Sicuris, máscaras y diablos danzantes
encaminase y ahora son supersticiosos y hechiceros, mochan al diablo que los indios llaman supay”»44.
Los testimonios analizados por Juan Carlos Estenssoro permiten reconocer la importancia que los dioses andinos adquirieron en las prácticas rituales de los grupos urbanos subalternos, pero reducidos a la figura del diablo occidental, bajo el nombre de Supay, proyectada comúnmente en los sermones para indios o en las imágenes pastorales que pudieron circular desde entonces dirigidas a los sectores populares urbanos, especialmente afro descendientes y mestizos: «El discurso religioso demoniaco está tan cargado de color local que este diablo, pese a todo, no logra ser asimilado como una homogeneidad universal que lo convirtiese en el Diablo. Esta creencia ilustra también la asimilación de las lecciones sobre el diablo impuestas por la catequesis [“El supay de la tierra”]» (Estenssoro, 2003: 404).
En tal sentido, es posible afirmar que el proceso de apropiación y resemantización del diablo «oficial» en los imaginarios populares permitió la incorporación de este personaje, ambiguo y trasgresor, dentro de una serie de espacios celebratorios católicos, como las fiestas patronales, autos sacramentales y, por supuesto, dentro de las danzas indígenas y mestizas que expresaron el profundo sentido sincrético del catolicismo popular andino.
DIABLADAS, DIABLILLOS Y SON DE DIABLOS: ALGUNOS REGISTROS DE DANZAS DE LOS DIABLOS EN EL PERÚ (SIGLOS XVII- INICIOS DEL XX) Los bailes de diablos, diablillos y diabladas son danzas mestizas surgidas en el mundo católico popular ibérico y reproducidas, con sus propias peculiaridades, en diferentes escenarios de la América colonial. De carácter originalmente ritual, en el siglo XX fueron adquiriendo un matiz folclórico. Reciben su nombre por el uso de máscaras y trajes por parte de los 44.
Estenssoro (2003: 403). Sobre la influencia africana en la construcción del imaginario popular del diablo en América, señalaba Juan Liscano: «Los diablillos españoles sirvieron de protección a los hechiceros y cófrades de sociedades secretas africanas, sin despertar recelos inquisitoriales (…), pudieron cumplir sus ritos tradicionales o estrechar los vínculos de la antigua fraternidad natal. Además, cuando imperaba la esclavitud, la sociedad de enmascarados, que una vez al año podía vestir de traje ceremonial (…) extendía su fraternidad hacia el mutuo auxilio, la defensa del negro esclavo y su familia". En: Liscano (1952: 25).
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