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BUSCAR LA SUERTE

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LA MARTINA

LA MARTINA

# Pascual García

Un pedazo cortado de una de aquellas mantas que utilizaban en su pueblo para la recolección de la oliva, montado sobre una vara de almendro seca que el muchacho mismo había modelado con su navaja a modo de estaquillador, constituía la flamante muleta; los alpargates de loneta negra y suela de cáñamo, las zapatillas para andar el camino y sortear los envites del morlaco y unos vaqueros viejos y rotos, una camisa blanca y sucia y un pañuelo rojo, como vestido sin luces, y por montera, una gorrilla de cuadros que le había cogido a su padre cuando salió de su casa hacía ya un par de años. Claro que había pasado hambre por aquellos caminos de la sierra en los que no siempre encontró un alma caritativa que le diese pan o queso o tocino o cualquier otro alimento que le ayudara a proseguir la ruta y le permitiera mantener el entusiasmo con el que se había provisto para llevar a cabo la aventura de querer ser torero, a toda costa, sin otro conocimiento que la pasión, el arrojo y la escuela bronca de las fiestas patronales, en las aldeas, donde corrían toros viejos y vaquillas avisadas y donde una cornada podía costarte la muerte en unos minutos porque la casa de socorro más cercana distaba más de una hora por caminos de piedra y sendas impracticables.

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Andrés no llevaba otra cosa en su alforja exigua que todas las ganas del mundo y la inconsciencia de un adolescente armado de coraje y con muy pocas cosas que perder. Dejaba atrás, en su pueblo, una familia humilde, trabajadores del campo, con los que algún año había ido a la vendimia de Francia, mientras que sus abuelos se quedaban al cargo de Ramón, un paralítico cerebral, fruto de un parto problemático al que el muchacho quería de un modo particular.

En realidad había sido por él por el que había dado el gran paso de echarse a los caminos de la sierra y buscar la suerte en alguna capea, en algún encierro tradicional de reses bravas de aquella zona, donde alguien pudiese verlo torear y lo ayudara a llegar más lejos. El dinero no era lo más importante, salvo por el hecho de que su hermano necesitaba unos cuidados especiales que su familia no podía darle; otros habían sido toreros para agasajar a sus madres o a sus novias, para salir de la pobreza o para llevar a cabo una gesta que mereciera la admiración de alguna mujer. Andrés buscaba el triunfo para que los cuidados especiales de su hermano, y su bienestar, estuviesen asegurados. Lo veía todos los días tendido en el suelo sobre una manta acolchada que su madre cambiaba y lavaba, porque allí hacía todas sus necesidades y no tenía otra ayuda que la de su marido, jornalero del campo, cuyo salario apenas alcanzaba para la comida de los cuatro y de un abuelo que vivía a su cargo. El dinero lo cambiará todo, se había dicho desde muy pequeño, pagaremos médicos, asistentes y una

silla eléctrica para que Ramón se mueva a su antojo por la casa y por la calle, y ya lo estaba viendo con su rostro de listo y su sonrisa permanente entrando y saliendo de la casa con el flamante vehículo de dos ruedas que habían podido comprarle con el primer dinero que había ganado en la última feria; se contaba que algunos toreros, conforme cobraban la primera corrida, paraban el furgón de la cuadrilla en el primer concesionario de una famosa marca de coches y adquirían el más lujoso.

En eso pensaba Andrés cuando lo revolcaban los cornúpetas por esos pueblos polvorientos de Dios, sin médico ni practicante para suturarle las heridas, que un barbero humilde cosía a su buen entender y que nunca, había tenido mucha suerte en eso hasta ahora, se les habían infectado. No cabe duda de que seguía adelante por un propósito noble y que tenía más derecho que algunos otros a triunfar, pero él ignoraba los entresijos de los despachos, apenas conocía a un par de ganaderos medianos y ni siquiera contaba con un traje y una corbata para lidiar en esos terrenos. La afición se le suponía, y el valor, porque uno no se pone delante de un animal con muchos años y toreado dispuesto a entregar el pellejo por una oportunidad que no llegaba nunca si no se tiene redaños para enfrentar el trago. Alguna vez, un viejo aficionado, de los que usan gomina y miran a las mujeres como si las estuvieran tocando, le había hecho un comentario halagador a algún amigo suyo, pero nunca había pasado a mayores ni había llegado a ningún sitio. Para gastarse el dinero con un joven sin experiencia que apenas sabe esbozar un derechazo hay que tener muchas ganas de tirar los caudales,

había dicho alguien una vez, cuyas palabras le habían llegado a Andrés de una forma despreciativa, pero hay que reconocer que tiene arrestos y empuje y que gasta unas formas frescas y nuevas, había añadido aquel mismo hombre. Pero todo había quedado en meras tentativas, en un sueño de esperanza y en las imaginarias tandas de naturales que cada noche pegaba Andrés a un toro distinto, conformado según su prototipo particular, bajo, de cara cómoda y no deMonumento al maletilla en Ciudad Rodrigo. masiado grande que humillaba, hacía el avión en el capote y llegaba hasta el final del lance, cogía la muleta por debajo, y volvía una y otra vez con idéntico celo. En alguna de aquellas noches de fiebre y de ansias improbables, las cosas habían salido bien, el toro se correspondía con el modelo imposible de las mejores tardes evocadas y él había respondido a las expectativas del público; le vino en aquel trance una oleada desconocida de valor y de arrojo, notó la ligereza de su cuerpo como si estuviera a punto de echarse a volar y no le preocupara en absoluto la cercanía del animal. Era el instante sublime de echar la moneda al aire y jugarse el todo por el todo. Entonces sucedió el milagro.

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