La mecha la centella_OPMachinery 23/06/20 02:35 Página 64
LA MECHA
la centella
O
CURRIÓ a comienzos de 2005. Yo trabajaba entonces en Volconsa, como responsable de su división de demoliciones. Volconsa había resultado adjudicataria de la demolición de un complejo hospitalario inacabado, ubicado en el pueblo vasco de Lejona (Leioa). Las edificaciones que lo constituían se encontraban dentro de una parcela junto a la carretera que, desde la autovía, daba acceso también a las instalaciones de la UPV (Universidad del País Vasco), que se encontraban en el barrio de Sarriena. La carretera ascendía serpenteando desde la autovía hasta la universidad. Era una vía ancha, tenía un buen firme y se prestaba a que los conductores, en su mayoría jóvenes alumnos, disfrutaran de la velocidad pisando a tope el acelerador de sus utilitarios, trazando las curvas emulando a los pilotos de Fórmula 1, muy a pesar de que existiera una limitación de velocidad de 50 km/h en todo el tramo. Disfrutaban ellos y disfrutaban también los chicos de la Ertzaintza, que se apostaban emboscados con sus radares móviles a la caza de los incautos y olvidadizos palomos, muchos de los cuales resultaban ser reincidentes en la cosa de la curvatura, cayendo como gazapos en las redes de los agentes, que hacían muy saneadas cajas los días lectivos. Nosotros sufrimos también su acoso durante un tiempo porque, aunque respetábamos el límite de velocidad, nos impusieron unas cuantas multas por el barro que las ruedas de los camiones cargados de escombro dejaban sobre el asfalto camino del vertedero. Pudimos librarnos de la implacable persecución construyendo una balsa a la salida de la obra, donde destinamos un operario a lavar los neumáticos de todos los vehículos antes de que se incorporasen a la carretera. El complejo hospitalario constaba de varios edificios de diferentes alturas, todos ellos de estructura metálica. Se había descartado la demolición por voladura y se propuso el derribo mediante sistemas mecánicos, pero los brazos de los equipos de demolición clásicos, las retroexcavadoras equipadas con cizallas, no alcanzaban la altura necesaria para atacar el edificio principal. Optamos entonces por utilizar para la demolición de este una enorme grúa provista de un brazo de celosía de gran alcance, en el que montamos suspendido un “pulpo” de acero, de los normalmente usados para el movimiento y colocación de escollera en la construcción de puertos. El maquinista elevaba el artilugio y lo dejaba caer sobre la estructura, fracturándola por impactos sucesivos, removiendo luego los fragmentos hasta hacerlos caer al suelo mediante el giro de la pluma y el cierre y apertura de las pinzas. La grúa iba montada sobre un chasis que se desplazaba sobre un tren de rodadura de orugas. La pronunciada silueta del mamotreto destacaba en la distancia. El alto edificio principal y la celosía de la pluma de la máquina, apuntando al cielo y asomando por encima de su cubierta, de cuyo extremo pendía aquel
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enorme artilugio, eran ya visibles desde la misma autovía. Aquel día, como otros muchos, había madrugado para llegar a la obra a primera hora. Salí de Madrid sin que aún hubiera amanecido. Viajaba casi siempre en coche para realizar las visitas periódicas a cada una de las obras de demolición que teníamos activas en toda España. Casi podía decir que vivía en el coche, en cuyo maletero siempre guardaba dispuesta una pequeña bolsa de viaje con un mínimo de ropa y trebejos para no tener que perder tiempo en preparar el equipaje cuando me surgía algún viaje imprevisto. No había desayunado en casa y tan solo había parado en el camino a tomar un café para esquivar el sueño. Noté el vacío en el estómago cuando salí de la autovía para ascender por aquellas curvas que invitaban a pisar el acelerador, pero no lo hice. Las nubes auguraban tormenta, aunque no llovía. Estuve tentado de disfrutar de las curvas, pero no me atreví porque, a pesar de la hora, era muy posible que los de la Ertzaintza estuvieran ya apostados a la caza de los estudiantes más madrugadores que asistían a clases tempranas. Pero no, no estaban emboscados, o si lo estaban no llegué a verlos. Desde lejos había divisado la pluma de la grúa y observé que se encontraba parada. Temí que estuviera averiada. A la llegada a la obra constaté que, en efecto, la grúa había sufrido una avería, una rotura en una de las orugas. Un operario estaba reparando la fractura con un equipo de soldadura eléctrica, mientras a su lado “palomeaba” el operador de la grúa. Palomear era la forma particular con la que el jefe de obra, un tal Anaya, denominaba al acto de no trabajar, pero fingiendo que se trabaja. Equivale al conocido “marear la perdiz”. Tanto “palomear” como “marear la perdiz” no tienen nada que ver con el famoso “tocarse los cojones a dos manos”, que consiste en no dar palo al agua, a veces no solo sin disimulo sino haciendo ostentación de ello. El maquinista de la grúa era un vasco que hablaba con un acento que no admitía confusión posible con respecto a su origen. Bien podría llamarse Koldo, aunque soy incapaz de recordar su nombre. El soldador debía ser también aborigen, por lo que podría ser factible que atendiera al nombre de Antxón. Es conocido que muchos consideran que los vascos