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El gobierno provisorio de Benavides (1933-1936

reivindicaciones sociales que ya se veían llegar era lo fundamental. Y para ello, los antecedentes de Benavides se mostraban ampliamente satisfactorios y confiables a los ojos del grupo oligárquico. Al ser investido con la insignia del mando supremo, Benavides agradeció con breves palabras su elección, haciendo notar que él no la había inspirado, que no pertenecía a partido político alguno y que llegaba a la jefatura del Estado sin odios, anheloso solo de la “armonía de toda la familia peruana que realmente tenga sentimientos patrióticos”.

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EL goBiErNo ProVisorio dE BENAVidEs (1933-

1936).- Sin duda, la designación del general Benavides como jefe de Estado provocó inicialmente diversas expectativas que poco a poco se fueron consolidando. La primera, que logró aglutinar al conjunto de la clase dominante (oligarquía) con el comando militar; la segunda, que a partir de él, el Estado logró un cierto grado de control político de las fuerzas centrífugas; y, tercero, que un enorme sector de la población urbana (cansado de la anarquía del trienio anterior) deposito en el flameante mandatario una especie de “cheque en blanco” a su favor. Todo ello –afirma Julio Cotler– fue posible por la concurrencia de tres circunstancias íntimamente relacionadas entre sí: el descenso de la movilización popular (debido a continuos fracasos), la oferta de una “tregua” que Benavides hiciera al APRA (efectiva con la liberación de su jefe y fundador) y la promesa de convocar nuevas elecciones conforme a la Constitución sancionada por su infortunado antecesor. Al amparo de esta coyuntura singular y, sobre todo apoyado por la gran fuerza moral que la decisión de la Asamblea le confería, el nuevo mandatario inició su gestión enarbolando un lema por demás sugestivo y aparente para el momento: “Orden, progreso y trabajo”. Con él buscó establecer un período de armonía y tranquilidad entre sus connacionales con el fin de robustecer el sentimiento patrio ante el conflicto externo con Colombia. Consecuente con ello, de inmediato el gobierno procedió a amnistiar a muchos presos políticos (incluido a Víctor Raúl Haya de la Torre) y permitió cierto grado de libertad en el ejercicio del renovado debate político. El diario La Tribuna, vocero aprista, empezó nuevamente a editarse y a circular; el APRA –escribe Percy Murillo– organizó sus filas, emitió folletos, envió dirigentes a recorrer el país, operó restaurantes populares, reforzó la capacitación política e ideológica entre los sindicatos, promovió debates doctrinarios en las universidades, etcétera. En una palabra, el flamante presidente inició una política llamada de “paz y concordia” a fin de apaciguar los ánimos caldeados por los últimos acontecimientos; pero ahí quedaron las cosas. Benavides se aferró al poder y no tuvo la menor iniciativa para convocar a elecciones que refrendaran su designación; tampoco convocó a elecciones complementarias para cubrir las 23 vacantes dejadas por los representantes apristas desaforados por Sánchez Cerro, elecciones que –según testimonio de Luis Alberto Sánchez– había ofrecido verbalmente Benavides a Haya de la Torre. La apertura a la legalidad aprista fue muy breve y episódica ya que, solucionado el frente externo, las cosas volvieron a ponerse en contra del partido, recrudeciendo las malquerencias y resquemores de uno y otro lado. El APRA –dice el citado Villanueva– pasó entonces a la oposición y más tarde a la clandestinidad. El veto se tradujo en insurrección. La policía descubriría poco después un complot llamado “conspiración de los sargentos”, por ser una cantidad significativa de estos los principales implicados. Luego, en 1934 fue debelado el “movimiento de El Agustino” y poco después las revoluciones de Ayacucho y Huancavelica, triunfantes en los primeros momentos. La detectada infiltración aprista en la oficialidad y la penetración ideológica en la tropa –observa Cotler– sirvió para sellar la resistencia estamental al APRA y la formulación de la censura del Ejército a dicho partido. Las cosas se agravaron en 1935 cuando el director de El Comercio, don Antonio Miró Quesada, y su esposa doña María Laos fueron abatidos por los proyectiles disparados desde la cúpula aprista por otro fanático. El APRA degeneraba así, de las insurrecciones populares, en los asesinatos políticos. A

El 15 de mayo de 1935, víctimas del fanatismo partidario, el

prestigioso periodista y político Antonio Miró Quesada de la Guerra y su esposa fuero alevosamente asesinados, provocando estupor e indignación en el país.

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