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El toro que resultó ser dios

# Texto y fotos: Rubén Juan Serna

El artista González Beltrán.

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Entrar en el estudio de un artista es pisar un santuario en el que se reconoce la espiritualidad sin conocer a los dioses. Se respira la quietud y el silencio de los espacios sagrados, en donde los sueños cobran vida y la vida, en ocasiones, se convierte en sueño. González Beltrán es de esos artistas murcianos que ha decidido que su hogar y su estudio se encuentren en el mismo sitio, aunque separados, y quizá porque su vida no es separable de su trabajo, que no es un oficio sino una pasión y una forma de vivir. El escultor de los ícaros, ese personaje que escapó junto a Dédalo del laberinto del minotauro, es el autor de la obra que protagoniza la portada de esta publicación. “Ícaro” es también el nombre de un veterano caballo al que Pablo Hermoso de Mendoza ha montado en numerosas tardes, y gloriosas, y que ha destacado por su habilidad y valor en el tercio de banderillas.

Los talleres de escultura son museos sin visitantes, son exposiciones sin halógenos dirigidos ni cartelas en las paredes. Así es el taller de González Beltrán, en donde la bienvenida, además de él, la ofrece una escultura a tamaño real de Pepín Liria, uno de los toreros a los que más ha admirado el escultor. “Sufro mucho en los toros, sobre todo si torea un amigo”. Así se refiere a su emoción en la plaza, en donde disfruta del ambiente y de la carga espiritual de la fiesta, pero reconoce sus humanos temores por la integridad de los toreros, y más si hay un vínculo de amistad entre ellos.

Gran dibujante y pintor

González Beltrán es un gran dibujante y pintor. No sé si él se reconoce así, pero la galería de bocetos que adornan su estudio dan buena muestra de ello, aunque sea la escultura, y en concreto la escultura en bronce la que caracteriza su obra.

“El bronce perdura, pasarán los siglos y seguirá ahí, resistiendo, no hay material como él”. Así lo indica mientras muestra alguna de sus obras más conocidas, todas ellas con una temática mitológica. Mientras recorremos su taller González Beltrán me explica el proceso de creación de sus obras, y la importancia, la raíz, de la escultura, que es el modelado en barro, sirviendo el resultado como base para su reproducción en bronce en la fundición. Un proceso complejo que sumado al valor del propio bronce eleva el coste de una escultura. González Beltrán rechaza la escultura en serie, la realizada con procesos informáticos y que reproducen esculturas idénticas, como el que fabrica tornillos. “¿Para qué quiero yo una escultura que hace un ordenador, exactamente igual, gracias a la tecnología? No hay alma, la escultura siempre partirá del barro, de las manos del escultor”.

Con el orgullo con el que un padre enseña el vídeo de la actuación de fin de curso de sus hijos, Mariano me enseña la obra que servirá de portada para esta publicación. A simple vista un majestuoso toro. “No es un toro”, me advierte en primer lugar. “Es Zeus”. El escultor hace referencia al rapto de Europa, hija del rey Agenor, que fue raptada a lomos de un toro que era el propio dios Zeus, que se sirvió de esa apariencia para ganarse la confianza de la joven. En ese rincón del taller surge una emoción entre el goce estético y la angustia, al verme rodeado de grandes pedestales con Ícaros y maternidades, otro de los temas recurrentes en la obra de González Beltrán.

Su delicadeza al hablar, su cariño al referirse a sus obras y, sobre todo, la seguridad del artista que muestra su trabajo orgulloso, me convence de que estoy ante uno de los grandes. Ante uno de los pocos genios llamados a ser eternos, como lo son algunos diestros y astados. Y es que González Beltrán tiene el don de la creación, de transformar el barro, no en figuras, sino en objetos únicos llenos de vida.

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