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La involución agraria
Las transformaciones se sintieron hasta en ciudades del interior serrano situadas en zonas tradicionalmente arcaicas. Juliaca duplicó su población entre 1950 y 1966, la tasa anual de crecimiento en Cusco para el mismo período fue de 3,5%; de Ayacucho, 1,7%; Cajamarca, 2,4%; Puno, 2,4%; Jauja, 2,0%; y La oroya, 3,0% (Klarén 2004: 378-379).
Estos beneficios no alcanzaron, sin embargo, al grueso del campesinado serrano, que seguía limitado a una economía de subsistencia, en medio de una crisis general del orden terrateniente. La producción agrícola global per cápita de la sierra creció apenas 0,8% al año entre 1950 y 1966, lo cual, según Webb, probablemente se aproximaba también al ingreso per cápita. La política de subsidiar a la industria a través de la importación de alimentos baratos, así como el creciente costo de los insumos agrícolas, provocó la decadencia de vastas zonas del agro tradicional. La situación se agravó con los desastres naturales, como la sequía de 1957 y la hambruna subsiguiente en la sierra sur. Todo esto redundó en una aguda caída en la producción y en el ingreso per cápita campesino, un incremento en la emigración a las ciudades y alimentó las grandes movilizaciones que arrasaron la sierra sur entre 1956 y 1964. El gamonalismo se mostraba cada vez más desfasado con relación a los cambios que se venían produciendo en el país.
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la involución agraria
En los años cincuenta la economía peruana afrontó una recomposición general, en parte debido a los cambios que experimentaba la economía capitalista mundial y en parte por los cambios que se venían operando en la estructura productiva del país. En el frente exportador, la agricultura fue perdiendo peso. Proporcionalmente, la minería y la exportación de la harina de pescado iban ganando hegemonía.
La coyuntura de la guerra de Corea, el alza de los precios de los minerales que ella provocó, así como la reconstrucción de Europa, produjeron una onda de prosperidad que elevó la capacidad redistributiva del Estado, convirtiéndolo en un importante empleador, tanto por la expansión de la burocracia —que provocó el desarrollo de nuevos contingentes de clase media— cuanto por la política de obras públicas impulsada a partir del gobierno de odría.
Los cambios en la estructura productiva, conjuntamente con los impulsados por la crisis del agro, provocaron profundas modificaciones en la estructura social, con la emergencia de nuevos sectores sociales, cambios en las correlaciones entre las clases y al interior de las fracciones de clase, así como la generación de nuevas demandas de representación política. A partir de 1955 surgieron organizaciones políticas que pretendían representar a esos nuevos sectores sociales.
Algunas de ellas darían lugar al sistema de partidos que hegemonizaría la política peruana durante el medio siglo siguiente. siguiendo el patrón de desarrollo en boga en América Latina, el Perú se embarcó en una política de industrialización por sustitución de importaciones, bajo la égida ideológica de la Comisión para el Desarrollo de la América Latina (CEPAL). Desde mediados de los cincuenta, y especialmente durante el gobierno del arquitecto Belaunde (1963-1968), se produjo un proceso de industrialización que buscaba, por una parte, promover una mayor integración entre los sectores productores de materias primas y la industria primaria, y por la otra, tender hacia la «sustitución de importaciones». se desarrolló así una industria intermedia, organizada en función del sector externo: industrias de primera transformación ligadas a las materias primas, que no daban lugar a nuevos procesos productivos que añadieran valor agregado, y una industria final de sustitución de importaciones, con un bajo índice de eslabonamiento hacia atrás, debido a que gran parte de sus insumos eran importados —seudoindustria nacional, la llama Aguirre Gamio (1974: 32)—: «se tiene así que el nivel de integración nacional entre la producción de materias primas y la producción final, muestra un bajo nivel de articulación o eslabonamiento intermedio» (otero Bonicelli 1978: 40). se trataba pues de una industria que tenía muy poca capacidad de dinamizar otros sectores económicos.
Entre 1950 y 1968 el sector fabril se convirtió en el más dinámico de la economía peruana, a expensas del agrícola, mientras que el sector servicios —el de mayor peso porcentual— crecía ligeramente. El peso de este último sector responde a que en él se incluía a los sirvientes —una de las fracciones de trabajadores más numerosa durante este periodo— y los nuevos migrantes, que buscaban ganarse la vida en la ciudad a través de inventar modalidades de autoempleo, los que después serían conocidos como los informales.
cuadro 2 Producción de los diversos sectores económicos como porcentaje del Producto Nacional Bruto (PNB)
años 1950 1968
Agricultura
Manufactura 22,6 15,0
13,6 20,2
otros (incluyendo servicios) 35,7 37,7
Matos Mar y Mejía 1980: 58.
La importancia de la agricultura en la provisión de divisas disminuyó sensiblemente (Matos Mar y Mejía 1980: 58)1. Aunque la exportación de productos agroindustriales, como el azúcar y el algodón, disminuyó, su producción continuó limitando la expansión de los productos orientados al mercado interno. De acuerdo a Álvarez y Hopkins (1980: 57), este fenómeno se reflejó en el PNB agropecuario de tres maneras: en la disminución de la importancia de la producción exportada, en el aumento sustancial de la dedicada al consumo urbano y en la drástica restricción de la de «mercado restringido». Pese al incremento de la producción orientada al consumo urbano, esta era insuficiente. Esto obligaba a aumentar la importación de alimentos, bajo la doble presión del sostenido crecimiento demográfico y de la migración de pobladores rurales que abandonaban el campo, dejando de producir sus propios alimentos e incrementando la demanda urbana de productos agrícolas.
A pesar de estos cambios se mantuvo la orientación exportadora del sector de «punta» de la agricultura, gracias al peso político que ostentaban los «barones del azúcar y del algodón». En 1968 el algodón y la caña de azúcar utilizaban 250 mil hectáreas de las mejores tierras del país —33% de las áreas costeñas irrigadas— y el café, 125 mil hectáreas. se trataba de tierras altamente productivas, sustraídas a la producción de alimentos para el consumo interno. La justificación de esta opción era que la agroexportación tenía que producir las divisas que el país necesitaba. sin embargo, esta incrementaba la dependencia alimentaria obligando a importar cada vez más alimentos y en apenas una década la balanza comercial del sector agrícola se tornó negativa: «En 1956 la relación importación-exportación fue de 39,1% es decir, por cada 100 dólares de productos agropecuarios exportados se importaba solamente 39 de estos productos. sin embargo, la relación aumentó en 1964, 1965 y 1966, a 49,7%, 78% y 90% respectivamente, llegando en 1967 a que el valor de las importaciones sobrepasara el de las exportaciones» (Róquez 1978: 15)2. Para entonces los dólares que el país gastaba en importar alimentos superaban los que los agroexportadores recibían por sus exportaciones. Lejos de aportar divisas, la agroexportación obligaba a gastar estas importando los alimentos para abastecer a la población urbana en expansión. Desde el punto de vista económico no existía ya ninguna razón que justificara el poder de los «barones del azúcar y del algodón». Fue solo el apoyo del Apra lo que les permitió mantenerse en el poder entre 1956 y 1968. Y esta es la razón por la que no pudieron oponer ninguna resistencia cuando el gobierno de Velasco Alvarado decidió expropiar sus haciendas en 1969.
1 Véase cuadro 3. 2 Citado también en Matos Mar y Mejía 1980: 61.
A estos problemas se sumó el agudizamiento del proceso de descapitalización del agro, debido al deterioro de los términos de intercambio en contra de los productores agrarios, así como al drenaje de recursos producido por el control de precios y el traslado directo de los excedentes agrícolas hacia otras ramas de la economía. La política de control de precios constituía un subsidio a la industria, puesto que el abaratamiento de los alimentos permitía mantener los salarios deprimidos, a costa de la miseria de los productores agrarios. «Los principales afectados por esta política fueron los campesinos, debido a que las grandes unidades dedicaban la mayor parte de sus áreas a cultivos de exportación o industriales, y solo estaban obligadas a sembrar un 20% de las mismas con productos alimenticios, disposición que burlaban continuamente» (Matos Mar y Mejía 1980: 61).
El traslado de excedentes del agro a otras ramas económicas se intensificó a partir de los años cincuenta. Grandes hacendados diversificaron sus inversiones hacia actividades financieras, comerciales y, en menor medida, industriales. Las grandes empresas agrarias dejaron de recibir aportes significativos de capital y retrocedieron fuertemente, desde el punto de vista productivo. Esto no produjo, sin embargo, que los terratenientes devinieran en industriales, como Manuel seoane afirmaba que estaba sucediendo: «Este cambio no significaba promover nuevos proyectos fabriles propios sino, en la mayoría de los casos, solo participar como accionistas y en los directorios de empresas de propiedad generalmente extranjera» (Matos Mar y Mejía 1980: 63).
La forma más grave de la descapitalización fue el traslado de los capitales, beneficios, divisas ilegales, etcétera, fuera del país. según datos del Federal reserve Bulletin de junio de 1964 entre 1959-1961 y 1964 —durante el periodo más álgido de la agitación campesina, cuando se discutía la reforma agraria— los depósitos de los hacendados en los bancos norteamericanos casi se triplicaron: de 80 millones a 191 millones de dólares (Matos Mar y Mejía 1980: 63-64).
Perversamente, estos procesos de descapitalización impulsaban una sistemática destrucción de los recursos naturales:
Tierras salitrosas o empobrecidas por la pérdida de materias nitrificantes, pastizales sobrecargados, bosques talados, canales abandonados, instalaciones deterioradas, especialmente en la sierra, fueron la secuela de la implacable exacción sectorial, dado que los agricultores para asegurar su existencia debían recurrir al consumo acelerado de la inversión pasada o de los recursos naturales, a la vez que afrontaban serias limitaciones para reponer la depredación realizada (Matos Mar y Mejía 1980: 63).
Como es natural, la pérdida de los recursos naturales agravaba la escasez de tierras en el agro, alimentando las presiones hacia la migración y las movilizaciones campesinas por la recuperación de las tierras usurpadas por las haciendas. El Perú, contra lo que suele creerse, es un país que dispone de pocas tierras agrícolas: según el Ministerio de Agricultura, de 128 millones de hectáreas que constituyen la superficie del país, solo el 2,2% es cultivable y el 27,1% corresponde a pastos naturales. Añádase a esto la carencia de agua en la costa, las condiciones climáticas extremas en la sierra —que agudizan la erosión— y la pobreza de las tierras amazónicas, y se comprenderá la gravedad de la situación.
Una última consecuencia de la crisis del agro de los años cincuenta que Matos Mar y Mejía enfatizan es el incremento de las disparidades ya existentes entre regiones y dentro de las mismas, que tiene su manifestación más aguda en el crecimiento de Lima, que en 1940 albergaba la décima parte de la población y cincuenta años después albergaba a la tercera parte.
La agricultura era pues incapaz de generar divisas, proveer productos alimenticios a bajos precios, aportar mano de obra calificada y ampliar el mercado interno. La transformación del agro se hacía indispensable para el propio desarrollo industrial. Todos estos cambios iban dejando progresivamente aislada a la clase terrateniente, no solo a los hacendados tradicionales de la sierra sino también a la fracción moderna, costeña. De allí que la reforma agraria se convirtiera en una demanda que nadie cuestionaba: era necesario hacer una profunda reestructuración del agro, y a esta solo se oponía el bloque oligárquico. Pero en esa coyuntura la alianza con el Apra —a través de la convivencia en 1956 y la superconvivencia en 1963— le brindó la fuerza necesaria para bloquear exitosamente los cambios durante toda una década.
En mayo de 1958, Prialé, remitiéndose a «la directiva del jefe», sostenía: «debemos recordar aquello que dijimos siempre: que no queremos quitar la riqueza a quien la tiene sino crearla para quien no la tiene. Pero hay más. oí alguna vez decir al compañero seoane que […] era indispensable, además […] lograr ganar la batalla fundamental, esto es, obligar a quienes tienen la riqueza a que dejen crearla para quienes no la tienen» (sic) (Prialé 1960: 65). Cualquier horizonte de cuestionamiento del régimen de la propiedad de la tierra quedaba eliminado de antemano, precisamente cuando el campo peruano estaba convulsionado por las tomas de tierras.
Prialé recogía la demanda del país cuando decía que la batalla inmediata que los apristas debían librar sería por la reforma agraria, pero de inmediato señalaba que pensaban convocar para ella a sus socios del partido de la oligarquía: «invitaremos precisamente a los del Movimiento Democrático Peruano a concordar con nosotros, porque en el discurso de su Presidente no hace mucho, se dijo que esa era
una bandera de aquel movimiento» (Prialé 1960: 65). No iba a ser difícil que se pusieran de acuerdo, como en efecto sucedió en la comisión nombrada por Prado y presidida por Pedro Beltrán —de la cual formaba parte el Apra—, que elaboró un proyecto que repetía lo que Prialé mostraba como el horizonte del Apra, en su discurso de mayo de 1958, donde no aparecían para nada ni las expropiaciones ni la restitución de las tierras usurpadas al campesinado: «Reforma Agraria tan vinculada al problema de la irrigación, al de la extirpación del latifundio feudal, a la superación de esa etapa retrasada de la economía y al impulso vigoroso del cooperativismo, sobre todo aplicando a las comunidades indígenas que son por su espíritu cooperativas en posibilidad de perfeccionar con la ayuda de la técnica» (Prialé 1960: 65).
De esta manera se frustró la posibilidad de realizar una revolución antioligárquica con participación popular. Y la frustración de esta posibilidad preparó el camino al involucramiento de los militares, esta vez institucionalmente, en el manejo del Estado, para impulsar las reformas que los civiles se mostraban incapaces de ejecutar.
La recesión de 1957 detonó la crisis del agro, pero no la produjo. Como vimos, las causas de esta eran estructurales. La crisis, por otra parte, involucraba no solo a los sectores agrarios tradicionales sino también al sector moderno de la agricultura. No bastaba con modernizar las relaciones de producción existentes; era necesario reestructurar radicalmente el agro. Pero la oligarquía no estaba dispuesta a renunciar a sus privilegios. su bandera, levantada desde la Comisión Beltrán, de una «reforma agraria técnica», pretendía precisamente que solo se realizaran cambios menores, que no cuestionaran la naturaleza del orden terrateniente. En eso fue vigorosamente apoyada por el Apra.
Reestructurar el agro demandaba una revolución: aquella que el Apra anunció que iba a realizar desde su fundación. Cuando el país estaba listo para la revolución antioligárquica —aquella con la que había galvanizado las energías populares desde los años treinta— el Apra no solo había abandonado esa meta sino que optó por aliarse con la oligarquía. El anuncio tranquilizador para la oligarquía del discurso de Haya de mayo de 1945, «No queremos quitar riqueza a los que la tienen, sino producirla para los que no la tienen», dio paso a una alianza en 1956 que no solo significaba renunciar a la revolución, sino que tendría al Apra bloqueándola sistemáticamente a lo largo de la siguiente década, hasta que los militares se convencieran de que los civiles eran incapaces de realizar las reformas que el país necesitaba.
Un lugar común entre quienes critican el proceso reformista emprendido por el general Juan Velasco Alvarado es atribuir a la reforma agraria la culpa del desastre del agro peruano. Este razonamiento obvia el hecho de que la crisis había
llegado a un punto crítico antes de que los militares tomaran el poder y, si se observan las tendencias, el deterioro hubiera continuado, con reforma agraria o sin ella. Quienes acusan a esta reforma de haber convertido al Perú, de exportador en importador de productos agrícolas, obvian el hecho de que el peso de estas exportaciones se había reducido a la tercera parte del total de las exportaciones peruanas entre 1955 y 1969, el año del inicio de la reforma agraria. La caída en términos relativos es mucho mayor, si se considera que en ese mismo periodo las exportaciones totales se multiplicaron por tres, como puede verse en el cuadro siguiente. Además, si a pesar de todo la economía peruana siguió creciendo fue porque durante el mismo periodo la minería creció del 45,3% al 55,0% y la pesca multiplicó su peso en 545%.
cuadro 3 Las exportaciones entre 1955 y 1969
años valor total mlls. de us$ agropecuarias Pesqueras mineras otras
1955 271 47,1 4,7 45,3 2,9
1956 311 46,0 5,1 46,5 2,4
1957 330 46,5 6,2 45,1 2,2
1958 291 46,5 7,3 40,8 2,6
1959 314 43,9 14,2 38,7 3,2
1960 433 35,6 12,1 49,4 2,9
1961 496 36,7 14,5 46,6 2,2
1962 540 36,3 22,6 39,0 2,1
1963 541 37,3 22,6 38,4 1,7
1964 667 31,9 24,9 41,8 1,4
1965 667 25,8 28,1 45,4 0,7
1966 764 23,3 27,1 48,8 0,8
1967 757 20,3 26,2 52,5 1,0
1968 866 19,9 26,9 52,2 1,0
1969 866 16,3 25,6 55,0 3,1
Anuario Estadístico del perú, 1966 y 1969. Lima: oNEC. Citado en Contreras y Cueto 2000: 292.