LAS DIEZ LEYENDAS Celso Lara Figueroa
Oswaldo Adonías Méndez Xuncax |1
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Carta del editor
La finalidad del libro es homenajear a Celso Lara Figueroa, por todo lo que ha logrado, así dando a conocer algunas de sus obras, como leyenda de misterio, amor y magia. El libro publica leyendas con ilustraciones de manera creativa y conservando las señas de identidad de cada relato. El libro implica una estructura organizativa que no solo permita ver, sino que anime a las personas a conocer más sobre las leyendas de Celso Lara. Una de las conclusiones principales de este balance como editor es que la parte del contenido se encontró en revistas qué fueron proporcionadas, en la elaboración de las ilustraciones fueron de mi autoría.
Oswaldo Adonías Méndez Xuncax
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LAS DIEZ LEYENDAS Celso Lara Figueroa
Oswaldo Méndez |5
Introducción 7 Leyendas El Misterioso Llanto de la Llorona
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El Cadejo 15 Los Tzipitíos y la caña de azúcar
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El Xocomil 25
Índice
El Amor del Sol y la Luna
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El carruaje de la muerte
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El origen del maíz
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La niña del Día de Finados
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Las Ánimas Benditas 52 La tejedora y el colibrí
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Epígrafe 65 Biografía 66 Glosario 67 Agradecimiento 70
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Introducción “Buceé en la magia de los personajes de las leyendas tratando de recrear su misterio, el ambiente de la ciudad: sus casonas y calles, sus fiestas tradicionales y su entorno natural. Con ello, entretejí recuerdos de niñez y adolescencia y construí así la trama de los cuentos”. Este es un extracto que aparece en el prólogo de la obra Leyendas y casos de la tradición oral de la ciudad de Guatemala (1984), de Celso Lara, quien rescató y trasladó al papel, de una manera amena, la rica tradición oral guatemalteca que, de no haber emprendido el antropólogo, fallecido el 29 de agosto, esta titánica labor, se hubiera perdido en el tiempo.
En su libro Por los viejos barrios de la Ciudad de Guatemala (2001), describía su profesión como investigador de las manifestaciones de la cultura popular tradicional en Guatemala. “Sus estudios académicos se han en caminado a desentrañar del olvido la literatura oral de su pueblo, a clasificarla, analizarla e interpretarla”, escribió Lara, quien comenzó a publicar poco después de haber cumplido 20 años.
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El Misterioso Llanto de la Llorona Cuentan las abuelas que por las noches deambula una hermosa mujer vestida de negro cerca de los lugares obscuros en donde hay agua que corre. Se trata de doña María de los Remedios, una desdichada mujer que, por un amor prohibido, ahogó a su hijo recién nacido en las aguas de un río. Desde entonces, se encuentra condenada a vagar por las calles, campos y linderos de las ciudades en busca de la tumba de su hijo. Con gritos plañideros, largos y agudos asusta a las personas, solo que cuando llora lejos es que está cerca y cuando lo hace cerca es que está lejos. Dicen que quienes la han escuchado ya no pueden andar, su paso se hace más pesado y lento, como badajo de campana 8|
y sienten un aire tan frío con la presencia de este ser sobrenatural que casi les paraliza el corazón. Pero si se oye el tercer grito y lo “halla a uno en el mismo lugar, de seguro que selo gana”. Muchos aseguran haberlo oído entre los cafetales de Sacatepéquez o entre las ruinas de La Antigua Guatemala. En los departamentos del oriente del país el escenario es el río Motagua y, en el resto de las regiones de la República, cualquier pequeño riachuelo o tanque de agua. Si escuchas un grito perdido en la obscuridad de la noche, no dudes en empezar a correr… Aquellas tardes del mes de mayo le parecían a María
marchita por la tristeza. La melancolía que reinaba en su casa la deprimía. ¡qué sola se encontraba! Su marido lejos. Las flores del magnífico jardín se encontraban adormecidas y los sirvientes en el segundo patio cantaban aires tradicionales que le recordaban su niñez. Esa tarde de mayo, María de los Remedios Salazar y Rodríguez de Palma veía con aflicción pasar ante sí su vida, la que muchas veces creyó desperdiciada. Los recuerdos acudieron a su memoria.
de los Remedios de un colorido exuberante. Se le figuraba que de aquel jardín surgían todas las flores, pájaros y perfumes creados por la naturaleza. Esa casona del Callejón de Soledad, en el barrio de San Sebastián, tenía apenas unos cuantos años de haberse terminado de construir en la Nueva Guatemala de la Asunción. ¡Le recordaba tanto su antigua residencia en la ciudad de Santiago, destruida por los terremotos de Santa Marta! Por ello, le producía profunda nostalgia. Gruesos muros limitaban el corredor con su alero de teja, las habitaciones eran altas y ventiladas. La enorme pila y los jardines imprimían a cada rincón un sello de misterio y solemnidad. Esa tarde en particular, María de los Remedios estabav
Era una niña todavía, cuando la tarde del 29 de julio los sismos asolaron la ciudad capital del Reino. En ella, los señores Salazar y Rodríguez, padres de María de los Remedios, poseían una suntuosa mansión. Pero quedó tan agrietada y derruida que se hacía imposible seguir habitándola. Por lo que se trasladaron a vivir a una hacienda cercana a Santiago, en Patzicía, hasta el momento en que, hechas las reparaciones más important3es, pudieron retornar a su casa. Los acontecimientos que se desencadenaron dejaron en su espíritu una profunda impresión. Recordaba las agrias discusiones que se producían entre traslacionistas y terronistas, y las tajantes palabras del arzobispo Pedro Cortés y Larraz: -¡Cómo dejar la ciudad de Santiago cuando en ella estaban sus propiedades y enterrados sus muertos. Sus ascendientes más ilustres habían forjado paso a paso el esplendor de la ciudad. ¡No! ¡No era posible arrancarse de la añeja ciudad!. |9
Esa fue su época de felicidad. Recordaba, no sin cierta satisfacción, lo agradable de sus años de adolescencia, cuando su belleza singular captaba la atención de los jóvenes de la ciudad. Se ruborizaba todavía al evocar las miradas arrobadas que la envolvían cuando salía de misa de San Sebastián. ¡Qué bien se sentía entonces! Su calvario se inició de golpek, cuando su padre, un viejo español conservador, concertó su enlace con don Gracián Palma y Montes de Oca, rico añilero de la costa de Suchitepéquez y uno de los comerciantes que dominaba todo el comercio, no sólo en la capital sino también en las provincias. Cuando María de los Remedios se enteró de su futura unión con Gracián Palma, creyó que la vida se le acababa. Sin embargo, a pesar de que don Gracián, fino y cortés, le bridnaba comprensión y cario, se preguntaba: ¿Por qué no se le había brindado la oportunidad de amar libremente? ¿Por qué hasta el amor le había sido impuesto? Después de reflexionar serenametne, se dio cuenta de que si oponía resistencia, su desventura sería aún mayor y aceptó la decisión de su padre sin chistar. Su boda fue memorable, celebrada en la primera catedral de la ciudad, la posterior iglesia de Santa Rosa. Luego del casamiento, se trasladó a la casa que le brindara don Gracián Palma. Desde entonces vivía allí sola, entre flores y recuerdos. Llevando las herramientas necesarias, partía Juan de la Cruz hacia su trabajo de fontanero. Tenía que 10 |
caminar desde la Parroquia Vieja hasta San Sebastián para llegar a la caja de distribución de agua en la esquina de la Calle de Concepción y Calle del Manchén, en donde repartía agua a todo ese sector de la ciudad. El sol no había asomado tras las montañas. Juan caminaba despacio. Se hundió en la sombre del Cerro del Carmen, pasó por el potrero de Corona y llegó a su fuente de agua. Algunas ancianas envueltas en enaguas y mantos de seda, como pedazos arrugados de sombra, se arremolinaban charlando alrededor de la caja. -¡Buen día le dé Dios, don Juan! –dijeron al verlo asomar- como siempre, usted tan madrugador. -¡Buen día, nía Josefa, ¿cómo amaneció hoy? -¡Oh, muy bien! Sólo que los chuchos de la nía Ligia ladraron tanto que casi no pude dormir. -Hay que tener cuidado –dijo otra mujer- pues cuando los chuchos aúllan, es porque algo malo está pasando. Cosas que uno no entiende. -¡Sí! –repuso nía Josefa- hay que tener cuidado porque los perros miran la muerte y los espantos. -Bueno –interrumpió Juan- el chorro está listo, vengan por el agua. Y las ancianas se reunieron como abejas junto al manantial. El fontanero era joven y pobre, mestizo, de facciones finas y fuertes. Todo lo que había deseado y
emprendido en su corta existencia se había esfumado como espejismo, debido a la pobreza que le impedía alcanzar y cristalizar anhelos y realidades. Comprendía a cabalidad su situación y se conformaba con ella. Sin embargo, el trabajo cotidiano le ofrecía la oportunidad de ver ¡tan sólo ver! A la mujer amada. Con plena seguridad de la imposibilidad de alcanzarla, pero nada turbaba su ánimo. Sin embargo, era la savia de su vida admirar diariamente a aquella mujer que pasaba junto a él a las ocho de la mañana. Ese día, como todos, sufría por verla aparecer, ¡Cuánto le fascinaba! Cuando el reloj de la Catedral no terminaba aún de cantar las ocho campanadas, salió del callejón unan mujer de sobrio vestir, seguida por una adolescente que portaba un cojín en las manos, probablemente para que la señora se hincara en la iglesia. Pasó junto a Juan y para él brilló con más intensidad el sol, el viento fue más puro y el agua que repartía, más cristalina. -¡Ay! –exclamó en su interior.- ¿Por qué me gusta tanto esa mujer si jamás podré alcanzarla? Y dos gruesas lágrimas nublaron sus ojos. La mujer de la que el fontanero estaba enamorado era nada menos que doña María de los Remedios Salazar y Rodríguez de Palma y Montes de Oca. ¡Y cuánta razón tenía Juan de la Cruz para amarla y admirarla! María de los Remedios era una mujer bellísima.
De cuerpo delgado y cabello de ébano, su gracia se concentraba en su rostro fresco, moreno y terso. Ojos brillantes y almendrados, de un mirar perpetuamente triste. El fontanero estaba seguro que ese mirar melancólico reflejaba una profunda amargura que sofocaba el alma de su amada. Hubiese dado su vida por quitarle esa angustia, pero ¿qué podía hacer? Al parecer, María de los Remedios sabía de la adoración que le profesaba el humilde fontanero, porque la sentía. Y esa admiración la halagaba, ya que estaba casada en contra de su voluntad. Le gustaba que otro hombre, aunque fuese del pueblo, se conmoviera ante ella. | 11
En las noches solitarias y aterradoras, cuando su marido estaba de viaje, se consumía recordando los ojos ardientes del fontanero. ¡Cuántas veces estuvo a punto de hablarle! Pero siempre se contuvo. El fontanero había sembrado en su alma una chispa de esperanza y fuerza para sobrevivir. Una mañana del mes de noviembre, la casa de doña María de los Remedios amaneció sin agua potable. Los gruesos caños de loza se habían obstruido. Acudió inmediatamente al Fontanero Mayor del Ayuntamiento, quien después de trabajar largas horas, no encontró la avería. Los días corrían y la falta de agua se hacía sentir en la comida y la limpieza de la casa a pesar de que los sirvientes la acarreaban como hormigas desde el tanque de San Sebastián. ¿A quién acudir, si don Gracián Palma se hallaba fuera de la ciudad? Entonces, María de los Remedios recordó entusiasmada al humilde fontanero de la calle de Concepción. Quizás él podría ayudarla, y mandó llamarlo con toda rapidez. Juan de la Cruz se asombró tanto que apenas si tuvo aliento para responder que aceptaba ir después de las doce del día. El joven experimentaba una inmensa emoción. Le costaba creer que iba a entrar a la casa de quien amaba con tanto entusiasmo. Las horas se le hacían largas y pesadas, hasta que el reloj dela Catedral marcó la mitad del día. Con toda prisa reunió sus herramientas y se encaminó al Callejón de la Soledad. 12 |
Al estar en presencia de la señora de Palma y Montes de Oca, se dio cuenta que, si bien le había parecido bella de lejos, ahora que estaba a su lado lo era infinitamente más. -¡Jesús! –pensó cuando se inclinó ante ella- ¡es la mujer más bella que jamás haya visto! Aparentando una tranquilidad que estaba lejos de sentir, Juan procedió a trabajar sobre los tubos de loza y encontró la obstrucción. Entonces, quitó uno a uno os ladrillos del segundo patio, mientras furtivamente, detrás de una ventana, María de los Remedios lo observaba con atención. El trabajo no era complicado, pero Juan aparentó que lo era. Así, llegó durante siete días. ¡Qué maravilloso era verla durante unos minutos mientras pasaba por el corredor! Por fin, el fontanero hizo correr el agua por las cañerías para que brotara por los búcaros de loza vidriada. María de los Remedios, satisfecha, lo invitó a beber una jícara de chocolate en la enorme sola. ¡Bien lo valía aquel trabajo! Desde entonces se estableció entre ambos una profunda y estrecha relación. La misma fuerza del amor los atraía enormemente y quebraba el pudor de María de los Remedios. En un principio, Juan retornaba con el propósito de revisar las tuberías y hacía lo posible por quedarse conversando con ella, hasta que los deseos inmensos de amarse se desbordaron y, una noche, Juan se deslizó fugazmente en la recámara de María de los Remedios.
Los amantes continuaron en su entrega secreta hasta que don Gracián Palma retornó al hogar durante una semana, para luego marcharse nuevamente. Entonces, la felicidad de los amantes fue completada por largos meses, hasta que una noche María de los Remedios sintió profundos malestares. Fuertes dolores de cabeza y náuseas la abatieron en el lecho varios días. Como los dolores y las molestias se repetían constantemente, se inquietó. No sabía qué hacer ni se atrevía tampoco a llamar a un médico. Intuía que algo andaba mal. Juan, asustado y afligido, consultó con una vieja curandera del Barrio de la Parroquia, quien después de observarla, concluyó: -Es muy simple lo que pasa, señora ¡va a tener un hijo! Entonces, una intensa aflicción se apoderó de ambos. Cuando pensaba en ello, a María de los Remedios le corría la angustia por las venas. No quería ni imaginarse lo que sería de ella si su marido se enteraba. ¡Y qué decir de su honor y la nobleza de su apellido! Sin embargo, en lo más profundo del alma de María de los Remedios afloraba la ternura, porque aquel hijo que llevaba dentro de sí, era fruto de un amor que la había consumido y la seguía arrasando. Y en las tardes soleadas y frías, en una mecedora, dejaba vagar su pensamiento tan fugazmente como los meses que corrían. Una mañana, María de los Remedios supo que don Gracián Palma volvería en pocos días. Una tremenda preocupación se apoderó de todo su ser, hasta
desesperarla. Su exquisita figura había cambiado con el vigor de la maternidad. Era imposible ocultarlo más. Obsesionada por el próximo encuentro con su marido, quemaba sus horas en una ansiedad tan agobiante, que contribuyó a acelerar el momento del alumbramiento. Ayudada por una fiel sirvienta, dio a luz un niño, a quien desde el primer momento bautizó con el nombre de su progenitor: Juan de la Cruz. Las murmuraciones en la pequeña ciudad no tardaron en aflorar. ¡Y cuánto sufrimiento llevaba en el corazón María de los Remedios! Juan intentaba consolarla, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. El fontanero lloraba amargamente el calvario de su amada, pues a pesar de las penas y el escándalo la amaba cada vez con mayor intensidad. Por fin, María de los Remedios recibió la noticia que nunca hubiese querido escuchar: don Gracián Palma de Montes de Oca había arribado a Santo Tomás de Castilla y llegaría a la ciudad de un momento a otro. Naufragó su última esperanza. Se ocultó de todos, incluso de Juan. La hermosa mujer estaba al borde de la locura y, sin saber lo que hacía, una noche de luna tomó al pequeño Juan de la Cruz en sus manos, se vistió de negro y, sin que nadie se diera cuenta, salió de su casa. Con paso apresurado, atravesó las calles de la ciudad rumbo al oriente. Cruzó el Cerro del Carmen, como una
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silueta de carbón. Atravesó La Parroquia y se dirigió al río Las Vacas. Llegó a la ribera, y, sin mediarlo dos veces, hundió a su hijo entre las aguas. Un llanto reprimido y las frías aguas del río se fragaron la vida del pequeño ser.
-¡Oh, Dios! ¡Dios! –gritó Juan medio enloquecido. – María de los Remedios, ¿por qué lo hiciste? Amargas lágrimas regaban sus mejillas, su mente y sus labios, y repitió mil veces:
Las líneas suaves de María de los Remedios, que tanto cautivaron al fontanero de la Calle de la Concepción, se transformaron: crispada y convulsa, pavorosamente desfigurada y lanzando sollozos tremendos, después de haber ahogado a su hijo, siguió llorando a gritos por la ribera del río. Con el vestido negro desgarrado, arrastrando su ajada figura, lanzando gritos espeluznantes y sollozando con voz sobrenatural, se perdió en los abismos del infinito.
Y el fontanero de la Calle de la Concepción envejeció como las leyendas, cuidando su fuente, su historia y su recuerdo.
Juan de la Cruz estaba triste. Nadie le supo decir el paradero de María de los Remedios ni de su hijo. Una noche, había salido a deambular para consolar su angustia y, sin darse cuenta, se encontró junto al tanque de agua de San Sebastián. Se detuvo en la orilla, cuando de pronto percibió el viento pesado y escuchó tres pavorosos gritos que casi le paralizan el alma. -¡Ay… ay… ay…! ¿Dónde estás, Juan de la Cruz? ¿Dónde estás, hijo mío? Juan se dio cuenta de cómo una sombre negra, desgajada de la misma noche, pasaba gritando cerca de él y hundía las manos en el agua del tanque. Después de lanzar tres gritos lejanos, pavorosamente horrendos, se volvió a las sombras por el Callejón. 14 |
¡María de los Remedios… María… María de los Remedios…!
Se dice que Dios castigó a doña María de los Remedios por haber ahogado a su hijo. La convirtió en la Llorona, condenándola a salir todas las noches a llorar por las calles y los parajes donde hay agua que corre, para buscar a su hijo, Juan de la Cruz
El Cadejo
Cuando la soledad y la aflicción acongojan el corazón de alguna alma apesadumbrada que trata de olvidar su dolor con el alcohol, entonces aparece el acompañante idóneo que no se separa de él hasta lograr alivianar su dolor y su pena o hasta ganarlo con una muerte repentina.
los niños solos y el cadejo blanco es el protector de las mujeres solas, abandonadas y viudas.
Este espíritu protector, mejor conocido como el Cadejo, que se presenta como “un perro negro con casquitos de cabra y ojos y aliento de fuego” es el personaje que persigue y protege “a los bolos”. El cadejo gris cuida de
Cada vez que veas un perro negro detrás de un hombre, no te confundas, puede que sea el Cadejo…
Se dice que este ser maligno acompaña “a los bolos”, pero si llega a lamerles la boca, los sigue por nueve días y no los deja en paz hasta que mueren. Entonces, se lleva su alma.
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Las zapatillas del Cadejo El alba rayaba de lila y palorrosa los volcanes en el horizonte de la ciudad. En los árboles y arbustos de las plazas del Teatro, de la Victoria y en las plazuelas de los templos, cabeceaban miles de pájaros. El fresco de aquella mañana era intenso. Sobre la Calle del Ángel, en la Fonda del Calvario, sentado frente a una mesa de pino, tiritando de pesadumbre y sudando soledades, un hombre joven, profundamente demacrado, bebía en un pequeño vaso de herradura. A su lado, un perro negro se dejaba acariciar una oreja de manera descuidada, permitieron a la claridad colarse en su interior.
piedra. Al advertir su presencia, el hombre emprendió camino rumbo al sur, por la calle Real. Los ojos de fuego del perro y sus pisadas como casquillos de cabra lo guiaban, puesto que apenas podía alzar sus pies. Dos ancianas de mengala y rebozo de seda, en espera de la misa de seis, se arremolinaban en la entrada del atrio de San Francisco, como retazos quebrados del día. Mientras, de la Calle Real emergió el hombre joven arrastrando los pies y detrás un perro negro. Cuando llegaron a las gradas del atrio, el perro se acurrucó entre las piedras. El hombre pasó sobre él con dificultad y se internó en la iglesia.
Tullido del frío, el hombre se restregó las manos. Engulló un trago más y sacó del bolsillo interno de su raído saco unas zapatillas de ballet que en un tiempo fueron rosadas y ahora estaban lustrosas de tanta caricia. Las contempló, las besó y las acarició con esmero por largos minutos. Las dejó sobre la mesa de pino y extrajo luego un papel escrito, lo desdobló con ternura y cuidado, y lo leyó.
-¡Jesús! –exclamó una de las ancianas al ver pasar al hombre. ¿Ya se dio cuenta nía María, cómo puso el trago al Andrés?
Al punto, silenciosas lágrimas bajaron de puntillas por su rostro enjuto, barbado y sucio. Gruesos sollozos que se ahogaban antes de salir, sacudían su arrugada frene. Sus ojos, rojos de insomnio, llenos de dolor, devoraban una a una las palabras escritas en el papel. El hombre dejó de leer y bebió un trago más. Guardó con cuidado la carta y las zapatillas. De pronto, salió hacia la calle y el perro lo esperaba en la banqueta de
-¡Ay cállese, nía María, por Dios!
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-¡Ay, sí! Qué pena, nía Neta, si tan inteligente que era ese muchacho, pero le digo que desde hace un tiempo lo veo muy mal. -¡Está como si se lo estuviera ganando el Cadejo! Después de sacudirse en la penumbra las solapas del saco y temblando de frio por el malestar. Andrés del Alba se encaminó a la capilla de la Virgen de los Pobres. Conmovido por el silencio del lugar y aplastado por su pesar, no encontró los hilos para enhebrar palabras y dirigirse a la Virgen. Se quebró en sollozos y en ríos
de lágrimas que llenaron de desolación aún más su corazón acongojado. Desde lo más profundo de su aflicción, sacó fuerzas y ánimo, extrajo la carta y las zapatillas de su saco, las acarició y besó con ternura, como si se arrancara parte de sí mismo. Las depositó entre los pliegues del manto de la Virgen y abandonó el templo. El perro negro que había permanecido acurrucado en las gradas del atrio se sacudió y caminó tras el borracho. A “La Cachajina”, fonda del barrio del Santuario de Guadalupe, entró Andrés del Alba. Desde el rincón donde se sentó, podía observar el transitar de carruajes por la calle de la Floresta, sombreada por añosas jacarandas, cuyas hojas verdes se fundían con la polvorienta calle. Mientras Andrés pedía una “cuartita” de aguardiente blanco, el perro negro se echó a sus pies protegiéndolo, como si no lo quisiera soltar, Andrés contempló con afecto. Con voz cálida le murmuró: -Sos mi única compañía, perro negro… chucho negro que no tenés nombre. Desde el momento en que me quedé solo en el cementerio aquel terrible día, no te has separado, me has seguido siempre. Perseguiste a los ladrones que me quisieron atacar y has dormido conmigo a la intemperie. Te confieso que al principio, cuando me seguiste, me asustaron tus ojos de fuego y ese Entonces, lo llamó para que en las noches de gala
repiquete de tus patitas de cabra y a veces ese olor a azufre, pero ¡me has ayudado tanto, que ya no me molestás, sos el único que conoce mi dolor y lo comparte!. Andrés siguió bebiendo. La pesadez de sus pensamientos lo agobiaba. Su corazón no albergaba tranquilidad, sino una espantosa desolación. Así, sin sentido, se sumergió en el recuerdo. Sin poder evitarlo, a Andrés del Alba la evocación se le enredó en las pestañas y lo arrastró en su torbellino que no pudo controlar. Con desesperación lo volvió a vivir todo de nuevo. Se encontró a sí mismo en la modesta casa de San Pedro Las Huertas, en las afueras de la ciudad de la mano de su madrina Luisa Aguilar. Recordó con angustia su orfandad y la soledad infinita que desde niño le invadió todos los poros. Se sonrió con dulzura al evocar el día en que su madrina le llevara al colegio de San Buenaventura para aprender música con el maestro Ignacio Sáenz. Al principio no le agradó y prefería jugar con los demás niños, pero cuando el maestro Sáenz lo llevó por primera vez a la iglesia de La Merced para que moviera acompasadamente el fuelle del órgano, se fascinó tanto al escucharlo tocar, que estudió con mayor entusiasmo. Recordó que, tiempo después, el intendente del teatro Colón se enteró que dominaba el arte de la música. | 17
tomara parte de las comparsas. De ahí que participara como esclavo egipcio en Aída, cortesano del Duque de Mantua en Rigoletto y otras óperas. ¡Qué no decir de las zarzuelas, dónde recordaba haber sido figurante en múltiples obras! ----- Sus recuerdos lo llevaron a la representación de Fausto, por primera vez en el Colón… ¡Cómo podría olvidarlo! Si fue ahí cuando contempló por primera vez a Olimpia danzando en el papel de Cleopatra. ¡Lo recordaba tan bien! Quedó enamorado de aquellos enormes y claros ojos verdegris, de aquel rostro encantador, de su gracia para danzar y expresar en movimiento todo tipo de sentimientos; y entonces, le escribió versos. Al concluir la representación aquella noche, Andrés, lleno de emoción, había comido desde los camerinos hasta la alameda del Teatro Colón a cortar flores de azahar y se las había entregado a Olimpia junto con un poema. En aquellos momentos, más que nunca, recordaba la intensidad de la mirada que Olimpia lo había recompensado. Pero a cambio de sus flores y poemas que le admitía, Olimpia le entregaba madejas de silencio. Andrés se llegó a convencer que, sin ser rechazado, nunca seria correspondido. Su única esperanza era la certidumbre de verla en ensayos y representaciones del teatro. Sólo entonces tenía la sensación de ser feliz. A Andrés se le acumuló aún más la pesadumbre en el alma al evocar el momento en que se enteró que Olimpia 18 |
ya no bailaría, porque se encontraba muy enferma. Y su derrumbe espiritual fue tota cuando le revelaron que Olimpia no podría danzar jamás. Recordaba con amargura esa tarde del mes de septiembre, cuando Olimpia puso en sus manos una carta y unas zapatillas, ¡No le alcanzaría la arena del desierto para contar las lágrimas derramadas desde entonces! Por eso se las ofreció a la Virgen de los Pobres, como última ofrenda. Creyó reconocer el timbre de un órgano, en la ópera Fausto. Advirtió con asombro que el personaje de Margarita encerraba los finos rasgos de la amada Olimpia. Sin poder sostenerse en pie, desesperado, Andrés vio hacia la calle y se frotó los ojos. Al frente de la fonda, surgiendo de un árbol la figura de una mujer se filtró ante él; en sus manos estrujaba una carta y un par de zapatillas. -¡No puede ser! –exclamó. Esa mujer se ha robado las cosas que le dejé a la Virgen de los Pobres… ¡Se parece tanto a Olimpia!- Llamándola a voces, se precipitó fuera de la fonda -¡Olimpia!... ¡Olimpia!... ¡Oliiimmmmpiaaa! El perro negro, que había permanecido hasta entonces echado a sus pies sin moverse, se levantó al oírlo gritar y se acercó a la puerta. Con sus ojos de fuego lo vio correr y perderse en el polvo de la calle de la Floresta, tropezando con las raíces expuesta de los árboles. Luego, el animal dio una vuelta y, haciendo resonar los cascos de sus patas, se perdió en la penumbra de la fonda como un suspiro. Sólo un reguero de azufre quedó en el resquicio de la puerta.
Andrés llegó corriendo a la capilla del cementerio. Sentía el palpitar de su corazón en las sienes. Corría, cayendo y levantándose en pos de la mujer de la carta y las zapatillas. La miró atravesar los llanos de Paloma y de las Ánimas. Siguió por la Calle del Cementerio hasta trasponer la puerta de hierro forjado del camposanto. Motas de luces intermitentes brillaban frente a sus ojos. Apenas si percibió cuando la mujer entró en la pequeña capilla de los muertos. Andrés se precipitó dentro. Sin aliento, buscó con ansiedad en el interior, pero no encontró a nadie. Buscó por todos los rincones. De pronto, se fijó en la tribuna del coro alto y se lanzó hacia las gradas de caracol. Al penetrar al coro lo halló vacío. Agotado, cayó con los ojos vidriados y las manos crispadas sobre el pequeño órgano. A Andrés del Alba, en el último destello de vida, le pareció estar en el escenario del Teatro Colón, vestido de soldado en medio de la escena infernal y reconoció a Olimpia danzando con frenesí las variaciones de Cleopatra. La música y las luces se le astillaban en las retinas de los ojos hasta que todo quedó en tinieblas. Andrés creyó que las luces se habían apagado, pero eran las sombras eternas que caían por última vez sobre su vida. -¡Ay maestro Eulogio! Fíjese que un bolo se entró y lo botó todo –decía una anciana a un hombre en la puerta de la capilla del cementerio.
–Y lo peor es que ya van a traer al muerto para el responso. -Mire, nía Goya, cálmese, voy a ver qué pasa en la capilla. Intrigado, el maestro subió a la tribuna del coro y se sorprendió al ver a un hombre caído sobre la consola del órgano. Decidió bajar del coro para buscar ayuda: a media escalera oyó la voz de la mujer: -Ya están aquí, maestro Eulogio, el entierro está aquí! ¡Apresúrese! Entonces, volvió a subir la prisa. Al intentar retirar del órgano a aquel cuerpo, se percató que era un cadáver. Un estremecimiento le bañó la espalda y el desconcierto le embargó tumultuosamente el alma cuando descubrió su identidad: -¡Pero si es Andrés! ¡Andrés del Alba! –Exclamó- ¡Cómo fue a terminar este patojo! Y anonadado, cargó el cadáver y lo tendió en un rincón de la tribuna. La campana del cementerio repicó. Hombres y mujeres vestidos de negro entraron en la capilla, como espectros fugitivos. El maestro destapó el teclado del órgano y de las ocarinas, gambas, flautas, bordones y orlos salieron los dolorosos timbres de una música fúnebre. Mientras tocaba el músico cavilaba sobre el amigo muerto en la medialuz del coro. El maestro Eulogio había hecho amistad con Andrés desde su niñez, cuando juntos estudiaron música en el Colegio San Buenaventura.
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Sus manos angustiadas acometieron la parte última del rezo litúrgico, las bombardas y los cornos de noche del órgano modularon la marcha fúnebre final. Inesperadamente, al músico le pareció ver un perro negro escabullirse por el caracol del campanario, asustado por los acordes sonoros que inundaban la pequeña iglesia. Solo entonces, el maestro Eulogio comprendió que aquel responso que tocaba era por su amigo Andrés del Alba y las lágrimas empezaron a nublarle la vista. 20 |
Los Tzipitíos y la caña de azúcar Los tzipitíos son seres pequeños que desde tiempos inmemorables han aparecido entre los hombres que habitan el sur de Mesoamérica, y que se divierten a costa de ellos haciendo travesuras. Existen en toda Guatemala. En algunas regiones como las del Quiché, se les conoce como “tzitzimietes”. En la región del oriente, le dicen “Duende” o “Sombrerón”. Y en el norte de las Verapaces y el Petén, “Dieguito” y “Catrincito”. Están ligados esencialmente con la eternidad y la alegría. Sobre todo, como en toda leyenda, también enseñan algo –en este caso, que siempre se debe tener buen humor, aun en los tiempos más difíciles del hombre-.
Estos seres mágicos coinciden con los ritos históricos del mundo prehispánico del grecolatino o mediterráneo y de la concepción de los pueblos afroamericanos. En la costa Sur de Guatemala está muy difundida la leyenda de “los tzipitíos de la caña de azúcar”. Quienes los han visto, aseguran que son pequeños y se aparecen en la época de la zafra, para jugar con los niños de los campesinos y con la caña. Se les ve “enamorados” en los carretones que halan tractores, conducidos a los ingenios y trapiches donde se ha de procesar la caña. Allí, los tzipitíos han sido vistos comiendo melcocha, haciendo trenzas a las colas de los caballos y jugando entre las albura del azúcar; pero en la zafra, cuando se comen las cañas, estas se pudren. | 21
Hace ya varios años, en la Costa Sur, un acaudalado propietario, hablaba gozoso con su hija mayor, frente a sus inmensas tierras: Los Tzipitíos y la caña de azúcar -Mira m’hijo, todo esto es para cuando vos y tus hermanos crezcan. Mi papá aquí sembraba algodón, pero ya no se vende, por eso lo dediqué a cañaverales. La próxima semana vamos a reunirnos varios finqueros para organizar la llegada de las maquinarias al ingenio. Ellos creen que no los quiero ayudar, pero no es eso, sino que les voy a cobrar por el proceso. -¿Y todo este terreno lo compró el abuelo? – quiso saber el niño, que apenas llegaba a los ocho años. -Una parte sí, El abuelo logró comprarlo cuando bajaron los precios porque los alemanes se fueron, pero a ellos se los había cedido el gobierno, así que siempre salió caro- dijo el propietario. -Me contó don Eusebio que, bajo los cañaverales, encontraron unas figuras extrañas hechas de piedrale contó el niño a su padre. -Estas son tonterías de la gente ignorante- le repuso él-, no tenés que estar platicando con los peones, ya te lo he prohibido. -Es que cuando jugamos con José, a veces platico con su papá- dijo el niño apenas, pues fue reprendido severamente por el padre. -Ya te dije que no jugués con los peones ni con sus hijos, 22 |
Que vos vas a ser el patrón un día. -Es que cuando estoy solo en la finca, no tengo con quien jugar. -Pues mejor jugá con los chuchos- repuso su padre, muy molesto. Así, el niño decidió que cuando jugara con José y sus amigos, no se lo contaría a su padre. El tiempo transcurrió y la época de cosecha llegó. La cantidad de caña fue abundante y don Luis prensó que valía la pena haber invertido en la maquinaria del ingenio, pues las utilidades serían cuantiosas y podría comprarle a su esposa un automóvil nuevo y el collar de perlas que le había pedido. Además, podría llevarla a ella y sus tres hijos de paseo a los Estados Unidos, como todos los años. Sus hijos aún eran pequeños. El mayor era Luis, quien tenía el mismo nombre del padre y del abuelo. Sin embargo, los planes de don Luis se vieron afectados por algo muy extraño. Fue el capataz quien llegó con la novedad, para informarle que no toda la caña estaba bien. Don Luis, molesto como siempre cuando las cosas no salían a su satisfacción, se dirigió muy enojado hacia las plantaciones. –Lo que pasa es que ustedes son unos haraganes- refunfuñaba contra don Evaristo-. ¿Qué voy a hacer con tanta gente incapaz? Los empleados, al escucharlo, también se molestaron, pues no era su culpa. Ellos habían cortado bien la caña y fue al amanecer que apreció descompuesta. Pero lo que más les dolía eran los comentarios injustos del patrón.
-Siempre nos echa la culpa, como si nosotros lo hiciéramos a propósito- decían algunos. Mientras su padre se dirigía al campo, el pequeño Luis se quedó jugando en el casco de la finca. Era fin de semana y no tenía que estar en la casa de la capital para ir al colegio, como todos los días.
por favor- dijo José cuando llegaron corriendo. -Buenos días, niño Luis, qué gusto verlo por acá. ¿No se enoja su papá si viene a vernos?- le dijo don Eusebio. -No, no tenga pena. Mejor cuénteme qué son esos animalitos.
-¿Por qué se fue tan enojado tu papá?
-No son animalitos, niño Luis. Son como pequeños hombres que vienen del monte. Son poderosos y están enojados con su papá- repuso el señor.
-Porque se arruinó una parte de la cosecha de la caña- respondió el niño.
-¿Qué hizo mi papá contra esos pequeños hombres?quiso saber el pequeño Luis.
-Esos fueron los tzipitíos- les dijo José-, y la culpa la tiene tu papá, porque no respetó los avisos que ellos le enviaron.
-Nosotros creemos que los hemos molestado. Mi abuelo contaba que hace muchos, muchos años, en este lugar, vivía gente muy sabia. ¿Ha visto las piedras que sacamos el año pasado y que su papá puso en el patio de su casa? Pues dicen los ancianos que los antiguos habían tallado esas piedras para sus dioses y que el sitio de donde las sacamos era sagrado. Una mi tía decía que era el andurrial de sus muertos, Parce que cuando sembraron la caña, molestaron el lugar de reposo de los antepasados y, por eso los tzipitíos están enojados. Antes, les pedían premiso para hacer sus cosas y los respetaban, Ahora, por el contrario, nadie lo hace, ni a ellos ni a los muertos, ni a las obras que dejaron los antiguos pobladores.
Al irse don Luis, José se acercó a su amigo y le preguntó:
-¿Qué es eso?- preguntó el pequeño Luis asombrado y curioso a la vez. -¿No sabés quiénes son los tzipitíos?- Lo interrogó José. -No, no sé- le respondió Luis. -Son como pequeño personajes que hacen cosas a la gente que no se porta bien. Pero no a los niños traviesos sino a la gente grande, no sé cómo decirte. Mejor vamos con mi papá. Los dos niños se dirigieron a la casa de don Eusebio, quien estaba reparando unas piezas de maquinaria cuando llegaron. -Papá, papá, explícale a Luisito quiénes son los tzipitíos,
El pequeño Luis estaba asombrado. Y como siempre, cuando hablaba con don Eusebio, aprendía algo nuevo y certero. “Cuando regrese mi papá le voy a contar”, | 23
-No me explico qué pasa- dijo en voz alta. Su hijo, que se hallaba detrás de la puerta del salón, le dijo: -Yo sé que pasa y cómo podés arreglar las cosas. -¿Qué vas a saber vos, patojo? Andate a tu cuarto o te castigo. -Le respondió don Luis. -No papá, ya sé que pasó con la caña: fueron los tzipitíos. -Respondió el niño. -Callate y a tu cuarto. El niño no insistió más. Espero hasta la cena y de nuevo le dijo a su padre quien, ante la imposibilidad de comprender lo que pasaba, escuchó al niño. La forma de arreglar las coas era devolver intacto todo lo que habían encontrado en el lugar de los ancestros a su lugar original, según la recomendación de don Eusebio. O bien entregarlo a alguien que no sacara provecho de lo que se había encontrado. Don Luis recordó cómo había vendido algunos objetos a unos amigos a una tienda, sin respetar la importancia que tenían para los antiguos pobladores. pensó el niño. Al volver don Luis, su hijo lo buscó para decirle que había encontrado la solución del problema en el cañaveral. Sin embargo, su padre seguía muy molesto en vez de atenderlo, cuando lo vio le dijo que se alejara. Don Luis 24 |
estaba muy preocupado porque la caña se había echado a perder ya a él le constaba que todo el proceso había empezado correctamente. -Busque los objetos que vendió- le indicó don Eusebio-, y luego, entréguelos al museo, allí nadie sacara beneficio y la gente ve con respeto lo que hicieron los antepasados. Don Luis no estaba muy convencido, pero los trabajadores llegaron contándole que otra vez había problemas con la caña. Esta vez las cortaron y, antes de llegar al lugar de destino, se secaron, como si les hubieran chupado el jugo. Así que don Luis decidió hacer varias llamadas por teléfono y, a los pocos días, logró reunir todas las piezas que había tomado del lugar sagrado y las entregó al museo, que había sido fundado por uno de sus vecinos. “Ahora ya sé por qué lo estableció”, pensó don Luis. Efectivamente, a los dos días de entregados los objetos, la caña cortada ya no se estropeó. Don Eusebio dijo que era porque los tzipitíos estaban tranquilos. A partir de entonces, don Luis aprendió a respetar a sus trabajadores y, en especial la sabiduría de los ancianos y los antepasados. Desde esa vez, cuando en el terreno de don Luis se descubría algo antiguo, él mandaba a llamar a uno de los investigadores de la capital y todos los objetos se conservaban en el museo, pues aprendió que los antepasados eran sabios y artistas, y su legado es una riqueza que se debe respetar.
El Xocomil
El Mágico paisaje rodeado de laderas y volcanes que resguardan las azules aguas del lago de Atitlán encierra historias misteriosas y escalofriantes de seres sobrenaturales que describen los elementos formadores de aquel lago.
conquistarla, se convierte en un enérgico remolino para poder verla todos los días al atardecer.
Al parecer los primeros ancestros que crearon los volcanes le pusieron fondo al lago de atitlán, jamás se le ha descubierto desembocadura. En él habita una serpiente emplumada que protege a los peces patín o peces mágicos, que un día Gagavitz y Chetehauh echaron al lago cuando se quedó sin peces, y a los pueblos de origen tz’utujil que habitan en la región. El Xocomil no es más que la fuerza del amor de un muchacho por una patoja que, en su esfuerzo por
Celso Lara Figueroa
Cuando vayas de visita al municipio de Panajachel, no te confíes de la tranquilidad de las aguas cristalinas del lago…. El motorcito del desvencijado camión, de modelo atrasado, seguía runruneando mientras era conducido por la serpenteante carretera de la terracería que bordeaba el lago de Atitlán. En su interior viajaban varios peones de una ficha hacia uno de los pueblos que se encontraban junto a las aguas casi mágicas del lago. | 25
Los peones platicaban narrando historias de las aguas del lago, la fuerza del Xocomil y los seres sobrenaturales que salían de sus escondrijos durante la oscuridad de la noche. Después de una curva muy cerrada, el motor hizo un ruido extraño. -¡es la chamucera! –gritó el conductor, que también era mecánico. El sol sobre el horizonte se tornaba rojo y su fuerza ya no calentaba el ambiente. -Démonos prisa para llegar a una finca, tal vez consigamos con que remolcar el camión, -dijo el conductor, - pero alguien tiene que quedarse el pichirilo – agrego otro de ellos. Las caras de todos los peones se entristecieron por la fama de la montaña, el temor a alguna fiera , serpientes, zancudos, mosquitos, tábanos y el silencio de la noche, que a veces se interrumpía por el bramido de las bestias o el desprendimiento de una roca y el eterno chocar de las aguas del lago contra las piedras. Los mozos decidieron echarlo a la suerte, así que la responsabilidad de cuidar el viejo camión recayó en pedro. El peón no quería , pero el jefe lo convención: -Mañana te doy descanso, podrás irte a tu rancho a ver a tu mujer y a tus hijos, ¿a qué le vas a temer?. Te dejo la llave. Vos juntás un fuego y después de cenar te metes a la cabina subís los vidrios y te podes dormir como en tu rancho-. Sus últimas recomendaciones fueron: - No vayas a tocar las piezas del motor del camión. Casi inmediato se marcharon todos. Antes que la noche se apoderara de lugar, Pedro junto fuego, preparo su café y descanso. Repentinamente, 26 |
alcanzo a ver una llama azul entre las enormes rocas y, al sentir el ataque agudo de los zancudos, se dirigió a la cabina del picop. Hizo un lado las puntas de los resortes salidas del asiento, estuvo un rato meditando sobre su familia y se quedó profundamente dormido. Al buen rato, Pedro escuchó una serie de ruidos que lo despertaron. Estaba en el mismo lugar y parecía que empezaba a amanecer, pero el alba se prolongaba demasiado. No tenía reloj, pero estaba seguro que el sol ya iba a salir, más no aparecía. Inquieto por lo extraño de la situación, abandonó la cabina. Desde la altura en la que se encontraba, se podía ver la majestuosidad del lago, pero no tenía mucha agua., -con tan poca luz, no se ve bien- pensó para sí. Sin embargo, sí podía distinguir que en una de las orillas del lago había un grupo numeroso de guerreros. Pedro nunca grupo numeroso de guerreros. Pedro nunca había visto nada parecido. Los guerreros llevaban pieles tocados de plumas que hacían parecer que iban a salir volando. Se restregó los ojos y miró con mayor atención. Los guerreros llevaban a un prisionero tan lujosamente ataviado como ellos mismos. Los cantos, danzas y rituales llegaron a un frenesí y los guerreros dieron muerte al prisionero con sus flechas y macanas. Pedro alcanzó a escuchar, confusamente, el nombre del tolgom. Los restos del enjoyado prisionero fueron lanzados al centro del lago. Inmediatamente, los guerreros iniciaron una procesión que los llevaría a la otra orilla del lago,
Los guerreros atravesaron el lago en silencio. Dos personas cerraban la procesión, un hombre y una mujer. Los cánticos y rituales llegaban hasta los oídos de Pedro y pudo escuchar que los nombres de éstos últimos eran gagavitz y Chetehauh. Cuando llegaron al lugar que habían elegido, se separó Gagavits. Para entonces, las aguas habían alcanzado su nivel. Las aguas se obscurecieron y empezó a sentirse un fuerte viento que soplaba y estremecía todo el ambiente, hasta que se formó un remolino. Pedro pensó que el remolino crecería hasta dañar a los guerreros que estaban en la otra orilla, pero, en un momento, Gagavitz se lanzó al remolino. Las plumas de su capa y tocado lo envolvieron, mientras su cuerpo se alargaba de acuerdo con las ondas del remolino, hasta que se convirtió en la serpiente emplumada. Pedro quedó profundamente sorprendido. Aquella era como una aparición fantástica y no se explicaba por qué no terminaba de amanecer. Gagavitz, convertido en remolino, se alejó por los cielos y entonces el sol empezó a despuntar. Era tan brillante como si saliera por primera vez para todos los que habitaban el lago. Los guerreros empezaron a conversar con otro grupo ataviado como ellos. Por lo que pedro pudo ver, aunque no escuchaba nada, los grandes señores estaban dividiéndose el lago en dos mitades. Mientras los grupos de guerreros se alejaban, pedro vio unos pescadores bajaban por las laderas del lago y subían
en sus cayucos. No podía distinguir ninguna de los pueblos que conocía, ni tampoco las carreteras. Los pescadores llegaron a cierta distancia de la playa y echaron sus redes, pero las sacaron vacías. -¡qué raro! –pensaba Pedro- a esta hora siempre hay peces, no lo entiendo. De una población que pedro nunca había visto antes surgieron unos hombres. Iban atraviados con capas y tocados de plumas y jade. Llevaban unas tinajas decoradas con peces. Vaciaron el contenido de sus tinajas y, mientras se esparcía entre las aguas del lago, se podía ver que cambiada el colo del agua donde caía el contenido. Poco a poco, el color se fue extendiendo por todo el lago. Cuando llegó a las orillas de los cayucos, los pescadores se veían felices porque sus redes salían llenas de pescados. -¡ellos echaron los peces! –exclamó pedro, cada vez más sorprendió. -¡Pedro, Pedro!, despertá. ¿Qué tenés?, ¿qué te pasó? –preguntaban los hombres que habían llegado por el camión que pedro se había quedado cuidando. Pedro tenía fiebre. Casi no podía hablar y su mirada parecía perdida. Apenas se sentía su respiración y un sudor frío recorría su frente. Miraba a sus compañeros sin verlos. Quienes decidieron llevarlos al hospital de Sololá. La subieron al camión que les iba a servir de remolque y se apreseraron a llevarlo por el camino serpenteante. | 27
-¡esto es cosa de la quebrada! –dijo Atonio, preocupado por su compañero. –No lo hubiéramos dejado sólo. -¡ojalá que se mejore! –añadió Juan. El tercer peón, que iba manejando, permaneció en silencio, tratando de consucir tan rápidamente como el camión remolcado se lo permitía. -A mí siempre me han dicho que hay que andar con cuidado si pasás la noche junto al lago –continuó relatando Antonio mientras viajaban. –Me contaba mi padrino José que un hombre tuvo necesidad de irse por la tarde con su mujer y su hijito a San Pedro La Laguna. Tenían que buscar a un anciano para que curara a su hijo. Le aconsejaron que mejor se esperara porque ya empezaban a sentirse el viento Xocomil, no fuera a ser que se hundieron en el lago. Dicen que, sin entender razones, el hombre subió a su familia al cayuco, pero no pudo alejarse tanto porque, acerca de la orilla, lo atrapó una ola y dio vuelta el cayuco. Los tres cayeron al agua. El hombre sostuvo al niño y nadó a la orilla, pero la pobre mujer se atragantó con el agua, se hundió y empezó a chapotear como pudo. Perdió su corte y listón, y se le rompió el huipil. Por fin, sangrando de abrazo, con las trenzas empapadas, con la mirada perdida y casi sin moverse, logró alcanzar la orilla. 28 |
Cuando llegó la gente del pueblo a ayudarlos, le dijeron al hombre que el Xocomil le había robado el alma a su mujer. Un anciano, que sabía de los secretos del agua, le dio tres golpecitos en el pecho, oyó sonar huecos y supo que adentro estaba vacío. Al regresar, se fue a la casa de la mujer para hacerle beber un brebaje. Después de tomarlo, se volvió tan liviana como el viento así que el marido le ató las trenzas en el mecate de la casa. Después de unos días, la mujer empezó a soltar quejiditos y, poco a poco, la vida le volvió al cuerpo. Ya curada, no quiso saber más de lago y menos del gran viento Xocomil. Juan también tenía algo que contar: -Yo oí la historia del padre Ruíz, que dicen que era el encargado de las misiones del lago y, de vez en cuando, las visitaba. Una vez, en la estación seca, el padre tuvo urgencia de atravesar el lago. En el lugar, solamente había una canoa disponible y los tres lancheros le dijeron que era peligroso salir a esa hora por el Xocomil. El padre de los lancheros eran ciertos. A escasos metros de la playa, zozobraron. Los tres lancheros salieron sanos y salvos. Sin embrago, el religioso no apareció por ningún lado. La canoa apareció averiada por la furia de la tormenta en un lugar muy distante del sitio de la tragedia todo quedó borrado por el mismo manto de la noche negra.
Al fin, los peones llegaron a Sololá y se dirigieron directamente al hospital, para dejar a pedro al cuidado de los médicos. Luego llevaron al taller el viejo camión que había ocasionado tantos problemas. Ese mismo día, la esposa de Pedro, Josefa, también era llevada al hospital, por la madre y hermano de pedro. Un susto más había pasado.
Tocaron y tocaron y la puerta del rancho, pero nadie les abrió: -que mujer tan piedra que no siente –comentó Andrés. El ruido fue tal que acudió la suegra de Josefa y obligó a Andrés a derribar la puerta. La encontraron tirada en el suelo. Trataron de reanimarla hasta que poco a poco fue dando señales de vida. Como ya estaba amaneciendo, la llevaron al hospital de Sololá.
La noche anterior, Josefa se encontraba remendando la ropa de su marido. Ella se acercaba mucho a la débil luz de candil para pasar el hilo por el ojo de la aguja y seguir cosiendo.
Cuando los peones y los familiares de pedro se encontraron en el hospital, no salían de su asombro y no sabían qué significaba todo aquello. Afortunadamente, ambos esposos se recuperaron y relataron sus experiencias a sus amigos y familiares.
A la media noche, oyó que alguien iba bajando por el camino. Pensó que eran los ruidos de algún perro. De pronto, sintió que el corazón de le latía con mayor fuerza, a punto de salírsele del pecho. Los pasos los sintió cerca de su rancho.
Al enterarse de todo lo que había pasado, la gente reafirmó su temor y respeto por aquella quebrada que le había enseñado a Pedro el misterio del viento de Xocomil.
-Ese Pedro –se dijo- dispuso venirse a estas horas de la noche, se quedó esperando que tocara la puertecita, pero los pasos murieron cerca de la entrada. Trató de levantarse y no pudo. La luz del candil se volvió azulosa. Quiso rezar, pero tampoco pudo. Empezó a ver nublado y cayó al suelo. Los perros empezaron a aullar. Andrés, el hermano de Pedro, oyó el golpe contra el suelo y pensó que uno de sus terneros se había salido del corral. -¿sería ese ruido? –dijo Andrés a su mujer y añadió: -despertá a la Josefa que su muchachito no deja de llorar. | 29
El Amor del Sol y la Luna. El Sol y la Luna. Guatemala es un país de misterios y sortilegios. En cada pob lado, en cada aldea y en cada caserío, las leyendas de los orígenes de los animales, de los astros y los árboles están presentes todos los días en los labios de los ancianos contadores de historias que las narran a los jóvenes y niños alrededor del fogón o en los ratos perdidos. Todas las figuras de leyendas forman el panteón de deidades de la tradición oral maya contemporánea que tienen una conexión directa con la profunda religiosidad de los mayas antiguos. Así, el Corazón del Cielo y el Corazón de la Tierra crearon con sus plumas y sus estrellas personajes mágicos, entre ellos en el cielo y los hombres en la tierra. Por 30 |
ello el personaje Tzultak´a, Señor de Valles y Cerros, protege la naturaleza guatemalteca en los cuatro puntos cardinales. Los pájaros fueron modelados por el soplo divino de los Aj´kines milenarios. Las ceibas, el palo de hormigo y la flor de lirola y fueron sembrados como caminos entre el Corazón del Cielo y el hombre. El Sol, que con su fulgor deshila la niebla de las montañas, nació en la tierra con el calor del Corazón del Cielo. Y la Luna, con su luz que envuelve los sueños, fue creada con los arrullos de la gran abuela Ixmucané. Y por el amor nacido entre ellos fueron consagrados como los guardianes del cielo de Guatemala. El Amor del Sol y la Luna. Cuentan que Tzultak´aera el poderoso señor del Cerro
o Dueño del Mundo. El poderoso Señor tenía su palacio en el interior de una cueva, cercana a Cobán, dicen unos, o de San Juan Chamelco, cuentan otros, En su palacio tenía muchas riquezas y atesoraba un espejo de jade, llamado Lem, tan pulido y brillante que reflejaba todo a su alrededor y tenía el poder de mostrar a Tzultak´a cosas que sucedían muy lejos. También poseía tzultak´a otras piezas de gran valor, como flechas con puntas de obsidiana, arcos, lanzas, escudos y muchas prendas de todos los rincones de sus dominios, entre las que destacaba una mágica cerbatana que era capaz de lanzar hasta los confines del mundo, llamada Pubche´. La ruqueza de Tzultak´a era tanta que la compartía con todos. Así, de su palacio se esparcía la abundancia hacia la superficie, por eso brotaba el maíz para alimento de los humanos, y las plantas para sustento de peces, animales y aves. Pero Tzultak´a guardaba un tesoro aún más grande y valioso, era la alegría de su corazón: su bella hija llamada Cana Po. El rostro de Cana Po brillaba con luz propia, era blanco, suave, delicado y de curvas líneas que marcaban un óvalo perfecto. La joven se dedicaba a mantener bello el palacio de su padre, pero se entretenía mucho tejiendo y bordando, por lo que obsequiaba a su padre espléndidos textiles de muchos
colores y diseños. Su talento era tal que su padre guardaba los tejidos en cofres especiales, en un salón aparte del palacio. Cana Po salía a tejer fuera del palacio para inspirarse en las aves y en las plantas. Un día, observó a un joven muy apuesto que, al parecer, era un cazador porque llevaba cargado un venado. En ese tiempo, las personas comían carne de animales cazados en los bosques, por lo que solamente los atrapaban para alimentarse. Cuidaban que las presas fueran adultas y, de preferencia, machos para cuidar las hembras que protegían a las crías. El nombre del cazador era Xbalamk´e. A la joven le pareció que Xbaalamk´e era un muchacho muy guapo y que su rostro también poseía luz propia. Las miradas de ambos se cruzaron y, casi sin saber cómo, estaban enamorados uno del otro. Xbalamk´e era buen cazador, pero deseaba impresionar a Cana Po, para que cuando pidiera su mano, el gran Tzultak´a no tuviera más remedio que aceptarlo como yerno, Para lograrlo, empezó a pasar todos los días frente a la cueva que daba ingreso al palacio de Cana Po, llevando un venado sobre sus hombros. La joven, que deseaba disponer favorablemente al gran Tzultak´a hacia el muchacho, le comentó que desde hacía varios días veía cómo pasaba frente a la cueva un apuesto arquero y cerbatanero que, sin falta, llevaba un animal sobre sus hombros. Tzultak´a escuchó con atención, epro también con | 31
preocupación. Su hija ya no era una niña y, sin equivocarse, adivinó que estaba enamorada. El poderoso Señor pensó en desacreditar al joven frente a los ojos de la doncella sin hacerle daño, pero para mantenerlo lejos de su amada hija. Así que le dio un consejo a Cana Po. -Hay que tener mucho cuidado con ese hombre, puede ser engañoso. Debemos analizarlo en alguna forma, hasta que estemos seguros si su actitud es sincera. Tzultak´a le indicó a su hija que buscara agua de nixtamal en la que se cuece el maíz, y que la dejara tirada frente a la cueva, en el camino por donde acostumbraba pasar Xbalamk´e. La joven siguió las instrucciones del sabio padre y, al día siguiente, Xbalamk´e pasó muy entretenido viendo a Cana Po, por lo que no se dio cuenta de que el terreno que iba pisando estaba resbaloso por el agua de nixtamal. Se resbaló y cayó. Al caer, descubrió su secreto: llevaba un cuero de venado relleno con ceniza y era el mismo que le había estado sirviendo para engañar a la joven. Lo que había ocurrido era que, por estar pensando en ella, Xbalamk´e ya no cazaba nada. Cuando su artificio quedó en evidencia, Cana Po pensó que era simplemente un engañador y se rio de él. Xbalamk´e se retiró completamente avergonzado. Mientras Cana Po le contaba a su padre lo sucedido, el sabio Tzultak´a le confirmaba que siempre debía tener cuidado con los hombres. En el momento en que Xbalamk´e quedó en evidencia. 32 |
También dejó caer una semilla de tabaco frente a La cueva que daba ingreso al palacio de Cana Po. La semilla germinó avecillas para saborear el néctar de sus flores. Xbalamk´e tenía tanta vergüenza que dejó de pasar frente a la cueva que daba acceso al palacio de la muchacha. Sin embargo, estaba tan enamorado que se escondía entre los árboles para verla desde lejos. Un día notó que la mata de tabaco era visitada por numerosas aves y que Cana Po las observaba para hacer diseños en sus tejidos. Esto le sugirió otra forma en la que podría declararle su amor a la doncella. Un joven cazador le habló a un gorrión y le pidió le prestara su plumaje para poder utilizarlo y así poder acercarse hasta la planta de tabaco. El gorrión no quiso acceder, pero después de tantos ruegos de Xbalamk´e, quedó convencido. A cambio, Xbalamk´e le permitió envolverse en unas hojas de ceiba. Xbalamk´e, además de cazador era un hombre con poderes sobrenaturales. Se puso el plumaje y, de inmediato, se convirtió en un gorrión y fue a posarse sobre la planta de tabaco, donde Cana Po pudo verlo y lo estuvo observando durante todo el día, mientras reproducía las hojas de la planta en su tejido. Luego, le dijo a su padre que le gustaba mucho la avecilla que estaba sobre la planta y que la quería. Tzultak´a dijo a su hija que lo iría a cazar con su cerbatana (Pubche´), con la cual hizo un disparo con suavidad, que solamente desmayó al gorrión. El pequeño pájaro cayó
al suelo, Tzultak´a lo recogió y lo llevó a su hija, quien lo introdujo en la jícara donde guardaba los hijos que le servían para tejer. Cuando el gorrión volvió en sí dentro de la jícara, empezó a piar. Ella lo tomó entre sus manos y cuando terminó de tejer, se los puso sobre su huipil.
Pero Xbalamk´e cometió un error. Cuando sontenía el espejo, mientras lo ahumaba, sus dedos habían quedado marcados en él y no permitieron que esa parte se cubriera de humno y así fue como Tzultak´a pudo observar por donde huían los jóvenes.
Al anochecer, Cana Po se llevó al gorrión a su alcoba. A la media noche, Xbalamk´e retomó su forma natural y se manifestó a Cana Po. La joven se asustó, pero estaba muy contenta de ver nuevamente a su amado. Él le dijo que deseaba casarse con ella, pero quería llevársela en ese momento. La joven estaba dispuesta, porque después de haber dejado de verlo, sabía que lo extrañaría de una forma extraordinaria, a causa de su amor por él.
Muy enojado por la burla, Tzultak´a dijo:
Xbalamk´e le pidió que fuera a traerla y que además consiguiera chile y lo moliera. Después echó suficiente chile molido dentro de la cerbatana y la fueron a dejar al mismo lugar donde Tzultak´a la guardaba. Luego, Xbalamk´e y Cana Po huyeron en la oscuridad de la media noche. Al siguiente día Tzultak´a llamó a su hija, pero ella no respondió porque ya se encontraba muy lejos huyendo con su amado. Dispuso cerciorarse del motivo por el cual no aparecía su hija y se dio cuenta que no estaba en el palacio. Se imaginó inmediatametne que Xbalamk´e se la había llevado y se enfureció tanto que inmediatamente fue a buscar al Lem, pero se encontró con que estaba completamente ahumado por el pom y el copal, por lo que no podía ver nada con claridad.
-Con mi poderosa arma yo les voy a dar alcance. Y agarrando a Pubche´ aspiró bastante aire para sobplar ocn más fuerza. En ese momento, se tragó todo el polvo del chile y cayó al suelo desmayado. Se estaba ahogando y tosía desesperadamente. Cuando Tzultak´a se repuso y se dio cuenta que no podía alcanzar a los jóvenes con sus propias fuerzas, llamó a su amigo el Cagua Kak, que es el rao, y le explicó la razón de su llamado, pidiéndole que persiguiera a aquellos que se habían burlado de él. Cuando el Tzultak´a pidió al Cagua Kak que persiguiera a Xbalamk´e y a Cana Po, ya se encontraban cerca del gran lago de Izabal, huyendo de la persecución. Cagua Kak pudo controlarlos, pero ellos se escondieron en los caparazones de unas tortugas. En ese momento cayó con fuerza el hacha del rayo y partió en mil pedazos el caparazón de la tortuga donde se ocultaba Cana Po. Por los fuertes vientos y la lluvia los pedazos fueron cayendo dentro del agua. Al día siguiente, cuando Xabalamk´e se repuso y salió de la concha donde se ocultaba, se dio cuenta que su amada Cana Po estaba hecha pedazos. Entonces llamó a las libélulas y a las aves para que, con guacales, | 33
reunieran aquellas partículas y las fueran depositando hasta llenar trece tinajas. En esas tinajas colocaron las partículas de Cana Po y las cubrieron. Xbalamk´e pidió a una anciana que vivía cerca del lago que le guardar las trece tinajas y que no fuera a abrirlas, porque el volvería dentro de trece días.
guardaban las tinajas y en el camino abrió una de ellas de donde salió una serpiente grande, venenosa, llamada nauyaca que lo asustó. Él salió corriendo y el contenido de las tinajas se fue regando sobre la superficie de la tierra, hasta que se salieron todos los animales que iban a ser lanzados al gran lago.
Durante todo este tiempo, la anciana estuvo muy inquita, no podía dormir ni tenía tranquilidad a consecuencia de que se oía una serie de ruidos, chillidos y golpes muy raros que procedían d elas tinajas, pero no se acercó a curiosear para ver lo que había adentro. Cuando regresó Xbalamk´e, al décimo tercer día, la anciana se puso muy contenta y le dijo que se llevar inmediatamente aquellas vasijas porque le causaban mucho espanto.
Cana Po también había heredado parte del gran poder su soberano padre Tzultak´a. Así que, una vez abiertas todas las tinajas, retornó a la vida. Xbalamk´e, después de los trece días de preparación, ya estaba en pleno uso de sus extraordinarios poderes, así que llamó a un cabro y un venado para que le ayudaran a darle su forma original a Cana Po. Xbalamk´e quedó complacido, la tomó de la mano y ambos ascendieron al cielo como esposos. Ahora, allá en el cielo vive Xbalamk´e que es el Sol, que alumbra de día, y Cana Po es la Luna que brilla de noche.
Xbalamk´e había reunido todo su poder y empezó a destapar una por una las tinajas. Cuando levantó la tapa de la primera tinaja, vio sólo serpientes de toda clase; en la segunda había lagartijas y otros reptiles, la tercera tenía solo animales ponzoñosos; en la cuarta, quinta y en todas las demás había avispas, tábanos, alacranes, arañas, murciélagos y otros animales diferentes. Cuando llegó a la penúltima tinaja, Xbalamk´e estaba desconsolado y pensó que nunca iba a volver a ver a Cana Po. Por ello, pidió a un hombre que se llevara todas las tinajas y echara sus contenidos dentro del agua del lago. Pero este hombre tenía curiosidad por ver lo que 34 |
El carruaje de la muerte
El carruaje de la muerte Cuentan en los pueblos y ciudades de Guatemala, desde tiempos inmemoriales que después de la Hora de las Animas, a las ocho de la noche, sin que nadie se acuerde de haberlo visto, se escucha en el empedrado de las calles, el agónico rodar de las chirriantes ruedas del carruaje de la muerte, que guiando a sus negros cabellos va a buscar las almas de los moribundos Dicen que a veces uno puede ver este carretón en caminos, veredas y calles. Tenga cuidado porque usted puede encontrarlo en una noche obscura de invierno. Era de noche. La oscuridad corría por las calles de la ciudad, apenas rasgada por un minúsculo níspero
eléctrico que a cada dos cuadras lanzaba bostezos de luz desde lo alto de un poste de madera. Hacía mucho que el reloj del hospital había marcado la hora de las ánimas, y el silencio se acurrucaba para dormir en los resquicios de las puertas. Aquel hombre caminaba con rapidez persiguiendo sus propias pisadas que huían en las sandalias del eco por los callejones. Diríase que temía a su soledad por la agitación y cautela con que se deslizaba. De pronto asustado, se escondió en el dintel de una casa. Un redoble de cascos de caballos y ruedas de carruaje le sobrecogió. | 35
Prestó volvió la cabeza y ante sus ojos atravesó un coche tirado por grandes corceles. Negro como las angustias del alma, el carruaje se iba tambaleando sobre el empedrado. Era tan oscuro que los aullidos de los perros que estallaban por donde pasaban, se convertían en oscuridad y se enredaban entre los rayos de sus ruedas.
-No sé algo había de extraño en él: Los caballos, su color, la prisa que llevaba, en fin, y lo peor es que casi me atropella. – buen… ahora que me lo decís como que me acuerdo que nía Chavelita me conto hoy que desde hace días ha estado oyendo pasar por aquí un carruaje. Aunque nunca lo ha viso, dice que los chuchos aúllan cuando pasa. No te preocupes, vení a comer.
El hombre no vio cochero alguno, pero oyó restallar el látigo en la espesura de la -noche. – ¡Qué extraño! –se dijo- ¿Un carruaje todo pintado de negro, corriendo por estas calles? ¿a estas horas y con tanta prisa? Nunca había visto algo así.
El hombre se llamaba Juan Alarcón. Vivía con su madre y su abuela en una estrecha casa del barrio del santuario de Guadalupe y trabajaba en los almacenes de don Lorenzo Sánchez. Ganaba muy poco, pero lo suficiente para ayudar al sostenimiento de la casa; su madre lavaba ropa en varias casas grandes y su abuela entretenía sus años haciendo cigarros de tusa que vendía en la tienda de la esquina de la calle de Mercaderes.
Al perderse el retumbar del carruaje del abismo de sus oídos, salió de prisa, camino otras cuadras y doblo en la calle de Guadalupe. Extrajo del bolsillo una llave, abrió la puerta y se hundió en la ráfaga de luz que se asomó por ella. - ¡Ay hijo mío! gracias a Dios que ya viniste –exclamó una mujer que salió a su encuentro. – Lo ciento mamaíta – contesto recién llegado-pero hoy se acumuló el trabajo y no puede salir a tiempo ¿cómo siguió la abuela? -igual, ni mejora ni empeora… En fin… Dios dirá, pero mijito ¡cuánta hambre has de traer! Vení a tomar café. – Mire mamaíta – preguntó Juan - ¿oyó acaso el carruaje el carruaje que acaba de pasar? ¡que prisa la que llevaba! -No, yo no escuché nada, talvez porque estaba en la cocina. ¿y que tenia de raro? 36 |
Sin embargo, aquellas manos habían cesado de enrollar cigarros y lujar la tusa. Una fuerte calentura la había postrado en el lecho. Sus precarias fuerzas se extinguían como flor de amate. Pero los cuidados y las medicinas caseras lograron que aquella vida no se apagara. Una noche, cuando Juan regresaba del trabajo, su madre le dijo: - Juanito, tengo una mala noticia que darte. - ¡Le paso algo a la abuela! - exclamó Juan. ¡Dios nos ampare! ¡Ni lo digas! –Entonces, ¿qué pasa? –Hoy en la tarde vino a verme la señora Felipa… Fíjate que quiere que desocupemos la casa para el sábado; me dijo que la necesitaba porque viene un su hermano
de Quiché. - ¡Ah! –protestó el joven- si tan solo nos hubiera avisado antes. Hoy es martes, y con lo que cuesta conseguir casa desocupada… Yante todo, el tiempo que no tenemos para ir a buscarla. Ya veremos cómo arreglamos esto mamaíta, no se preocupe. Vamos ahora a dormir que estoy muy cansado… Hoy volví a ver aquel carruaje negro que le conté. Pasó por la calle de Guadalupe como alma en pena. Viera que ya me está dando miedito. –Mejor acostate Juanito y descansá son las penas las que nos hacen ver cosas…
pedido la casa, hemos estado en la pena de buscar un lugar a dónde pasarnos y vea que no hay manera que lo encontremos.
Los días siguientes, después de dejar a la abuela al cuidado de su madre Elena, nía Sofía salió a recorrer lo barios de busca de una casa donde comenzar a vivir de nuevo. Camino y camino por las aceras de laja y las avenidas empedradas jugando al escondite con los cuatro puntos cardinales, hasta que el sol destiló su claridad tras las montañas. Pero no encontró adonde trasladarse.
-Gracias, nía María, iremos a verla en este momento –dijo Juan-.
El viernes salió acompañada de Juan, que consiguió un permiso de don Lorenzo. Llegaron a la plaza de las Victorias, cuando ya empezaba a oscurecer. En la esquina norte una anciana con una estufa de latón, alimentada con leña, vendía tacos, enchiladas y dobladas de queso. Madre e hijo se acercaron. - ¡Dichoso los ojos que la ven nía Sofía! -exclamó la mujer-. ¿Por qué no ha llegado a lavar a la barranca? ¡Ve pues! Qué grande está el Juanito –continuó- si ya está hecho un hombrecito. - ¡Ay nía María! –repuso la madre de Juan- ni le cuento… figúrese que nos han
- ¡Mire, pues! –dijo Nía María- Dios me puso en su camino. Precisamente hoy, en la casa donde yo vivo, allá por la calle de la escuela Politécnica, cerca de la Recolección, desocuparon unos cuartos. Si quiere los va a ver y si le gustan se queda. Le digo que quienes allí vivimos somos gente buena, sencilla pero trabajadora y eso sí, ¡muy honrada!
-No faltaba más Juanito, cómanse antes un su taquito… pero vamos, siéntese aquí conmigo en la grada. -Ahora que la miro, nía María, quiero preguntarse algo –dijo Juan-. ¿No sabe usted de quien es un carruaje negro por grandes caballos? Yo lo he visto ya varias veces por la calle de la flecha. ¡Y que susto me ha metido! -Pues mirá mijo –contestó la anciana taquera-, yo no sé si será cierto, pero me contaba mi mamaíta que cuando se aparece un carruaje como el que decís alguien está por morirse. A veces lo he visto por san Sebastián. Pero ¿de qué te asustas? Vos estás muy patojo para pensar en morirte. -Bueno, nía María –dijo Juan- ya se nos hizo tarde. Vamos a buscar la casa.
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-Gracias por todo –asintió nía Sofía mientras se alejaban. Madre e hijo se atravesaron la plaza y por la calle de las Chicherías, se encaminaron al norte. Llegaron al lugar indicado, que en verdad era una casa grande. Después del pequeño zaguán, los cuartos se alineaban alrededor del patio. Tres eran los cuartos disponibles, justo los que necesitaban, y tenían una ventana hacia la calle, como les había indicado don Chente, un anciano amable. Juan arregló con él los pormenores del arrendamiento. El sábado, muy de mañana, se trasladaron a la nueva vivienda. Sus pocas pertenencias las transportaron en la carreta del tío Locho, cuñado de la nía María. Después de abrigar con sumo cuidado a la abuela, para que no le agarra un aire, los tres abandonaron el barrio de Guadalupe. Fruente a la nueva casa se encontraba el edificio que ocupaba a la Escuela Politécnica, y sobre la calle del Olvido se erguía imponente el templo recoleto. La pequeña se encontraba a gusto en su nuevo lugar. Cuando la ciudad se echaba el manto de la noche sobre los volcanes, y podía oírse el paso del tiempo en los tejados, los moradores de la casa salían al corredor y se reunían a conversar alrededor de un brasero, en cuya parrilla recalentaban pan y hervían café. Todos participaban regularmente de esta reunión nocturna. A Juan le fascinaba sentarse en la grada del corredor y ver a través de las colas de quetzal el vagar de las estrellas. 38 |
Él observaba cómo la luna pintaba sombras en el patio y hacía verte luz de la vieja fuente. Aspiraba con deleite el perfume de las flores del desordenado jardín. Una paz inmensa lo invadía. Hablaban de todo, pero el tema inagotable que casi siempre abordaban, sobre todo cuando llovía o no había luna, era el de las viejas consejas de ánimas en pena y aparecidos. Y esto era lo que más atraía a Juan. -Pues yo también oí a la llorona –decía una vecina, después de haber escuchado varias narraciones sobre espantos en las calles y en la misma casa donde vivían, allá por el Amate, cerca de las cinco calles, entonces vivía yo por el barrio del Calvario. -También a mi hermano y a mí nos asustaron –apuntó don Chente continuando la charla-. Estábamos sentados en una esquina de la Recolección una noche platicando, cuando en eso vimos un carruaje negro halado por enormes caballos que por poco nos somata, y que pasaron casi por las calles de los Recoletos. Con sus cascos hacían tal ruido que los chuchos del barrio no dejaban de aullar. Al ver aquello nos entró un susto, que apenas si pudimos regresar corriendo a la casa y… ¡de esto hace ya mucho tiempo! Pero dicen que ese carruaje negro todavía sigue apareciendo por las calles de la ciudad. -Sí –agregó nía Licha, la inquilina más antigua de la casa- yo también lo he visto, y vaya carrereadas las que me ha metido. Once campanadas dio un reloj en uno de los cuartos.
- ¡Qué tarde es ya! –dijo nía María levantándose- me voy a acostar. Buenas noches les dé Dios. -Nosotros también nos vamos a dormir. Que descansen bien. Y el grupo se disolvió con los ojos cargados de sueño y el alma preñada de miedo. - ¡Válgame Dios! –pensaba Juan mientras se desvestíaesta gente lo hace morirse de miedo a uno con las cosas que cuentan. Una noche del mes de mayo, estaba Juan trabajando en las cuentas del almacén a la luz de un candil colocado al pie de la ventana del cuarto que les servía de sala. Había asistido en la reunión en el corredor, pero se había retirado antes de que concluyera. Además, la abuela estaba nuevamente enferma y quería velar por la tranquilidad de su sueño, pues su madre regresaba agotada de tanto lavar y se dormía pronto. Era ya muy tarde y el silencio lo envolvía todo. Los grillos no cantaban y densas nubes cerraban como una tarlatana el cielo robándose el fulgor de la luna. Un viento helado hacía vibrar los cristales de la ventana. A ratos, ondulaba en la atmósfera el fúnebre canto de un búho que estremecía al joven. Cuando el silencio era más denso, oyó los doce bronces de la mitad de la noche, tañidos por el grito del búho que oficiaba de funesto campanero. A lo lejos oyó el rodar de un carruaje que se acercaba a toda prisa. Se percibía
cada vez más claro el trotar de los caballos. Juan calculó que estaría por la calle del olvido a la altura del tiempo, que luego doblaría por la calle de la Escuela Politécnica y, asombrado, se dio cuenta de que el coche detenía la carcha junto a su ventana. ¿Quién podrá ser? –caviló-. –Decidió abrir la ventana. Pero al escudriñar en el espacio de la calle, un suspiro angustioso escapó del cuarto donde dormía la abuela. Asustado quiso ir inmediatamente, pero el ruido del carruaje, que emprendía la marcha en ese momento le detuvo. La luz del candil se extinguió. El canto del búho se oyó más trágico. El perro de don Chente aullaba espantado. El miedo y el silencio se colaban en la habitación. De golpe, abrió la ventana y logró ver con claridad el carruaje: totalmente cubierto de negro y tirado grandes caballos color azabache. Luctuosos crespones a adornaban a los fogosos corceles. Un cochero sumergido en la tinta de la noche asía chasquear su látigo sobre el lomo de los animales… Oscuridad densa…suspenso infinito… dando tumbos por el empedrado de la calle, el coche se iba convirtiendo en lejanía, hasta que la vos del viento lo consumió. El búho cantaba con mayor intensidad, la luna presa de pánico se ocultó tras la cúpula de la iglesia, cuyos vitrales saltaron hechos un enjambre de luz mientras el perro seguía aullando en el patio. | 39
Juan se alejó de la ventana; sus ojos extraviados trataban de apoyarse en algo claro; el frío lo azotaba como una mañana de noviembre. Con trabajo, encendió nuevamente el candil, se precipitó al cuarto contiguo y se arrojó al lecho de su abuelo. Sus presentimientos se cumplían: ¡la anciana había muerto! - ¡Dios mío! –exclamó- ¿estaré soñando? Ese carruaje que vino ¡era el carruaje de la muerte! Y se llevó a la abuela. - ¡Dios mío, no es posible! A sus voces despertó nía Sofía. - ¡Mamaíta, mamaíta, despiértese! La abuela acaba de morir –gritó el joven. Su voz como si se saliera de un sueño se quebró en sollozos, sin poder hilvanar más palabras. El llanto desesperado de ambos bañaba la sábana de lecho de la abuela; mientras en el patio el perro seguía prendiendo en las estrellas sus alaridos y el búho se hacía eco con su canto desde un lugar del destino.
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El origen del maíz
El nacimiento del maíz en Guatemala El envoltorio mágico que es Guatemala tiene como uno de sus nudos más amables y tiernos al maíz, que ha dado alimento a quienes han vivido en este suelo fértil desde los albores de los tiempos y los sueños. El maíz, descubierto en Guatemala, en la región de Paxil, ubicada en el actual departamento de Huehuetenango, ha generado múltiples leyendas, consejas, mitos y ritos entre los forjadores que pisaron Guatemala, desde los primeros destellos de la historia hasta los días actuales, que se esparcen por todo el país. En los cuatro puntos cardinales, pero sobre todo en el occidente, en donde vive el pueblo maya con todo su esplendor resguardado mitos y actualizando ritos.
Leyendas misteriosas y místicas de intensa originalidad son el punto de partida para entendernos los que nos cobijamos con el arcoíris que es nuestra Guatemala. He aquí algunas de ellas espigadas en la geografía del occidente de Guatemala que con variantes, se encuentran en los municipios de San Martín Sacatepéquez, San Andrés Itzapa, Jacaltenango, San Sebastián Coatán, Nebaj, Tectitán, Sipacapa, Santa Bárbara Huehuetenango y Colotenango. Santa María Visitación En las faldas del volcán San Pedro, situado en San Pedro La Laguna, Sololá, hubo hace mucho tiempo una roca muy grande. El arcángel San Gabriel dispuso hacer un regalo a los habitantes de aquella región enviando | 41
con todas sus fuerzas un rayo que la destrozó, dejando al descubierto una gran cueva llena de mazorcas de maíz. Unos cuervos que deambulaban por esos lugares, al escuchar el estruendoso impacto en la piedra, se apresuraron a llegar a aquel lugar, en donde encontraban gran cantidad de mazorcas de maíz que se quemaban a consecuencia de la descarga eléctrica. Con suma rapidez, lograron sacar suficiente cantidad de mazorca aun sin quemar y las llevaron a la cima de las rocas más altas, dejando en la cueva únicamente el maíz transformando en carbón que de nada les servía. También, los gatos de monte escucharon el estampido del rayo y se aprestaron a localizar el lugar de donde provino. No les llevó mucho tiempo descubrir la cueva y, como se les habían adelantado los cuervos, únicamente encontraron maíz quemado, del que consumieron una gran parte. En Santa María Visitación, los seres humanos atravesaban por escasez de alimento, ya que el Palapam (Ceiba) que consumían se agotaba y se preocupaban grandemente por localizar un nuevo alimento que lo satisficiere. Un vecino, que cortaba leña en un cerro cercano, vio que a su lado un gato del monte comía algunos granos, quiso cazarlo y llevarlo a su casa para comérselo con su familia, pero éste se le escabulló y desapareció entre los matorrales. Muy curioso, el vecino vio que el gato de monte dejó unos granos desconocidos para él. Con toda rapidez se 42 |
dirigió al pueblo a contra a los vecinos lo que había visto y llevó como prueba los granos que había encontrado. Los vecinos decidieron atrapar cuanto gato de monte hubiera en las montañas y salieron en busca de ellos. Lograron agarrar solamente a seis animales y los castigaron fuertemente para que dijeran en donde obtenían los granos., pero como no quisieron decirlo, prepararon una hoguera y sobre esta los colgaron de cabeza, suspendidos por una cuerda que prendía de la rama de un árbol. Los pobres animales no soportaron la tortura y se vieron obligados a decir en qué lugar estaba el maíz. Los hombres del pueblo prepararon el viaje y se dirigieron a la cueva, en donde, efectivamente, hallaron muchos granos quemados. A pesar de ello, cada quien tomó cuanto pudo y lo trasladó hasta su casa para sembrarlos en sus terrenos, lo que sin pérdida de tiempo hicieron. La cosecha de maíz fue abundante, pero de color negro; sin embargo, lo consumieron hasta valerse de el para subsistir, abandonado así el palapam. Más tarde, los cuervos supieron que aquellos hombres se alimentaban de maíz y se disgustaron, pues no querían que nadie más que ellos comiera de sus granos. Dispusieron destruir las milpas, pero fueron descubiertos por los agricultores, quienes los atacaron, por lo que los cuervos tuvieron que huir. Los agricultores no se conformaron con rechazar las aves destructoras; sino deseaban averiguar el motivo
por el cual los cuervos querían destruir sus siembras y procuraron agarra a uno vivo. Cuando lo tuvieron en sus manos, le impusieron un castigo tan doloroso que no pudo soportar, por lo que se vio precisado a decir que él y los demás de su especie poseían mejor maíz y de color amarillo. Los agricultores siguieron interrogando al cuervo para que dijera en qué lugar guardaba su maíz y, como se negaba a responder, hicieron una hoguera y amenazaron con quemarlo, pero lo dejaron atado de tal forma que pudiera escaparse para observa hacia donde se dirigía. El cuervo logró desatarse y huir. Los agricultores se habían ocultado detrás de varios árboles para observar hacia dónde volaba. Al fin, el cuervo llegó a su nido. Los agricultores lograron observarlo y, cuando estaba en busca de alimento y dejó libre el nido, subieron hasta él y encontraron el maíz amarillo. Lo tomaron y lo usaron como semilla de siembra. Al cabo de un año, ya tenían una buena cosecha y fue el maíz que heredaron a sus generaciones, siendo el alimento que hasta la fecha se estima de mayor valor en Santa María Visitación. San Andrés Xecul Cierta vez, un cuervo muy hambriento dispuso salir en busca de alimento hacia tierra lejanas, pues no encontraba como saciar su apatito. Fastigado de tanto volar, regresó hasta su nido a reposar y reponer las energías perdidas. Su hogar lo había construido estratégicamente en la cima de las rocas más altas de
San Andrés Xecul, Totonicapán, con el objetivo de no ser interrumpido cuando se dedicaba a descansar. Dormía plácidamente en medio del silencio que por esos lugares reinaba, cuando su sueño fue repentinamente interrumpido. Escuchó grandes estruendo que provenían de adentro de la roca y, como eso no era usual, le produjo una impresión de miedo. Pero supo dominarse y al instante se repuso. Como no había nadie por los alrededores a quien contarle lo sucedido, dispuso cerciorarse por sí mismo de la causa de los ruidos. A pesar del cansancio y hambre que padecía, empezó a probar romper la roca con su pico, cosa que no logró por la solidez de la misma. Recordó el cuervo a su amigo el pájaro carpintero (tuc tuc), y pensó que posiblemente le ayudaría a taladrar la roca. Cuando nuevamente se encontraba en condiciones de poder volar, se remontó a los aires dirigiéndose a los bosques en busca de su amigo. Cuando lo encontró, después de relatarle lo que le ocurría, le pidió ayuda para perforar la piedra, pues lo intrigaba aquel raro acontecimiento. El pájaro carpintero prestó su ayuda que su amigo requería y ambos se encaminaron hacia la roca, en donde sin pérdida de tiempo empezó a taladrarle valiéndose de su resistente pico. Éste, después de gran trabajo, vio culminado sus esfuerzos, pues logró abrir un pequeña abertura y por ella, para sorpresa de ambos, salieron granos y mazorcas de maíz, que cubrieron totalmente el nido del cuervo. | 43
Al caer la mazorca, muchos granos se desprendieron de ellas y los dos pajarillos decidieron comerlos; como les agradó el sabor siguieron comiéndolo hasta la saciedad. El cuervo hubo de construirse nuevo nido, pero ello esta compensado con aquel valioso descubrimiento, pues ya no habría que buscar alimento por todos lados y esto lo satisfacía.
hasta que en cierta ocasión, algunos vecinos del pueblo observaron que un garo montes comía de unos granos, lo que les movió la curiosidad. Al preguntarle al gato que cosas era aquello, respondió que eran granos de maíz, los cuales traían de una cueva situada en las afueras del pueblo. Los vecinos, pidieron al gato les mostrara esa cueva, a lo que el gato accedió gustosamente.
Los dos pájaros visitaban constantemente aquel lugar, llevando en el pico y en las alas muchos granos de maíz, los cuales con la acción del vuelo caían dispersos por doquier. De esa manera, muchos campos resultaron saturados de plantas de maíz, de las que se nutrían los pájaros.
Los vecinos no podían acompañar al gato montés, porque era muy rápido para correr y por ello, designaron a un piojo para que lo acompañara. Al emprender el viaje, el piojo se subió sobre el lomo del gato, pero no soportó las sacudidas de su cuerpo y se cayó al suelo. No pudo darse cuenta que rumbo tomó el gato y desconsolado regresó a su pueblo. Aquellos vecinos dispusieron que una pulga empañara al gato en su nuevo viaje. Como éste corría velozmente, también la pulga se desprendió cayendo al suelo, pero más lista que el piojo, de un brinco se prendió de nuevo al gato y asiéndose fuertemente llegaron a una roca de pequeñas abertura en donde el felino sacio su apetito con el maíz.
Entre los humanos que habitaban aquellos contornos, nadie se dio cuenta de cómo, cuándo y por qué aparecieron aquellas plantas en sus terrenos. Aunque nunca lograron una respuesta a estas peguntas, también ellos, teniendo el maíz a su disposición, lo probaron y, al igual que a los pájaros, les gustó su sabor y continuaron sembrándolo. Le presentaron al mismo tiempo grandes atenciones y rápidamente el maíz se propagó por todos lados hasta llegar a sembrase en grandes proporciones, siento hasta el momento el alimento preciado en San Andrés Xecual. San Ildefonso Ixtahuacán Los antiguos vecinos de San Idelfonso Ixtahuacán, Huehuetenango, se alimentaban comiendo la raíz de una planta denominada txetxina. No comían el maíz y pasaban muchos trabajos para encontrar sustento, 44 |
Con esta información, el vecindario acudió a aquel lugar y constató que todo era verdad, pero no le fue posible penetrar en la cueva y teniendo necesidad del grano, acudió a los pájaros carpinteros para que con su fuerte consiguieron por la dureza de la misma. No obstante, con su pico largo pudieron obtener unos granos de maíz que consumieron ellos mismos. En vista de que los pájaros carpinteros fallaron en su
intento de abrir la entrada a la cueva. Todos los vecinos acudieron al “rayo blanco” para que él, con su poder, lo lograra. Este, a pesar de que dejó caer su descarga con todas las fuerzas, no logró destruir la roca que cubría el paso a la cueva y entonces, los vecinos optaron por llamar al hermano menor de éste, el “rayo colado”. El pequeño rayo, al darse cuenta del fracaso de su hermano, se rió de él y para demostrarle que era superior, lanzó una descarga con toda su furia destruyendo la roca, la que dejó al descubierto los granos. Los vecinos tomaron todo el maíz que pudieron y lo condujeron a sus casas, habiéndolo utilizado como semilla en sus siembras, las que rápidamente reprodujeron gracias al cuidado que les brindaron. Al recolectar la cosecha, abandonaron el txetxina para alimentarse únicamente de maíz.
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La niña del Día de Finados El día de finados Allá por el siglo XIX, en el atrio de la catedral de la ciudad de Guatemala, un ambiente frío le daba la bienvenida a los aires del mes de noviembre y el ansia de disfrutar el delicioso fiambre se hacía presente. Sucedió algo que se repite año con año desde esa época. Se aparece una dama vestida de negro, de aspecto frágil y delicada figura. Quien cruza su mirada con la de ella, puede percibir en sus ojos una profunda angustia. Se le ve antes del último toque para la misa de las seis de la tarde, en la puerta principal de San Sebastián. Hay quienes aseguran que se le ve también para la tradición visita de sagrarios en Semana Santa. 46 |
Es un misterio para todos el descubrir algo que revele la identidad de esta dama, hasta que llega el día en que ella decide tener un acercamiento con esa persona que ha seguido sus pasos para pedirle un favor. A cambio, ella entrega siempre una cadena de oro y un papel con la dirección de su domicilio para retribuir el favor que le han hecho. Cuenta algunos que quienes han llegado a la casa de esta niña, se han vuelto locos por la mala jugada que les ha hecho el destino, al revelarles que el alma de esta ilusión de mujer descansa en paz desde hace mucho tiempo en alguna tumba del Cementerio General, y que es precisamente el Día de Todos los Santos y Fieles Difuntos cuando se celebra el aniversario de su muerte.
Si alguna vez te encuentras por la calle una dama vestida de negro el Día de Finados, no permitas que su personalidad misteriosa te cautive, porque puede llegar a impresionarte lo que descubras… La niña del Día de Finados Sucedió en la ciudad de Guatemala, allá por los últimos años del siglo XIX. Francisco Velásquez estudiaba notariado en la Escuela de Derecho. Siendo hombre joven, de carácter retraído y apacible, su mundo era una aureola creadora de tristeza y tranquilidad. Vivía por el Barrio de la Parroquia Vieja con su abuela materna, la señora Ana, quien todas las tardes vendía chuchitos y enchiladas en la puerta de la candelaria durante “la hora santa”. Ocupaban una casa grande en la Avenida Central, única herencia de los padres de Francisco, a quienes nunca conoció. Además de los estudios que cumplía con sacrificios, ayudaba por las tardes a su abuela en la elaboración de veladoras y candelas. Su venta en los atrios de las iglesias y en la Cerería del sol constituía el único ingreso económico de la pequeña familia. Una mañana de febrero, Francisco se dirigía a la Escuela de Derecho. Se encaminó por la Calle del Cerro hacia el Barrio de San Sebastián. Entró a la iglesia y después de una rápida oración, continuó su camino. Cierto era que al tomar ese rumbo tenía que caminar unas cuadras más, pero ello no le importaba, ya que en el templo y en la alameda encontraba un encanto muy especial. No sabía precisar qué le atraía, pero sentía
una alegría profunda al cruzarla diariamente. Un día, cuando atravesaba las pesadas puertas centrales de la alameda, reparó en una mujer vestida de negro, que caminaba con premura en dirección contraria. Al parecer, no lo vio porque casi lo atropella. Sus ojos se encontraron con los de ella ¡Qué angustiados y penetrantes le parecieron! Francisco la siguió con la mirada hasta que se confundió con la penumbra interior del templo. Tuvo intención de regresar, pero la última llamada a misa le hizo recodar que llegaría tarde a clases. Tomó la Calle Real hacia el sur, cruzó la Plaza de la Constitución, luego caminó por la Calle de Mercaderes al este y dobló en la calle de la Universidad. Atravesó el umbral del antiguo edificio. En los gruesos muros coloniales resonaban las alegres risas de los estudiantes. Francisco se sumó a un grupo que charlaba junto a la fuente del patio. Las campanadas del reloj de la escuela anunciaron el inicio de clases. ¡Qué poca atención pudo poner Francisco a las suyas! Las belleza incomparable de aquella mujer con quien se había cruzado en San Sebastián aun lo conmovía: figura frágil, rostro de pomarrosa, ojos de un mirar profundamente extraño y como agobiados por la tristeza. Francisco se pasó la mañana soñando. Al oír las doce campanadas del medio día, supo que las clases habían concluido. Francisco se despidió de sus compañeros y caminó hacia su casa. Desde aquel día, Francisco estaba siempre en la puerta | 47
principal de la alameda de San Sebastián, antes de último toque para la misa de seis. Exactamente a esa hora, la hermosa mujer vestida de negro llegaba a misa y le miraba con disimulo al pasar a su lado.
mucho trabajo. Era la época en que más se vendían los productos de cera para el adorno de sagrarios y huertos y, gracias a ellos, pudo reunir el dinero para asistir a la primera función.
El recuerdo de la bella desconocida golpeaba sus sienes. La paz y tranquilidad le abandonaron. Trató inútilmente de inquirir con sus amigos por la identidad de la dama de negro nadie supo darle razón alguna.
La noche se presentó espléndida. La luna regando luz en las profundidades del firmamento y un viento derretido se colaba por los campanarios de las iglesias.
-No he podido averiguarte nada- le dijo Pablo, uno de sus compañeros. -Nadie conoce una mujer como la que vos me describís. ¿Sabés? Yo creo que lo mejor es que te acompañe para verla. La vez en la cual ambos la esperaron, la mujer no apareció. -Creo que son ilusiones tuyas, mi querido Panchito- le dijo su compañero burlonamente. Dejá ya de pesar en ella. Es un imposible y vos sabés que los imposibles raramente se alcanzan. Mejor estudiá y divertite, mirá que la hija de la nía Lecha ya te echó el ojo, no seás tonto. La ciudad aguardaba con ansias la semana de Pascua, pues durante la misma se iniciaba la temporada de ópera en el Teatro Colón. Aquel año se estrenaría la ópera “Carmen” de Georges Bizet. La función inaugural había sido programada para el jueves. Francisco participaba del entusiasmo de la ciudad. Gracias a las celebraciones de Semana Santa, había tenido 48 |
Pasaba la hora de la ánimas, diferentes carruajes empezaron a rodar por los obscuras calles rumbo al Teatro Colón, en la alameda de la Plaza Vieja. Los que no podrían movilizarse en carruajes lo hacían a pie, y uno de ellos era Francisco. Vestido de rigurosa etiqueta requisito indispensable para ingresar a una función de esa naturaleza, se había arreglado lo mejor posible. Claro que el traje lo había alquilado en el taller de don Candido, amigo de su abuela, pero eso no le molestaba en lo más mínimo. Entro por la puerta de la Calle de Mercaderes atravesó la alameda y después de comprar su boleto caminó directamente al lunetario y se acomodó en una de las primera butacas. La ópera dio inicio para placer del público. Cuando principió el cuarto acto, Francisco, sin proponérselo, levantó la vista a uno de los palcos de la derecha y vio con asombro a la dama de San Sebastián. Su belleza destacaba entre las lentejuelas de su vestido negro y el rojo de los cortinajes. Francisco se turbó. Ya no pudo apartar su atención del palco. Aquellos dulces y tristes ojos se le aferraban al alma con tal intensidad que ni
el tumultuoso coro final logró sacarlo de su aflicción. Al caer el telón la ovación no se hizo esperar. De pronto, Francisco vio que la dama se retiraba. Él intentó seguirla, pero las numerosas personas reunidas en el vestíbulo se lo impedían. Se dio cuenta que si quería alcanzarla, debía darse prisa. Por fin logró llegar a la alameda y pudo verla subir a un carruaje que enfiló por la Calle de Mercaderes. Por el lento caminar del vehículo, le fue fácil seguirlo a cierta distancia, pero al llegar a la Plaza de la Constitución, el carruaje tomó mayor velocidad, hasta doblar por la Calla de Concepción. Al llegar al atrio de la Catedral, Francisco se dio cuenta que el coche se diluía en la oscuridad de la noche, por lo que era imposible alcanzarlo. Triste y cansado espero verlo desaparecer. Entonces, sintió sobre su cabeza la última campanada del reloj de una de las torres. Era la una de la madrugada. Un escalofrío recorrió su espalda y sin pensarlo más se dirigió a su casa. Desde aquella noche, Francisco ya no volvió a encontrar a la dama de negro. Los meses pasaron y durante octubre Francisco se dedicó sin tregua a la fabricación de coronas y cruces de papel de china. El Día de Todos los Santos y Fieles Difuntos, el llanto fúnebre de las campañas atormentaba los corazones de los vivos que, vestidos de luto, andaba en silencio. Muy de mañana, Francisco, acompañado de su abuela, se dirigió a la Catedral. En el atrio podrían vender las
coronas de ciprés, las cruces de papel de china, las veladoras y candela. Francisco se instaló cerca de la puerta principal y empezó a ofrecer y vender su mercancía de cera y papel. De pronto, por una de las puertas laterales, apareció la mujer vestida de negro que hacía tiempo Francisco no encontraba. Se encaminó hacia donde él vendía y les pidió la última corona de ciprés que le quedaba. Él joven sonrojado se la ofreció. La mujer quiso pagar pero él rechazó los tres cuartillos. Ella sonrió y le dijo mirándolo con intensidad: -Gracias, se lo agradezco mucho. Mire, necesito hablar con usted. Llegue a mi casa el jueves entrante. Tome esta cadena para que no se olvide de ir a verme. Esta es mi dirección- le dijo. Y la mujer le entrego un trazo de papel y una cadena dorada que se quitó del cuello, y del cual pendía un Cristo agonizante. Al momento, se perdió entre la muchedumbre que ingresaba al templo. Cuando Francisco salió de su asombro, trató de alcanzarla. Entró a la iglesia precipitadamente. Los oficios habían principiado. Tras el altar mayor, el coro del Seminario cataba los salmos del día. Francisco la buscaba en todos los rincones. Pasó por los altares del templo hasta llegar a la Capilla de la Virgen del Socorro, pero no la encontró. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a la Capilla del Sagrado. Tampoco estaba allí. Desesperado, se sentó en una banca. Sólo entonces se dio cuenta del trozo de papel que tenía en la mano y en la cadenita que se escurría entre sus dedos. | 49
Leyó: “Mercedes Aragón”. Guardó todo en el bolsillo y salió corriendo por la puerta de la Sagrario y volvió al lado de la abuela. Concluidos los oficios, la muchedumbre se dispersó rumbo a los dos o tres cementerios de la ciudad. Mientras tanto, fatigados y tristes, abuela y nieto se dirigieron a casa. Tan pronto como llegó, Francisco buscó con ansiedad en el almanaque que su abuela tenía guardado en un despintado cofre de Totonicapán. Encontró lo que buscaba: Aquel jueves en el que le había citado caía el 15 de noviembre. Esos quince días que faltaban constituyeron para Francisco un angustioso compás de espera. La fecha tan esperada llegó por fin. Esa tarde, Francisco se arregló lo mejor que pudo. Al momento de partir, cortó varias ramas de mosquetas del pario de su casa, y se aseguró de llevar la cadena y la dirección. Cosa extraña en él, aquella tarde sentía una gran seguridad. Lo invadía un aplomo que nunca antes había experimentado. Atravesó La Candelaria, rodeó el Cerro del Carmen y pasó luego por San Sebastián, en cuya plazoleta jugaban muchos niños. Caminó 50 |
varias cuadras hasta llegar al Barrio de Santa Catarina y se internó en el Callejón de la Cruz. Buscó el número de la casa chichicaste. De la pared emergían varios árboles frutales, cuyas sombras se reflejaban en el interior de las habitaciones. En algún reloj cercano sonaron las tres de la tarde. Tocó la puerta y la entreabrió una anciana. -Buenas tardes
Francisco Velásquez.
-saludópuedo hablar con Mercedes Aragón, soy
Ella me espera. -¡Cómo dice! Exclamó la anciana. Por la emoción que lo invadía, el joven no observó la palidez que en ese momento cubrió el rostro de la señora. Al volver de su asombro, la mujer lo invitó a entrar. Por dos grandes ventanas, la luz se colaba sin obstáculos. Un piano vestido de luto cabeceaba entre polilla y polvo. En el centro, sobre una pequeña mesa, un florero con azucenas perfumaba la habitación. De una de las paredes colgaba el retrato de una hermosa mujer vestida de negro, con una cadena de oro pendiente del cuello. -Sí, ella me espera
-insistió Francisco y le conto a la anciana su último encuentro con Mercedes, mostrándole la cadena. Un quejido de angustia quebró el pecho de la mujer y los sollozos nublaron su voz impidiéndole hablar. -Dígame -exclamó por fin- ¿Cómo era ella? -Verá -contestó Francisco confuso- ¿Cómo decirle? ¡Es la joven del retrato! La anciana, tragándose con amargura sus gemidos, le confesó: -Ella era m’hija Mercedes, que murió hace un año. Intensamente desconcertado, Francisco sintió que se desamoraba. -¿De qué me hablas? ¿Murió? ¡No puede ser! Desde hace varios meses que la veo todos los días en San Sebastián y apenas hace unos días, el 2 de noviembre, me hablo. “¡No lo puedo creer! Haciendo un esfuerzo por contar su angustia, la anciana le explico entre sollozos: Hace un año, exactamente a esta hora, mi hija Mercedes entregó su alma a Dios. El paludismo la consumó en menos de un mes. Sus honras fúnebres fueron son San Sebastián, en la capilla de la virgen del Manchén. Lo único que se llevó a la eternidad fue esa cadena de oro que ahora usted tiene en las manos. La sepultamos con su color preferido, el negro. Precisamente en este instante, cuando usted llamó al a puerta, terminaba de rezar
por su eterno descanso y me preparaba para ir al cementerio a enflorar su tumba. Si desea, puede venir conmigo. Espéreme un momento, sólo me arreglo. Sin poder evitarlo, dos lágrimas de abatimiento cayeron de sus ojos. La anciana volvió con su manto de seda negro echado sobre hombros y un ramo de flores en el brazo. Salieron de la casa en silencio. Frente a la iglesia de Santa Catarina alquilaron un carruaje que enfiló hacia el poniente, hasta la Avenida Elena, donde viró hacia el sur, para llegar a la Calle Real del Cementerio. Se bajaron en la puerta del Camposanto y se internaron en las avenidas de polvo. Francisco estaba impresionado ante el silencio del lugar. El sol dorado en el cielo y el viento dispersaba el aroma de los cipreses que le iban llenando alma gota a gota. Caminaron un poco hasta llegar al pie de un sauce. Una baldosa de mármol, rodeaba por una Verja de hierro forjado; cubría la tumba que buscaban. En medio, un ángel meditando apoyado en una cruz. A sus pies se leía¬:” Mercedes Aragón” La anciana empezó a orar y Francisco la imitó. Rezó con profundidad a aquella madre que no podía comprender lo que sucedía. Después de un largo rato en silencio, abanderaron el cementerio. -Puede quedarse con la cadenita la anciana, Virgen del Manchen, que no se olvide de mí. Recuerde que ya bajó del cielo a buscarlos.
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Las Ánimas Benditas
En una habitación fría, iluminada por la tenue llama de una veladora que amenaza con apagarse, de rodillas, frente a una mesa que apenas y sostiene un crucifijo, una viejecita termina su letanía y sus rezos elevando una última oración por aquellas almas que no tienen quién ruegue por ellas, es decir, que pide por las ánimas benditas del purgatorio. Una vez al año, cuando las densas tinieblas se apoderan del silencio de la noche, se escuchan murmullos y despacio, por las lajas de las calles, se ve andar a varias figuras blancas, que llevan un hábito de monje y pesados cirios en las manos. Van orando, pero es casi imposible descifrar lo que se escucha. Son las ánimas benditas que están buscando su eterno descanso al 52 |
arreglar lo que dejaron pendiente cuando vivía. Son almas buenas, milagrosas y muy agradecidas con todo aquél que rece por su redención. El día de Todos los Santos, a las seis de la tarde, se les concede a todas las ánimas una salida para que vayan cono sus familiares a recordarles que recen por ellas, y deben regresar el día de los Difuntos a las doce de la noche. Este día también pueden aparecerse en forma de palomillas o mariposas y su presencia no infunde temor, al contrario, mucha tranquilidad. Les atrae mucho el olor del ciprés. Todas las noches, antes de acostarte, reza por las ánimas benditas, no olvides que éstas protegen de todo peligro a quien ruega por ellas…
Las Ánimas Benditas. Aquella tarde del mes de octubre, Ambrosio Correa estaba sentado en un banco de pino, en el taller de sastrería de la casa de huérfanos de la Nueva Guatemala de la Asunción. Absorto, trabajaba con máquina, hilo, dedal y aguja, sorjeteando un pantalón. Las sombras empezaban a penetraren los rincones de las arcadas del corredor del hospicio. Las risas de los demás operarios de los talleres de carpintería, talabartería, panadería y tipografía llegaban hasta sus oídos amplificados por el cañón de la bóveda. Ambrosio se afanaba en su tarea. Ese pantalón sobre el que doblaba su espalda tenía que ser entregado al maestro Arcadio Carrillo, jefe del taller. Estaba preocupado, además, porque tenía que preparar su examen práctico para calificar como perito en el oficio y ser considerado maestro sastre. El examen, que era público, había sido solicitado ya al Ayuntamiento, el cual debía nombrar al tribunal examinador. Era lo único que le faltaba. Le inquietaba mucho esa prueba, porque de su aprobación dependía todo su futuro. Ambrosio levantó la mirada y se sonrió al oír las risas de las huérfanas que cuidaban y regaban las flores de los jardines del Hospicio, y que terminaban por desparramarse en la espuma cristalina del agua de la antigua pila. Ambrosio se llevó el hilo a la boca, lo alisó, enhebró
la aguja y continuó el sorjeteado. Los pensamientos viajaban por su mente. A pesar de su incertidumbre, sentía una honda satisfacción, porque estaba justo al final de una etapa de su vida: alcanzaba la mayoría de edad -18 años-, y ello lo obligaba, según las ordenanzas que regían al Hospicio, a tener que abandonarlo. El oficio de sastre que había aprendido a dominar le permitiría, a partir de entonces, ganarse la vida con honradez. Además, podía leer y escribir con soltura, hacer cuentas con destreza y había aprendido igualmente música en la Escuela de Banda del Hospicio. Sabía que conseguir trabajo era difícil, y el solo hecho de intuirlo ponía en su mente un frío sabor a metal… pero, lo que más de estrujaba el alma era el pensar qué sería de su vida cuando dejara el Hospicio, si siempre, desde siempre, había vivido ahí. Su vida entera estaba ligada en forma indisoluble y entrañable a las paredes y estancias de aquel edifico. Se había acostumbrado a su ambiente casi conventual, monótono y sereno. Una estrecha fraternidad encontró siempre entre los huérfanos del Hospicio, a quienes consideraba su familia. La ternura y solicitud de las hermanas de la caridad hacían de aquella Casa de Huérfanos un lugar agradable para vivir. Terminó de sorjetear. Se levantó y se sentó frente a la máquina de coser para realizar los pespuntes preliminares. Mientras, recordó lo que le dijera un día sor Angélica, una anciana hermana de la caridad. | 53
Él había quedado huérfano después de la peste que asoló la ciudad en 1857. Fue encontrado en un palomar, cerca del Beaterio de Indias, en el Barrio de Santo Domingo, de donde fue recogido y entregado al Hospicio. Por ello, nunca supo nada de sus padres, por más que preguntó. Desde entonces, había permanecido en la casa de huérfanos. Creció junto con los árboles y las flores del patio. Aprendió las primeras letras y en su momento se decidió por el oficio de la sastrería. Pero lo que más le agradaba era tocar en la banda de música del hospicio. Largas horas pasó aprendiendo a ejecutar un instrumento de cobre. El maestro Mónico Moraga le asignó el corno francés y se dedicó con paciencia a escudriñar todas sus posibilidades sonoras, además del estudio del solfeo, que terminó por conocer a cabalidad. En la Semana Santa acompañaba las procesiones y, en las fiestas cívicas, participaba en los conciertos que la banda ofrecía en la Plaza de la Victoria. Además, asistía a los desfiles militares que recorrían la ciudad para conmemorar el triunfo de la Revolución Liberal. Su inclinación por la música lo impulsó a unirse a la estudiantina de don Felipe Echigoyen del Barrio de Belén. De esta manera, las pocas salidas que Ambrosio tenía permitidas en el Hospicio las dedicaba a brindar serenatas con esa estudiantina. Cinco músicos formaban el conjunto de guitarra, mandolina, y bandurria, la que él tocaba para cantar. Estas serenatas le permitían recorrer de vez en cuando 54 |
las oscuras y empedradas calles de la ciudad. Los alegres músicos cantaban hasta cerca de la media noche, recorrían la ciudad y saludaban a las bellas enamoradas de sus amigos en los distintos barrios de la ciudad, que furtivamente salían a escucharlos a los balcones de hierro forjado. A pesar de esas escapadas, Ambrosio era profundamente religioso. Su vida cotidiana, sencilla, pero intensa, y su fe en las ánimas benditas del purgatorio, a las que profesaba una profunda devoción, le permitían estar siempre en la línea del bien. El padre Vicente, un sacerdote paulino, le había repetido insistentemente que las ánimas “protegen de todo peligro a las personas que rezan por su redención todas las noches”. Ahora más que nunca, Ambrosio Correa necesitaba de todo su auxilio y toda su templanza para emprender con buen pie este nuevo camino de su existencia. Por eso, iba todos los lunes a la capilla de las ánimas a rezarles un rosario por su salvación, y a pedir por su vida y su incierto futuro. Aquel lunes del mes de octubre, después de haber rezado en la capilla de las Ánimas, Ambrosio regresaba al Hospicio. Caminaba cabizbajo. Ese día lo había emplead para recorrer varios talleres de sastrería en busca de colocación, pero no logró nada. Caminó por el Barrio de la Merced, fue a la Parroquia Vieja a la Candelaria, pero el trabajo escaseaba. Alguna esperanza le dieron en el taller de don Anselmo Pérez, en el Barrio de los tejedores, por San Sebastián.
No obstante, el rosario que había rezado ene l templo lo reconfortó un tanto. Al llegar al hospicio se dirigió al taller y se puso a planchar el saco que había empezado a pespuntar. Concentrado en su labor, Ambrosio no se percató del avance de la noche. Muy cansado, dejó de trabajar a las once. Guardó sus materiales, apagó el fuego y, cubriéndose el cuello con una bufanda de lana, se dirigió a descansar al dormitorio de hombre. Sin embargo, vaciló: -No –se dijo-, antes de acostarme, voy a rezar a la capilla. Cuando entró a la iglesia, se sorprendió mucho al observar que al fondo resaltaban sobre la obscuridad unas figuras revestidas de blanco, que aparentemente rezaban en voz alta frente a un crucifijo. En las manos portaban candelas encendidas. Supuso que las hermanas de la caridad rezaban el oficio nocturno, por lo que en el mayor silencio posible se retiró aun rincón a rezar. Cuando terminó, el silencio de la capilla le sorprendió: -¡Qué raro! –se dijo- ¿Por dónde saldrían las hermanitas si la puerta que da al patio está cerrada? Abandonó la capilla por la misma puerta por donde había entrado, pero al instante se detuvo sorprendido. Al fondo del patio, creyó ver una especie de procesión de almas, vestidas con hábito blanco y con velas encendidas en las manos, que se perdían en las sombras de los arcos del claustro del Hospicio. Estupefacto, y sin dar crédito a lo que observaba, se
deslizó lo más rápido que pudo hacia el dormitorio. Sin pensarlo dos veces, aún con escalofrío en la espalad, se acurrucó en la cama y se durmió. Los días pasaron y Ambrosio Correa no lograba conseguir empleo. Además, por sus salidas, la tarea asignada en el taller quedaba constantemente sin terminar. Por eso, tenía que velar largas horas a la luz del candil. La congoja lo mantenía intranquilo. Una noche, el maestro Echigoyen lo llegó a buscar al Hospicio para ir con la estudiantina a dedicar una serenata a la niña Bella Ana Sibrián Letona, por el Barrio de la Parroquia Vieja. -Me hará bien salir, maestro -aseguró Ambrosio mientras arreglaba las cosas en su canasto de sastre-. He trabajado mucho en estos días y como no logro conseguir colocación, estoy muy desanimado. -Venite hombre. Respondió el maestro músico- esto te distraerá de tus penas. Los patojos y atrajeron los instrumentos, podemos irnos ya. Así, los cinco músicos caminaban por la Calle Real, rumbo a la Parroquia Vieja, con guitarra, mandolina y bandurria bajo el brazo hablando de mil asuntos. -Les quiero contar lo que me pasó hace unos días en el Hospicio –les dijo Ambrosio. –Fíjense que vi a unos monjes rezando en la capilla. Ya era muy tarde, estaban vestidos de blanco y llevaban candelas prendidas. Al principio no me asusté porque creí que eran las hermanas de la caridad, pero después, no se cómo, desaparecieron de repente. Pero lo más raro es que | 55
no me asusté, a contrario, una gran paz me confortó el corazón. -¡Ay, Ambrosio, sí que sos afortunado! –exclamó don Felipe- ¡esos monjes eran las ánimas benditas! De seguro estaban rezando por alguien que tiene una pena muy grande, y por eso llegaron a la capilla. -Sí –intervino uno de los jóvenes- las ánimas son milagrosas y muy agradecidas. Y como son espantos buenos, a uno no le da miedo. Recordate que cuando uno las mira, es cuando le conceden un favor. -Sí -aseguró el que llevaba la mandolina- mi papá me contaba que allá por Mixco, cuando tenía que pasar muy tarde por el Manzanillo, camino a La Antigua, le aconsejaban las gentes del barrio que se encomendara a las ánimas benditas. Dicen que las ánimas alejan lo malo con sus rezos. -Bueno muchá, dejemos de hablar de espantos porque no es hora, miren que ya vamos llegando al Cerrito. Los músicos de la estudiantina de don Felipe pisaban con cuidado las sendas de polvo, mientras la silueta del Cerro del Carmen se cincelaba en la noche y los árboles se atosigaban de sereno. Así, llegaron al Barrio de la Parroquia Vieja. Se adentraron por la calle de la Caballería y doblaron por el callejón del Cerro para fugarse luego por el callejón del Brillante. Al fin, se detuvieron frente a una casa de dos pisos. Afinaron los instrumentos e iniciaron la serenata: “Blanca luna, tu pálida lumbre llena mi alma de amor y tristeza”. 56 |
Cuando terminaron su cantar, una joven morena, de profundos y negros ojos, dejó caer su mirada desde el balcón. -¡Te vio, Juan! –dijo Ambrosio a su compañero. ¡Te vio! ¡dichoso! Tan bonita que es Bella Ana ¿verdad? Mañana le venimos a cantar de nuevo, a ver si al fin te hacen caso. Y, entonces, los músicos se alejaron. Los cinco hombres tomaron la calle de la Corona. Caminaban despacio. De repente, al llegar al tanque de Candelaria, se detuvieron asombrados. En lo oscuro de la calle, vieron recortadas con toda precisión una columna de personas ataviadas de blanco, que en actitud de oración caminaban despacio con cirios en las manos. Y llegando a la capilla de la Virgen, ingresaron por la puerta cerrada. -¡Son las ánimas benditas! –gritó Ambrosio. Sin experimentar temor alguno, los jóvenes cayeron de rodillas sobre las lajas de piedra del tanque y empezaron a rezar. Los perros, como asustados, ladraban con insistencia. La penumbra se hizo fría y un fuerte viento arremolinaba el polvo de la calle. -¡Qué raro! –pensó el músico de la mandolina, no tengo miedo. Al contrario, siento una calma muy grande. Se levantaron y caminaron de prisa. Aun cuando no se lo confesaban entre sí, un temor huidizo los atrapó al pasar por el Cerro. No llegaban aún al callejón del Judío, cuando oyeron un murmullo indescifrable que parecía
bajar de la Ermita y que les penetró insistente en los oídos. Al azar la vista, de la cumbre del Cerro rodeando la iglesia, vieron bajar uno tras otro, espectros vestidos de blanco murmurando en voz alta. Muy despacio les veían transitar. La primera tranquilidad sentida los abandonó de inmediato. El pánico secó su paladar y corrieron hacia la calle de Santo Domingo. Luego, vieron cómo las almas blancas se escurrieron entre los gruesos muros del convento. Aterrorizados, los músicos se perdieron en los callejones de la ciudad. Ambrosio se echó a correr por la misma calle hasta llegar a la iglesia del Carmen. De golpe, se detuvo congelado de miedo. De las puertas de las catacumbas del templo vio salir la procesión de ánimas blancas, Quiso huir, pero los pies no le respondieron; su mente y sus labios no articulaban pensamiento alguno. La procesión de ánimas pasó a su lado y lo rodeó para seguir su marcha hacia la calle de la Universidad. De repente cayó al suelo sin sentido, y después de un tiempo, el grito del sereno que emergía de algún lado dela calle Real lo despertó: -¡La una en punto y sereeenooo! Casi no recordaba lo acontecido, pero una gran calma le sostenía el espíritu. Inmensamente tranquilo se dijo: -¡Claro, si hoy es 1 de noviembre!- ¡Es el día de las ánimas!, por eso es que las vimos salir de los cementerios y las catacumbas de las iglesias, y entrar a rezar a los templos, Las ánimas benditas –recordótienen permiso de Dios para salir el Día de Todos los
Santos, a las 12 de la noche y no regresan sino hasta el Día de Difuntos, a la misma hora. Sólo una vez al año se les concede a las ánimas esta gracia, para que puedan volver al lado de sus familiares y amigos, para recordarles que deben rezar por ellas todo el año. Más seguro de sí mismo, Ambrosio aspiró el viento nocturno. Se metió sus manos en las bolsas del pantalón y se perdió en la obscuridad de la calle del Ángel. Los últimos días del mes de noviembre perlaban de frío los campanarios de las iglesias, el viento tonificante levantaba polvo en las plazas y los niños corrían elevando barriletes de papel de china con alma de vara de coyote. Mientras tanto, Ambrosio Correa recorría la calle de San Francisco rumbo a su primer día de trabajo. Recordaba cómo todas sus penas, sin proponérselo él del todo, habían entrado en un cauce favorable. Recién acababan de concluir las celebraciones del Día de Todos los Santos y de los Difuntos, cuando una tarde se presentó al Hospicio don Antonio Flores, dueño de una de las sastrerías más importantes de la ciudad, para solicitar un operario competente. Sin vacilar un instante, el maestro Arcadio Carrillo lo recomendó con amplitud. Ambrosio sabía en lo más íntimo de su corazón que el trabajo de maestro sastre, a cuál acudía aquella mañana, se lo habían otorgado las ánimas benditas. También sus amigos de la estudiantina, quienes | 57
igualmente las había palpado aquella noche, recibieron muchos favores. Al cruzar la calle del callejón de la Flecha, se encontró de improviso con los hermosos y profundos ojos de Bella Ana Sibrián, que de prisa salía de una pulpería. Después de cruzarse con los suyos, destellaron candorosos y sonrientes. Entones comprendió que Bella Ana no suspiraba por Juan, sino por él. Fugaz como susurro, la joven mengala entró en e zaguán de una casa del callejón. Gozoso, Ambrosio continuó su camino, pero ahora con la ternura prendida en el espíritu y en la aurora de su existencia.
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La tejedora y el colibrí
Las tejedoras de Huehuetenango Bajo la belleza de la verde vegetación iluminada por la luz del sol y el azul claro del cielo, entro de un imponente y majestuoso paisaje, se da paso a la historia de una joven inocente y sencilla que se dedicaba a entramar hilos y otras tareas propias del hogar. Se encontraba aún bajo la tutela de sus padres y no soñaba con más de imaginar a los hijos con los que algún día sería bendecida. Un día, un joven de apariencia normal, pero con podres sobrenaturales, que quedó admirado y contemplando la belleza de esta esbelta patoja. El muchacho utilizaría todo su ingenio y sabiduría, que algún día le heredaron sus ancestros, para enamorar a esta
joven, convirtiéndose en una pequeña ave de hermoso plumaje, un colibrí, que terminó posándose sobre el tejido y convirtiéndose en parte del mismo. Esta leyenda mítica, manifiesta la vida cotidiana de las tejedoras de las azules montañas de Huehuetenango. El colibrí se convirtió, desde entonces, en distintivo del traje tradicional maya de aquella región. El verde de la vegetación deslumbraba con su brillo aquella tarde. El sol prolongaba su estancia sobre la tierra, como si quisiera quedarse cada vez más tiempo. Era uno de los días de mayo, en que amanece temprano y anochece tarde. Las gotitas que la lluvia había dejado una horas antes ayudaba al maravillo juego de esmeraldas de las hojas de los árboles y las hojas de la | 59
milpa, hijas del trabajo de muchos labradores. Los agricultores bendecían el torrente que el cielo había dejado caer sobre ellos, pero los comerciantes lamentaban no haber podido llegar a la feria del pueblo; porque aunque breve, el chaparrón había sido generoso. En aquel juego de verdes hojas, brillos de agua impresionante sierra de los Cuchumatanes. Los tonos de verde cambiaban y se volvían azules, mientras más se elevaban en busca del frío, calor que aumentaba su belleza. En aquel espectacular paisaje un joven embelesado contemplaba otra belleza. Ni las esperanzas fijas en el color de los árboles y milpas, ni el infinito del horizonte, ni el oro del sol, que empezaba a obsequiar el cielo sobre todos los mortales, eran capaces de merecer su atención. No él solamente tenía ojos para una grácil criatura que, hincada, sentada sobre sus talones como los habían hecho su madre y sus abuelas durante tantas generaciones, tejía frete al hogar de sus padres. La presencia de la joven engalanaba el patio frete a la sencilla, pero agradable casa. Sus piernas estaban dobladas y la espalda la mantenía firme, sosteniendo el telar con la cintura, que podía adivinarse fina y esbelta. Ella tensaba una serie de hilos que se sostenían de un delgado árbol que estaba frente a la casa, mientras sus ágiles manos iban y venían, una al sentido derecho, otra al izquierdo. Gracias a sus delicados dedos, iban formándose 60 |
caprichosos diseños en el tejido que había aprendido de sus abuelas y que pasando el tiempo, pensaba enseñar a las hijas que su imaginación juvenil le prometía. El muchacho puso atención a la labor de la doncella. Desde hacía semanas que venía contemplándola, cuando iba al mercado semanal del pueblo. La había visto mientras ella cargaba una tinaja con agua desde el río. Iba con otras compañeras, pero al lado de su belleza, el joven las compró con tusas secas, mientras que la mucha de sus ilusiones le pareció una mazorca verde, delicada con sus cabellos siguiendo las caprichosas ondas del viento. Sin embargo, ella no llevaba el cabello suelto lo llevaba como las otras doncellas, pudorosamente recogido, como correspondía a la jóvenes solteras. Haberla visto y prendarse de ella fue todo un suspiro. No encontró nubes en el cielo, contra del agua, susurrar de aves ni cosas alguna con la cual pudiera comprar a la muchacha que le parcia tan bella. Sin embargo, no encontraba la forma adecuada de presentarse ante ella y saber que pasaba por la mente de quien le robaba el sueño y se había adueñado de su pensamiento. Pero esa mañana reparó en un naranjo florido, los azahares animaban con su blancura el verdor del árbol. Su imaginación se avivó y empezó a pensar una forma de conversar con la muchacha sin topar
con la intervención, y tal vez la oposición, del padre de la joven. Sabía que no podría platicar con ella sin el consentimiento paterno, pero ignoraba si la doncella ya recibía la vista de algún enamorado. Si así fuera ella estaría ya en camino al altar para jurar fidelidad eterna a otro que no fuera él. Cuando vio el naranjo, que tenía muchas flores, exclamó: ¿Qué hago ahora para poder enamorar a esta patoja? Ya no aguanto las ganas de hablar con ella. La solución se la sugirió el ingenio y la sabiduría que había heredado de sus ancestros: -Lo que voy a hacer es convertirme en un animal, pero no en un animal malo, sino en uno bueno para que ella no se asuste. Lo mejor será que me convierta en un colibrí para así gustarle. A pesar de su juventud, el muchacho tomó una sabia decisión. El colibrí no es solamente un ave de gran belleza, sino la más pequeña de ellas. Es tan chiquito que puede posarse en el borrador de un lápiz y es casi del tamaño de una moneda de un quetzal. Así es que, con la gracia recibida de sus antepasados, aunó sus podres y se transformó en un colorido y alegre colibrí. Una especie de neblina lo fue cubriendo desde los pies hasta la cabeza y lentamente, empezó a girar. Sin percibirlo, sus pies empezaron a hacerse pequeños y más pequeños, lo mismo que sus piernas y brazos. Sus ropas empezaron a tomar los colores del colibrí y las formas de la pluma azuladas blancas caso negra.
Entonces, su rostro fue adquiriendo la belleza del pequeño pájaro. Todo su cuerpo se transformó. Una vez sucedido el cambio, emprendió un veloz vuelo hacia el naranjo. Esta aleteando muy rápido y empezó a beber el néctar de los azahares. Sus movimientos eran tan agiles que llamaban poderosamente la atención a quienes pasaban por la vereda. Su plumaje era tan bello y brillante que lo hacía más atractivo. La muchacha estaba tejiendo. De pronto alzó la vista para contemplar la belleza de su tejido y se percató de los movimientos insistentes y hermosos del pequeño colibrí. Sintió una admiración por la avecilla y fijo en ella sus ojos. Pensó en lo maravilloso que se varía su tejido si lograba capturar la belleza de la pequeña ave. Pensó que los reflejos del sol sobre su plumaje, la animación del movimiento y la tersura que se adivinaba en sus plumas le permitirían tejer un huipil tan hermoso que podría moverse con tanta gracia y gentileza como el pequeño como el pequeño pájaro. Lo cierto es que no podía quitar la mirada del ave. Que saltaba de una flor a otra en el soberbio naranjo. Ella pensaba: -Si pudiera fundir en el tejido todos esos colores, los tonos verdes de las hojas húmedas con la gatita de lluvia que reflejan la magnificencia del sol, la blancura de las flores y los tonos majestuosos del avecilla que, a pesar de su tamaño, contrastaba con el árbol y le daba una viveza que no podría tener de otra manera, sería la mejor tejedora del pueblo. ¿Cómo quedaría ese tejido? ¿Cómo podría lograrlo? | 61
Nadie jamás había tenido un aprenda semejante. Tal vez si pudiera capturarla para admirar detenidamente los colores de sus plumas. Según recordaba, algunas ancianas la habían contado como las grandes abuelas de antaño llevaban plumas entretejidas en sus huipiles. Mientras pensaba, imaginaba y recordaba, la muchacha no sintió que el colibrí se acercaba cada vez más. El colibrí se interpuso entre ella y sus pensamientos y la dejó sorprendida al aproximarse demasiado a su tejido. Era la primera vez que un pajarillo silvestre se acercaba tanto a la casa. Al verla tan pensativa, el muchacho tuvo que acercarse para recuperar su atención. Sin embargo, el padre de la joven salió de la casa. Entonces el colibrí regresó a volar con rapidez junto a las flores del naranjo. Todo esto hizo que la muchacha saliera de sus pensamientos, pero su mente y su corazón seguían prendados de la avecilla. Le gustaba mucho. Así que le dijo a su padre: Tata, mirá que bonito es ese animalito. ¿No sabés qué hacer para poder tenerlo? ¿Crees que se dejara agarrar? Es que me acabo de recordad de lo que me decían las abuelas, de un huipil decorado con plumas. Me gustaría hacer un pajarito así en mi tejido, igual a ese. Me quedaría bien chulo. Lo voy a cazar, le contesto el padre. Pero por favor, no le hagas daño- le dijo la joven. 62 |
Para asombro de los dos, el colibrí no se alejó del árbol mientras el padre se acercaba. Es más, movía sus alas solamente para permanecer frente al naranjo. En el primer intento, el hombre capturó al colibrí. La muchacha estaba muy contenta y, cuando el padre regresó del árbol, tomó en sus manos a la avecilla. El colibrí no hacía nada. Estaba quieto en las manos de la joven y se veía muy alegre. La muchacha dijo: - Tata, buscale un lugar y pongámoslo en la casa. No quiero que se me vaya. Buscaron una jaula, pero no la encontraron. Entonces, el padre hizo una de ramitas que recogió en el patio y le dejo una puertecita. Pusieron adentro al colibrí y cerraron la puerta. La joven estaba encantada. Sin embargo, en el lugar de continuar su trabajo con el tejido, se embelesó contemplando a la avecilla. Ambos se miraban uno al otro. El colibrí parecía feliz de verla y ella también de contemplarlo. Al anochecer, colocaron la jaulita en un cuarto. Pero el colibrí, al ver que lo dejaron lejos de su amada, empezó a quejarse, comenzó a hacer ruido, quería escaparse y aleteo con más fuerza. Al oírlo, la joven se enternecio y sintió tristeza. -¡Y si se muere el colibrí!- pensó- ¡está muy agitado, pobrecito! Se levantó, salió de su cuarto, entró a la habitación de sus padres y les dijo: -voy a llevarme este pajarito porque está muy agitado y se puede morir.
-Está bueno pues, llevátelo, a ver si no te quita el sueño- le advirtieron. Se lo llevó, puso la jaulita al lado de su tapexco y se acostó otra vez. El colibrí se quedó quieto y pensó: -¿Qué hago ahora? Es seguro que se asustara si me transformo en hombre. Sin embargo, estaba tan enamorado que se arriesgó. Estaba seguro de que tendría otra oportunidad como esa. Así que, recurriendo otra vez a la sabiduría de sus antepasados, se convirtió otra vez en patojo. La luz de la luna se filtraba por la ventana de la habitación y el muchacho se veía muy blanco tan pálido como el astro que iluminaba. Estaba seguro de que ella se iba a sorprender, pero no podía desperdiciar la oportunidad. Poco a poco, se acercó a ella y le habló: -No te asustés, soy yo. Te he visto desde hace mucho tiempo y me he enamorado de vos. Te quiero mucho y quiero que nos casemos. Te quise hablar ayer, pero estabas tan concentrada en tejiendo que ni caso me hiciste. Ahí estaba tu tata y tuve miedo. Por eso busqué la forma de verte y me convertí en colibrí. Ahora que estamos solos ¿qué me decís? ¿Sentís algo por mí? Porque de veras, te quiero mucho y no aguanto dejarte. Y necesito que me digás ahorita: ¿me querés vos? Porque yo te amo con todo mi corazón y para siempre.
El patojo se veía muy blanco. La joven quedó sorprendida y sin habla. No sabía qué hacer ni qué decir. Aquello parecía un sueño. Cuando se percató que todo era real, observó la cara del patojo. Es cierto, lo había visto varias veces y recordaba la mirada intensa con que el muchacho la observaba. Sus amigas le habían dicho que él estaba enamorado de ella, pero no les creía. Se miraba tan serio y no le hablaba. Siempre callado. La situación era incomoda. Estaban en el dormitorio de ella, había entrado con poderes sobrenaturales, incluso había podido raptarla. Pero en vez de eso, le ofrecía su corazón sencillo, tierno, enamorado y sincero. A ella tampoco le era indiferente y recordó que, mientras miraba al colibrí, había ido descubriendo en su corazón un sentimiento diferente que no conocía, que nunca había sentido antes. ¿Qué dirían sus padres? ¿Sería verdad todo aquello? Ella no podía confiarse así a un desconocido, por lo que le pidió una prueba. El patojo, frente a ella, se convirtió de nuevo en el colibrí, bajo la mirada protectora de la luna. La noche estaba terminando y dentro de poco regresaría el sol con la alegría de la luz y el canto de las aves. El sueño se había apartado de sus ojos. Decidió preguntarle a sus padres era estar enamorado. Durante el desayuno que realizaron junto al fogón de | 63
la casa, que calentaba el comal donde se cocían las tortillas y la olla de frijoles, la muchacha les preguntó a sus padres como se habían casado. Ellos sonrieron y bajaron la mirada al suelo, casi al mismo tiempo. Luego se vieron y la patoja encontró la chispa que los unían desde hacía muchos años. Tanto tiempo atrás, que ella no recordaba haberlos visto de otra manera. -Tu tata me robó- confesó la madre muy apenada y sonrojada- mis tatas querían casarme con otro patojo, pero yo quería a tu tata. Nos pusimos de acuerdo y una noche nos fugamos. El padre estaba apenado y asentía con la cabeza. Después de oír la historia, todos rieron alegremente y los padres abrazaron con ternura. Ella regresó a su tejido y continuó con su labor. Esa noche, la joven espero a que sus padres se durmieran y le habló al colibrí. Éste retomó su forma humana y ella comprendió que también estaba enamorada de él y así se lo dijo. Ambos se prometieron fidelidad, respeto, ayuda mutua, compresión, tolerancia y amor. -Lo que yo quiero es que nos vayamos ahorita mismole dijo él. -Muy bien, si querés nos vamos ahorita- le dijo ella. ¿Es cierto lo que me decís? ¿No me metís, verdad?pregunto él. -No, es verdad- respondió la muchacha. Al amanecer, los papas de la patoja vieron que ella 64 |
no estaba en su cuarto. La puerta estaba cerrada y la ventana abierta. La jaula también tenía la puerta abierta y esta vacía. Ambos padres se preocuparon muchísimo. La madre comenzó a llorar tristemente y le dijo a su marido: -Andá a buscar a mi hija donde sea y me la traés. -¡Ay, mija! –Decía- mi única hija. ¿Dónde se ha ido mi corazón?- se lamentaba. El hombre fue al campo en busca de su hija. Fue al pueblo, a los montes y, la buscó por todos lados, pero jamás la encontró. Cuando regresó a su casa, su esposa lo llevó al telar, donde estaba el tejido inconcluso de su hoja. Sólo vieron dos plumas de colibrí entrelazadas. En ese momento, comprendieron que su hoja sería feliz con el hombre que había elegido.
Epígrafe
“La literatura oral no tiene al papel y la tinta como medio fundamental de expresión. De ahí la necesidad de coadyuvar para que estas manifestaciones culturales no se pierdan” “al trasladarlas a la letra escrita con el fin de que permanezcan vivas para que el pueblo siempre las recuerde y se constituyan en fuente de identidad nacional, y que los jóvenes puedan, algún día, encontrar sus verdaderas raíces”. Celso Lara Figueroa
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Biografía Celso Lara Figueroa (Ciudad de Guatemala, 1948 - 29 de agosto de 2019) fue un antropólogo y escritor guatemalteco. es conocido en el país por ser un famoso historiador guatemalteco. Su trabajo ha sido reconocido internacionalmente y ha impulsado al conocimiento cultural en Guatemala. Se desempeñó desde muy joven en el campo académico desde la Universidad de San Carlos de Guatemala — USAC—. Junto con sus estudios de historia, pronto inició su carrera de investigador. Al concluir sus estudios de pregrado y grado en la Facultad de Humanidades, se especializó en 66 |
Antropología, Folklore e Historia en la Universidad Central de Venezuela. Así mismo, laboró como el profesor más joven del Departamento de Antropología de dicha universidad. Uno de sus primeros trabajos se llamó Leyendas y casos de la Tradición Oral de la ciudad de Guatemala, que recogía tradiciones orales de la ciudad capital. Dicho libro ganó en 1974 el premio Quetzal de Oro de la Asociación de Periodistas de Guatemala —APG— al mejor libro publicado ese año.
Glosario Adormecidas: Empezar a dormir o rendirse al sueño se adormeció a mitad de camino. Aflorar: Aparecer en la superficie de un terreno algo que estaba oculto bajo él, especialmente un mineral o un líquido. Ajada: Salsa hecha con pan desleído en agua, ajos machacados y sal; es típica de algunas regiones de España, especialmente Galicia. Almendrados: Que tiene forma ovalada, semejante a la de una almendra. Añeja: Que va unido a otra cosa de la cual depende o con la que está muy relacionado. Añilero: Es la denominación tradicional de variedades oscuras y profundas del color azul.
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Artificio: Procedimiento o medio ingenioso para conseguir, encubrir o simular algo. Arrullos: Canto grave y monótono con que las aves cortejan a sus parejas. Asolaron: Estropear o secar, el calor, las plantas o los frutos del campo.
Atrio: Patio abierto situado a la entrada de algunas iglesias, templos o palacios, que generalmente tiene forma rectangular y está rodeado de columnas. Avería: Daño, rotura o fallo que impide o perjudica el funcionamiento del mecanismo de una máquina, una red de distribución u otra cosa. Azahares: Flor del naranjo, del limonero y del cidro; es de color blanco y muy aromática. Cafetales: Terreno plantado de cafés o cafetos. Cerbatana: Tubo estrecho que se utiliza para lanzar dardos u otros proyectiles, los cuales se introducen en su interior y salen expulsados al soplar enérgicamente por uno de sus extremos. Chistar: Emitir algún sonido como para empezar a hablar. Chucho: Es popularmente utilizada en Guatemala para referirse a un perro, ya sea callejero o de casa. Copal: Árbol tropical de la familia del algarrobo, de hojas compuestas y flores cigomorfas; su madera es apreciada en ebanistería. | 67
Desdichada: infeliz, malaventurado, desventurado, desastrado, infausto, aciago.
Mengala: Mujer del pueblo soltera y joven.
Ébano: Árbol tropical de gran altura, tronco grueso, corteza gris, hojas alternas de color verde oscuro con pecíolos muy cortos, flores axilares y fruto en baya oval; la madera es de gran calidad y muy apreciada en ebanistería.
Nixtamal: Granos de maíz que se mezclan con agua y cal, y se muelen para preparar tortillas.
Escudriñar: Examinar algo con mucha atención, tratando de averiguar las interioridades o los detalles menos manifiestos.
Muchá: Se refiere a un grupo de amigos.
Panteón: Monumento funerario destinado a la sepultura de varias personas, generalmente de la misma familia. Patojo: Que está en el período de la vida entre la niñez y la edad madura.
Evocar: Recordar algo percibido, aprendido o conocido.
Piar: Emitir su voz los polluelos y algunas otras aves.
Exuberante: (Persona, cosa) Que está muy desarrollado o que tiene gran cantidad de alguna cosa.
Pichirilo: Es una manera cariñosa y familiar de referirse al coche o auto de la familia.
Furtivamente: De manera oculta o sin ser visto o percibido.
Reguero: Chorro o cantidad de líquido que cae o atraviesa una superficie o un espacio de manera débil, continua y más o menos recta.
Hoguera: Fuego de gran tamaño que levanta mucha llama y está hecho con material de fácil combustión, generalmente al aire libre. Huipil: Camisa o túnica amplia de algodón, adornada con bordados típicos, que usan principalmente las mujeres indígenas. Ilustres: Que tiene un origen familiar noble o distinguido. Jícara: Taza pequeña, generalmente con el fondo más grueso que las paredes, que se usa para tomar chocolate. Luctuosos: Que produce o conlleva tristeza, dolor o luto. 68 |
Riachuelo: Río pequeño de escaso caudal y profundidad que puede secarse. Ruborizar: Causar sonrojo o rubor a una persona. Sauce: Árbol de corteza gris con estrías longitudinales, copa amplia formada por largas ramas ascendentes, finas y flexibles. Solemnidad: Acto o ceremonia solemne. Sollozos: Movimiento convulsivo que se realiza en ocasiones al llorar desconsoladamente y que consta de varias inspiraciones bruscas, entrecortadas, seguidas de una espiración.
Suntuosa: Que es magnífico, sumamente espléndido o lujoso en extremo. Tajantes: Que no admite discusión o que corta cualquier posibilidad de réplica. Traslacionistas: Fueron un grupo de habitantes de la ciudad de Santiago de Guatemala. Tata: Trato cariñoso y respetuoso que se da al padre o al abuelo. Tenue: Que es muy delgado o fino. Tullido: (Persona, animal) Que está imposibilitado para moverse o para mover alguno de sus miembros. Tumultuosamente: Que se efectúa sin orden ni concierto. Tusa: Que es despreciable o de baja condición social. Zaguán: Sala o pieza de una casa inmediata a la puerta principal de entrada. Zarzuelas: Género teatral y musical constituido por este tipo de obras.
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Agradecimiento
Gracias a Celso Lara Figueroa, por todas las leyendas que nos ha dejado y permanecerán por generaciones, valorizando nuestras tradiciones. Fue un recopilador de las leyendas de Guatemala, el mayor investigador del folclor. Documentó muchas leyendas y como diseñadores nos permite ilustrar y diagramar sus leyendas. ¡Gracias!
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