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introducción

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bibliografía

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introducción

La crisis del poder oligárquico y los intentos de modernización de las estructuras sociales y políticas en América Latina —que se produjeron hacia mediados del siglo XX— son temas importantes en la reflexión sobre el destino de la democracia en la región. Algunos de los problemas fundamentales que afrontan nuestras sociedades tienen que ver con las dificultades de esta transición y la medida en que ella permitió, o no, sentar las bases para una sociedad más abierta y justa. Esto es particularmente pertinente en el caso del Perú.

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Desde los años treinta, varios países de la región emprendieron intentos de modernización bajo la égida de burguesías nacionales que intentaban sentar las bases de un capitalismo nativo. Esto se desarrolló a través de lo que luego se denominó el proceso de «industrialización por sustitución de importaciones», convertido después en un modelo de desarrollo por la CEPAL, en los años cincuenta. El populismo latinoamericano1 movilizó alianzas que, en la medida en que se producía un tímido desarrollo burgués, entraron en conflicto con los intereses imperialistas y con su aliada nativa, la oligarquía. A pesar de que estos procesos fracasaron en sus objetivos finales2, indujeron importantes cambios en las estructuras sociales y políticas de sus respectivos países.

1 No me refiero a lo que entienden por tal los economistas —un Estado que gasta por encima de sus recursos para alimentar clientelas políticas—, sino a la categoría como fue creada por los politólogos. Esto es, la alianza de fracciones burguesas nacionalistas con sectores populares para intentar llevar adelante una revolución antioligárquica que permita abrir el camino a un desarrollo «moderno», burgués. Pueden ilustrar la idea el justicialismo de Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México, etcétera. 2 Véase el final de Perón y Vargas, derribados por la oligarquía en alianza con los Estados Unidos.

Para los años cincuenta en el Perú la situación era diferente. Durante las dos décadas anteriores, mientras en otros países de la región se producían intensas transformaciones, el Perú vivía un cierre de la coyuntura, tras la derrota de intentos tempranos de acabar con la hegemonía oligárquica. Esto dio lugar a una cerrada alianza de la oligarquía con los militares, bajo la hegemonía de estos; lo que Jorge Basadre ha denominado el «tercer militarismo» (1930-1956).

En el Perú, desde fines de la década del veinte se dieron intentos orgánicos por derrocar el orden oligárquico, mediante la constitución de los que debieron ser los dos más importantes partidos antioligárquicos y antiimperialistas del siglo XX y el surgimiento de los dos líderes más importantes de la historia política peruana republicana: José Carlos Mariátegui, el fundador del Partido socialista —convertido en Partido Comunista (PC) a un mes de su muerte en 1930— y Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (Apra); que intentaba de coordinar a los revolucionarios latinoamericanos que combatían contra el imperialismo norteamericano. Del Apra surgiría el Partido Aprista Peruano (PAP)3 .

A la muerte de Mariátegui, su sucesor, Eudocio Ravines, un cuadro de la III Internacional, alineó la organización con la ortodoxia de la Comintern, impulsó el proceso de «desmariateguización» del partido y llevó a los comunistas al aislamiento, debido a la estrategia ultraizquierdista de «clase contra clase», que los condenó a la marginalidad política. En adelante el PC sería una fuerza menor, dando los bandazos que le imponía la III Internacional, que le llevó, por ejemplo, a aliarse con la dictadura de Prado durante la segunda Guerra Mundial4 .

Descartados los comunistas, el Apra se constituyó en la esperanza para amplios sectores populares que esperaban una gran transformación revolucionaria. su prédica encendida y su martirologio5 suscitaban grandes pasiones populares, pero alimentaban también la aprensión de los sectores conservadores y de la clase media, como lo constataba Jorge Basadre en un artículo publicado en la revista Historia, en marzo de 1943:

3 Para los efectos prácticos, luego de la fundación del Partido Aprista Peruano, en 1931, la Alianza Popular Revolucionaria Americana, una organización supranacional, desapareció. Lo que quedó en adelante fue el partido nacional conocido popularmente como el Apra. 4 Es famosa la caracterización que hizo Vitorio Codovilla, el cuadro más importante de la III Internacional en América Latina, de Manuel Prado Ugarteche, uno de los más conspicuos representantes de la oligarquía, como «el stalin peruano». 5 Especialmente los cientos —o miles, según el aprismo— de fusilados ante los muros de la ciudadela chimú de Chan Chan en La Libertad, luego de la derrota de la revolución aprista de Trujillo en julio de 1932.

Injertado en la vida política un movimiento con la organización peculiar de los partidos de la post-guerra y a base de radicales reivindicaciones sociales —el Apra—, las luchas políticas entre 1930 y 1939 […] giraron alrededor de este dilema: ¿“capturaría” el Apra el poder o no? Esa pregunta explica muchos hechos, muchas leyes y hasta muchas actitudes personales en el orden interno e internacional (ante la revolución española, el fascismo, Estados Unidos, etc.). El miedo y el odio orientaron varias veces al país y generaron más de un episodio luctuoso o condenable (Basadre 1978: 484).

El intento del Apra de tomar el poder a inicios de los treinta fracasó. La polarización política llevó al país a una sangrienta guerra civil y, ante la debilidad de la oligarquía, las Fuerzas Armadas se constituyeron en las garantes del orden social. El Apra y el Partido Comunista fueron proscritos constitucionalmente bajo el argumento de que eran «organizaciones internacionales». Durante las dos décadas y media siguientes, con escasos paréntesis democráticos, afrontaron persecución, represión y clandestinidad. Durante este periodo el partido de Haya de la Torre combinó intentos insurreccionales y conspiraciones militares, que una y otra vez cosecharon fracasos, con búsquedas de salidas electorales que se estrellaban contra el veto con que los militares respondieron a la masacre de un grupo de soldados y oficiales durante la insurrección de Trujillo de 1932.

Hasta mediados de la década del cincuenta el Perú estuvo al margen del proceso de modernización que atravesaba la región6, y hacia el final del «tercer militarismo», cuando la coyuntura internacional empujaba hacia un proceso de democratización, había la esperanza de cerrar esta etapa oscura de nuestra historia y reemprender el camino hacia la constitución de una sociedad moderna, abierta y democrática.

A mediados de los cincuenta en el Perú se creó el sistema de partidos que serviría de marco para la actividad política durante los siguientes cincuenta años. Al mismo tiempo, la revolución antioligárquica, que era un clamor de virtualmente todos los sectores sociales menos la oligarquía —en un país donde millones de indígenas vivían aún a fines de los años sesenta bajo el yugo del gamonalismo feudal—, se frustró cuando el partido llamado a realizarla se alió con esta y pasó a buscar una alianza privilegiada con el imperialismo. La alianza del Apra con los partidos oligárquicos —con el Movimiento Democrático Pradista en 1956 y con este y la Unión Nacional odriísta, en 1963— cerró el camino a las transformaciones que

6 La novela de Mario Vargas Llosa Conversación en La Catedral (2001), ambientada en el final del tercer militarismo, durante la dictadura del general Manuel A. odría (1948-1956), brinda la mejor representación literaria del ambiente opresivo, intelectual y moralmente turbio de este periodo.

permitirían liquidar el poder oligárquico y modernizar, a partir de un impulso desde la sociedad civil, a la sociedad peruana.

Esta frustración dio lugar a otro sorprendente giro de la historia. Las Fuerzas Armadas, que habían sido el soporte de la dominación oligárquica —«perro guardián de la oligarquía» las llamó el general Velasco Alvarado—, y habían evolucionado hacia posiciones que las convencieron de que era necesario acabar con la oligarquía para garantizar el desarrollo nacional y de la incapacidad de los civiles para hacer las reformas que el país necesitaba, emprendieron en octubre de 1968 una de las revoluciones antioligárquicas más radicales de América Latina.

Este proceso, cuya rapidez y relativa facilidad muestra hasta qué punto estaba madura la situación para acabar con la oligarquía, sin embargo, al ser guiado por una concepción militar, paternalista, vertical y autoritaria, impuso a la sociedad peruana un conjunto de radicales transformaciones «desde arriba», rechazando y reprimiendo la participación popular, de manera que cuando Velasco fue derrocado en agosto de 1975, no hubo ninguna fuerza popular organizada que saliera en su defensa.

El resultado de la revolución militar fue la completa destrucción de las bases materiales del poder oligárquico —la hacienda y la servidumbre, la propiedad terrateniente, el sistema financiero asociado al control del suelo, la asociación con el imperialismo que explotaba economías de enclave—, mientras que el mundo de las subjetividades oligárquicas —imaginarios, ideologías, mentalidades; más genéricamente, representaciones— quedó relativamente indemne. A este peculiar derrotero histórico se sumó una gran crisis económica, política y social en los años ochenta, con la devastadora violencia política que dejó un saldo de alrededor de setenta mil víctimas. El resultado fue la crisis del sistema político de representación, en la década del noventa, que llevó al hundimiento del sistema de partidos en el Perú7 .

Es necesario entender el porqué de este peculiar derrotero histórico. Julio Cotler (1978) ha aportado una interpretación del proceso que ha brindado las imágenes dominantes para caracterizar este periodo. Henry Pease (1977, 1979) abordó la coyuntura contemporáneamente al desarrollo del proyecto reformista de Velasco Alvarado, desde una entrada eminentemente politológica. Desde la historia han abordado el mismo proceso, como un capítulo importante en el devenir peruano contemporáneo, Alfredo Barnechea (1995), Hugo Neira (1996) y Marcos Cueto y Carlos Contreras (2000). He abordado también parcialmente algunos de los problemas relevantes planteados (Manrique 1995, 2004, 2006).

7 Un caso semejante, como resultado de un proceso histórico diferente, se produjo en el mismo periodo en Venezuela. La comparación entre ambos procesos ofrece importantes experiencias.

Recientemente, Peter Klarén (2004) ha propuesto una nueva aproximación al periodo en una historia general del Perú. Los análisis que se han publicado sobre el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada (1968-1980) son, asimismo, numerosos. sin embargo, no se ha intentado explicar, desde ellos, los bloqueos que enfrenta la sociedad peruana y la naturaleza de la crisis de su sistema político.

Mi preocupación es tratar de entender la naturaleza de la crisis que a fines del siglo XX llevó a preguntarse sobre la viabilidad del Perú como nación. Ella ha tenido su expresión en fenómenos a primera vista tan disímiles como la violencia política que desgarró el país desde 1980, la pérdida de credibilidad del Estado y sus instituciones, la consecuente crisis de la democracia, la privatización del poder, el clientelismo, la corrupción, el colapso de los partidos y del sistema político de representación. Aunque cada uno de estos fenómenos tiene su propia dinámica, todos discurren dentro del marco común del proceso de una progresiva separación entre el Estado y la sociedad, que se hizo evidente en los ochentas y continuó agravándose a lo largo de las dos décadas siguientes.

No pretendo que la entrada que propongo explique completamente la crisis. Una crisis general, como la que vivió el Perú en la década del ochenta, suele tener múltiples causas. Pero una entrada histórica es importante, asumiendo que los hombres hacen la historia en condiciones sociales que les preexisten y que ayudan a definir, por una parte, el marco de las opciones entre las cuales pueden escoger y, por la otra, aquello que son capaces de ver y lo que no pueden ver en un momento determinado. En periodos históricos de cambios acelerados, como los que se vivieron a partir de la década del cincuenta del siglo pasado, la imagen que los hombres tienen de las cosas suele retrasarse con relación a la velocidad con que cambia la realidad objetiva. Las miradas suelen quedarse fijadas en la vieja realidad, impidiendo ver lo nuevo.

La comprensión de la génesis de la crisis es importante para definir el contexto y el margen de juego que tienen los protagonistas y por qué los caminos, que en determinados momentos parecían abiertos, hoy no parecen estarlo más. Piénsese en la incapacidad actual de organizar partidos que sean reconocidos como la expresión de la voluntad de los ciudadanos, así como en el sentimiento generalizado de que no hay alternativas verosímiles para reconstituir un sistema de representación política que ha perdido la confianza de las mayorías.

Como período de estudio central me interesa el que se abre con la transición de la dictadura del general Manuel A. odría (1948-1956) hacia a un régimen democrático, en 1956, y termina con la caída del general Juan Velasco Alvarado —en agosto de 1975— y el desmantelamiento de las reformas emprendidas por los militares, que actualizaban aquellos cambios que el Apra prometió realizar a comienzos de los años treinta.

El fin de las reformas militares corresponde gruesamente con la muerte de Víctor Raúl Haya de la Torre, en agosto de 1979. Para mediados del siglo XX las fuerzas sociales y políticas más importantes de la sociedad peruana demandaban cambios radicales que permitieran al país abrirse a la modernidad. Existía el partido que podía encabezar la revolución antioligárquica, debido a su legitimidad, su envergadura nacional, su arraigo popular y su ideario antioligárquico y antiimperialista: el Apra. Pero el viraje ideológico del partido político de mayor arraigo popular de la historia peruana cerró el paso a la revolución antioligárquica que demandaban vastos sectores sociales.

Entender este periodo, sin embargo, obliga a retroceder en el tiempo para poder explicar el derrotero que llevó al Apra desde sus formulaciones antioligárquicas de fines de los años veinte, a la alianza con la oligarquía; del discurso antiimperialista inicial al «interamericanismo democrático sin imperio» de los años cincuenta; y a la oferta de Haya de la Torre de respaldar con cinco mil combatientes apristas la intervención norteamericana en Corea. se requiere, asimismo, entender el porqué de la frustración de los intentos reformistas de los partidos de clase media creados en la década del cincuenta —tanto en sus vertientes moderadas, como Acción Popular (AP) y el Partido Demócrata Cristiano (PDC), cuanto en las radicales, como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)—. solo desde una visión de conjunto es posible entender la génesis del reformismo militar y el quiebre histórico que este supuso.

Los militares que tomaron el poder el 3 de octubre de 1968 pudieron realizar su proyecto sin encontrar mayores resistencias debido a que la oligarquía, que estaba fuertemente debilitada por los cambios que la sociedad peruana venía experimentando, ya no estaba en condiciones de sostenerse. Pero, por otra parte, en 1968 también los partidos políticos entraron en un receso de doce años, que no respondió a medidas represivas —como las que fueron la norma a partir de los años treinta—, sino a que su capacidad de representación estaba en cuestión. Es necesario explorar las consecuencias de este singular derrotero histórico. se trata de analizar la naturaleza del desfase entre los cambios sociales objetivos y el retraso del mundo de las subjetividades en medio de un proceso de modernización atípico, así como las consecuencias que se desprenden de este proceso.

En el Perú existe una contradicción no resuelta entre una dinámica social que se ha caracterizado, durante las décadas recientes, por profundos cambios en las estructuras sociales y económicas y por un relativo retraso en la evolución de las subjetividades. La persistencia de un imaginario oligárquico, estamental y colonial, a contracorriente de los grandes cambios sociales que se han vivido en el período, se manifiesta, entre otras cosas, en la supervivencia del racismo

antiindígena que sigue vivo, a pesar de que las bases materiales sobre las cuales este se reproducía —el aislamiento de la población indígena, su escasa movilidad geográfica, la hacienda y la servidumbre, la presencia dominante del quechua y otras lenguas originarias en amplias zonas de la sierra, las diferencias culturales, la vestimenta, las costumbres, etcétera— han desaparecido o han perdido la importancia que tenían. El racismo vive en la intersubjetividad social, y cuando las imágenes de las que una sociedad dispone se retrasan suele verse la nueva realidad con los antiguos ojos, lo cual tiene profundas consecuencias sociales. Emile Durkheim solía decir, y es bueno recordarlo, que todo fenómeno social que es percibido como real debe ser tratado como un fenómeno real.

La revolución antioligárquica que ejecutaron los militares entre 1968 y 1975 quedó inconclusa. Fue exitosa en el terreno objetivo, pero se frustró en el terreno de las subjetividades. La oligarquía terrateniente y financiera y los gamonales desaparecieron, el bloque de poder oligárquico fue liquidado, pero la hegemonía ideológica de la oligarquía no fue cancelada. Como resultado, el Perú tuvo una revolución antioligárquica que fue exitosa en el terreno político y económico, pero que fracasó en el plano del control del poder simbólico. se desfasaron entonces los cambios objetivos y los subjetivos, y este desfase constituye un elemento importante para entender la naturaleza de la crisis del poder y del sistema de representaciones. La supervivencia de los imaginarios, las mentalidades y representaciones oligárquicas pusieron a la sociedad peruana en un impasse que, entre otras consecuencias, se reflejó en la violencia política y la crisis de legitimidad del Estado y del sistema político de representación.

Este no es estrictamente un trabajo de historia política, sino un estudio que combina elementos de análisis sociológico y político desde una entrada histórica. Esto inevitablemente supone un cierto eclecticismo que espero sea fecundo. se trata de una entrada que por su misma naturaleza brinda posibilidades de abordar problemas teórico metodológicos muy sugerentes, como el de las distintas temporalidades que configuran la práctica social. Como es sabido, los cambios materiales y los de las miradas con que solemos aprehender estos no tienen la misma la velocidad. Habitualmente la realidad objetiva cambia con mayor velocidad que los esquemas mentales con que pretendemos aprehenderla. El desfase entre ambos procesos suele agudizarse en períodos de crisis, cuando la polarización social incrementa bruscamente la velocidad de las transformaciones objetivas. Es posible, pues, que se produzca un desfase como el que venimos señalando, pero este no puede prolongarse indefinidamente; antes o después será necesario que se restablezca la correspondencia entre los hechos y las representaciones que nos hacemos acerca de ellos, debido a que de otra manera no podríamos sobrevivir. Las percepciones, ancladas en lo viejo, se convierten en

una traba que impide que la nueva realidad se despliegue. se abre entonces el camino a un progresivo distanciamiento entre lo que dicen los discursos y lo que la realidad impone y se abre el camino a profundos trastornos sociales8 .

Resulta paradójico que el Apra optara en los años cincuenta por aliarse con la oligarquía, precisamente cuando esta entraba en su período de declinación final y estaba tan débil que no pudo oponer ninguna resistencia a las medidas tomadas por los militares en el poder para liquidarla. De haberse impuesto en el Apra quienes rechazaban la alianza con la oligarquía y reclamaban que el partido volviera a enarbolar sus banderas revolucionarias originales (como Manuel seoane, Luis Barrios y Luis Felipe de las Casas) y concertara las alianzas que le hicieran posible concretarlas, posiblemente el país hubiera pasado por una revolución antioligárquica con una fuerte participación popular, que hubiese abierto vías para una modernización general de las estructuras económicas, políticas y sociales. No fue así y el Apra quedó tan descolocado con las reformas militares que vinieron después, que Haya de la Torre solo pudo limitarse a lo largo de la década del setenta a reclamar que esas eran las banderas que los apristas habían levantado en los años treinta y que los militares se las habían expropiado.

Para mediados de los cincuenta, la necesidad de grandes transformaciones en el Perú se había convertido en un sentido común al cual solo se sustraían los sectores más reaccionarios. El triunfo de la revolución cubana (1959) desencadenó una ola de entusiasmo en América Latina. Los sectores más lúcidos de la administración norteamericana entendieron que era necesario modernizar las estructuras sociales en el continente para prevenir el estallido de un volcán social. El Consenso de Punta del Este de 1961, del cual salió la Alianza para el Progreso, recomendó todo un conjunto de reformas que se debían ejecutar para conjurar la amenaza. Los sectores medios del Perú creían también en la necesidad de reformas para frenar la radicalización de los sectores populares; con matices esa era la prédica de los partidos de clase media que entonces se fundaron. La Iglesia sufrió igualmente profundas transformaciones, patentes sobre todo en sus sectores de base, que se expresaron teóricamente en la constitución de la «doctrina social de la Iglesia» y la «opción preferencial por el pobre», y prácticamente en la formación de las comunidades cristianas de base; un intento teórico-práctico de acercar la Iglesia al pueblo; posición que fue respaldada por las orientaciones

8 La profesión de fe neoliberal que Alan García ha realizado en su segundo gobierno podría ayudar a superar este desfase. Aunque sus jerarcas siguen afirmando que el suyo es un partido «de izquierda», el discurso neoliberal, y sobre todo la práctica gubernamental del Apra, deja poco margen para equívocos, como lo demuestra el escaso respaldo que cosecha en las encuestas —el más bajo de América Latina—, a pesar de que tiene excelentes logros macroeconómicos que exhibir.

surgidas del Concilio Vaticano II, en 1963. El Perú se convirtió en uno de los focos de reflexión de donde surgiría una revolución teológica: la Teología de la Liberación.

El Ejército peruano sintió también el impacto de los vientos reformistas. El Centro de Altos Estudios Militares (CAEM) se convirtió en un precursor fundamental del pensamiento que llevó al gobierno de Velasco Alvarado a intentar el proceso de transformaciones sociales más radicales de la historia peruana. El profundo viraje ideológico de las Fuerzas Armadas tuvo otra importante motivación en la creciente dependencia de la economía peruana con relación a la economía norteamericana, lo que, desde la perspectiva militar, ponía en riesgo la seguridad nacional.

El Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada puso en marcha en 1968 el más importante intento de transformaciones sociales de la historia de la República, recogiendo múltiples presiones sociales por el cambio e intentando superar un conjunto de atrasos históricos acumulados a través de una serie de iniciativas audaces. La revolución militar quedó truncada a siete años de su inicio, cuando la crisis económica mundial alcanzó al país en 1974. La falta de una base social, producto de la exasperación del autoritarismo del proyecto, permitió que Velasco Alvarado cayera incruentamente en agosto de 1975, víctima de un golpe encaminado a desmontar sus reformas, sin que nadie saliera a defenderlo. Velasco Alvarado fracasó en su intento de cambiar el país y el proceso de modernización que intentó quedó bloqueado, pero en cambio tuvo gran éxito en generar demandas y expectativas en vastos sectores sociales que luego no fueron satisfechas. Las mentalidades y el imaginario oligárquico sobrevivieron al fin de la oligarquía, debido al carácter vertical y autoritario de la revolución militar. Los intentos de abrir la estructura social peruana a la movilidad social fueron resistidos por esas cárceles de larga duración que son las mentalidades. Y la incapacidad para abrir camino a la nueva realidad que se desplegaba sentó las bases para el estallido en los años ochenta de una de las peores crisis de la historia peruana.

En esta incapacidad de concluir esta revolución antioligárquica en el terreno de las subjetividades se encuentra una clave fundamental para entender el estallido de una gran crisis social en los ochentas, que abrió el camino a diversos procesos disgregadores aparentemente independientes entre sí, como la crisis económica y la hiperinflación, la violencia política, la crisis de la institucionalidad, la involución del Estado y su copamiento por Fujimori y su asesor, Vladimiro Montesinos, la formación de un Estado corrupto y corruptor, así como la destrucción del sistema político de representación, que culminó con la desaparición del sistema de partidos a comienzos de los años noventa. Tales son, a grandes

rasgos, las ideas fundamentales que guían la exploración que desarrollo en las páginas siguientes.

Aunque me interesa el proceso de conjunto, la investigación se ha centrado en el Apra y Haya de la Torre por dos razones. En primer lugar, el papel del Apra en el proceso político peruano a partir de la década del treinta del siglo XX ha sido absolutamente central. Este partido y las Fuerzas Armadas —y las complejas relaciones entre ambos— han modelado en buena cuenta la historia política moderna del país. En segundo lugar, a medida que se estudia la historia del Apra, uno encuentra que esta virtualmente se confunde con la de su fundador y líder. El Apra constituye un caso extremo de centralización en torno a un líder adorado religiosamente por sus seguidores, cuya palabra determinó la historia del partido9. No hubo ni hay otro ideólogo en el Apra y muchas de las opciones que tomó el partido más importante de la historia del país solo son comprensibles entendiendo el papel jugado por Haya. Por cierto, este no podía actuar desasido de las fuerzas sociales y políticas que modelaban la realidad en que actuaba. Por eso es tan importante tratar de echar luz sobre esas circunstancias y cómo él las refractó en sus opciones en los diferentes momentos.

9 Hay solo un caso semejante en el Perú contemporáneo: el de Abimael Guzmán y sendero Luminoso.

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