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El tercero

# Pascual García

Traje de torero Obispo y Plata.

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Violeta y plata eran los colores de su vestido de luces, el capote bien asido con las dos manos y encajada la montera, mientras sus ojillos vivaces y pequeños iban haciéndose al esplendor de la tarde, a la luz en demasía que bañaba la plaza de toros de aquella pequeña ciudad de provincias donde había sido contratado su matador, aún en el principio de una carrera que no acababa de remontar y que había estado jalonada por unos cuantos accidentes con el toro, algún puntazo, varetazos varios y una cornada de pronóstico grave de la que ya parecía recuperado, aunque el tercero, cargado de años y de experiencia, con la malicia acumulada de un sinfín de tardes y el espectro del miedo tan cerca siempre, tan presente que nada de lo humano podía escapársele, no terminaba de ver a aquel muchacho rubio y espigado en algún lugar de importancia del escalafón taurino, antes bien había ido percatándose de una creciente desidia que solía atacarle en las largas tardes sin gloria de toros mansos, de desechos de tienta, de alimañas que ya no quería nadie.

Lo había ido notando poco a poco, medroso y desganado, mientras le iba huyendo la afición del principio, cuando era un novillero con ganas, con voluntad y con el valor suficiente para enfrentarse al burel de turno.

Pero ahora no, ya no, y el tercero sabía con ese conocimiento que le otorgaba el sabor del fracaso tantos años degustado que aquel joven de piel pecosa y sonrisa franca iría desapareciendo de los medios y de la memoria de las gentes, los que lo habían visto torear en alguna plaza y los que habían puesto sus esperanzas en un nuevo valor de la tauromaquia. Y se acordó de sus principios, cuando aún soñaba con la gloria y el triunfo, mientras daba naturales de quimera y largos pases de pecho en las noches de insomnio en las que tornaba el viejo aroma de una emoción intacta.

Ya no, se dijo, cogiendo con fuerza los pliegues del capote y mordiendo la esclavina mientras seguía las evoluciones del toro, que no había hecho nada bueno desde que saliera al albero, alto de agujas, basto de cabos y cornalón, no había rematado en tablas, corretón y abanto, desentendido del torero que lo citaba en el tercio para probar su embestida con cierta inseguridad y turbado.

La ilusión tiene un plazo y caduca en algún momento, pues el dolor y el aburrimiento y la mala

suerte solo se combaten con la seguridad y el deseo de triunfar a toda costa y nada ni nadie puede detener esa firmeza de ánimo, pensó el subalterno con el recuerdo contrariado de su propia experiencia, pues nunca supo con seguridad qué le había ocurrido, si le ganó la falta de afición o el miedo, si le superaron las circunstancias de una empresa tan alta como la de llegar a ser figura del toreo. Y sin embargo tuvo siempre el deseo oculto de un golpe de efecto.

Pero el peón de brega, el humilde torero de plata, que había renunciado a la gloria por la comodidad y por la seguridad de un dinero constante que solo le reportaría un riesgo mínimo vio en los ojos hundidos del maestro la duda perniciosa y la decepción constante y a lo largo de las últimas temporadas fue notando su deterioro moral y una evidente frustración que le ganaba por días hasta dejarlo abatido, mientras que él iba tensando sus músculos, asentaba las zapatillas en la arena, relajaba sus brazos y las palmas de sus manos y permitía que el toro pasase a su capricho hasta situarse en el lugar exacto donde debía estar; no otra era su labor, con la suavidad de unas muñecas de seda hartas de soñar con tardes propias y con toros que le pertenecieran del todo. A él no le estaba permitido lucirse con el percal ni robarle un solo pase al que mandaba en todo aquello, al espada.

Aquella tarde todo fue distinto; el toro dio varias vueltas al ruedo como huido del infierno, berreando y atropellado, buscó la salida y miró al público, despreció los capotes de todos los toreros y ofreció la imagen de un manso de libro que mostraba un claro peligro; así que el maestro se encogió, se apostó en las tablas y observó con recelo al burel.

Nadie parecía dispuesto a resolver aquel desorden de la lidia hasta que el tercero abrió su capote, llamó al astado con voz de mando y lo recibió con media docena de verónicas abrochadas con una media de lujo lenta y airosa. Antes de que nadie notara la perturbación, volvió a pegarle una tanda de chicuelinas bajas y ajustadas al cuerpo mientras se quedaba muy quieto e iba percibiendo el aire amargo y montuno que movía el animal. Volvió a torear por verónicas, suelto, despacioso y gustándose y en esta ocasión terminó con unas lentísimas y graciosas tafalleras que dejaron al toro sin argumento para no seguir embistiendo.

El tercero sabía que en cualquier momento podrían interrumpirle su atrevimiento, que le estaba robando el turno a la figura que le pagaba, al hombre al que debía respeto y dedicación, pero la sangre se le dio la vuelta en las venas y los pies tornaron a buscar al cornúpeta con el ansia del que busca la gloria o la muerte, o ambas cosas, y la certeza de que estaba violando las principales leyes del toreo mientras miraba a su matador y descubría una actitud impertérrita y un gesto de alivio.

Muy pronto se dio cuenta de que el toro aceptaría todas las suertes de capa, porque había entrado ya en la jurisdicción del torero y había aceptado su mando, ese pacto misterioso entre el hombre y la bestia. Aquel manso que podría haber derivado en alimaña colaboró con el tercero en la ilusión de un torero de plata que no escatimó ni una sola página de su sabiduría: gaoneras, delantales, navarras y serpentinas, lopecinas, caleserinas y faroles y una monumental revolera con

la que cerró lo que podría haber sido un fascinante tercio de quites, pero el respetable reaccionó a tiempo, aplaudió con ganas la imprudente audacia del tercero, obligó a la banda a interpretar un pasodoble, Manolete, y nadie osó protestar por aquel alarde ni expulsarlo del ruedo, ni el matador que, cabizbajo y como avergonzado, observaba la faena de su hombre con un punto de satisfacción y de orgullo. El tercero supo con ese conocimiento que proviene antes de las tripas que de la cabeza que aquella terrible transgresión de las leyes de la corrida no llegaría muy lejos a no ser que se produjera un milagro, pero salieron al ruedo los dos picadores, peleó con bravura el toro en el caballo y el matador continuaba estático, la mirada perdida y el cuerpo abandonado a una lasitud que el tercero achacó a algún tipo de trastorno anímico; de manera que tomó la muleta y la espada, brindó al cielo con un gesto apenas perceptible y llamó al bocel desde los medios, le recetó un pase cambiado por la espalda que detuvo el aire de la tarde, tomó la muleta con la izquierda y muy templado, muy lento y muy bajo Banderillas en la Maestranza. Obra de Pedro Serna. estuvo pegándole naturales durante unos minutos hasta que se dio cuenta de que el animal iba alcanzando su término, así que remató la faena con unas manoletinas a pies juntos y las alternó con molinetes y bernardinas hasta que tuvo el convencimiento de que el toro se había colocado en el lugar y en la posición adecuada para recibir la muerte. De manera que montó el estoque, cruzo la muleta con la izquierda por lo bajo y metió la mano hasta la empuñadura en el hoyo de las agujas. El resto se lo contaban en la enfermería mientras el cirujano iba cosiendo la herida y el propio matador le traía alborozado las dos orejas. Enhorabuena, maestro, le espetó con una sinceridad de hombre bueno, y el tercero, agradecido y emocionado, le dejó ver un rostro cubierto de lágrimas.

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