El encierro FABRIZIO MEJÍA MADRID
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ay una relación estrecha entre encierro y salvación. Pensemos en los monjes, los artistas y en quienes, adelantándose a cualquier anuncio oficial, han decidido separarse del resto para no contagiarse con el nuevo virus. Los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, por ejemplo, son vistos por Roland Barthes como una técnica para comunicar al ejercitante con Dios, no sólo mediante la fe, sino con ejercicios corporales durante los rezos. Barthes ve en ello una similitud entre los pasos que un escritor da para salir de su silencio –el uso de libretas para notas, estimulantes, otros textos, horarios, supersticiones con las plumas, las computadoras, el sitio para laborar– con lo que Loyola propone para ir construyendo, con itinerarios, dietas y posturas, una inédita comunicación con Dios. La respiración que se le da al Padre Nuestro, por ejemplo, es una de estas técnicas que ahora reconoceríamos en Occidente como de origen budista. Pero no sólo. En la propia estructura de los Ejercicios habita una tradición religiosa de oráculo; es decir, de preguntarle al destino cuál será su voluntad, y de esperar una respuesta. ¿No es eso lo que preguntamos cuando nos encerramos a estar con nosotros mismos? ¿Qué viene en la vida? En términos jesuitas, ¿cómo mi elección libre se une con lo dispuesto por la divinidad o, si uno no es religioso, con la fortuna?
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2264 / 22 DE MARZO DE 2020
Los protocolos que permiten esta adivinación duran cuatro semanas –la Iglesia católica trató de hacerlos embonar en tres semanas, por la regla de la Trinidad, sacada vagamente del crecimiento de una planta y, más tarde, de las partes de un silogismo–, en un lugar apartado, aislado, con ciertas opciones de iluminación y con un estricto seguimiento de posturas fìsicas, como arrodillarse, postrarse, acostarse con los brazos en cruz. Pero, como advierte Barthes, lo principal es el manejo del tiempo del aislado: al dormirse, debe pensar en que ya se ha despertado. Esa anticipación permite llenar y reencaminar cualquier pensamiento que no sea estrictamente espiritual. Lo inevitable, como comer, dormir, notar el cambio de temperatura y luz, debe conectarse con las imágenes de Jesús haciendo eso mismo. Todo parece encaminado a crear ese vacío de silencio que existe antes de una comunicación fluida. Es, como advierte también Barthes, lo mismo que hacemos los novelistas antes de escribir: nada de lo que veamos, leamos, evoquemos, sintamos, visitemos, es ajeno al texto que está por desenvolverse. Hacer una novela es precisamente crear un espacio de signos que concentra toda experiencia sensorial o mental en un texto con tramas, personajes, desenlaces, pero también con capítulos y secuencias narrativas que lo unan
o dispersen; y el tiempo de quien lo escribe es sólo el tiempo de la novela misma. Quien está escribiendo una novela está, en todo momento, como el ejercitante de Loyola, escribiendo esa novela. Aquí es importante diferenciar entre la “visión” y la mirada. En el encierro artístico, los poetas hablan de sus experiencias visionarias, del éxtasis que sobreviene a la meditación de imágenes o puramente lingüística. Loyola no es Santa Teresa de Ávila. Tiene un método de comunicación hecho de unidades diferenciables, corporales, temporales, y sensoriales que “componen un paisaje”. Tengo la impresión de que el jesuita, de existir en su época, se hubiera dedicado al cine. Tiene una perpsectiva, no una visión. Pero existe una relación profunda entre el artista que se concentra, aislado, separado del resto, para dominar su instrumento, el material con el que trabaja, las miradas posibles de su construcción, y ese otro encerrado que usa la meditación de la palabra “Padre” o “Dios” durante una hora para obtener respuestas sobre el futuro. Hay, lo que llama Peter Sloterdijk –un consentido de esta columna–, “la producción del propio productor”. De la ascésis religiosa al virtuosismo artístico no hay más que un cambio en el modelo a seguir, pero las disciplinas, normas, horarios, ejercicios, rutinas, llenan ambos espacios. Ambos lidian