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La prisión y la muerte de Leguía

Exteriores), el mayor Gustavo A. Jiménez (Gobierno), el comandante Armando Sologuren (Justicia, Instrucción y Culto) y el comandante Carlos Rotalde (Marina y Aviación).

LA PrISIÓN Y LA MUerTe de LeGUíA.- Del crucero Grau, Leguía fue trasladado a la isla de San Lorenzo. Tenía fiebre alta y se sentía mal. El 16 de setiembre de 1930 ingresó a la Penitenciaría, junto con su hijo Juan. La celda que ocupó, baja, húmeda, sucia, pestilente y cuya ventana había sido tapiada, no vino a ser sino una de las torturas que se acumularon para él, sin tener comunicación con el exterior, sin contar con servicios higiénicos. No podía conciliar el sueño por la noche a causa de los gritos de los centinelas y, durante mucho tiempo, no recibió asistencia médica para los padecimientos que sufría. Cuando ella le fue otorgada, se cumplió ante la presencia constante de los carceleros. Ellos también vigilaron con insistencia al sacerdote Esteban Pérez que lo visitó (1). El 16 de noviembre de 1931 llegó a ser trasladado a la Clínica Naval de Bellavista para que le hiciera una operación quirúrgica. El 18 de noviembre una bomba de dinamita fue arrojada villanamente al interior de este hospital y cayó a pocos metros del cuarto ocupado por el enfermo, después de que había sido anunciada su mejoría. Murió, sin embargo, en el Hospital Naval el 6 de febrero de 1932 a los 69 años. Solo pesaba entonces 67 libras. Se ha dicho que llegó a hacer a su confesor el encargo de expresar que no guardaba rencor a nadie; que perdonaba a quienes procuraron hacerle mal; que deseaba la felicidad y la prosperidad del Perú al que había amado mucho; y que su último pensamiento era para sus hijas y sus hijos.

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El abogado defensor de Leguía fue Alfonso Benavides Loredo, con coraje y lealtad extraordinarios. Cuando alguna vez se escriba acerca de las múltiples “luchas por el Derecho” que ha habido en el Perú, el nombre de Benavides Loredo figurará con honor, si bien han de acompañarlo muchos que combatieron, en su hora, a Leguía. No había sido uno de los favorecidos con los beneficios del Oncenio. Porque asumió la defensa del mandatario depuesto, sufrió prisiones en el penal del Cuartel Sexto, en la Penitenciaría y en la isla de San Lorenzo. Se le negó por el Tribunal de Sanción la copia certificada de los documentos y objetos que, sin intervención suya, fueron inventariados en Palacio, en papeles que desconoció; también se le impidió que asistiera a la instructiva que el vocal Manuel A. Sotil tomó a su defendido, pues este le dijo que “el defensor no tenía por qué conocer los interrogatorios que a nombre del Tribunal tenía que hacer el encausado”; halló constantes obstáculos para cumplir con sus deberes; y no pudo conferenciar privadamente con Leguía.

Benavides Loredo, en su refutación al dictamen de los fiscales el 2 de enero de 1931, insistió en la ilegitimidad del Tribunal de Sanción para lo cual invocó la Constitución, la Ley Orgánica del Poder Judicial y la ley de 28 de setiembre de 1868 sobre responsabilidad de funcionarios públicos y citó a tratadistas peruanos como José Gregorio Paz Soldán, Juan Antonio Ribeyro y Luis Felipe Villarán; estudió doctrinariamente la figura jurídica del enriquecimiento sin causa; sostuvo que Augusto B. Leguía hallábase total y absolutamente arruinado; afirmó que no tenía bienes en el extranjero; hizo valer la demanda interpuesta contra él ante la Alta Corte de Justicia de Londres por Hardman Kearsley y Cunningham por la suma de L 290.580; insistió en que no le podían afectar los cargos deducidos a sus hijos; entró en el detalle de la llamada “Cuenta Mayor Privada” de la oficina comercial A. B. Leguía y en otros cargos menudos.

Los vocales de la segunda sala del Tribunal de Sanción Nacional Carlos Augusto Pásara, Manuel A. Sotil, Enrique F. Maura, Daniel Desmaisson y Alberto Panizo S., emitieron con fecha 7 de enero de 1931 su sentencia para fallar que habían incurrido en enriquecimiento ilícito Augusto B. Leguía y

(1) La correspondencia entre la Secretaría de Estado y la Embajada norteamericana indica que, en agosto de 1930, el secretario de Estado Henry Stimson y el encargado de Negocios Ferdinand L. Mayer creyeron deseable ejercer “buenos oficios” a favor de Leguía. Sin embargo, Mayer cablegrafió a Washington que el sentimiento público adverso al ex presidente era tan intenso que cualquier gestión en favor de la seguridad de este debía tomarla en cuenta para que pudiera ser efectiva y para que no resultase “infortunado para nuestros intereses”. La Embajada, por lo tanto, no hizo nada.

[ 1930 SETiEMBRE 16 ]

LA PrISIÓN de LeGUíA. en un comunicado de última hora, el diario el Comercio publicó en su primera plana del martes 16 de setiembre de 1930: “en la madrugada de hoy fue trasladado de la isla de San Lorenzo al Panóptico, el ex presidente de la república, señor Augusto B. Leguía, en compañía de su hijo, señor Juan Leguía Swayne. el señor Leguía, que fue sacado del lugar donde se encontraba después de la una de la madrugada, llegó a Lima acompañado del mayor Aliaga y el capitán La Cotera, en un automóvil del Ministerio de Gobierno, siendo recibido en la puerta de Panóptico por el prefecto de Lima, comandante Bueno, a quien acompañaba el teniente Velarde y el director del Panóptico, coronel Fernandini. el señor Leguía y su hijo, Juan, quedaron alojados en el primer pabellón de la derecha en la parte del frente del edificio”.

eL deFeNSOr de LeGUíA

Alfonso Benavides Loredo (aquí en una fotografía de 1912) fue el abogado de Augusto B. Leguía en el juicio que se le siguió tras la revuelta militar de 1932. el defensor tuvo que preparar su alegato bajo gran presión, acoso, y hasta prisión. Además, debió hacer frente a la intransigencia del Tribunal de Sanción, encargado de juzgar los delitos cometidos por Leguía durante el Oncenio. sus hijos Augusto, José y Juan y fijar en 25’000.000 de soles oro el monto de la responsabilidad monetaria que conjuntamente les afectaba. Hubo, pues, hasta el final, no obstante la protesta de Benavides Loredo, procesos acumulados contra el ex presidente y sus tres hijos. La sentencia consideró ampliamente probado que Juan, Augusto y José Leguía Swayne habían aprovechado de concesiones, contratos, comisiones, primas, etcétera, por concepto de los cuales habían obtenido ingentes sumas de dinero en desmedro del erario nacional y mencionó a este respecto los empréstitos nacionales, los negociados de Sasape y La Molina, la explotación del juego en la República, la venta del opio y demás estupefacientes, los privilegios y monopolios para la explotación del petróleo y sus derivados, las ventas de explosivos y otros materiales y la construcción de los más onerosos caminos y carreteras. A Augusto B. Leguía lo consideró como partícipe en estas especulaciones por haber intervenido, ya directamente o por medio de terceras personas, en ventas o compras como las ya indicadas de las haciendas La Molina y Sasape; en contratos de obras públicas como la del nuevo Palacio de Justicia a cargo de Gildred & Co.; en concesiones de terrenos de montaña, petroleras y carreteras. Aseveró también que aumentaron su indebido enriquecimiento los giros hechos en las cuentas corrientes de los bancos de esta capital por más de 2 millones de soles cuyo aprovechamiento en su favor o el de sus familiares y obsequios a terceras personas quedaba especificado en los talonarios de cheques correspondientes solo a los últimos cinco años. Como nueva prueba, posterior al dictamen fiscal, mencionó la sentencia los cheques girados al portador por Rosa E. Chiri, mujer de Arturo Cisneros, rematista de las casas de juego y tolerancia, por valor de 53 mil y 62 mil soles respectivamente y endosados por don Lisandro Quesada Caisson al Banco del Perú y Londres con fecha 15 de mayo de 1930, para en la misma fecha mover ese abono en un cheque por 98 mil soles a la orden del referido banco que hizo ingresar en la cuenta particular de Augusto B. Leguía como precio de bonos allí pignorados. Particular énfasis otorgó al hecho de que el Presidente obtuviera de las instituciones de crédito préstamos que no hubiesen sido concedidos a ningún particular, al extremo de que si se hubiera liquidado, por ejemplo, la Sociedad Agrícola e Industrial de Cañete, habríase irrogado una pérdida de 2 millones de soles a los acreedores, al haber sido facilitados más de 4 millones de soles por bienes que estaban muy lejos de responder a ese valor. También censuró al ex mandatario por los descuentos constantes que hacía de su firma en pagarés y letras ante esas mismas instituciones bancarias, así como por haber especulado con valores del Estado como la deuda interna del 7% y la deuda de amortización del 1 % cuyas fluctuaciones dependen en lo absoluto del poder administrativo, garantizando con estos valores muchas de las operaciones bancarias y dejando impagas y sin resguardo otras en que había sido otorgada en fe a su firma. Un párrafo especial dedicó la sentencia a las relaciones entre Juan Leguía con la casa Seligman, sin prever que, como se ha recordado ya en otro capítulo de este libro, en las investigaciones abiertas por el Senado de Estados Unidos, los personeros de dicha empresa negaron que hubiesen dado dinero al presidente Leguía. También recordó otros actos notorios “como los de cancelación del contrato Dreyfus siendo Leguía apoderado de esa firma, la entrega de la administración del correo a la compañía Marconi y la venta a perpetuidad de los ferrocarriles de la República a la Peruvian Corporation, precisamente por quien mantenía en los presupuestos partidas enormes para construcciones ferrocarrileras y los arreglos y liquidación del guano con la misma compañía”; sin que fuera aclarado en qué sentido esos actos gubernativos, criticables o no, tenían relación directa con una sentencia sobre enriquecimiento ilícito. Los últimos párrafos de ella aludieron vagamente a “multitud de primas y comisiones percibidas que, por su propia naturaleza escapan a todo control”; a “la vida dispendiosa que llevaron; ya las especulaciones a que se dedicaron”; y en lo que atañe a la situación de insolvencia en que se presentaban los acusados afirmó esta sentencia que “es lógico suponer que ocultan grandes capitales en valores o en depósitos en el extranjero o que han dilapidado en operaciones ruinosas el dinero extraído a la Nación”. Lo cierto es que aquellos “grandes capitales” nunca aparecieron y que los hijos de Leguía vivieron modestamente desde agosto de 1930.

Como documento, en cierta manera, complementario, se publicó una carta fechada el 7 de enero de 1931 y suscrita por los contadores Daniel A. Carlín y Luis D. Mederos en la que aseveraron que sumaban un total de L 82.019,6,11 las letras en moneda inglesa entregadas por Leguía al Banco Italiano durante los años de 1923 y 1924 y que “ellas representan el producto de algún negocio con banqueros o casas comerciales que tienen ramificaciones en el extranjero”. Ambos contadores creyeron así desmentir al abogado defensor del ex presidente, según el cual dichas entregas provenían de una cuenta formulada entre la Sociedad Agrícola e Industrial de Cañete y Fred Huth & Co. de Londres.

Dado el origen y las características del Tribunal de Sanción la sentencia del 7 de enero de 1931, desde el punto de vista histórico, expresa solo un punto de vista de los enemigos de Leguía y de sus hijos. El espíritu que animó a los jueces fue expuesto por Alfonso Benavides Loredo en su refutación del dictamen de los fiscales en las siguientes palabras: “Cuando un miembro de la Sala, el capitán Desmaisson fue preguntado por Leguía, en la última entrevista que tuvieron, sobre la ilegalidad de mi prisión, el citado vocal le respondió que a ellos no les importaba la ley y que procedían como mejor les parecía”.

Falta analizar, con el examen detenido del expediente de más de seiscientas páginas que se formó en el Tribunal de Sanción y de los documentos que lo pueden ampliar, lo que en la sentencia corresponde a los apasionamientos del momento político, lo que implica una eventual responsabilidad particular de alguno o algunos de los hijos u hombres de confianza del presidente o de diversos funcionarios o colaboradores suyos y lo que en realidad, con certeza y de acuerdo con preceptos específicos del Derecho penal, puede ser adjudicado a la culpa directa y activa de aquel. Dato curioso que podría tener aspectos de carácter sicológico, es el de cómo, en el plano de sus negocios privados, Leguía parece haber vivido al día, en apuros, haciendo considerable uso del crédito.

Pocos días después de la sentencia antedicha, el 15 de enero de 1931, Leguía hizo en el Panóptico su testamento, redactado por Benavides Loredo. Allí declaró que “habiendo ido al gobierno rico debido a mi esfuerzo personal, con una renta anual de doscientos mil soles, hoy por haberme consagrado por entero a la prosperidad y servicio de esta Patria tan querida, abandonando completamente mis negocios, solo parece quedarme, después del registro que de todos mis bienes ha hecho la Junta de Gobierno, algunas pólizas de seguro contra mi vida y las medallas y otros objetos que me obsequiaron gobiernos extranjeros, las provincias y diversas circunscripciones del Perú y que dejé entre otros papeles en la caja de fierro de mi escritorio en Palacio y en las dos cajas de fierro de Pando”. De este documento (escrito para la publicidad y que no habla de sus hijos Carmen y Joaquín nacidos durante su período presidencial) podría deducirse que si otros se enriquecieron bajo su amparo, al fin y al cabo él no lo hizo.

Y así este hombre que había recibido más homenajes que San Martín y Bolívar y había mandado en el Perú durante un tiempo más largo que ningún otro presidente, murió, dentro de las circunstancias más lastimosas, en la prisión. No hubo entre los gobernantes de este país otro caso tan patético como el suyo. En pleno disfrute del poder fallecieron San Román, Morales Bermúdez y Candamo. Balas asesinas cortaron alevosamente las vidas de José Balta y de Manuel Pardo, como, más tarde, la de Sánchez Cerro. En una batalla pereció Gamarra después de exclamar: “Aquí es preciso morir” y en el desierto cayó de su caballo el anciano Castilla para no levantarse más. El destierro fue la mortaja de La Mar en Costa Rica, de Orbegoso en el Ecuador, de Santa Cruz en Francia, de Vivanco y de Billinghurst en Chile. Salaverry fue condenado a la pena capital. Pero entre todos los que tuvieron la investidura de supremos mandatarios en el Perú, solo Leguía falleció encarcelado. El país debió tener a pesar de todo, un poco de piedad con él, por piedad consigo mismo. Al fin y al cabo, lo había dejado gobernar durante quince años, primero cuatro y luego once. Si había culpa en ello ¿de quién era, sobre todo? Muchos peruanos habían hecho de él un conspicuo exponente de sus propios errores. Él no era peor que otros sino superior a todos; solo que había estado en un lugar más expuesto.

[ 1930 OCTUBRE 7 ]

LA MANIFeSTACIÓN CíVICA TrAS eL GOLPe. Luego del golpe de estado al presidente Augusto B. Leguía, se realizó una manifestación cívica de respaldo al hecho, el 6 de octubre de 1930. Al día siguiente, el Comercio escribió en sus titulares lo siguiente: “Millares de ciudadanos piden sanción para los delitos de la dictadura. La enorme masa ciudadana desfila de la plaza Bolognesi a la Plaza de Armas, en medio de gran entusiasmo. Hablan los señores Sánchez ríos, Germán Moncloa y Ulises reátegui. desde los balcones de Palacio, el presidente de la Junta de Gobierno, se dirige al pueblo. La manifestación se disuelve, realizando el objeto que tuvo, en el mayor orden y sin haberse producido ningún incidente ingrato”.

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