por allí, podrá comprobarlo in situ..., no tenga la menor duda.

Este ensayo ha sido escrito en un momento en que toda la humanidad sufre uno de los grandes retos de la historia: o volvemos al tiempo en el que se respetaba a la naturaleza y la tradición, o nos dirigimos directamente a nuestra autodestrucción como especie. Mayo de 2020

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