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Giannino Rivas Lembcke

Yuyarccuni Año II N° 2 Giannino Rivas

Keywords: intellectual youth, Lima, Luis Alberto Sánchez, generations identities.

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Introducción

Lo que usualmente ha marcado el debate respecto a la juventud limeña del temprano siglo XX ha sido la polarización y la oposición que se ha percibido entre sus generaciones. Lo generaron y creyeron tanto sus integrantes como sus estudiosos después. Unánimemente se las vio distintas: la del novecientos y la del veinte; una, arielista, y otra, de la Reforma universitaria; aquella altamente idealista y más contestataria. Ante esa pauta, el presente trabajo considera válidas la preguntas: ¿desde cuándo se vieron opuestas?, ¿cuánto, realmente, de esa polarización fue creada y cuánto fue percibida? Ciertamente, para esbozar una respuesta se debe comprender a los productores de este tipo de distinciones: la juventud intelectual misma. En esa medida, Luis Alberto Sánchez es un buen camino para entender el curso generacional, que fue, sobre todo, el de la juventud limeña. Su modo de ver y participar en el proceso hasta su Balance y liquidación no fue un camino unívoco; al contrario, su transitar fue ambiguo y de algunas indefiniciones, lo que hacen de su historia y, a la luz de distintos testimonios, una vía más para comprender el intrincado proceso intelectual limeño. Así, el artículo que se presenta reconstruye una parte del proceso —específicamente hasta los inicios de los años veinte de la centuria pasada— no para dar por sentado que existieron diferencias sino, para comprender cómo se llegaron a ellas.

Lima a inicios del siglo XX

La ciudad de Lima experimentó a inicios del siglo XX un crecimiento exponencial de sus habitantes. Según algunas estimaciones, desde 1870 hasta finales del Oncenio (1919-1930), la ciudad había triplicado su demografía, pasando de 120,000 a más de 350, 000 personas (Muñoz, 2001; Tejada, 1995). Se dividía en diez distritos (Ruiz, 2001, pp. 176-177; Tejada, 1995, p. 146) con claras distinciones socioeconómicas y de estatus. Para ello, a fines del siglo XIX y tras lo que se llamó el milagro de la recuperación de la Guerra del Pacífico, Lima había iniciado un proceso de modernización que trajo, entre otras cosas, el derrumbamiento de sus murallas, la creación de barrios como La Victoria, se construyeron avenidas y calles amplias como La Colmena, paseos como El Colón. Todos estos espacios de apertura y materialización

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fueron funcionando como ámbitos de interacción y socialización, para jironear y encontrarse. De esta forma, las fábricas textiles de Vitarte, las oficinas bancarias y de la bolsa, los puertos, entre otros, se convirtieron en espacios de realización personal. Acercando a las personas a experiencias comunes. Específicamente los jóvenes, materia del presente trabajo, también tuvieron sus espacios por predilección. Los grupos arielistas, aquellos nacidos entre los años 1880 y 1885; los colónidas, más jóvenes; y los del centenario, se toparon en el umbral de los proyectos y cambios que experimentaba la Lima del siglo XX.

Grupos sociales

Basadre llamó República Aristocrática al periodo que comprende este trabajo y, si bien ha habido debates en torno a la efectividad del término2, lo cierto es que resulta pertinente para la investigación presente bosquejar, al menos, tres grandes grupos dentro de la sociedad urbana limeña de aquel entonces. Con grupos sociales dirigentes escindidos entre los del poder político como los civilistas, sobre todo, y los del poder económico en auge como banqueros, empresarios, hacendados y extranjeros exitosos pero que, a su vez, formaron alianzas con los civilistas por fines políticos y de estatus (los Leguía, Aspíllaga, entre otros). Los grupos de clase media los hubo en tanto familias importantes —decentes, como se hacían llamar— pero venidas a menos y los sectores pujantes con ganas de escalar, los cuales, en su afán de mimetizar las costumbres de los estratos tradicionales fueron caracterizados por José Gálvez (1945) como “huachafos” o “huachaferos”. Para Parker (1995), a pesar de los desplazamientos de las élites a los distritos del sur (Barranco y Miraflores), gran parte de este sector mantuvo su residencia en el Cercado, lo que hacía que “la vivienda más común [fuera] la casona colonial”, donde se tejerían relaciones interesantes (p. 163). Estas familias se preocuparon por el ascenso social y no hubo mejor forma de lograrlo que la educación. Así, mandaron “a sus hijos al colegio correcto, de “mejor roce” —donde podrían conocer a los hijos de la buena sociedad (La Recoleta si era posible)” (Parker, 1995, p. 170). De tal suerte se tuvo con el tiempo a un grupo de jóvenes, cada vez más instruidos y gozando del roce que brindaban la convivencia en los círculos de enseñanza. El caso de Abraham

2 A los grupos dirigentes se le ha denominado usualmente como aristocracia (Basadre, 1930), oligarquía (Bourricaud 1969; López 1977), grupo de notables (Del Águila 1997), élites (Mc Evoy 1997,

Muñoz 2001), financistas o banqueros (Quiroz, 2013, p. 259).

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Valdelomar como asistente de José de la Riva Agüero o de Julio César Tello en la Biblioteca Nacional con Ricardo Palma y finalmente el de José Carlos Mariátegui. Los grupos populares fueron, sobre todo, los grandes propulsores del otro lado del cambio que atravesó la ciudad. Según señalaron Carlos Contreras y Marcos Cueto (2000) ya para el Censo de 1908, de los habitantes “el 58.5 % no habían nacido en Lima”. Provenientes del interior y de las colonias extranjeras —chinos, sobre todo, con cerca de 5000 habitantes—, la urbe limeña creció. Si bien ya existían distritos pensados para los grupos obreros (La Victoria, por ejemplo, creado en 1896), el Cercado y sus cercanías permanecieron como atracción de los nuevos sectores populares. Malambo, el Mercado Central y el callejón Otayza (hasta antes de su derrumbamiento), empezaron a captar gran número de personas. Según las estimaciones del momento había 3465 callejones (Muñoz, 2001, p. 54), repartidos principalmente en la zona oeste del Damero de Pizarro, en los alrededores del actual jirón Puno y la avenida Grau. Precisamente, dentro de ese circuito urbano limeño que se expandía, nació Luis Alberto Sánchez un 12 de octubre de 1900. Proveniente de una familia de clase media extendida entre el pierolismo, el cacerismo y el civilismo —como la mayoría de ese tipo en aquel momento— Sánchez fue hijo único de una familia con raíces especiales. La casa de su familia quedaba en la calle Monopinta, cerca lo que actualmente es el jirón Caylloma, luego se trasladó a una más cerca de la plazuela de San Marcelo.

La educación

Tras el descalabro de la Guerra del Pacífico y el quiebre de las bases económicas y políticas, el país había experimentado un periodo de renacimiento a partir del controvertido contrato Grace que auguró tiempos más calmados y, de alguna manera, esperanzadores. Las familias de los grupos dirigentes vieron en la educación la llave para concretar definitivamente los buenos augurios para el país. Muchas familias decidieron enviar a sus hijos a instruirse al extranjero, otras, empobrecidas, no tuvieron más remedio que enseñarles aquí. Para ello hicieron “venir al Perú a formadores y educadores europeos” (Klaiber, 1996, p. 200) y los que mejor representaban ese criterio eran las órdenes religiosas o laicos europeos. Estos grupos prefirieron órdenes no españolas, de escaso poder más allá del colegio (Klaiber, 1996) donde se aprenda lenguas europeas (Basadre, 2007).

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Jorge Basadre, a propósito, señalaba que en la Lima del 900 “no había colegio inglés” y que, ante ello, su “madre tomo la decisión entonces de [matricularlo] en el Colegio Alemán” (2007, p. 54). El historiador tacneño estudió seis años (1912-1917) y, como relató, era un colegio que funcionaba desde 1910: “El Colegio Alemán de entonces era tan pequeño que no solo alcanzábamos a tener gran camaradería con los compañeros de clase, sino que conocíamos a los de otras promociones, sobre todo a quienes seguían sus estudios en los años avanzados” (2007, p. 59). Evidentemente eran colegios pequeños, pero de una preocupación por una sólida educación. Jorge Basadre pertenecía a la segunda promoción de su colegio. Otro joven y futuro filósofo, Francisco García Calderón Rey recordaba, a propósito de sus años en la Recoleta: “eran pocos los alumnos y numerosos los profesores” (García Calderón, 2001, p. 500). La Congregación de los Sagrados Corazones abrió en 1893 el colegio de La Recoleta, en honor al convento colindante de la plaza Francia. Con solo 22 alumnos al inicio y 125 ya para 1900, según Jeffrey Klaiber (1996, p. 227) se convirtió en el colegio por excelencia de la Lima del novecientos. El ambiente estuvo cargado de sendas lecturas y debates, los alumnos aprendían el francés desde pequeños y, como recuerda Luis Alberto Sánchez, que ingresó al colegio en 1908, comparándolo con la enseñanza católica española, no había “nada dogmático” La impresión de LAS fue la siguiente:

Mire los cuadros de mérito, donde resaltaban los nombres de las anteriores promociones: José de la Riva Agüero, Fernando Melgar, Francisco García Calderón, Ventura García Calderón, Juan García Calderón, Juan Bautista de Lavalle, Eduardo Barrios Hudtwalker, Mansueto Canaval, Juan C. Gallagher, Fernando Ortiz de Zevallos, Alberto Benavides Canseco, Raymundo Morales de la Torre. Estos nombres me dejaron impasible (1967, p. 93).

Para los jóvenes de la Lima de inicios del siglo XX, la educación escolar sumada a las bibliotecas familiares se convirtió en parte de un círculo o recorrido donde se afianzaron los lazos de empatía y camaradería generacional. De la misma forma que Francisco García Calderón recordaba el polvo de las bibliotecas como la mejor herencia que pudo tener su generación, Luis Alberto, algunos años después, sentenciará “la educación que trataban de darme mis padres era la de un príncipe” (Sánchez, 1967, p. 100). Se puede afirmar entonces que se presentó pasada la primera década del siglo XX una forma de sociabilización y, sobre todo, de realización personal y grupal dentro de la juventud, donde el circuito urbano limeño la propicia por la cercanía a

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las instituciones de enseñanza y los hogares. Estas formas de realización se potenciarán aún más con otros espacios y conductas que pronto la juventud limeña comenzará a adoptar.

Las tertulias y los encuentros juveniles

Para 1895 ya se encontraba el ingeniero peruano Joaquín Capelo manifestando que la tertulia o el salón era indispensable ya que daba “al hombre esa soltura de manera, esa naturalidad en sus acciones” (1895, pp. 266-267). En el Perú, las tertulias o salones eran un fenómeno antiguo y permanecieron —al menos durante la primera década del siglo XX— como espacios predilectos de encuentro. Como ha señalado Alicia del Águila: “las invitaciones a los salones eran rituales de reafirmaciones mutuas de pertenencia a esa “sociedad” (1997, p. 48). En una sociedad todavía tradicional, el hombre salía a trabajar mientras que la mujer recibía las visitas en casa: “las tertulias tenían un sentido coloquial más espontaneo e informal, en tanto que las visitas tenían un carácter más formal” (Del Águila, 2003, p. 102). Se fue abriendo, de esta manera, una diferenciación entre las vistitas y las tertulias propiamente dichas. Los jóvenes como José de la Riva Agüero, Francisco García Calderón Rey y Víctor Andrés Belaunde que irrumpieron en la vida intelectual limeña por sus trabajos, investigaciones e ideas recibieron múltiples denominaciones: novecentistas, futuristas y arielistas. Precisamente la última, la de arielistas, se debió a la contemporaneidad e irradiación de las ideas del escritor uruguayo José Enrique Rodó en sus trabajos. Rodó, considerado maestro de la juventud, había hecho de Ariel, personaje y, más que todo, símbolo de su libro, la figura que encarnó los ideales de una juventud unida y entusiasmada como la latinoamericana de inicios de la pasada centuria. Las adhesiones al llamamiento de Ariel fueron múltiples y el contacto que se tejió con los jóvenes intelectuales peruanos fue muy cercano:

[Francisco] García Calderón empieza manifestando cualidades del juicio, o más generalmente, de la personalidad, que suelen ser el premio de largas batallas interiores, el resultado de una penosa disciplina de espíritu […] Yo veo en él una de las mejores esperanzas de la crítica latinoamericana (Rodó, 1917 [1903], pp. 3-4).

Como se observa en la cita de Rodó, el escritor uruguayo esperaba muchísimo de la actividad intelectual de los novecentistas, tanto que decidió “ungir”, como diría Sánchez, la carrera de Francisco García Calderón. En ese

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sentido, los ariestas todavía encontraban en las costumbres de las tertulias su espacio de predilección. Francisco García Calderón (2001, p. 500) rememoraba los encuentros en la biblioteca de su padre en la calle de la Amargura y las rutas literarias que mediaba desde ella a la casa de José de la Riva Agüero en la calle Lártiga (2001, p. 500). Luis Alberto Sánchez (1981) si bien perteneció a la generación posterior, conoció y estudió la camaradería juvenil de entonces:

Don Francisco (padre) solía ceder este lugar a su hijo mayor (Francisco) y a la turba adolescente, embriagada de versos decadentes y de ideas americanistas. Esos amigos se llamaban José Gálvez, Felipe Sassone, a veces José Lora y Lora, Luis Navarro Neyra, Leonidas Madueño, Víctor Andrés Belaunde, entre los que no pertenecían a la Recoleta; los otros eran: su hermano Ventura, Riva Agüero, Lavalle, Barrios, los “recoletanos”. Francisco (hijo) distribuía lecturas y hacía comentarios. De hecho, se constituyó en el mentor del grupo (p. XIII).

La distinción entre los que fueron recoletanos y los que no pertenecieron al colegio resulta interesante, puesto que muestra el magnetismo que tuvo Lima para los distintos círculos juveniles. Así, por ejemplo, se tuvo el caso de Víctor Andrés Belaúnde, que a pesar de provenir de Arequipa se acondicionó perfectamente, tanto que posteriormente recordará “con infinita nostalgia la Lima de aquellos tiempos, de costumbres patriarcales y de noches libres a la vida familiar, al diálogo amistoso” (1967, p. 337). Posteriormente Víctor Andrés trabajará en los archivos de límites de la Cancillería peruana hasta su ingreso a los estudios de letras en San Marcos. Eran tiempos de la “Belle Epoqué” (1900-1914), años de optimismo rampante donde se creía en el renacimiento peruano luego del descalabro político, económico y, sobre todo, moral que significó la guerra del Pacífico. La recuperación económica junto al orden y la estabilidad política iniciada al poco tiempo hicieron que estos jóvenes creyeran en una viabilidad de país: Francisco García Calderón Rey, a los 24 años, expresaba “Hemos deseado el progreso aun en contra del orden, sin comprender que el progreso solo se puede lograr con […] verdadero respeto por el orden establecido. El orden es, por lo tanto, el primero de los progresos” (1981, p. 200). Estas palabras, extraídas de su Perú Contemporáneo de 1907, son quizás el mejor testimonio de una juventud —de alguna manera idealista, se puede decir— que piensa en su país orgánicamente y en las formas de recuperarlo.

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La Protervia

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Si bien la Protervia fue un fenómeno de algunos años después —ciertamente nació en 1916—, en otro contexto y con variables determinantes como el establecimiento de los hermanos García Calderón en Francia, el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, la vuelta de José Pardo a la presidencia en 1916 y el fallido proyecto de partido político de José de la Riva Agüero; se la considera en este apartado por ser el nombre que recibe la tertulia propiamente dicha del grupo arielista. Protervia venía de la combinación de las figuras inspiradas en el Coloquio de los centauros del poeta nicaragüense Rubén Darío. Como señaló Cesar Pacheco Vélez (1993) “protervo fue como mercurial; y protervia, la tertulia de los protervos” (p. 444). La analogía con mercurial hizo referencia al producto de estas reuniones, que fue la revista intelectual impulsada por este grupo y que vio la luz un año después. Estas tertulias también dieron espacio para los más jóvenes. Sánchez (1968), a propósito, señalaba:

La protervia fue para nosotros, los jóvenes, un mundo importante y deslumbrador […] se discutía sobre cosas del día y sobre temas académicos […] nos reunía el tibio y fragante regalo de un chocolate hogareño […] Nosotros oíamos callados, a excepción de Raúl Porras, […] bastante más despercudido que nosotros (Sánchez, citado por Pacheco, 1993, p. 443).

El testimonio de Luis Alberto Sánchez, de alguna manera, corroboró las ideas que había mencionado Capelo sobre las tertulias y la necesidad de estar en ellas, ya que “se aprende a imitar a los buenos, al ver la aureola que los acompaña, como para indicar su superioridad” (1895, pp. 266-267). Ese imitar y estar en el círculo de los protervos, para Sánchez o Porras —cinco o siete años menor— se cumplía a cabalidad. Lo cierto es que la Protervia como otras reuniones de los arielistas mantuvo el carácter íntimo de sus participantes como la preferencia por lo familiar y hogareño. Por otro lado, si bien acogieron a los más jóvenes, no se falta a la verdad cuando se señala que los principales novecentistas tuvieron comportamientos particulares. Siguiendo con Víctor Andrés Belaunde, decía que su “generación no tenía una peña o un encontradero, seguíamos visitando a los García Calderón” (1967, p. 287). Todo las más de las veces quedaba en el circuito del hogar y los centros de enseñanza, donde a lo más aprovechaban “las noches frescas y solo hasta las 10 de la noche” (Belaunde, 1967, pp. 272273).

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Pero en el fondo, lo que se podía esperar de los arielistas era que asumieran el rol del típico joven limeño de sociedad, el mozo. Aquel que, como señalaba José Gálvez (1945), se había presentado usualmente en la ciudad: “Lima tuvo siempre para cada época y en relación con el estado del país, sus muchachos a la moda […] fueron los indispensables en toda reunión, en todo baile, en toda tertulia (p. 169). Y si bien algunos encajaron en esa descripción, como Víctor Andrés que “era de temperamento vivaz, elocuente, histriónico, orador nato, permeable, de fino humor, admirador de la belleza femenina, cálido (Gonzáles, 1996, p. 118). No ocurría lo mismo con el joven Riva Agüero que, por ejemplo, “tuvo una vida de introspección” (Jiménez Borja, citado por Gonzáles, 1996, p. 60). O el mismo Francisco García Calderón que era:

En el trato cara a cara más bien hosco, quizá debido a su carácter introspectivo, producto de las experiencias ingratas que habían marcado su vida desde la más tierna infancia y que tuvieron efectos en su frágil psicología. [Daba] la impresión de que García Calderón prefería relacionarse con el mundo y las personas por medio de las cartas, los ensayos, salvo con su más íntimo grupo de amigos (Hampe, 2003 p. 33).

Estas particularidades de introspección de algunos arielistas, así como el desenfreno de otro grupo irreverente de jóvenes como los mataperros fueron socavando la usual imagen de la juventud. Luis Alberto para esos años confesaba precozmente: “había empezado a saborear mi bohemia literaria antes de los dieciséis” (1967, p. 125). Como se ve, tampoco era un mojigato.

Los colónidas

Por aquel entonces las reuniones de la Protervia también fueron a la par de otro tipo de encuentros que se empezaron a dar en la intelectualidad limeña como era el de Colónida. Apareció ya, para este momento, a mediados de la segunda década del siglo XX, un grupo bohemio que con cierto diletantismo fue la expresión opuesta de los hogareños e íntimos “protervos”. Se contempla un desplazamiento de los jóvenes en la apropiación de su ciudad: tabernas, bares y paseos ya no les eran tan ajenos. En efecto, como decía del Águila, “Los jóvenes salían cada vez más a encontrarse en la calle, en los lugares públicos. Así a medida que la ciudad se fue modernizando y los espacios públicos resultaron más atrayentes para su juventud, disminuyó el hábito de la tertulia (1997, pp. 48-49).

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Esta otra juventud, coetánea de Sánchez, nacida pocos años después de los principales arielistas, se encontró a mediados de la segunda década del siglo XX con un escenario propicio para dejarse manifestar de la forma que creyeron propicia. Acontecimientos como el de la Primera Guerra Mundial y sus resonancias condujeron al resquebrajamiento de todo precepto o referencia europea. A pesar de las tempranas meditaciones de Víctor Andrés Belaunde y el sentido y, a su vez, directo examen de Francisco García Calderón, a los arielistas, como diría Hugo Neira, “los arrasó en la primera posguerra, lo que habría de llamarse la crisis de la conciencia europea” (Neira, 2009, p. 462). Ese vacío fue decisivo para los grupos de jóvenes que les siguieron. Se tuvo el caso del iqueño Abraham Valdelomar, que fue en sus inicios un precoz y talentoso periodista de los diarios limeños La Crónica, La Nación y La Prensa. Había venido a Lima en 1900. A los doce años estudió en el Colegio Guadalupe y luego ingresó a la universidad de San Marcos. También, por esos años, entabló una fraterna amistad con José de la Riva Agüero (Gonzáles, 1996, p. 106). Para 1916, año donde se publicó su famosa revista, “El Conde de Lemos” —como se hacía llamar— estaba perfectamente adaptado a las delicias y fragores de una ciudad como Lima. Junto a sus coetáneos: Alfredo González Prada, Federico More, Edwin Elmore, Pablo Abril de Vivero conformaron el núcleo central de Colónida, que combinó la poesía, los grabados y las narraciones con un estetismo más distendido, como ha señalado Sánchez (1981). Sin embargo, lo que interesa es ver la confluencia de una juventud y la toma de cuerpo en dicha confluencia. Alfredo González Prada, a propósito del asunto, le comentaba en correspondencia personal a Luis Alberto Sánchez lo siguiente:

Si bien el grupo colónida comenzó a formarse a mediados de 1915 […] el colonidismo tomó “conciencia de grupo” durante la polémica con Juan José Reinoso, cobró afirmación plena con la aparición de Colónida en enero de 1916 y culminó con la publicación de Las voces múltiples en julio del mismo año (A. González Prada, 1981, p. 207).

A. Gonzáles Prada hacía referencia al proyecto final de los “colónidas”, un libro con trabajos propios, reunidos raudamente y editados por la librería francesa de Lima, Casa Rosay, pero que más allá del libro, resulta ilustrativo ver el proceso de cómo se pensó. Federico More recrea la atmósfera de gestación:

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En “La Prensa”, en la oficina de Alfredo González Prada […] se reunieron un día, el mismo Alfredo, Alberto Ulloa Sotomayor, Abraham Valdelomar, Pablo Abril y de Vivero, Federico More, Hernán Bellido y Antonio Garland […]

De pronto alguien gritó. Gritó porque ahí no se hablaba. — ¿Por qué entre los siete no hacemos un libro y lo publicamos? En aquel momento entró Félix del Valle. — Entre los ocho —corrigió alguien Y como quien dispone un almuerzo de amigos, Alfredo dispuso que era preciso hacer el libro. Cada uno daría diez composiciones y, él, Alfredo, buscaría editor que se hiciera del fardo lírico […]

—Todo lo que dice Alfredo, el título, lo del contrato, me parece amable y gustará a las muchachas. Debemos aprobarlo —sugirió Antuco románticamente.

— Está bien —dijo Valle— pero esto sería mejor discutirlo en el Palais […]

Más adelante, el mismo Federico More se pregunta: “¿La significación de “Las voces múltiples”? Puramente estética. Con respecto a la literatura nacional, representa el coeficiente de una generación en el punto medio de su desarrollo” (More, 1981, pp. 37-38). Si bien la cita resulta larguísima y extensa, se considera necesaria para dar luces no solo del proceso creativo de los colónidas sino, también, de otros factores como a) un espacio nuevo de sociabilidad ganado por los intelectuales: las salas de prensa; b) el histrionismo y los excesos en sus comportamientos: “Gritó porque ahí no se hablaba”; c) la espontaneidad y naturalidad de sus proyectos —sin mellar, por ello, su calidad— que tenían como grupo y que contrasta con la tenacidad y concentración que orientaban los trabajos de los arielistas. En cambio, a decir de Belaunde, a su grupo lo caracterizaba “la disciplina, el rigor lógico y la erudición” (1967, p. 355); d) la predilección por la reunión bohemia y sazonada en el Palais como culminación de la realización personal y grupal a pesar de contar con otros espacios, como las salas de prensa; e) finalmente, la justificación del proyecto por pura afinidad estética sin por ello ocultar su conciencia de grupo o, generación como lo recalca Federico More al final. Llegado a este punto y visto la predilección de los “colónidas” por el Palais Concert, espacio que no escapó en el itinerario de sociabilidad de los arielistas, ¿Cómo se puede distinguir, entonces, a unos de otros, si ambos

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grupos acudieron al mismo lugar? Se consideran pertinente, para ello, las explicaciones de Alicia del Águila respecto de los espacios físicos y los practicados. Los primeros se encuentran definidos por lo que son, sin mayor uso que el primigenio y usual del lugar. En tanto que: “Los espacios practicados o simbólicos; se tratan del sentido que adquieren los lugares físicos al ser recorridos, [son] resemantizados por los actores […] con significados diversos para cada uno que los transite o habite […] No son distintos espacios físicos; son los lugares mismos […] caminados por diversas personas” (1997, pp. 28-29). El Palais Concert pasó de ser un espacio de relativa importancia para los arielistas a uno imprescindible para los colónidas. El magnetismo que presentó el lugar y las significaciones que le dotaron Abraham Valdelomar y su grupo, hicieron del café limeño uno de los lugares con mayores representaciones en la intelectualidad limeña de inicios del siglo XX. Por ello se comparte la idea de Osmar González (Gonzáles, Sanchos fracasados, 1996) de que los colónidas fueron un distintivo del tránsito generacional o puente entre los arielistas y los centenaristas.

La prensa escrita y las revistas intelectuales

La prensa escrita, diarios, boletines y revistas, en su calidad de formación de opinión pública, tuvo la ventaja de estrechar vínculos más sólidos con la sociedad limeña. Cabría resaltar que gran parte del Perú permanecía aún con las taras del analfabetismo para aquel tiempo. En ese sentido, los medios de prensa tradicional —por su costo y periodicidad, como por los temas que se tocaban— tuvieron una gran ventaja al posicionarse muy cerca del limeño de a pie. Fue en este contexto donde los periodistas, escritores, poetas, caricaturistas —intelectuales, al fin y al cabo— ganaron un espacio privilegiado para la promoción de ideas y se fue formando poco a poco una opinión pública de los jóvenes limeños. Las salas de redacción y pre-prensa, las amanecidas y los locales de diarios fueron espacios de confluencia y camaradería intelectual pero también, de ahora en adelante, de opinión:

A diferencia de los intelectuales de fines del siglo XIX y principios del XX, que preferían el libro, las tesis, los discursos solemnes de salón (salvo en parte Víctor Andrés Belaúnde), las nuevas generaciones de escritores privilegiaban el artículo, la crónica, y el ensayo. Esto no es solo un cambio formal, sino también sustantivo, pues apela a otro tipo de lector, no solo al culto e informado, sino, sencillamente, al hombre de la calle […] El público lector al

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que se remitían era otro, y cambiaría más al asumir posiciones políticas (Gonzáles, 2010, p. 74).

Estos intereses en la prensa escrita ya se habían presentado, por citar un caso, en Luis Alberto Sánchez desde 1909 cuando estaba en el boletín escolar de la Recoleta. En total, en esta etapa, escribió trece textos (Pinto, 1990). Pero no fue hasta la adolescencia y juventud donde Luis Alberto, se adaptaría a las oportunidades que ofrecía Lima para los jóvenes intelectuales. Fundó en 1916 Lux, una revista de mayor madurez donde tuvo una columna llamada “Glosas” y se le observa no solo interesado por su ciudad y la vida cultural que ofrece sino también por los desvalidos. Dos columnas, una sobre los soldados rasos y otra sobre los manicomios lo prueban. También, en 1916, hace una temprana confesión de parte y qué entiende y considera por aristocracia, todo en medio de una crónica por fiestas patrias:

29 de julio […] 12. p.m. […] La aristocracia sale del Excelsior. Como yo soy demócrata, y por…otras razones “de peso” no he asistido a la función. Chocolate en el Club Nacional y en el Palais. Más Himno. Más borrachos. Más líos.

30 de julio 11 y 30 a.m. Embanderamiento. La gente aristocrática sale de San Pedro y Santo Domingo

Luego, después de anotar el itinerario, Sánchez, que usa el seudónimo de Rafael D’Argento, se dirige a su lector y señala:

Aquí terminan mis apuntaciones; y ahora vamos a hablar con toda seriedad. Yo amo las diversiones populares ¿Es grosero? ¿Innoble? ¿Vulgar?... ¿Bien y que?... ¿Por qué voy a quemar lo que antes adorara con el blanco cariño de la infancia? ¿Por qué no voy a respetar lo que hizo mi felicidad en el pasado? ¿Por qué? Ustedes y yo hemos reído locamente con estas diversiones populares (Sánchez, 1990 [1916], pp. 72-73).

En un plano más general, se ve que Sánchez para estos años es parte de esos jóvenes que tomaron una actitud distinta frente a las repercusiones que trajo la Gran Guerra de 1914. Él, como Valdelomar —algunos años mayor, es cierto—, no entran como los arielistas en el quiebre de referencias culturales ante el estallido bélico. Por el contrario, se ve en Luis Alberto un joven que empieza abordando el anonimato simbólico (soldados, obreros, campesinos). Por eso se considera importante para la presente investigación esta etapa de

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Sánchez, ya que muestra in situ, las preocupaciones e identificaciones que va tomando su discurso.

La universidad

Luis Alberto Sánchez culminó la media en 1916 y al año siguiente ingresó a San Marcos. La revista Ariel de 1917 es expresión de su iniciación universitaria. Publicó dos trabajos dedicados a los “maestros de la juventud”: José Enrique Rodó y José Santos Chocano. Resulta pertinente ver el título que le otorga al uruguayo con motivo de su muerte en Roma, cosa que posteriormente en la etapa radical de su discurso del Balance y liquidación negará: “Al maestro que tales cosas anunciaron, no se le debe llorar. Para honrar su memoria, es preciso luchar y hacer triunfar sus ideales. Que quien fue la personificación de la fortaleza espiritual, merece un homenaje viril” (Sánchez, 1990 [1917], p. 86). Esta revista fue la etapa más arielista del joven Sánchez, se le vio con rasgos y tintes de idealidad y espiritualidad cercano a los novecentistas, acompañado de semblanzas a las grandes personalidades literarias de la época. De ahí, en adelante, colaboró en revistas como Actualidades (1917) Sudamérica (1918), El Tiempo (1918). Se está, para este momento, próximo a la Reforma estudiantil latinoamericana, que estallaría en 1918 en Córdoba, Argentina, y en 1919 para Perú. Como se sabe, la visita del jurista y político argentino Alfredo Palacios exacerbó los ánimos de los universitarios, imbuidos dentro del ambiente civilista que rodeadaba a San Marcos, sus profesores y sus clases. Por esos años también se venía revisando la vida histórica peruana entre un grupo de alumnos los cuales pasarían a identificárseles, con el tiempo, como los jóvenes del Conversatorio Universitario. Se propusieron ahondar en aspectos de nuestra historia del primer cuarto de siglo, sobre todo. Raúl Porras Barrenechea, compañero recoletano de Sánchez, abordó a los satíricos literarios, Jorge Basadre —el más joven del grupo con tan solo 18 años— se interesó en la iniciación de la República y Sánchez tuvo su conferencia el 22 de setiembre de 1919 sobre los poetas de la Revolución. En ella, Luis Alberto abordó las ondas expansivas de la Revolución en los poetas de fines del virreinato y cómo éstos cayeron en ambigüedades ante el reto de la emancipación: “nuestros versificadores del año 21, se adaptaron a las circunstancias y, con la misma pluma con que celebraron los triunfos realistas, alabaron a San Martín (Sánchez, 1968 [1919], p. 10). Estos trabajos fueron el anticipo del libro Los poetas de la colonia basado en su tesis doctoral. Se está, pues, en un momento de quiebre, donde los universitarios no

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solo se habían movilizado por cambios radicales en sus claustros, sino que también habían participado en sendas luchas por el reconocimiento de la jornada laboral de las ocho horas. Luis Alberto Sánchez, más adelante, revelaría que se declaraba como inoperante políticamente en aquellos años de juventud. No obstante, fue de los que participaron en la Reforma de 1919 pero, a su vez, mantenía contacto con los arielistas. Eran, pues, años álgidos y convulsionados. Las demandas sociales, el ascenso de una figura como Augusto B. Leguía y la cercanía al centenario patrio hicieron del ambiente nacional —y, sobre todo, limeño— que las juventudes tomaran partido y posiciones claras. A diferencia del accionar de Víctor Raúl Haya de la Torre o el mismo José Carlos Mariátegui, que con sus escritos expresaron, de manera más notoria, su descontento y deslinde; Sánchez seguía acudiendo con constancia junto a Porras a las tertulias de la Protervia. Por el Mercurio Peruano, resulta pertinente que se mencione, no pasó desapercibida la coyuntura nacional. Es más, acogió sin reparos las colaboraciones de los más prometedores jóvenes intelectuales sin dejar de lado, tampoco, a los más activos políticamente:

Precisamente la conmemoración del centenario de la Independencia incorporó al Mercurio al grupo sanmarquino del Conversatorio Universitario: Raúl Porras, Luis Alberto Sánchez, el citado Leguía, Jorge Basadre, Ricardo Vegas García, Manuel Abastos, Carlos Moreyra y Guillermo Luna Cartland. (Pacheco Vélez C., 1988, p. 31).

De aquel preciso momento interesa, sobre todo, el homenaje que realiza Sánchez por la muerte de Ricardo Palma en la edición bimestral de octubre-noviembre de 1919 del Mercurio Peruano, tan solo unos meses después de la reforma universitaria:

Hay quienes piensan que no se puede citar el nombre de Prada al lado del de Palma: pero me complazco en establecer, no el paralelo, que eso es imposible, sino la divergencia […] Y he aquí a lo que yo quería llegar. Palma y Prada no se excluyen; se integran. No se debe decir que este es menos peruano que aquel. Ambos son igualmente peruanos. Se trata, solamente, de limeñismo. Palma, a fuer de buen limeño, es burlón y mordaz; Prada es la fuerza, el insulto leal. (Sánchez, 1990 [1919], pp. 128-129).

Se observa, pues, una posición en Sánchez que busca complementar las contradicciones y oposiciones; más aún, opta por posiciones integracionistas que escapen a cualquier tipo de polarización. Respecto al mismo tópico,

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el de Palma-Prada y, antes, sobre el Mercurio Peruano, Haya de la Torre, unos años después, expresará un sentir drásticamente distinto:

Ustedes saben bien que “El Mercurio Peruano” se llamó a una revista de los intelectuales de Lima, hace un siglo, si no me equivoco. Muerta por largos decenios, un grupo de intelectuales conservadores, encabezados por el señor Víctor Andrés Belaunde, decidió resucitarla. En el Perú —y esto ustedes lo saben también— los intelectuales han seguido dos tendencias: la tradicionalista de Palma (Ricardo) o la avancista de González Prada, nuestro más alto apóstol. En torno de Palma se agruparon los señoritos de la intelectualidad aristocrática limeña; con Prada se fueron los provincianos, los modestos y los “huachafos” como les llaman los otros (Haya de la Torre, 1995 [1925], pp. 138-139).

En relación con los “señoritos de la intelectualidad” que refería Haya de la Torre, Luis Alberto, todavía en 1921, seguía admirando la vigorosidad de Riva Agüero y temiendo que se descarrilara, pues éste, su maestro, encarnaba el: “[…] futuro constructor, según todas las apariencias, de una completa historia del Perú. A no ser que las solicitaciones irresistibles de la política, lo desvíen de este camino […] Riva Agüero tiene una personalidad inconfundible de vigoroso relieve. Con toda la contextura del erudito, el vuelo del pensador y el ardor del polemista” (Sánchez, 1990 [1921], p. 136-143). De esta forma, todo hace pensar que, hasta aquellos momentos, los primeros años del Oncenio (1919-1930), la postura de Luis Alberto Sánchez era conciliadora, creía que se podría construir sobre las diferencias y diametralmente distante de la emotividad política con que algunos años después preguntará: ¿Tuvimos maestros en nuestra América?

Conclusiones

De esta forma y hasta aquel momento se pueden concluir algunas ideas. Primero, que el escenario que presenta Lima a inicios del siglo XX es fundamental para la formación de identidades grupales o generacionales en el espectro intelectual. Factores como la educación, las tertulias, las salas de prensa y, sobre todo, la cercanía que se presentaba en la ciudad de los distintos ambientes y locales juveniles, hacen que se tejan y refuercen vínculos de identidad. Segundo, la manifestación de esta identidad grupal o generacional se encuentra claramente esbozada en los escritos y vivencias de los jóvenes intelectuales y son, al fin y al cabo, discursos de pertenencia que se forman, se asumen y, con el tiempo, se transforman. Todos estos discursos siguen de

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alguna manera patrones y móviles de acuerdo a las circunstancias y objetivos que se trazan. En los casos particulares del inicio de la tercera década del siglo XX, estos discursos se encontrarán imbuidos de la convulsionada realidad social y política del Perú, haciéndose cada vez más radicales y politizados buscando respuestas a la coyuntura en la que se vive y sumadas a las vivencias intelectuales de los portadores. Es hasta este momento en que el presente trabajo se detiene en busca de continuar indagando en la historia intelectual de este periodo. Como se ha podido evidenciar con los años de juventud de Luis Alberto Sánchez, las distancias que separan a los distintos grupos de la juventud limeña son claras en muchos aspectos, pero también ambivalentes en otros. De lo que se trata, más bien, es de buscar y otear por debajo del discurso diferenciador por sí mismo —sin dejar de considerarlo, obviamente— en búsqueda de hallar esas experiencias y vivencias que demuestren las diferencias, pero de manera cualitativas.

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INDIGENISMO: APROXIMACIÓN HISTÓRICA A LOS CUENTOS ANDINOS DE ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR. HUÁNUCO, 1920

Carlos Moste Carranza1 Universidad Nacional Federico Villarreal

Resumen

El objetivo del presente trabajo2 es analizar las construcciones literarias que sirven como vínculos representativos de la sociedad indígena de las primeras décadas del siglo XX. Los cuentos analizados corresponden a la obra literaria de Enrique López Albújar titulada Cuentos Andinos, publicada en 1920. De esta manera, analizamos las relaciones sociales del sector andino en una coyuntura que estuvo marcada por la marginación y los prejuicios en contra de la población indígena peruana. Esto sumado a la “problemática indigenista” proveniente de un debate intelectual marcado por distintas posiciones que giraron en torno a la adversa condición de vida que padecían los indígenas del Perú en aquella época.

Palabras clave: Indigenismo, Cuentos andinos, Enrique López Albújar, literatura indigenista, sociedad indígena, Huánuco, siglo XX.

Abstract

The objective of this paper is to analyze the literary constructions that serve as representative links of the indigenous society of the first decades of the 20th century. The stories analyzed correspond to the literary work of Enrique López Albújar entitled Cuentos Andinos, published in 1920. In this way, we analyzed the social relations of the Andean sector in a situation that was marked by marginalization and prejudice against the Peruvian indigenous population. This added to the "indigenous problem" from an intellectual debate marked by different positions that revolved around the adverse condition of life suffered by the indigenous people of Peru at that time.

1 Estudiante del décimo ciclo de Historia de la Universidad Nacional Federico Villarreal. Contacto: mostecarranzacarlos.22@gmail.com. 2 El presente artículo es una primera aproximación sobre el tema que forma parte del Proyecto de

Tesis “Indigenismo: el debate sobre la problemática indigenista frente a la representación del sujeto andino en el Perú”. Agradezco a mis padres y a Margoth, por el apoyo constante.

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