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INTRODUCCIÓN
Los datos que tenemos sobre la región de la Costa Norte del Perú, en la época pre-colombina, son poco numerosos. La mayoría de los cronistas se esmeraron en contarnos la grandeza de los Incas, sus guerras y victorias sobre sus vecinos. El Cuzco, centro del Imperio, mereció toda la atención, silenciando desgraciadamente noticias de otros lugares no menos interesantes. La dominación incaica en la Costa Norte, fue relativamente tardía y duró menos de un siglo. De allí que cada región de los “Yungas” conservara su idioma al momento de la conquista y ciertas costumbres que les eran propias. En este trabajo nos ocuparemos en especial de las sucesiones de los cacicazgos, que si bien tenían caracteres en común con los demás lugares del antiguo Perú, por otro lado, mostraban sus rasgos propios y peculiares. Para nuestro estudio nos basaremos principalmente sobre los manuscritos inéditos del Archivo Histórico Nacional de Lima, referentes a pleitos sobre la herencia de los curacazgos. Estos documentos de la época virreinal, se remontan en sus averiguaciones y probanzas, a las costumbres de su gentilidad, pues los españoles se informaron y conservaron algunas de las antiguas tradiciones locales. Es sabido que muchas de las Ordenanzas dictadas por el Virrey Toledo, se inspiraron en el derecho indígena existente. Se afanó el Virrey en llevar a cabo una averiguación detallada de las costumbres de sucesión de los curacazgos durante el Incario, de las obligaciones y oficios de los señores principales, de los tributos y servicios que debían prestar los indios a los caciques. Con todos estos datos se elaboraron “Las Obligaciones” de los Caciques durante el Virreinato, siguiendo de cerca la tradición imperial (1). Existió una preocupación de parte de la Corona Española, por conocer las costumbres locales y luego de mantener parte de la organización incaica, hecho que habla de la bondad y sagacidad de su tradición.
La Recopilación de Leyes de Indias, en los referente a los caciques y a las sucesiones, subraya “que en esto no se haga novedad y virreyes, audiencias y gobernantes no tengan árbitro en quitarlos a unos y darlos a otros dejando la sucesión al antiguo derecho y costumbre (2). Basadre (3) en su Historia del Derecho
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Peruano, señala las formas de permanencia del derecho indígena en la Colonia, siempre que no fuese opuesto a la legislación o a la religión católica. Con justa razón sostiene Rowe (4) que estos reconocimientos del derecho del régimen anterior, son el argumento más potente que podemos buscar, para establecer la continuidad de tradiciones constitucionales entre la Colonia y el Tahuantinsuyu. En los primeros años de la Conquista, las sucesiones de los cacicazgos continuaron como durante el Incario, sólo que el beneplácito del nombramiento lo daba el encomendero en lugar del Inca. Luego de implantarse los cánones virreinales, iban los pleitos sobre la herencia de los cacicazgos a la Real Audiencia y seguían el curso de los litigios ordinarios con todos sus términos y pruebas que duraban meses y años. Los indios, al hacerse cada día más ladinos, se mostraron amigos de los pleitos y prolongaron estos costosos litigios. El Virrey Toledo teniendo en cuenta estos inconvenientes, trató de abreviar los despachos y que estos negocios fuesen expedidos por el virrey y no por las Reales Audiencias. En una carta del Marqués de Cañete al Rey, del 20 de Enero de 1595, se queja justamente de los largos trámites que perjudicaban a los naturales (5). Los documentos inéditos a los que nos referimos, son una rica cantera de datos, donde los litigantes prueban sus derechos y títulos al cacicazgo. El más importante de estos manuscritos y él de mayor interés y noticias sobre las costumbres de la región, es un pleito sobre la sucesión del cacicazgo de Reque, Callanca y Monsefú de 1595. Por orden de importancia le sigue un expediente de 1610 sobre el litigio por el cacicazgo del Repartimiento de Nariguala, reducido en Catacaos, que contiene datos sobre las capullanas, luego dos expedientes sobre los ayllus de la Punta de la Aguja, Nonura y Pisura, reducidos en el pueblo de Sechura. El manuscrito de 1687, se halla en la Biblioteca Nacional y el otro de 1692 pertenece al Archivo Histórico de Lima. Por último, citaremos un litigio por el título de cacique de Lambayeque y Ferreñafe de 1765, que complementa lo publicado por el padre Rubén Vargas Ugarte (6). En los legajos de siglos posteriores, ya la tradición indígena es débil y las costumbres europeas predominan. Este es el caso de los documentos de Lambayeque, en ellos los datos más importantes son los que corroboran con los de la crónica de Cabello. Aparte de estos manuscritos principales hemos consultado los Juicios de Residencias, y otros legajos que anotamos al final. Los motivos que movían a los indios a sostener los costosos juicios por los cacicazgos, eran, fuera del honor y del rango que implicaba el cargo, los numerosos beneficios, adjuntos al título. En los expedientes se nombran los salarios, servicios, beneficios de la tasa y de las chacras. En cuanto a la cantidad de tierras designadas para el cacique debió variar en las diferentes regiones, según la calidad de ellas y el número de habitantes del pueblo. Diferencias que no sólo debieron existir en la época colonial, sino desde tiempos pre-hispánicos.
Así como las costumbres sobre las sucesiones variaban en cada valle, igualmente eran distintas las tenencias de tierras. Según la Relación del valle de Piura, en tiempo de Su gentilidad, la tierra pertenecía toda al curaca, que la poseía como suya propia, dándola a los indios en arrendamiento, y usufructuando ellos parte de las cosechas que producían (7). En el pueblo de Pácora en 1799, el cacique don Gaspar Casusoli, elevó al Procurador de Naturales una petición para hacer valer sus derechos y privilegios (8). Alego que a los caciques se les señalaban tierras para sus cultivos, según era costumbre desde épocas primitivas, y que los indios de su reducción debían trabajarlas, dándoles el curaca de comer y beber durante el tiempo que estuviesen ocupados en ellas, esto era sin contar con el servicio personal a que estaban obligados de prestar. En el caso del cacique de Pácora, le reconocieron veinticinco fanegadas de tierras adjuntas al título de curaca, fuera de las chacras que podía poseer. Variaba la cantidad asignada, así en la declaración del cacique de Caima en Arequipa, declaró en 1822, que por su cargo le pertenecía de derecho 12 tupus de tierras y dos chayañas (9). En la Relación hecha en Huánuco por Iñigo Ortiz de Zúñiga (10) hay mención del servicio al que estaban obligados los indios en las chacras y en la casa del curaca.
En un manuscrito de 1768, don Apolinario Llontop, cacique propietario de Monsefú, elevó una petición afín de ser amparado en sus derechos y privilegios. Pedía que se cumpliese lo proveído en las Ordenanzas a los Caciques, sobre el servicio y beneficios. En un decreto del Superior Orden del 12 de Abril del mismo año, estaba dispuesto “que a los caziques, a más del salario, que se les señala en las Retazas, les siembren y beneficien los Indios subgetos, algunas Chácaras, bien sea en las tierras, que tubieren propias, o si caresieren de ellas, en las del Común, y que para la Guarda de Ganados servicio de su casa, y el de su muger siendo Casado, se le destine cierto número de los Reservados mayores de cinquenta años, de muchachos, e indias viejas libres de toda sospecha, con la obligación los referidos Caziques, de remunerar a los suso dichos el trabajo que impenden en sus respectivos ministerios, la qual se expresará después”. Incluye el expediente una Provisión original, librada el año 1679 por el Virrey Melchor de Liñán y Cisneros a favor del abuelo de Apolinario Llontop, igualmente cacique de Monsefú y en la que se disponía que “los Indios de la Comunidad del dicho Repartimiento de Monsefú, les havían de sembrar, beneficiar y cojer a sus Caziques, unas chácaras y sementeras de quatro fanegas de sembradura de maíz y dos de trigo, dándoles semillas, de comer y beber a los mencionados operarios el tiempo que se ocuparen, para la guarda de sus ganados ocho indios viejos, seis muchachos de 17 años para abajo, y últimamente, para el servicio de su casa, y el de su muger, seis indias viejas sin sospechas, a todos los quales a más de la comida y bebida, les hauían de contribuir los dichos caziques
un vestido de algodón a cada uno, con la condición de que se hubiesen de mudar de seis en seis meses, a menos que ellos de su voluntad, quisieren servir más tiempo”. La petición del cacique Llontop, motivó un decreto ordenando se efectuase una Revisita a dicha provincia por el corregidor don Juan Okelli, y el informe pasó a la Contaduría el 7 de Marzo de 1777. “En ella se cituaron a los Caziques de cada repartimiento los salarios que debían gozar con proporción a el número de indios empadronados, y a el trabajo que han de emprender en la Recaudación y cobranza de tributos” (12 de Febrero de 1778).
Del informe se desprende que los salarios estaban en proporción al número de indios y fueron variando a través del tiempo. Estos beneficios hacían muy codiciados los títulos de caciques, de allí los numerosos litigios y pleitos que debían abundar durante la Colonia.